Todo pasa y todo queda: Las ballenas de agosto (The Whales of August, Lindsay Anderson, 1987)

 

Lo que primeramente apabulla y emociona de la última película en la carrera del británico Lindsay Anderson son las toneladas de historia del cine que acumula por centímetro cuadrado de celuloide. Apabulla por su nómina de intérpretes, Lillian Gish, Bette Davis y Vincent Price, acompañados de Ann Sothern y Harry Carey Jr., al pensar en el balance de sus filmografías, recapitular sus títulos, los cineastas, actores y técnicos con los que trabajaron, incluido el propio Anderson, sus largas trayectorias y su crucial contribución conjunta a la génesis y la evolución del arte cinematográfico y al impacto que este ha tenido en públicos de todo el mundo durante generaciones. Emociona, porque se trata de una película de despedidas: última película de Gish y de Anderson, penúltima de Davis, una de las últimas de Price… El peso de esa historia se percibe en cada fotograma, en particular en la única escena en que los cinco personajes principales comparten espacio, pero muy especialmente en dos que protagonizan Lillian Gish y Bette Davis: cuando la primera cepilla el largo cabello blanco a la segunda; cuando ambas pasean por el agreste jardín exterior a su casa de la costa y se acercan, probablemente juntas por última vez, a ver las ballenas que cada año visitan ese enclave del noreste estadounidense, una pequeña isla del estado de Maine.

Sarah (Gish) y Libby (Davis) son dos hermanas, ambas viudas desde hace mucho tiempo y con una fuerte dependencia mutua, que además son amigas estrechas y sinceras, y que durante más de sesenta años se han reunido en esa casa de la costa para pasar juntas el verano (un breve prólogo en blanco y negro, con Mary Steenburgen, Margaret Ladd y Tisha Sterling, ilustra ese mismo periodo durante uno de sus veranos de juventud). Aunque sus mejores años quedaron atrás y sus grandes ilusiones se fueron diluyendo, continúan muy unidas a pesar de que la ceguera que padece Libby le ha agriado el carácter, la ha vuelto más irascible, intolerante, antipática, malhumorada; en cambio, Sarah todavía conserva curiosidad por las cosas, un optimismo vitalista, un gusto por relacionarse con sus vecinos, como Tisha (Sothern), su otra gran amiga desde la infancia, o el señor Maranov (Price), un hombre maduro de origen ruso. El puzle humano que rodea a las hermanas lo completa Joshua (Carey Jr.), una especie de hombre para todo, que lo mismo hace recados que arreglos y obras, hombre de talante mucho más vulgar y ordinario que las refinadas hermanas y sus amistades más íntimas. Juntos conforman un ecosistema humano como congelado en el tiempo, que se nutre de recuerdos y evocaciones y de la serenidad y placidez de un entorno pletórico de luz y naturaleza.

El encanto de una puesta en escena cuidada al detalle en el vestuario, los enseres y los decorados, así como la caracterización de esa casa de verano anclada en el pasado, viene aderezada con una preciosista fotografía de Mike Fash que no se limita a ser «bonita», a crear cuadros de hermosura impersonal y estéticamente vacua, sino que tiñe las imágenes de un tono de nostalgia casi onírica, de un velo añejo que se manifiesta en los reflejos de la luz en la cristalería, en los aromas anaranjados la caída del sol al atardecer, en la sustitución de la luz natural por la de las velas, en el esplendor luminoso del mediodía. La dirección artística brilla con idéntica meticulosidad en su labor de ambientación (se trata de un plano temporal no explícito situado en algún momento del final de los años cuarenta o principios de los cincuenta), y en particular en la confección del universo personal, y también compartido, entre las dos hermanas plasmado en los objetos y reliquias de su vida pasada que veneran en su soledad: las cajas de recuerdos, las fotografías de padres, hermanos y esposos ya fallecidos, los libros, las postales… O ese mechón de cabello oscuro que la ciega Libby extrae a tientas de su receptáculo para acercárselo a la cara y sentirlo lo hizo antaño. En este clima tienen lugar pequeñas conversaciones teñidas de amor y amistad, pero también de esporádicos desencuentros, rencores y cuentas pendientes, que saborean el tiempo superado y las oportunidades perdidas, desde la marcha del señor Maranov de la Rusia de su niñez a la construcción de un nuevo y amplio ventanal que multiplique las hermosas vistas desde el salón de la casa, pasando por los pequeños cotilleos de la vecindad, las cuitas de los hijos que viven lejos o los conocidos que acaban de pasar a mejor vida. A causa de una de estos decesos recientes, el señor Maranov se queda sin alojamiento, ya que habitaba en la casa de huéspedes que la fallecida regentaba, y de ahí surge un pequeño conflicto entre las hermanas: mientras que Sarah, más abierta a la vida, incluso a la coquetería, vería con buenos ojos que Maranov se hospedara temporalmente con ellas, Libby se niega rotundamente y no tiene el menor reparo en decírselo con claridad, sin cuidarse demasiado de las formas.

Película de detalles, miradas, silencios y sobreentendidos, el tedio aparente no es más que una capa que, como la luz tenue que impregna todo el filme, recubre la verdadera naturaleza que late bajo él, pasiones adormecidas pero no desaparecidas, amores suspendidos, nostalgias veladas, recuerdos aletargados, un suave devenir hacia un punto final que solo se mira de reojo, del que se es consciente pero al que se rehuye mediante la repetición cotidiana de tareas y la ocasional entrega a los pequeños alicientes del día, pintar un rato en el jardín, regodearse en los aromas, las flores y los frutos de la primavera, detenerse en el canto de los pájaros, pasear hasta el acantilado para recibir el viento en la cara, otear desde lejos el rastro acuático de las ballenas… La vida fluye por ese enclave de la costa sobre el que los individuos pasan pero que nunca se detiene. En esa atmósfera de paz y quietud destaca la labor de unos intérpretes que, en cierto modo, hacen de sí mismos, de seres humanos dotados de una profunda humanidad amortizada que se niega a rendirse, a caducar, a pesar de las amarguras puntuales y de las esperanzas desvanecidas en el tiempo. Gish y Davis brillan con su carga de veteranía y saber hacer (imprescindible la versión original), a un tiempo asombrosas y patéticas, actrices enormes y presencias encogidas, que se mueven a sus anchas en un texto a su medida, escrito por David Berry a partir de su propia obra teatral, en las que pesan tanto las palabras como sus gestos y, sobre todo, sus rostros, sus manos sarmentosas, sus grandes ojos húmedos aún llenos de vida, y también de bagaje, sus andares torpes y encorvados, su dimensión física reducida en inversa proporción al tamaño de su leyenda.

Lindsay Anderson, rara avis entre sus compañeros del Free Cinema británico de antaño (Tony Richardson, Karel Reisz, Richard Lester, John Schlesinger…), que nunca quiso probar a hacer carrera en Hollywood, se despide del cine con este hermoso y elocuente canto a la vida, a la madurez y la vejez, al final de la vida, que es también, en cierto modo, a la altura de 1987, un adiós a un Hollywood que ya no existía, encarnado en varios de sus mitos.

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