¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.

«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).

Is Cinema Dead? A Tale Of Streaming Services, Piracy And ...

“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).

Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.

Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.

Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.

Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.

Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.

Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.

Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.

La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.

Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.

Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.

Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.

Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»

El silencio de dos hombres

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Los siete principios del ‘Bushido’:

  1. Gi (justicia)

Sé honrado con todo el mundo. Cree en la justicia, pero no en la de los demás, sino en la tuya propia. Para un auténtico samurai no hay una escala de grises. Sólo existe lo correcto y lo incorrecto.

  1. Yuu (coraje)

Álzate sobre las masas de gente que teme actuar. Ocultarse como una tortuga en su caparazón no es vivir. Hay que arriesgarse. Es peligroso, pero es la única forma de vida plena.

  1. Jin (compasión)

El samurai no es como los demás hombres. Desarrolla un poder que debe ser usado en bien de todos y ayuda a sus compañeros en cualquier oportunidad. Y si ésta no surge, sale de su camino para encontrarla.

  1. Rei (respeto)

No tienes motivos para ser cruel. No muestres tu fuerza. Sé cortés con tus enemigos. Y recuerda que tu fuerza interior se vuelve evidente en tiempos de apuros.

  1. Meiyo (honor)

El auténtico samurai sólo tiene un juez de su propio honor. Él mismo. Las decisiones que toma y cómo las lleva a cabo son reflejo de quién es en realidad. El samurai no puede ocultarse de sí mismo.

  1. Makoto (sinceridad)

Cuando un samurai dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho. No promete: hablar y hacer son la misma acción.

  1. Chuu (lealtad)

El samurai es leal con quien se hace responsable. Y recuerda: las palabras de un hombre son como sus huellas, puedes seguirlas donde quiera que él vaya.

 

Aunque la cita que abre la película, no existe mayor soledad que la del samurai, salvo tal vez la del tigre en la jungla, es una falsa alusión al libro Bushido de los samuráis, Jean-Pierre Melville impregna al protagonista de El silencio de un hombre (Le samurai, 1967), Jef Costello (Alain Delon), de los rasgos propios de un asceta guerrero, de un monje cuyo motor interior, entendido en una clave íntima y muy personal, explica el sentido de su violencia.

Hierático, frío, metódico, aparentemente carente de emociones, alejado de las mujeres y ajeno a cualquier aspecto ético o moral de su profesión, Jef se emplea como asesino a sueldo, ejecutando sin piedad de manera implacable a quienes sus benefactores señalan. Es absolutamente discreto y extremadamente leal, y su eficiencia resulta incuestionable. Al menos hasta que un asunto se tuerce y le obliga a pensar que sus patrocinadores le han tendido una trampa. Desde ese instante, toda la existencia sobre la que ha edificado su sombra se tambalea y su supervivencia depende del esclarecimiento del enigma que le persigue, el por qué y el precio de su sacrificio, mientras, al mismo tiempo que huye de quienes quieren acabar con él, tapa los agujeros que sus traicioneros patronos van abriendo en la alfombra de su anonimato para que la policía ate cabos.

El silencio de un hombre además de un magnífico film noir es la ejemplar plasmación del continuo cruce de referencias a tres bandas que conecta como un cable submarino las tradiciones narrativas francesa, japonesa y norteamericana. Si el realismo poético francés inspiró al menos en parte el surgimiento del cine negro americano, éste retorna al París de los sesenta en una magistral eclosión de todos sus elementos, desde el nombre del protagonista en homenaje al personaje de Robert Mitchum en Retorno al pasado (Out of the Past, Jacques Tourneur, 1947) hasta la conversión de la ciudad en un escenario irreal por el que se mueven violentos esbirros, mujeres glaciales y policías rudos, una atmósfera atemporal, mítica, desprovista de espacios reconocibles en una sucesión de rincones oscuros, calles lluviosas y despobladas, clubes de jazz envueltos en la bruma, patios y escaleras poco iluminados y apartamentos vacíos de ventanas abiertas a la más abstracta oscuridad, una ciudad de sonidos apagados, de silencios, de pasos amortiguados, en la que cada uno de los ruidos audibles o de los escasos diálogos posee un significado trascendental, premonitorio. La fuente original del guión, la novela The Ronin de Joan McLeod (ronin, literalmente hombre-ola, evoca el carácter errabundo de estos guerreros sin dueño), título referido a los samuráis que carecían de señor al que servir, conecta la película con la tradición japonesa de los samuráis y con su reflejo en los filmes de Kurosawa o Inagaki (47 Ronin, 1962), inspiradores a su vez de géneros tan norteamericanos como el cine negro o el western de John Ford y Sergio Leone, influencia mantenida incluso hasta las postrimerías del siglo XX, ya sea explícitamente en películas como Ronin (John Frankenheimer, 1998) o implícitamente en la obra de Martin Scorsese, Quentin Tarantino, Paul Thomas Anderson o Wong Kar-Wai.

La mejor recepción de esta vorágine de referencias cruzadas es el remake de la cinta de Melville obra del inclasificable Jim Jarmusch, Ghost Dog, el camino del samurai (Ghost Dog, The Way of the Samurai, 1999). La acción se traslada a un Nueva York suburbial, los sonidos no se diluyen en el silencio sino en el hip-hop, pero el asesino (Forest Whitaker) captura la esencia de Costello en su lucha por mantener el tipo frente a los mafiosos de barrio que le han traicionado, delincuentes veteranos de origen italiano que visten de manera vulgar o combinan cadenas y anillos de oro con el chándal, precursores de los matones horteras y bravucones de la teleserie Los Soprano (The Sopranos, David Chase, 1999-2007). La película de Jarmusch, fragmentada en capítulos introducidos con una cita del libro del Bushido, es un excelente tributo a Melville, una película ni tan distante ni tan aséptica, cargada de ironía y humor y poseedora tanto de sencillez desarmante como de no pocos momentos de brillante solemnidad cercana a la épica del western. Incluso hace gala de una rara ternura melancólica en lo que afecta a los personajes de la niña lectora o del vendedor de helados (Isaach de Bankolé), único amigo del protagonista aunque el neoyorquino angloparlante no consiga trabar una sola conversación con el haitiano francófono. Esta relación, la metáfora lanzada al viento de dos personas que se entienden a la perfección y se aprecian sin hablar la misma lengua, es el verdadero tesoro de la película más allá de su condición de homenaje.

Con ella se cierra de momento ese circuito cerrado que conecta sensibilidades, miradas, perspectivas y cinematografías tan diversas y distintas pero que se encuentran en el único punto del que nacen y en el que concluyen todas las historias: el silencio.

Música para una banda sonora vital: Happy together (Wong Kar-Wai, 1997)

Como es natural, Happy together, el famoso tema de The turtles de 1967, forma parte de la música de Happy together, película dirigida en 1997 por Wong Kar-Wai y que trata sobre las andanzas de dos gays hongkoneses cuya llegada a Argentina supone el deterioro de su relación.

La película se cierra con la versión en directo de Danny Chung. Y, para comparar, se acompaña del tema original.

Mis escenas favoritas – Deseando amar (In the mood for love, Wong Kar-Wai, 2000)

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No esperaba que me hiciera tanto daño…

De ser una película norteamericana con grandes estrellas de raza blanca como protagonistas, estaríamos hablando de la Casablanca del siglo XXI, puro mito instantáneo del séptimo arte. Pero así, ya es suficientemente magnética, magnífica, especial, seductora, emotiva, por sí sola.

La tienda de los horrores – Psicosis (Gus Van Sant, 1998)

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Las razones para enviar esta Psicosis (Pyscho, Gus Van Sant, 1998) y a casi todos los que intervinieron en ella a los infiernos del cine pertenecen a dos grandes grupos: como innecesario, gratuito y banal producto cinematográfico, todo un sacrilegio a una de las mejores películas de la historia del cine de terror, y del cine en general; y, en segundo lugar, como remake propiamente dicho, en el que todas las decisiones artísticas tomadas para «variar» ligeramente, «ampliar» o «corregir» el original, devienen en desastrosas, pésimas, lamentables, dignas de ser castigadas con prisión perpetua.

Vaya por delante una cosa: la Psicosis de Gus Van Sant, en contra de lo que dicen la mayoría de las reseñas y de los críticos, no es un remake plano a plano de la obra de Hitchcock, una fotocopia perfecta, pero en color, de los planos y secuencias elaborados por el mago del suspense y sus asistentes -reconocidos o no- en 1960 con su equipo de rodaje para televisión. Puede serlo en un 95%, pero existen pequeñas eliminaciones, suaves carencias camufladas que se le escaparían a un ojo no experto -o, vaya, que no haya visto la película treinta veces- y también sutiles -cáptese la ironía- añadidos que embarran, estropean o, simplemente, nada aportan, al sello original hitchcockiano. Tras lamentarnos de que el perpetrador de semejante bodrio haya sido Gus Van Sant, reputadísimo autor de ese cine mal llamado independiente en el que alterna estupendos trabajos con importantes bodrios, y después de reivindicar como el único acierto la fotografía del australiano Christopher Doyle, habitual del cine de Wong Kar Wai o Zhang Yimou, entre otros, además de director de sus propias películas, que hubiera merecido quizá emplearse en una película más seria y digna, enumeramos la larga lista de cuestiones que hacen de la Psicosis de Van Sant el peor engendro, con diferencia, que ha recalado por esta sección:

– la música de Bernard Herrmann: acertadamente, los pilotos del proyecto entendieron que Psicosis no puede entenderse sin ella, así que decidieron conservarla. Pero suena diluida, carente de personalidad y de protagonismo. Los fotogramas que la acompañan carecen de intensidad, de vigor, de vida. Limitándose a componer postales y planos bellos, el significado de las imágenes, de los diálogos y de su vinculación a la trama pierde fuerza, se vuelve alimenticia, automatizada, como hecha en serie.

– el reparto: la elección de intérpretes no puede ser más pésima. Anne Heche no atesora ninguno de los atractivos de carnalidad y sensualidad de los que hacía gala Janet Leigh, capaz además de incorporarlos a un personaje que no era sino una mujer más, cualquiera cogida al azar, ordinaria, una entre tantas mujeres modernas de la América urbana de los sesenta, una simple empleada de una inmobiliaria. Pésimamente dirigida, no sólo se limita a emular a Leigh en sus caras y ademanes, sino que es incapaz de ofrecer el lenguaje sutil y soterrado que la actriz imprimía a su personaje en la parte de metraje que le tocaba: no transmite ni las miradas de angustia, terror y remordimiento de Leigh al volante de su coche por las carreteras desoladas de Arizona y California ni, por otro lado, es capaz de esbozar la sonrisa entre divertida y lasciva que Leigh compone cuando rememora en off la voz de la víctima de su robo hablando de cobrarse la deuda en su «carne joven y fresca». Vince Vaughn carece de la ambigua fragilidad de Anthony Perkins, de su naturaleza dubitativa, insegura y dispersa, de su aparente pusilanimidad; si en Perkins adivinamos una mente perturbada escondida bajo la capa de un joven débil y sometido a los designios de su madre, en Vaughn sólo acertamos a ver a un pervertido bastante salido, un tipo vago y a la sopa boba que parece andar a la espera de mujeres solitarias a las que meter mano. William H. Macy es quizá el que menos desentona como detective, aunque su papel se limita a recomponer lo que Martin Balsam ya hiciera tan eficazmente, con una salvedad: la caída por la escalera de Macy es horripilante. Viggo Mortensen no da la talla: su físico es insuficiente en comparación con el de Vaughn; en particular, en su pelea final en el sótano, que Hitchcock liquidaba rápidamente dado el poderío físico con el que John Gavin, todo un mazas, era capaz de dominar al tirillas de Perkins, la comparación Vaughn-Mortensen es risible. En este caso, dada la imposibilidad de que el amante pueda con el asesino en una lucha cuerpo a cuerpo, Van Sant debe tomar una decisión «creativa» que la caga del todo, y es que sea la hermana de Marion, Julianne Moore, la que venza a Norman con una patada en la cara. Ésta, Julianne Moore, es otro horror: la fragilidad y la angustia que transmitía Vera Miles, la de una mujer que inesperadamente no tiene noticias de su hermana durante un anormal periodo de tiempo, se convierte aquí en una mujer del tipo camionero-ordinaria, que viste vaqueros apretados y camiseta, cuyos ademanes y gestos son contundentes y poco femeninos, y cuyo ordinario comportamiento dista mucho de los nervios y la tensión asociados al caso. En los secundarios, destacan Philip Baker Hall, como sheriff de Fairvale, emulando, sin más, a John McIntire, y Robert Forster, que protagoniza otra de las secuencias estropeadas encarnando al psiquiatra que da la clave final del asunto.

– las carencias narrativas: cierto es que son pocas, pero suficientes si entendemos que el proyecto consistía en una copia «perfecta» del original de Hitchcock. Casi todas se concentran en la huida de Marion por la carretera, y consisten básicamente en sus diálogos con el policía que la sorprende dormida dentro de su coche y en la recreación que hace en su mente mientras conduce de distintas conversaciones y diálogos escuchados previamente. El efecto es la pérdida de tensión en un punto fundamental: el miedo y el remordimiento que consumen a Marion y que, tras la conversación con Norman en la salita del motel, habrían de ser sustantivos para obligarla a tomar la decisión de volver a Phoenix y devolver el dinero.

– los «añadidos creativos»: el mayor de los horrores. Empezando por uno superficial: la forma de acercarse a la ventana del hotel de Phoenix en el que se solazan al principio los amantes. Técnicamente más efectiva, carece, no obstante, de otra nota importante: mientras que con Van Sant la cámara vuela directamente hacia esa ventana y esa habitación, en Hitchcock la misma operación parece ir revestida de azar, de capricho del destino: con Hitchcock da la impresión de que elige una ventana cualquiera de un edificio cualquiera y que, por tanto, es esa la historia que le corresponde contarnos, por encima de cualquier otra historia que esté transcurriendo en cualquier otra habitación a la que pueda accederse a través de cualquier otra ventana, y que quizá merecería también ser contada. Pero, más allá de estas apreciaciones, susceptibles de interpretación, hay añadidos que matan la película: el principal: la eyaculación de Norman en la pared mientras observa a Marion desvestirse para entrar en la ducha: precisamente, una de las razones de la psicopatía de Norman y de su fijación con su madre radica en su impotencia sexual, en el deseo frustrado por consumar con las mujeres por las que siente atracción, deseo. Si el personaje de Norman logra satisfacer sus impulsos sexuales mediante un orgasmo masturbatorio, ¿sería igual de profunda y de radical su psicopatía? ¿Le afectaría igualmente el peso de su frustración hasta el punto de utilizar el cuchillo como una prolongación de su miembro viril, clavándose en sus víctimas femeninas? Obviamente, no. Pero no es esta psicología de bar pseudofreudiana el único añadido lamentable, no: las muertes vienen acompañadas de pequeños flashes visuales, de instantáneas añadidas con intención subliminal con el fin de convertir esas tomas en algo más inquitante, casi espectral. Por ejemplo, en la pésima caída del detective por la escalera, momento en el que los fotogramas incluyen la pose sensual de una mujer rubia, por citar uno. ¿Para qué? ¿Con qué fin? ¿A qué viene echar mano del impacto subliminal de unas imágenes innecesarias, que no aportan nada narrativamente, y que Hitchcock no precisó para aterrorizarnos? Por último, otro horror, quizá el mayor: la secuencia en la que el psiquiatra explica la perturbación de la mente de Norman, aclara su testimonio, esclarece el destino de otras mujeres desaparecidas y revela que el dinero está en el fondo de la laguna. Donde Simon Oakland desplegaba una intensa interpretación mediante la que parecía recrear y revivir en su interior el inmenso tamaño de los males de Norman, con uso de mímica, gestos y una pasión excepcional al explicar e intentar hacer comprender tanto a la policía como a los seres queridos de Marion la naturaleza psicopática del criminal, Robert Forster, muy mal dirigido, expone con frialdad burocrática y diálogos formulistas, lo sucedido a la joven, sin implicación ni pasión alguna, y con un detalle todavía más penoso: si Hitchcock utilizaba un plano a media distancia para enfocar a Oakland exponiendo su teoría, recogiendo sus gestos, el lenguaje de sus manos e incluso las operaciones para encenderse un pitillo mientras habla, Van Sant refleja a Forster en un plano americano, de hombros hacia arriba, por lo que nos omite su lenguaje no verbal, congelado en una máscara facial hierática, por no hablar de que nos esconde su acto de encender un cigarrillo, como si fuera más censurable mostrar a un psiquiatra fumando que a un asesino acuchillando a su víctima y manchando de sangre roja y fresca los blancos azulejos de un cuarto de baño.

Por todo esto, y mucho más, unido a la incomprensible estupidez que pudo llevar a los estudios Universal y a un reputado director de cine independiente (que fue convencido gracias a un cheque con muchos ceros) a concebir semejante proyecto, relegamos Psicosis, de Gus Van Sant, y a todos los participantes en ella a nuestra tienda de los horrores.

Sentencia: culpables

Condena: aparecer en un remake de Los zombis comedores de carne, parte III, haciendo de chuletas de ternasco.

Drama romántico de culto: El mundo de Suzie Wong

Richard Quine ha pasado principalmente a la historia del cine por su arrebatado, obsesivo, entregado amor por Kim Novak, que le llevó a retratarla maravillosamente en un puñado de apreciables películas, La casa número 322 (Pushover, 1954), Me enamoré de una bruja (Bell, book and candle, 1958), La misteriosa dama de negro (The notorious landlady, 1962) y, sobre todo, Un extraño en mi vida (Strangers when we meet, 1960), posiblemente el mejor melodrama romántico de todos los tiempos, por encima incluso de las afamadas historias lacrimógenas de Douglas Sirk. Sin duda, la experiencia de Quine como actor entre los años 30 y 50 (fue otras muchas otras cosas en el cine, productor y guionista, pero también compositor de temas para películas musicales), pero sobre todo su amor no correspondido por la deseada actriz (Quine se casó dos veces, pero la Novak siempre se le resistió; dicen que incluso este fracaso estuvo entre las razones acumuladas de su suicidio, ya en los años 80), le colocaron en buena disposición para la elaboración de complejos dramas sentimentales cargados de múltiples matices y perspectivas, enriquecidos con una soberbia puesta en escena y un acertado uso del ritmo y de las situaciones. El mismo año del estreno de Un extraño en mi vida, y con producción británica, Quine filmó otra película menor pero que ha crecido en su recuerdo con el tiempo, El mundo de Suzie Wong, un drama romántico con choque cultural y social como conflicto de base no exento de toques humorísticos y sentimentales, incluso de acción, en la línea de esos best-sellers románticos que introducen en cuotas diversos contenidos a fin de ampliar el espectro de público que disfrute con la historia.

Sin embargo, en la película de Quine esta amalgama de visiones, tonos y temas resulta armónica gracias a su plácida conducción en la dirección, a los magníficas localizaciones exteriores del Hong Kong de su tiempo (nada de skyline con rascacielos, tiendas caras, luminarias nocturnas y centros de negocios) y a las interpretaciones de la pareja protagonista, un William Holden en su plenitud profesional y la debutante Nancy Kwan, cuyo catálogo y muestrario de vestidos de aire oriental no tendrá parangón hasta los lucidos por Maggie Cheung en Deseando amar (In the mood for love, Wong Kar-Wai, 2001) de la que la película de Quine, en cierto modo, es casi un antecedente. Todo ello para contarnos una historia canónica, previsible, de manual, pero que se sigue con interés gracias a su ligereza narrativa y a su sencillo encanto. Robert Lomax (William Holden), es un maduro pintor norteamericano que llega a la colonia británica y que por casualidad conoce a una joven china (Nancy Kwan) de la que no tarda en descubrir que se dedica a la prostitución. A lo largo de sus (algo alargados) 129 minutos, asistimos al ilusionante establecimiento de una relación entre ambos, así como a los distintos avatares y altibajos del desarrollo de su historia de amor, en la que hay lugar para triángulos amorosos, indagación social y mensaje de entendimiento cultural entre pueblos, pero que en ningún momento transita por los necesarios ambientes sórdidos y pestilentes que a buen seguro presidían el mundo de la prostitución y la explotación sexual en un puerto como Hong Kong, abierto constantemente a la llegada de marineros y viajeros de todo el mundo.

Contada, por tanto, desde un punto de vista blanco, sin incidir en análisis realistas ni en reflejos auténticos del mundo de la prostitución hongkonesa, la película elude igualmente cualquier visión sobre la cuestión colonial o la interacción de la población europea o norteamericana con los nativos autóctonos, para concentrarse únicamente en la relación principal entre los protagonistas, alrededor de cuyas desventuras amorosas sí introducen Quine y su guionista, John Patrick, pequeños toques que invitan a mirar más allá del romanticismo y despertar el interés por otras cuestiones. Por ejemplo, la profesión de Suzie da pie para presentar breves pero reveladores apuntes sobre el machismo imperante, así como sobre la explotación sexual indiscriminada de las mujeres en las zonas portuarias y, en general, en las ciudades internacionales del sudeste asiático de aquellos (y de estos) tiempos: Hong Kong, Shanghai, Macao, Singapur, etc., etc. Continuar leyendo «Drama romántico de culto: El mundo de Suzie Wong»

El peligro de los triángulos: El americano impasible

En 1958, el gran director, guionista, productor y dramaturgo Joseph Leo Mankiewicz adaptó la novela de Graham Greene, El americano tranquilo (The quiet american), en la película del mismo nombre. La cinta, protagonizada por Michael Redgrave, Audie Murphy y Bruce Cabot, quedó algo lastrada por su larga duración (120 minutos) y el amor del cineasta por los modos y maneras teatrales, tanto en la profusión del texto, siempre excesivo, siempre agudo, siempre repleto de referencias y estilos literarios, y también por el estatismo en la presentación de personajes y el desarrollo de situaciones. El ritmo y el abuso de verborrea así como la falta de acción menguaron su efectividad como thriller y sepultaron su romanticismo bajo los brillantes pero contraproducentes ejercicios de declamación, los circunloquios, las luchas dialécticas y la escasa presencia y la reducción del protagonismo del centro de gravedad amoroso, la muchacha vietnamita cuya posesión desencadena el drama. Con todo, como ocurre siempre en cualquier película de Mankiewicz, resultaba un producto estimable por sus interpretaciones, la riqueza de su texto y la magnífica atmósfera exótica, a un tiempo agobiante, sombría y lírica.

En 2002, el australiano Philip Noyce, afincado en Estados Unidos y especializado en productos de acción y suspense más o menos vacíos -desde la estimable Calma total, rodada en su país de origen, hasta bodrios como Sliver (Acosada), El Santo, El coleccionista de huesos o Salt, estas dos últimas protagonizadas por ese penco de actriz llamado Angelina Jolie, pasando por las películas del personaje Jack Ryan de Tom Clancy, Juego de patriotas y Peligro inminente-, logró dos cosas con su remake de la obra de Mankiewicz: la primera, anotarse la que es quizá su mejor película; la segunda, algo tan infrecuente como mejorar el modelo y acercarse más a la fuente literaria en la que se basa.

En el Saigón de 1952, un periodista británico, Thomas Fowler (un gran Michael Caine, nominado al Oscar por su trabajo), vive plácidamente junto a su amante Phuong (Do Thi Hai Yen), una joven vietnamita que hasta irse a vivir con Fowler trabajaba como bailarina-taxi (las chicas que bailan con los clientes de los locales nocturnos). La vida del periodista no puede ser más cómoda, disfrutando del clima, los paisajes, los olores y las esencias de Vietnam, pero tiene fecha de caducidad: el periódico para el que trabaja, ante la llamativa falta de crónicas y de noticias importantes por parte de su corresponsal, y necesitado de reestructurar su personal, le ordena volver a Londres. El mayor inconveniente que supone ese retorno para Fowler es abandonar a Phuong, a la que ama profundamente: el periodista tiene una esposa en Inglaterra que, como buena católica se ha opuesto constantemente al divorcio, y no puede llevarse a la muchacha con él como amante. El dilema de Thomas coincide con la aparición de Alden Pyle (Brendan Fraser, mucho más eficiente de lo que suele ser habitual en él), un americano que colabora en una misión médica humanitaria que trata de paliar los desastres provocados por la guerra que desde hace unos meses enfrenta a los independentistas vietnamitas, liderados por los comunistas, frente a los colonizadores franceses. El panorama del país se complica con la irrupción de un general que, apartado de los franceses y opuesto a los comunistas, combate a ambos con un ejército propio cuyos fines y medios de financiación y suministros investigará Fowler con el fin de remitir un buen reportaje a su periódico que le permita permanecer en Vietnam durante más tiempo y así no separarse de Phuong.

La narración de Noyce es más relevante por lo que sugiere que por lo que muestra. Beneficiada de las magníficas localizaciones paisajísticas de su rodaje de exteriores en Vietnam (en lugares tan míticos en la historia de ese país y en el conocimiento que Occidente tiene de ella como Da Nang) y de los exóticos entornos urbanos (en el propio Vietnam, en la australiana Sydney, y también recreados en los estudios Fox-Australia) extraordinariamente fotografiados por el operador habitual de Wong Kar-Wai en sus mejores trabajos, el australiano Christopher Doyle (asistido por los autóctonos Dat Quang y Huu Tuan Nguyen), la historia se sustenta sobre el número tres: el triángulo amoroso formado por Fowler, Phuong y Pyle es la personificación del conflicto que sacude al país entre comunistas, franceses y la llamada tercera vía, ese general que va por libre… o no tanto. Continuar leyendo «El peligro de los triángulos: El americano impasible»

39escalones en la presentación de ‘Todas las mentiras que te debo’

Aprovechamos el tema principal de esa maravilla titulada 2046, dirigida por Wong Kar-Wai en 2004, porque nos viene al pelo para invitar a nuestros queridos escalones a la presentación del poemario Todas las mentiras que te debo de Fernando Sarría, que tendrá lugar el miércoles 19 de enero a las 19,30 h. en la FNAC Zaragoza-Plaza de España.

En ella intervendrán, además del autor, el editor Ignacio Escuín, el profesor de Teoría de la Literatura de la Universidad de Zaragoza Alfredo Saldaña, y un servidor. Porque alguien tiene que estropearlo…

Y de postre, otra que tal, la banda sonora de Tres colores: rojo, la obra maestra de Kieslowski, con música de Zbigniew Preisner.

Música para una banda sonora vital – Caetano Veloso

La versión que del clásico Cucurrucucú paloma hizo el cantante brasileño Caetano Veloso es uno de los platos fuertes de Hable con ella (2002), el filme gracias al cual Pedro Almodóvar obtuvo el premio Oscar al mejor guión a pesar de la endeblez del mismo. El momento de la canción resultaba especialmente emotivo por el tema de la película pero también porque entre el público que observaba la interpretación aparecían fugazmente algunas de las actrices de los últimos éxitos, hasta entonces, del director manchego.

Sin embargo, no todo el mundo recuerda que la misma canción era utilizada cinco años antes por Wong Kar-Wai para vestir musicalmente su Happy together, la historia de amor de dos homosexuales que intentan reencontrarse a sí mismos en Buenos Aires.

Cine en fotos – Wong Kar-Wai

Los personajes en los filmes de Wong Kar-Wai son dolientes: viven en la frustración, están necesitados de afecto y, al mismo tiempo, son incapaces de suturar la herida que les aqueja porque ellos mismos se autoinmolan al no situarse en el instante adecuado ni en la actitud adecuada. El azar es consecuencia de sus actos, de su incapacidad para decidir avanzar hacia el encuentro de la felicidad; de ahí la nostalgia por algo que no se ha perdido porque jamás se ha tenido ni podrá tenerse; de ahí, también, la magnificación del pasado como el lugar de la «posibilidad», del recuerdo enfermizo que no es sino la herida abierta.

Francisco Javier Gómez Tarín. Wong Kar-Wai. Grietas en el espacio-tiempo. Ed. Akal. Madrid, 2008.

Música: Wang Ji Ta, de Shirley Kwan.