Cine de verano: También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, Werner Herzog, 1970)

Los reclusos de una especie de centro de internamiento, situado en la isla canaria de Lanzarote, se rebelan contra la autoridad y empiezan a destruirlo todo para provocar al responsable de la institución, que tiene a uno de ellos retenido. Perversa alegoría sobre la humanidad con forma de comedia negra, su personaje central funciona como la encarnación de los siete pecados capitales, mientras los rebeldes que luchan entre ellos para conseguir territorio y comida son cada vez más crueles. Se dice que, dado el caos que estaba suponiendo el rodaje, Herzog prometió a su reparto, compuesto enteramente por actores no profesionales con acondroplasia, que se arrojaría desnudo sobre un campo de cactus si lograban finalizar la filmación. Y, según se cuenta, cumplió su palabra.

Círculo de fuego: Antes de la lluvia (Before the Rain – Pred Dozdot, Milcho Manchevski, 1994)

En el comienzo de esta aclamada película de Milcho Manchevski (que tantas y tan altas expectativas despertó, prácticamente todas defraudadas a partir de su segunda película, hasta el punto de la súbita, progresiva e imparable disolución de su carrera), coproducción entre Macedonia, Francia y el Reino Unido, el director macedonio establece visualmente cuál es la estructura y el fondo narrativo de la cinta: en un homenaje directo al comienzo de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), unos niños ponen a luchar a dos tortugas en el centro de un círculo que han creado con ramas y palos, azuzando a la una contra la otra, empujándolas y agarrándolas de sus caparazones, antes de prender fuego a las ramas y palos y completar así un círculo de muerte. De este modo, en dos breves tomas, Manchevski sitúa temática y narrativamente la película: en primer lugar, el esqueleto circular del guion, construido sobre historias cruzadas -tan de moda durante los noventa y hasta bien entrados los dos mil- de círculos concéntricos que convergen al comienzo y al final del metraje; en segundo término, las imágenes aluden simbólicamente al fondo de la historia, la guerra enconada, de difícil resolución, en un mundo que ha estallado en llamas. Estructurada en tres partes, Palabras, Rostros e Imágenes, la historia entreteje las evoluciones de distintos personajes en la recién independizada república de Macedonia en el contexto de la guerra de los Balcanes, en una atmósfera de odio y depuración étnica y racial.

El primero de los segmentos es el visualmente más logrado, y también al que mejor se ajusta la música compuesta por Anastasia para la película. La fotografía de Manuel Teran crea hermosas composiciones de exteriores, aprovechando la morfología montañosa y el perfil del monasterio medieval recortado junto al lago, mientras que en los interiores saca enorme partido al ceremonial ortodoxo griego, a la modesta suntuosidad de los iconos y la iluminación con velas y cirios, a la solemnidad ceremonial del culto y al entorno tranquilo, semioscuro y silencioso de la vida monacal. En este escenario, un joven monje que ha hecho voto de silencio (Grégoire Colin) se ve en la tesitura de contravenir las severas normas de la comunidad para esconder y proteger a una muchacha albanesa, de fe musulmana, perseguida por una brigada de ciudadanos armados de una localidad próxima. Mintiendo a sus superiores al tiempo que oculta a la chica, la presión de ambas situaciones se hace insostenible y conduce a un final pesimista en el que el odio y se impone sobre la razón y la fe, la intransigencia sobre la compasión y la caridad. Las esperanzas del monje se vuelcan entonces en reunirse en Londres con un tío suyo, un famoso y premiado fotoperiodista. En la segunda de las historias, una fotógrafa de una agencia de prensa londinense (Katrin Cartlidge) lucha por superar la crisis personal que se deriva tanto del alejamiento de su marido (Jay Villiers) como de los deseos de su colega y amante (Rade Serbedzija) de retornar a Macedonia; cuando se reúne con su marido para intentar poner fin a sus problemas, de un modo u otro, se ven súbitamente interrumpidos y amenazados por un episodio irracional y violento que prueba que las armas y la guerra tienen los tentáculos muy largos y pueden llegar a cualquier parte en todo momento; en el último de los fragmentos, el fotógrafo, de retorno a su país de origen, se encuentra con una realidad muy distinta a la que dejó atrás: los pueblos prácticamente en ruinas, su casa medio derruida, barrios enteros desiertos y muy deteriorados, y comunidades que antaño vivían en paz y armonía, separadas, incomunicadas, armadas, preparada una para expulsar a los que considera extraños, lista la otra para defenderse a cualquier precio; en este contexto, reencontrarse con amigos «del otro» lado, con su descendencia, como la muchacha albanesa del primer capítulo, y tratar de recuperar a un antiguo amor, conllevan un enorme riesgo, y mantener la cordura implica pagar el más alto precio ante el absurdo abismo de la guerra.

El atractivo visual y el gusto del director por la composición de planos y el uso del escenario que rigen en el primer capítulo no se trasladan al episodio londinense, plano y anodino, de estética artificiosa y ritmo apresurado. El nudo central del drama, el triángulo amoroso entre la fotógrafa, su amante y su marido encajan mal con la resolución, un tanto caprichosa y traída por los pelos, por más que se comprenda la tesis que subyace sobre ella, si bien la conexión con el primero de los fragmentos está bien hilada, aunque truncada e inconclusa por las circunstancias. Estéticamente, la película decae, tanto por la menos inspirada fotografía como por el diseño frío y aséptico de los interiores, que en el restaurante dan incluso sensación de precariedad. El tono visual remonta en el último capítulo, si bien su tema es principalmente la desolación, y esta idea se traslada a los interiores y exteriores escogidos. Una desolación doble, la de los campos sin cultivar o las casas abandonadas como metáfora de la campana de incomunicación e incomprensión que se ha extendido sobre las comunidades macedonia y albanesa, antaño bien avenidas. En ese contexto, cualquier intento por un miembro de una de las partes por tender puentes, de la clase que sean, con la otra, recibe los recelos de ambas, si no acusaciones de traición, con las consecuencias fáciles de prever.

La película gozó en su momento de una excelente acogida crítica y de público, sin duda sensibilizados a causa de las imágenes que diariamente podían contemplarse en los informativos de todo el mundo y de la accesibilidad de su tesis central, por sabida que sea nunca improcedente, y que gira en torno a la idea de los estragos que puede causar la guerra, más allá de las banderas y los himnos patrióticos, de los maximalismos ideológicos o raciales, en las historias particulares de las personas, de sus familias, sus amigos y su modo de vida. La guerra como hecho absoluto y fenómeno universal, que afecta a todo y a todos aunque su localización geográfica sea la de un lugar poco relevante cuyos habitantes no importan a nadie, y que convierte en bestias irracionales incluso a las personas más justas, amigables y cabales, aun dentro de la propia familia. La película, con todo, ha sufrido el impacto de los treinta años transcurridos, y aunque las tres historias conservan la potencia de su fondo dramático y su capacidad de conmoción, visual y narrativamente la construcción de su entrelazado se ha revelado como una maniobra de guion artificiosa y algo postiza. Una película más de fragmentos, de partes, que de la totalidad, en la que brillan planos e instantes concretos por encima del conjunto, a la manera de la propia carrera de Manchevski, que siguió incidiendo en historias temporalmente fragmentadas e interconectadas sin la fortuna ni el éxito de este primer trabajo suyo, en media docena de películas y una serie de televisión. El desenlace del personaje del fotógrafo, en este punto, resulta casi un augurio irónico.

A Dios rogando: El rapto (Rapito, Marco Bellocchio, 2023)

La última, hasta la fecha, película del veterano cineasta italiano Marco Bellocchio mantiene la apuesta por una de las constantes de su amplia y variada filmografía: el cuestionamiento de la ética de las instituciones de poder. En este caso, circunstancia siempre en cierto punto arriesgada cuando se trata de un creador transalpino, el foco de atención es la Iglesia Católica personalizada en el papa Pío IX a través de un hecho real acaecido en 1858, la separación forzosa, a instancias del papado, de un niño de siete años, Edgardo Mortara, del resto de su familia, de religión judía, a partir del conocimiento que se tiene del hecho de que ha sido bautizado clandestinamente, sin el consentimiento de sus padres, y como consecuencia de la ley canónica, que impide que un católico permanezca bajo la tutela de una familia que no profesa esta creencia. El suceso tiene lugar en Bolonia, entonces parte de los Estados Pontificios, el territorio que, bajo la forma política de reino, gobernaba el papa como monarca absoluto hasta que el proceso de unificación italiana limitó sus dominios a la ciudad de Roma y, tras los acuerdos de Letrán de 1929, a los límites de la Ciudad del Vaticano. De ahí que, en contra de lo que dice el mismo título de la película, y a diferencia de lo que afirma la mayoría de sinopsis y reseñas que hablan de ella, no se trate de la crónica de un secuestro (aunque su realización y efectos puedan considerarse equiparables), sino del pormenorizado y extenso (en el tiempo) relato de las infaustas repercusiones que la aplicación de una norma basada en postulados religiosos de legitimidad y justicia más que dudosas, por partidistas y excluyentes, máxime cuando parten de la Inquisición, puede tener en la vida de los ciudadanos comunes, y de las escasas o nulas herramientas de que estos disponen para oponerse a un poder arbitrario y despótico, por más revestido de dignidades espirituales y oropeles políticos que se muestre.

La habilidad del guion de Susanna Nicchiarelli, Edoardo Albinati, Daniela Ceselli y el propio Bellocchio consiste en ligar los acontecimientos que afectan a la familia Mortara y a la comunidad judía de Bolonia con las pinceladas que contextualizan los hechos respecto al largo proceso de unificación italiana, y que hacen que un caso inicialmente privado, el enfrentamiento de una familia con el poder estatal, se convierta en un conflicto internacional cuando Bolonia pasa al reino de Italia y Edgardo permanece en los Estados Pontificios. En paralelo, la película se ocupa del tratamiento psicológico del protagonista como vértice de sus relaciones con quienes lo acogen, el papa y sus agentes, y los compañeros de la escuela vaticana, así como de los efectos que tanto en él como en su familia tiene la separación obligada. Edgardo, todavía una mente sin formar, sufre un rápido y comprensible síndrome de Estocolmo que le lleva a encajar demasiado bien en su nuevo entorno, mientras que su padres sufren su ausencia y, o bien maniobran en busca de ayuda (jurídica, política y religiosa, dentro de su comunidad, lo que genera incluso intentos ilegales de recuperación del pequeño), o se dejan caer en la depresión y la frustración. Pero esta fortaleza del argumento contiene igualmente su debilidad estructural. Aunque la película se muestra sólida y enérgica en la narración de la detención del niño, su traslado forzado a Roma, la ausencia que deja en su familia y las distintas acciones que esta intenta para recuperarlo, todo ello bajo una adecuada atmósfera de drama y pesadilla de tintes casi kafkianos que alimenta un suspense absorbente plagado de incertidumbres, en el aspecto histórico queda demasiado deudora del tránsito temporal señalado a base de irritantes letreros que marcan el paso de los años y su relación con el proceso de unificación de Italia. Ahí es donde el tratamiento flojea, puesto que se alude de oídas a condicionantes de la situación -el eco que tiene el episodio de Edgardo entre los gobiernos extranjeros y la prensa internacional; por ejemplo, el apoyo inicial de Napoleón III de Francia y su posterior cambio de posición-, mientras que en otros aspectos la película renuncia progresivamente a la complejidad y deriva hacia el maniqueísmo. Así, apuntes psicológicos inicialmente esbozados -la duplicidad que experimenta Edgardo, por un lado, su aceptación del statu quo, y por otro, el extrañamiento de su familia; la ambivalencia del muchacho y el papa en su relación personal, ese acercamiento y ese afecto que quedan, no obstante, mediatizados por la voluntad y el férreo dominio del pontífice- quedan repentinamente simplificados y reducidos al antagonismo de buenos y malos desde la base del rechazo a todo fanatismo religioso y a toda imposición de poder, mientras que la carga dramática sufrida por la familia adquiere tintes de folletín, en episodios como, por ejemplo, el reencuentro entre Edgardo y uno de sus hermanos, soldado del ejército de Italia durante la entrada de las tropas en Roma, o bien durante la enfermedad de la madre y el desenlace que esta circunstancia tiene en relación con las posibilidades de encaje del muchacho en su familia.

La película, sin embargo, aunque truncada como melodrama, conserva en todo momento una exquisita pulcritud formal que se beneficia tanto de los escenarios escogidos, interiores (los palacios vaticanos, las dependencias gubernativas, las oficinas diplomáticas, las instancias judiciales) y exteriores (las recreaciones de las calles y plazas decimonónicas de Roma y Bolonia o el tráfico fluvial, algo justas, no obstante, en cuanto a medios, cuando se trata de reflejar instantes socialmente convulsos, ya sean manifestaciones, algaradas violentas o la presencia de los soldados), como del tratamiento de la fotografía, de la dirección artística y del vestuario, que remarcan adecuadamente la suntuosidad y la abundancia de la corte papal y lo que implica el contraste entre la vida teóricamente dedicada a la dimensión espiritual en un marco de riquezas materiales y escenarios repletos de obras de arte, lo cual, a su vez, simboliza la dualidad entre los buenos propósitos alimentados por la fe y la aplicación autoritaria del rodillo de poder terrenal. El trabajo de cámara y el guion contribuyen decisivamente a crear una serie de viñetas de hermosa factura técnica y mensaje de contundente calado, en secuencias de contenido onírico -como la de Edgardo y el Cristo que tanto le impresiona- o en frescos en movimiento de estimable composición formal y apreciable textura plástica, que sirven al fin de mostrar la grandeza avasalladora del poder vaticano frente a los insignificantes ciudadanos anónimos, en contraste con el devenir de la narración y cómo estas posiciones se invierten a medida que Italia se impone sobre su adversario papal, en un cine de mundos, estructuras sociales y concepciones mentales y morales que desaparecen, próximo a la óptica de Visconti. El excelente tratamiento formal no va a acompañado, por tanto, de un desarrollo dramático equiparable, que a lo largo del extenso metraje (quizá demasiado) de dos horas y cuarto va decantándose desde un planteamiento rico y contradictorio de dinámicas de fe y pensamiento encontradas, hacia la simplicidad de posturas maniqueas inamovibles solo rota en una escena que resulta algo caprichosa de tan abrupta, lo que no impide que la película se erija en pertinente testimonio de tolerancia y oposición el dogma y al autoritarismo, más en un tiempo en que, en la propia Italia particularmente, pero también fuera de ella, estos recordatorios no van resultando ociosos.

Belleza hueca: The Quiet Girl (An Cailín Ciúin, Colm Bairéad, 2022)

Esta aplaudida producción, que parece evocar en su título la herencia irlandesa del clásico de John Ford, resulta significativa respecto a cierta manera actual de entender el cine por parte de algunos de quienes lo hacen y lo ven, y también de quienes lo escriben y escriben sobre él. Alabada y premiada en festivales y certámenes de todo el mundo, e incluso candidata en su año al Oscar a mejor película internacional, la película constituye un ejemplo de esas obras que suelen calificarse como «bonitas» o «emotivas» en su amaneramiento estético y en su apelación al sentimentalismo más burdo, el que encaja más fácilmente en el término «sensiblería», dos características que suponen hoy dos vías directas hacia el reconocimiento y la popularidad, es decir, la rentabilidad. Cierto es, sin embargo, que la ausencia de toda grandilocuencia formal, de subrayados innecesarios y reiterativos y de todo interés por el artificio y la aparatosidad, salvan el conjunto y limitan los daños al puntual esteticismo vacío y gratuito que tan a menudo se confunde con el auténtico lenguaje visual, la verdadera belleza formal y la fotografía de calidad, y que conforma un pecado tan frecuente en el cine contemporáneo que busca elevarse por encima de la comercialidad más elocuente y que para ello ansía el respaldo de la crítica y el público más «cultos» y hacerse con la etiqueta de «autoría». La modestia del concepto inicial se extiende a la premisa argumental: Cáit (Catherine Clinch) es una niña de nueve años que sufre desatención y abandono por parte de sus padres, a causa de su pobreza, su holgazanería y su exceso de hijos, así como sus relaciones disfuncionales. La niña padece dificultades en la escuela, tanto en su rendimiento académico como en su vida social con sus compañeros, y allí y en casa se protege intentando pasar lo más desapercibida posible. Sin embargo, al acercarse el verano y ante el inminente nacimiento de un nuevo hermano, Cáit es enviada a vivir temporalmente con unos parientes lejanos, sin más pertenencias que la ropa que lleva puesta. Poco a poco, y gracias a los cuidados de la familia Kinsella (Carrie Crowley y Andrew Bennett), Cáit realiza notables progresos en su desenvolvimiento personal y en su capacidad para establecer relaciones y vínculos con otras personas, y descubre una nueva forma de mirar la vida desde el afecto, y también la oscuridad que también puede subyacer bajo el más armónico, hermoso y confortable modo de vida.

La película hace del contraste estético su marca distintiva y una metáfora narrativa tal vez demasiado evidente y reiterativa. Así, la cochambre, la suciedad, el desorden, la mala educación y las peores formas (esa casa mugrienta y llena de desconchones, ese coche destartalado y parcheado con piezas de otros colores…) que dominan la vida de Cáit en su entorno familiar habitualmente chocan frontalmente con la amabilidad, la limpieza, la belleza, la sencillez y la comodidad de su hogar de acogida. La paulatina transformación de la niña, y de quienes ahora la rodean, y el cambio de ángulo en su observación de lo que acontece alrededor se marcan asimismo por medio de sus nuevos hábitos de higiene y la configuración de un nuevo vestuario, primero a partir de ropas prestadas (una de las claves argumentales del filme, el «trauma» que reina en el alojamiento temporal de Cáit) y después con un vestuario más propio de su edad y de su sexo. Esta clave dramática se acrecienta y perfecciona a medida que el metraje avanza, y en particular con el encuentro afectivo entre la niña y quien ocupa la posición de «padre» (Bennett), al principio frío y distante, incluso hosco, y que progresivamente se va revelando como el principal puntal de Cáit en su nueva vida. De este modo, los nuevos entornos cotidianos (la convivencia con nuevos vecinos y amistades, las visitas a la ciudad, la asistencia a actos y los hábitos sociales hasta ahora inéditos en la vida de la niña, como es la asistencia a un funeral, o la creciente colaboración de la niña en las tareas domésticas -otra metáfora visual evidente de un lenguaje visual en exceso telegrafiado: Cáit pelando patatas, despojándolas de su piel áspera y rugosa, mientras su «padre de acogida» transita cerca de ella por la cocina, poco antes de que este mute su comportamiento y sus señales de inclinación hacia ella- e incluso, sin que se le requiera a ello, solo por simpatía, voluntad de acercamiento y deseo de ayudar, en los trabajos de la granja…) marcan tanto la evolución de la niña en su percepción del mundo como el establecimiento, velado pero sólido, de un fuerte vínculo afectivo entre la niña y quienes la han acogido, roto de pronto por la amenaza de reaparición del padre (Michael Patric) y, sobre todo, por el horizonte de un inminente y obligado regreso al hogar, junto a su desgreñada madre (Kate Nic Chonaonaigh). La serenidad del tono, la preciosista construcción de encuadres y planos, resulta, sin embargo, demasiado amanerada, calculada, poco realista en la reconstrucción «naturalista» de un espacio, como una granja de vacas, a priori poco proclive a estampas paisajísticas. Así, encontramos entornos bellos absolutamente gratuitos, como introducidos a base de caprichos aleatorios, de una estética vacía, que salpican el breve metraje (apenas hora y media, lo que es de agradecer en un tiempo de inexplicables e innecesarias minutadas sin sustancia) aquí y allá, hasta configurar un abundante espectro de efectos luminosos, de adornos visuales casi pictóricos, desconectados de la historia que narra, destinados, al parecer, al simple embellecimiento formal mediante la explotación del entorno natural y de los encuadres de puertas y ventanas, de la construcción de marcos dentro del marco. El guion, por otra parte, construido sobre duplicidades (secuencias que se repiten pero con sentido inverso: las del dormitorio, las de las carreras hacia el buzón, las de Cáit en el asiento trasero durante los desplazamientos en coche…), parece escrito sobre la base de su emotiva secuencia final, clímax y conclusión en el mismo plano, rematada innecesariamente con unas lágrimas explícitas y contraproducentes que restan parte de la fuerza que la escena posee en su concepción.

La película de Colm Bairéad apela así a herramientas cinematográficas de una equívoca sencillez, lo mismo que busca en su público unas reacciones elementales y las consigue de manera efectiva pero, en parte, tramposa. En absoluto desdeñable, sin embargo, posee igualmente virtudes y puntos de interés como (siempre en versión original, como hay que ver el cine) el continuo traspaso de los diálogos del inglés al gaélico y viceversa, o la existencia de secuencias de mérito, de instantes reveladores, como la primera noche que Cáit pasa en la nueva casa o el descubrimiento de la pertenencia real de esas ropas que usa de prestado. No obstante, la historia parece fiar toda su capacidad de conmoción al estático aunque expresivo rostro de Cáit, a la sensación de desvalimiento y compasión que despierta, y a un proceso de transformación demasiado anunciado desde el principio, en el que no existen altibajos ni sorpresas, un arco dramático demasiado plano, por previsible, cuya fácil expectativa se confirma puntualmente en la última escena, todo ello presidido por un tono y un sosiego formales y una pulcritud algo afectada encaminadas deliberadamente a la belleza y al lagrimeo, a la emotividad más fácil, consiguiendo una película muy correcta desde el punto de vista técnico y teórico, con una narración reposada y preciosista un poco al hilo del cine de Terence Davies, pero en cuya ejecución hay algo de impostura, de falta de autenticidad, un catálogo de descripción de sentimientos más que sentimiento mismo. Algo que por llamativo, por visible, por fácil de captar, de reconocer, de categorizar y de relatar, convence tanto a la crítica de pesebre como al público que ansía prestigiarse disfrutando de películas «cultas» y «de calidad». Un cine y una actitud ante el cine más preocupados por el envoltorio que por una mayor y más profunda elaboración del contenido. Un cine de las apariencias que envuelve los clichés en papel de regalo para ser apreciado a primera vista, aunque envuelva solo aire.

Música para una banda sonora vital: Orgullo y prejuicio (Pride and Prejudice, Joe Wright, 2005)

Dario Marianelli compone la banda sonora, con homenaje incluido al compositor inglés Henry Purcell, de esta estupenda adaptación de la novela de Jane Austen.

Música para una banda sonora vital: Cookie’s Fortune (Robert Altman, 1999)

Cookie's Fortune (1999) - IMDb

David A. Stewart, compositor de la partitura de la película, y la saxofonista neerlandesa Candy Dulfer comparten Cookie, tema principal de esta comedia negra de Robert Altman en torno al suicidio de una anciana en un pueblo del sur de Estados Unidos, y a las complicaciones que crea la manipulación de la escena de la muerte por parte de dos de sus familiares, que consideran la muerte por la propia mano una deshonra para sus apellidos, y que derivan en la acusación de asesinato que planea sobre un hombre negro. Probablemente una de las películas más comerciales de Robert Altman, su protagonismo coral corresponde a Glenn Close, Julianne Moore, Liv Tyler y Chris O’Donnell, con la aparición destacada de veteranos como Patricia Neal y Ned Beatty.

Diálogos de celuloide: Esquilache (Josefina Molina, 1989)

“Señores, soy casi un anciano y les puedo asegurar que ni la más casta de las doncellas me ha dicho “no” tantas veces como esa parte del pueblo español que se resiste a cualquier innovación. Si les pongo empedrado, dicen: “No, porque el frío aumenta”. Si les limpio las calles, dicen: “No, porque el aire inmundo protege de la enfermedad”. Si se apagan las hogueras del Santo Oficio, dicen: “No, porque el demonio anda suelto”. Si se estimula a las gentes a que abandonen la vagancia y se dediquen al trabajo, dicen: “No, porque éste es un país de nobles en que el trabajo es poco menos que un pecado”. Amigos, el rey y sus ministros soñamos con modelar una España nueva. Y vamos a poner todo nuestro empeño para que este deseo se convierta en realidad. No permitamos que unos cuantos asesinen el sueño de todo un país”.

(guion de Josefina Molina, Joaquín Oristrell y José Sámano)

Música para una banda sonora vital: Distrito 34: corrupción total (Q & A, Sidney Lumet, 1990)

 

El panameño Rubén Blades se encarga de la música de este thriller policiaco-judicial de Sidney Lumet, en el que Nick Nolte brilla especialmente. Da vida a Brennan, un policía de métodos poco ortodoxos que acaba a sangre fría con un ladrón de poca monta y alega que ha sido en defensa propia. Se le encarga el caso a Reilly (Timothy Hutton), ayudante del fiscal del distrito. Cuando unos testigos clave aparecen asesinados, Brennan queda libre, y Reilly sospecha que es un agente protegido por alguna clase de red de corrupción en las altas esferas de la política, la policía y la justicia de la ciudad.

Entre las piezas que acompañan la película destaca para el público español el tema En Canarias.

La soledad era esto: La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan tyttö, Aki Kaurismäki, 1990)

Tercera entrega, tras Sombras en el paraíso (Varjoja paratiisissa, 1986) y Ariel (1988), de la llamada «Trilogía del proletariado» del finlandés Aki Kaurismäki, la película se abre con un pequeño documental acerca del mecanizado proceso de fabricación de las cerillas, prácticamente automatizado al completo a excepción del momento de la revisión del empaquetado y el embalaje, fase de la producción supervisada por Iris (Kati Outinen), una muchacha triste y solitaria que vive junto a su indiferente madre (Elina Salo) y su hostil padrastro (Esko NIkkari), a los que ayuda a mantener con su sueldo, en una humilde y angosta vivienda de un polígono industrial. Su vida está tan deshumanizada y transcurre tan monótona y en serie como el laberinto motorizado gracias al cual se fabrican los fósforos, desde el «afeitado» del grueso tronco de un árbol hasta la ordenación de las cajetillas en las baldas preparadas para su distribución. Ella misma, Iris, es igualmente una cerilla: su figura espigada y su piel blanca se coronan por una cabellera dorada, como de cerilla encendida. Una luz que nadie parece querer o apreciar, y que, castigada por una soledad opresiva y desesperanzada, empeñada en apagarla, finalmente se tornará cegadora. El único momento de expansión y búsqueda de relaciones personales para Iris son las noches y el fin de semana, cuando acude a las salas de baile en busca de pareja, aunque la suerte nunca le sonríe.

Con apenas sesenta y ocho minutos de duración, la película atesora una riqueza formal y temática de lo más compleja bajo su aparente sencillez construida a base de planos fijos. La narración transcurre por los temas y motivos visuales corrientes en el cine de Kaurismäki: extrarradios de una ciudad, entorno industrial, bares, restaurantes, salas de baile donde corren el alcohol y el tabaco, cines, tranvías, tiendas de barrio, pequeños negocios y apartamentos y casas humildes, propias de la extracción obrera, y televisores y radios que vomitan las noticias, generalmente de índole internacional, que justifican una mirada pesimista sobre el mundo (en este caso, las revueltas de Tiananmén, la caída del bloque comunista europeo, cataclismos y catástrofes varios…). El extremado hieratismo en las interpretaciones tiene su correspondencia con el laconismo de las conversaciones y la austeridad de los movimientos. La música, también como de costumbre, combinación de tangos en lengua finesa y clásicos de la música norteamericana, ayuda, a través de las letras de las canciones, a hacer progresar la acción, completando acciones y pensamientos de los personajes y contribuyendo así a la destilada forma de narrar del cineasta finlandés, de una economía y precisión envidiables y que, a través de un cine directo y sencillo, despojado de pretensiones formales, contiene una riqueza a priori impensable. Así, en un metraje tan breve caracterizado por la extrema economía de los diálogos, el tono de la película pasa del drama social y personal (mujer solitaria que busca emanciparse de su horrible familia por medio del hallazgo del amor -fantasía que cultiva leyendo best-sellers y sagas de novelas románticas durante sus viajes en tranvía al trabajo-) hacia una crisis derivada de una situación de desamor -originada en el personaje de Aarne (Vesa Vieriiko), el típico yuppie, empleado de una gran empresa, al que le resbala cualquier circunstancia que afecte a algún elemento de clase inferior, excepto para acostarse con Iris; perspectiva de crítica social igualmente habitual en las películas de Kaurismäki-, y finalmente desemboca en una espiral cercana al sentimiento de venganza o resentimiento generalizado propia de algunos criminales en masa o en serie.

La marca de fábrica de Kaurismäki, la dureza de base de las historias alternada con un socarrón y siniestro manejo del humor negro, la sobriedad formal y la deliberada inexpresividad de los intérpretes para acentuar la perspectiva deshumanizada que el director aplica a su visión de la vida moderna, encuentra en esta película uno de sus mayores y mejores exponentes. Sin embargo, el entramado que el director, también responsable del guion, elabora con los aparentemente escasos mimbres de los que parte, configura un tejido complejo y variado que incluye la incomunicación, las relaciones de pareja, el amor y el desamor, la explotación como herramienta básica del sistema capitalista, el anonimato en una gran ciudad, el abuso y el desprecio al que las clases bajas son sometidas por las más altas, el aborto y la planificación familiar, la venganza y el crimen como única salida para superar una situación de desesperación, el deterioro de la salud mental, y la violencia y la crueldad como resultado del exceso de presión económica y social. Gelidez formal y tristeza emocional como muestra del mundo en que vivimos y advertencia para el porvenir.

Apología de lo sutil: Ni un pelo de tonto (Nobody’s Fool, Robert Benton, 1994)

 

Robert Benton atesora una espléndida carrera, no todo lo continuada que hubiera sido deseable, como guionista y director, tal vez uno de los más importantes surgidos del llamado Nuevo Hollywood, extendida hasta entrado el siglo XXI. A guiones de importancia capital para la transformación y el desarrollo del cine norteamericano como Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, Arthur Penn, 1967), El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970), ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up Doc?, Peter Bogdanovich, 1972) o Superman (Richard Donner, 1978), se añaden películas escritas y dirigidas por Benton que componen una filmografía de lo más sugerente, desde pequeñas joyas semiocultas, como su debut tras la cámara en Pistoleros en el infierno (Bad Company, 1972), a clásicos modernos como Kramer contra Kramer (Kramer vs. Kramer, 1979), En un lugar del corazón (Places in the Heart, 1984), el neonoir clásico Al caer el sol (Twilight, 1998) o la adaptación de La mancha humana (The Human Stain, 2003) de Philip Roth. Esta comedia dramática de 1994 se asienta sobre dos de los principales signos distintivos de Benton como cineasta, el texto y la interpretación. En este caso, la presencia de Paul Newman como protagonista, cuya interpretación le valió una nueva nominación al Oscar, y el medido guion de Benton a partir de la novela de Richard Russo, asimismo candidato al premio en la categoría de mejor guion adaptado.

El argumento presenta a Donald Sullivan, conocido por Sully (Newman), un trabajador de la construcción que, tras sufrir un accidente que le provocó una lesión permanente en la rodilla, vive merced a pequeños trabajos, encargos, recados, acogido en la casa de su patrona (Jessica Tandy) en un pequeño pueblo del norte del estado de Nueva York durante los años 80. Aunque ya ha entrado en la sesentena, Sully conserva prácticamente intacto su espíritu juvenil, ajeno a ataduras y dependencias, igual de rebelde y contestatario, pero también pícaro, embaucador, encantador y seductor. Esa eterna juventud y, en particular, su vocación de defender un espacio propio de libertad personal contra toda injerencia, también le han supuesto costes; el más importante y duradero, y también el más doloroso, es la pérdida de sus vínculos familiares con su esposa y su hijo (Dylan Walsh), a los que en su día abandonó, lo que hace que no mantenga apenas relación con sus nietos. En torno a Sully se reúne un pintoresco grupo de vecinos del pueblo, entre cuyas vivencias y problemas se ve también involucrado: los asuntos de Miss Beryl (Tandy) con su hijo (Josef Sommer); las partidas de cartas con sus amigotes, entre los que está Rub, su socio en el trabajo (Pruitt Taylor Vince); la separación de su hijo y su vuelta al pueblo; el proceso judicial relativo al accidente de su pierna; el antagonismo con el oficial de policía Raymer (Philip Seymour Hoffman), que se salda con varias multas pendientes y algún amago de procesamiento; y, sobre todo, los avatares matrimoniales de los Roebuck, Carl (Bruce Willis) y Toby (Melanie Griffith).

La película transcurre en un tono de aparente ligereza que combina esa serie de pequeños pero trascendentales momentos cotidianos bajo la falsa impresión de la banalidad. Inteligente y elegante en su forma, funciona por un contraste doble: en primer lugar, al anteponer la calidez humana de las relaciones entre los personajes a las inclemencias del nevado invierno del norte del estado, un territorio rodeado de bosques y montañas sumido casi a perpetuidad en bajas temperaturas; en segundo término, en contraposición a la no tan lejana deshumanización de la gran ciudad, la observación de la vida rural en un pequeño pueblo de una Norteamérica en extinción o, como poco, de futuro incierto o amenazado, un tejido de relaciones, en las que todos se conocen, de existencia imposible en el entramado urbano de las grandes metrópolis. Un tercer ingrediente ayuda a que el tono empleado por Benton sortee con acierto la tentación de caer en la sensiblería o el abuso de los tópicos narrativos, y es el humor. Un humor fino y socarrón, sostenido en actitudes, en finos diálogos y en elocuentes silencios, levemente teñido de melancolía y sensibilidad, que solo ocasionalmente se extiende a pequeñas dosis de gag físico, igualmente tratados con acierto (el hilarante segundo encuentro entre el oficial Raymer y Sully, por ejemplo). Un humor que humaniza a los personajes en sus pequeñas grandezas y miserias, y que contribuye a la configuración de un mosaico que parece directamente extraído de la vida real, una experiencia inmersiva especialmente notable del espectador en lo que supone un grupo de personas normales y corrientes, sin afectaciones ni imposturas.

La película encuentra su virtud final en su honesto humanismo y en la combinación que despliega a base de ternura, complicidad, entretenimiento, suspense romántico y humor, un cóctel infalible que favorece la identificación del público y la proximidad del espectador. Un buen puñado de secuencias emotivas pero no sensibleras (por ejemplo, las interacciones de Sully con su recién redescubierto nieto, cuando lo sienta en las rodillas para «conducir» o el instante en que le enseña a perder sus miedos y ganar en valentía minuto a minuto) que construyen una pequeña ilusión de realidad, un pedazo de vida al que el espectador no duda en sumarse, participar, envidiar. Buen largometraje, discreto, modesto, humilde, tratado con sencillez y aire juguetón (a ello ayuda la juguetona banda sonora de Howard Shore), que se adscribe a ese subgénero no escrito que puede denominarse «cine reconfortante» o «películas reconstituyentes para el ánimo».