Mis escenas favoritas: Apocalypse now (Francis F. Coppola, 1979)

Apoteósico momento, este del ataque de los helicópteros del coronel Kilgore a la aldea vietnamita con acompañamiento musical de Richard Wagner y su Cabalgata de las valquirias, forma popular con que se denomina al tercer acto de su ópera La valquiria, segunda parte de su tetralogía El anillo del nibelungo.

La secuencia dialoga a través de las décadas con otro momento clásico y memorable de la historia del cine: el episodio en que el Ku Klux Klan salva a los guardianes de las esencias del Sur asediados por los esclavos negros liberados después de la Guerra de Secesión en El nacimiento de una nación (The birth of a nation, David W. Griffith, 1915), en cuya partitura original se incluía, precisamente para ilustrar este instante, la misma composición de Wagner.

Centenario de Ingmar Bergman: Prisión (Fängelse, 1949)

Prisión está considerada como la primera película de Ingmar Bergman en la que se perciben claramente las constantes que abordará durante el resto de su larga filmografía. Un profesor de matemáticas, que acaba de salir de un hospital psiquiátrico, visita a un antiguo discípulo suyo, director de cine, y le propone un tema para su próxima película: «el mundo es un infierno controlado por el demonio».

Mis escenas favoritas: La escopeta nacional (Luis García Berlanga, 1978)

Dos muestras de la actual vigencia de esta excepcional comedia de Luis García Berlanga, una auténtica radiografía de la idiosincrasia de ciertos sectores aún vigentes, incluso dominantes, en la sociedad española.

Cortometraje: Mr. Dentonn (Iván Villamel, 2014)

Hace muchos años que los duendes de Internet me llevaron a entrar en contacto con Iván Villamel, por entonces apasionado cinéfilo y agudísimo comentarista y crítico de cine que, después de años de una valiente lucha por conseguir abrirse camino al otro lado de la pantalla y de la cámara, ha logrado dirigir dos excelentes cortometrajes. El primero, en 2011, se titulaba Refugio 115. Hoy me satisface traer a esta escalera su cortometraje Mr. Dentonn (2014), el corto de horror más premiado y seleccionado de la historia del cine, ahí es nada.

Iván destila cine por los cuatro costados. Está destinado a hacer grandes cosas en el cine español, siempre y cuando el cine español esté a su altura. Desde aquí, nuestro homenaje, reconocimiento y apoyo.

200 años del Frankenstein de Mary Shelley

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El pasado 1 de enero, Frankenstein, de Mary Shelley, cumplió 200 años.

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Monstruos y dioses en Villa Diodati

Cada vez sentía mayor desprecio por las tesis de la moderna filosofía natural. Qué distinto sería si los científicos se dedicaran a la búsqueda de los secretos de la inmortalidad y del poder; aquellas metas, aunque sin valor real, estaban llenas de grandeza.

(Mary Shelley)

Gonzalo Suárez, rara avis del cine español, cineasta, narrador, dramaturgo, periodista, poeta y antiguo ojeador de fichajes del club de fútbol Internazionale de Milán se aproxima en Remando al viento (1988) a la realidad histórica de personajes como Lord Byron, John Polidori, la pareja formada por Percy Bhysse Shelley y su esposa Mary o el filósofo William Godwin para narrar con grandes dosis de lirismo e imaginación literaria la génesis de una de las grandes novelas góticas, una de las más populares e icónicas creaciones literarias de todos los tiempos, Frankenstein. Con enfoque realmente fantasioso examina el proceso creativo desde la mágica perspectiva de una obra literaria que cobra vida hasta el punto de influir decisivamente en los destinos de quienes han asistido a su nacimiento o colaborado en él. De este modo la historia, surgida del reto lanzado por Byron a la luz de las velas durante una veraniega noche de tormenta en Villa Diodati, la casa cerca de Ginebra donde el poeta se encontraba en 1816, de escribir el más estremecedor cuento de terror, se toma como punto de unión del trágico destino de todos los personajes involucrados en la forja de la narración en la que un moderno Prometeo debía desafiar nuevamente a los dioses.

Después de Waterloo y el confinamiento de Bonaparte en Santa Elena, finalizado el Congreso de Viena que reordenó las fronteras del continente y perdonó la vida a Francia, Europa se ve inmersa en una turbulenta época de cambios sociales y políticos. Se intenta profundizar en los conceptos democráticos insinuados en la Revolución, comienzan a sentarse las bases de las reivindicaciones obreras que marcarán las revoluciones que salpicarán el siglo y empiezan a despertar las conciencias nacionales que, a través de un romanticismo exacerbado y dogmático, tantos desastres traerán en un futuro no muy lejano. Al mismo tiempo Schiller, Byron, Goethe y algunos otros destronan a Goldoni como mejor autor de su tiempo y el Romanticismo se encuentra en pleno apogeo. Las estampas de castillos abandonados, de ruinas, de cementerios desolados y sombríos, los ideales y los amores que pueden llevar a un suicidio temprano, a la muerte como ascenso hacia la ansiada libertad total, la crítica a los privilegiados, especialmente a la Iglesia, la ruptura de las convenciones sociales y, sobre todo, el teatro y la poesía que sirven de vehículo a estos pensamientos se alternan con la preocupación por los acontecimientos políticos europeos, como la forja por parte de Inglaterra de un inmenso imperio colonial, los levantamientos liberales en España contra el absolutismo de Fernando VII o los primeros conatos independentistas de Grecia frente al poder otomano.

En este marco se desarrolla la historia, inspirada en hechos reales pero con gran derroche de imaginación, que relata las jornadas que estos personajes compartieron en Villa Diodati durante la visita que Percy Bysshe Shelley (Valentine Pelka), Mary (Lizzy McInnerny) y su hermana Clara (Elizabeth Hurley, antes de recauchutarse) realizaron a Lord Byron (Hugh Grant) en su retiro suizo. El estupendo vestuario (incluso en cuanto a las rarezas estéticas de Byron), la escenografía, las magníficas localizaciones naturales y los exteriores escogidos dotan a esta película de un magnetismo misterioso, repleto de poesía y al mismo tiempo cercano a la puesta en escena teatral. Las secuencias rodadas en exteriores profundizan en la estética romántica como forma de mostrar las firmes convicciones ideales de quienes pertenecían a esta corriente: los planos de la barca bogando en el lago a la luz de la luna, el mágico jardín de la casa, iluminado o en penumbra, el castillo al que se dirigen Byron y Shelley cuando sufren la tempestad, las anchas playas de fina arena y los mares embravecidos, los acantilados sometidos a fuertes vientos, la campiña italiana de prados verdes bajo la lluvia, ese clérigo vestido de ricas ropas, apoltronado en una góndola que surca los canales venecianos sobre aguas grises, entre edificios sucios y bajo puentes comidos por la humedad, que se deja llevar hacia el palacio de inmenso patio enlosado para oficiar de correo entre Byron, que retoza en ese instante con una dama casada, y el marido de ésta, que aguarda el dinero que el poeta está dispuesto a pagar como indulgencia por el disfrute obtenido de su esposa, labor diplomática para la que tan ilustre mensajero resulta de lo más apropiado.

En el frío verano de 1816 (conocido como el año sin verano), una noche de tormenta, de esas que en Villa Diodati transcurren leyendo poesía a la luz de una vela o jugando una partida de billar, Shelley, Byron, Polidori (José Luis Gómez), Mary y Clara se entretienen leyendo y contando historias de fantasmas en un entorno lúgubre, de viento, lluvia, truenos, relámpagos y sombras de perfiles sinuosos que se proyectan en las paredes débilmente iluminadas. De esta reunión histórica nació El vampiro, de John Polidori y por supuesto, Frankenstein o el moderno Prometeo, cuyo título hace referencia al Prometeo liberado de Shelley, y a su vez al clásico Prometeo encadenado atribuido a Esquilo.

Contada a modo de flashback por una solitaria Mary, pasajera de un barco que surca aguas árticas en busca de la Criatura que ella misma ha creado (remedando así el principio y final de la obra literaria, que Mary Shelley situaba en las heladas superficies polares), la película realiza el seguimiento de las vidas de estos personajes que coincidieron aquella mágica noche y los desgraciados avatares que les sucedieron a ellos y a quienes los rodearon. Para ello utiliza como vehículo al monstruo, la Criatura (José Carlos Rivas) ideada por Mary Shelley, el Prometeo (al que erróneamente suele identificarse como Frankenstein, olvidando que éste es el nombre de su creador, con toda probabilidad el verdadero monstruo) cuyas espectrales apariciones tienen lugar siempre como anuncio de la catástrofe que está a punto de sobrevenir. Polidori contempla a la horrible Criatura antes de poner fin a su vida. Más tarde, tras la muerte en Londres de Godwin y de la hermana menor de Mary y Clara, la Criatura visita al hijo de los Shelley (en una escena inspiradísima que rememora la famosa secuencia de la película de James Whale de 1931) y a la hija de Byron y Clara, internada en una escuela religiosa, justo antes de morir prematuramente. Igualmente, aparecerá en la playa antes de que Shelley se haga a la mar en la travesía que le costará la vida, y su presencia amenaza a Byron, que tras la sugerente escena de la incineración del cadáver de Shelley en la playa mientras se recita La serpiente, formula propósito de ir a luchar por la libertad de Grecia, donde encontrará la muerte en Missolonghi. Las apariciones de la Criatura se rubrican además con frases de diálogo apenas susurradas que recuperan palabras dichas por los propios personajes en momentos anteriores del guión con las que parecían estar presagiando sin darse cuenta su propio desgraciado final. De este modo se nos muestra la Criatura no como un espectro o una presencia ajena a los personajes sino como proyección de su propia alma que cobra vida, como un reflejo del lado oscuro de cada uno de ellos en el espejo de un futuro fatal resumido en la frase “Tu respiración es mi respiración”.

Una banda sonora maravillosamente escogida en la que la música de Mozart o la magnífica Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis de Ralph Vaughan Williams es puerta de entrada al inquietante mundo de sueños, ilusiones, amores y pesadillas de los personajes acompaña unas imágenes emocionantes, lúgubres, majestuosas y de admirable factura filmadas en espléndidas localizaciones fotografiadas con gran belleza formal y sutil sensibilidad. El guión, impregnado de influencias literarias, que ensambla con gran pulso narrativo historia y literatura, realidad, ficción e imaginación, intenta acercarse al mito literario a través de una interpretación fantasiosa del contexto real en que fue concebida la obra más que al monstruo de cicatrices y tornillos que encarnara Boris Karloff en el clásico cinematográfico de 1931 que homenajea Bill Condon en su estupenda Dioses y monstruos (Gods and monsters, 1998).

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Con un estupendo título difícil de igualar, recrea de forma libre los últimos días del olvidado cineasta James Whale, autor de grandes hitos del género de terror como El Doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), El hombre invisible (The invisible man, 1933) o La novia de Frankenstein (The bride of Frankenstein, 1935), y también de clásicos más convencionales como Magnolia (Show boat, 1936). Según la película, Whale, acosado por una enfermedad cerebral degenerativa, habría sufrido un deterioro progresivo de sus facultades mentales hasta el punto de creerse rodeado de las criaturas de ficción que creó en el pasado, en una especie de delirio relativamente común entre actores y cineastas por el cual en sus postreros momentos se sentirían poseídos, acosados o acompañados por los personajes que interpretaron o crearon, al estilo de Bela Lugosi, que cerca de su muerte sólo vivía de noche, vestía su traje de vampiro, dormía en un ataúd e incluso ordenó que se le amortajase con su famosa capa, o Johnny Weissmüller, que ya anciano insistía en vestir el taparrabos de Tarzán y emitir su famoso grito, el mismo fenómeno del que Billy Wilder echó mano a la hora de retratar la extravagante personalidad de Norma Desmond en Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950).

El vehículo de Bill Condon para presentar los problemas de Whale es Clayton, interpretado de manera bastante más efectiva de lo que cabía esperar por el insípido Brendan Fraser, muy solvente en la piel del joven viril, impulsivo y un tanto simplón que se contrata como jardinero en casa del anciano cineasta. Whale (magistral Ian McKellen), conocido homosexual de la época dorada de Hollywood, abandonado por su amante y aburrido de aprovecharse de insustanciales y bobos jovencitos que sólo buscan historias morbosas sobre el pasado, se siente atraído por el joven Clayton, al que convence para que pose como modelo de sus eróticos retratos masculinos. Pero la atracción, al principio física, es también de otra índole. En Clayton, aunque no se hace patente para el espectador hasta bien entrada la película, Whale ve la encarnación de su monstruo, inventado ciertamente por Mary Shelley, pero al que él dio la estética, la personalidad, el marchamo mítico definitivo.

Clayton, desconocedor al principio de las tendencias sexuales de su patrono, acepta actuar como modelo para sus dibujos y tras el tiempo y las charlas compartidos empieza a sentir respeto y admiración hacia ese viejo encogido en su sillón de mimbre cuyo humor destila cierta amargura. Se abre aquí una doble vía en sus relaciones. En sus encuentros flota una atmósfera de atracción-repulsión sexual: Whale es para Clayton todo lo que rechaza, un monstruo que desempeña un papel opuesto en su concepción de lo correcto en las relaciones íntimas, la más estricta heterosexualidad, a poder ser, a rienda suelta y sin ataduras, de ahí que busque desfogarse con la primera desconocida que encuentra cuando la camarera del bar y amante ocasional (Lolita Davidovich) le da plantón, una forma radical de afirmar su condición sexual frente a los continuos devaneos e insinuaciones de Whale. Por el contrario, para el director Clayton es todo lo que él deseó en su pasado, inalcanzable ya cuando está a punto de dejar el mundo. Este callado lenguaje da pie a una segunda clave en su relación, un extraño juego de confesiones, de verdades a medias y de antiguos complejos que salen a la luz fruto de la confianza algo recelosa que surge entre ambos. En ese intercambio, cada vez más profundo e inquietante, la vida de Whale irá siendo objeto principal de las charlas y su realidad, su historia repleta de dioses y monstruos se mostrará a Clayton como mucho más compleja de lo que hubiera imaginado. Este nivel de su relación converge con la verdadera historia de Whale, el adaptador a la pantalla de la famosa novela de Mary Shelley, el creador de la criatura. Un hombre que juega a ser Dios, que inventa a un monstruo a su imagen y semejanza, que es él mismo y que por tanto niega su condición de Dios, una reinterpretación del moderno Prometeo, el hombre que quiso desafiar a los dioses, imitarlos, sentarse entre ellos, y que como castigo a su soberbia fue reducido a la categoría de monstruo, condenado a ser eternamente devorado por un águila hasta que Zeus se apiadó de él y envió a Heracles, el musculado Clayton, para liberarle.

La película trata también de la estéril y eterna discusión entre lo bueno y lo malo, de su asimilación con lo aceptado o no aceptado, de la duda ante si una objetividad es posible. Clayton, avanzando en el conocimiento del anciano director, se encontrará con que es una criatura frágil, física y anímicamente (“ojalá fuera el hombre invisible”, se lamenta) que sólo merece su compasión y su piedad. Sabrá que en su pasado hay muchas experiencias negativas que acabaron por hundirle en la desesperación y que su anonimato fue una opción que él mismo escogió a raíz de un desengaño amoroso con un actor. La evolución de Clayton con respecto a Whale queda plasmada en la escena en que, muy cambiado (su efigie no recuerda ya aquí al monstruo), acompañado de su mujer y su hijo, emulará al monstruo bajo la lluvia. Así da vida nuevamente a la creación de Whale, que no es otra cosa que un reflejo de la intolerancia, la incomprensión.

La relación de ambos llega finalmente al extremo más íntimo posible, el juego de la vida y la muerte. Al igual que en la novela y la cinta clásica, una tormenta nocturna desencadena una tempestad interior y se suceden las tomas en las que se alternan paralelamente imágenes de Clayton, con una apariencia casi monstruosa, y de la Criatura, creando así un híbrido de realidad y ficción que no es más que la angustia interior que amenaza a Whale desde su reprimida infancia, y que volcó en el esbozo a lápiz que hizo del verdadero monstruo, el rechazo, la marginación, el odio, allá por los años treinta, en el trozo de papel que, enmarcado, sigue presidiendo su escritorio como, en recuerdo del maestro Goya, monstruo nacido del sueño de su razón.

Condon ofrece una espléndida recreación de los últimos días de vida de James Whale, una obra maestra acerca del dolor, una epopeya sobre la implacable e invencible soledad, sobre el fracaso en la búsqueda del amor, donde Ian McKellen obsequia un verdadero recital interpretativo y en la que Brendan Fraser logra su mejor actuación hasta la fecha como joven inmaduro y dubitativo. El mayor mérito no obstante lo adquiere un fantástico guión, premio de la Academia, en el que se logra atrapar y combinar perfectamente la profundidad y las dudas de la novela de Mary Shelley con la cinta clásica de James Whale y las propias vivencias de éste para crear un potente drama que no deja indiferente, un clásico imperecedero.

(de mi libro 39estaciones. De viaje entre el cine y la vida. Zaragoza, Eclipsados, 2011)

Música para una banda sonora vital: Comanchería (Hell or high water, David Mackenzie, 2016)

El western es eterno. Cuando nadie recuerde nada de los Óscar de 2016, Comanchería (Hell or high water, David Mackenzie, 2016) perdurará como uno de los mejores títulos venidos de Hollywood en los últimos decenios, muy por encima del cine de moda «oficial» de los sobrevalorados Chazelle, Fincher, Aronofsky, Nolan y otros.

La música de la cinta, compuesta por Nick Cave y Warren Ellis, está sobradamente a la altura del conjunto. Una sinergia perfecta.

Cine en fotos: Cartago Cinema (Mira Editores, 2017)

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De repente lo vi claro: la película hablaba de nosotros. No creo en señales divinas, energías sobrenaturales, designios de la providencia ni tonterías similares, pero reconozco que para ser simple casualidad lo era de las grandes, de las increíbles, de las que despiertan la fe de los crédulos en cualquier cosa que desconozcan o que no comprendan.

Un sheriff borracho encierra en la cárcel del pueblo, acusado de chantaje, extorsión, amenazas e incitación al asesinato, al gran potentado de El Dorado, dueño directo o indirecto de casi todo lo que en aquella tierra crece por encima del ras de suelo. El sheriff se propone tenerlo bajo custodia los días que tarde en llegar el comisario federal para llevarlo a un tribunal de la gran ciudad. Su único apoyo, un ayudante anciano y medio loco con nombre de toro, veterano de las guerras indias, que dispara con arco y flechas y toca la corneta antes de atacar. Frente a ellos, los esbirros del detenido, tipos duros y mal encarados, peones de rancho, conductores de ganado, domadores de caballos, ladrones y cuatreros, unos individuos de cuidado, sin escrúpulos, decencia, ética o respeto por la ley o por quienes la representan. Además, una banda de pistoleros contratados para lograr la evasión, delincuentes que no vacilarán en acribillar por la espalda al sheriff y a su subalterno en la primera ocasión. La cosa pinta mal, dos contra mil. Pero aparece el socorro salvador, un famoso pistolero, antiguo amigo y compañero de correrías del sheriff, cuyo pasado no siempre fue del todo limpio ni brillante, que llega a El Dorado en el momento crítico acompañado de un joven jugador de cartas que luce chistera, nunca ha disparado un revólver y busca venganza en los matones contratados por el hombre rico porque acabaron con su mentor y padre adoptivo. Todo el pueblo mira para otro lado excepto las chicas, la dueña del saloon, amiga y amante del pistolero recién llegado, y la hija de una de las víctimas de las malas artes del arrestado, que se suma al bando de los buenos y simpatiza con el muchacho del sombrero exótico. Disparos, acción, humor, amistad, emoción. Cine puro para que todo acabe bien. Un final feliz remojado en sangre ocasional, circunstancial, irrelevante, olvidable. Grupo doble cero, erre hache impreciso, invisible, como en los juegos de la infancia.

Estaba por ver cómo acabaría lo nuestro. Ballard encajaba más con Lee Marvin que con Robert Mitchum, pero lo clavaba en lo referente a su borrachera perpetua y al empeño, más o menos sincero o forzado, de recurrir a la legalidad. Enfrente, el mandamás, un Américo Castellano que recordaba más a Jackie Gleason o Broderick Crawford que a Ed Asner, pero que cumplía a la perfección como poder omnímodo en la sombra y también a pleno sol de mediodía, un hombre que pretendía ocultar el crimen que había cometido, ordenado cometer o cuya comisión había ayudado a encubrir y olvidar. El juez Aguado, aunque no podía darse cuenta, hacía las veces de Christopher George, el amanerado mercenario adornado con una cicatriz, más ruido que nueces, un vulgar segundón. Junto a Ballard-Marvin-Mitchum, el ayudante estrafalario, Monty Grahame, no tan demacrado ni, desde luego, tan escuálido como Arthur Hunnicutt, pero con un guardarropa que serviría como supletorio para Alicia en el país de las maravillas; el pistolero reputado y experimentado, Lino Guardi, no el doble sino más bien la mitad de John Wayne, se había saltado el guion, se había vuelto contra su “amigo” y había salido de cuadro; por último, el joven valiente y apuesto tocado con chistera (con gorra de león rampante en este caso), inexperto pero voluntarioso, algo inconsciente pero entusiasta, viril, apasionado, cerebral, sensato, amable, recto… El vivo retrato de James Caan pasado por el filtro de Elliott Gould, es decir, mejorado y aumentado, sobre todo de peso. Y, por supuesto, Martina Bearn, la síntesis perfecta de Charlene Holt, la mujer de mundo que se las sabe todas, sobre todo acerca de cómo manejar a los hombres, y la inquieta y rebelde Michele Carey, chicazo curvilíneo y muy femenino que monta a caballo y dispara el rifle (uno como el de Ballard) mejor que sus hermanos. Hasta la casa del Cartago se asemejaba al cuadrado edificio de piedra y ladrillo con portones de madera y contraventanas con mirilla para disparar que hacía las veces, todo en uno, de cárcel y oficina del sheriff de El Dorado. Por si fuera poco, la película se rodó en Tucson, Arizona, entre finales de 1965 y principios de 1966, cuando Ballard andaba por allí alternando estudios y crónicas cinematográficas, como la que escribió del rodaje para el Republic en enero del 66. Todo parecía corresponderse de alguna manera con nosotros, salvo la sangre vertida o por verter.

50 años de 2001: una odisea del espacio (2001: A space odyssey, Stanley Kubrick, 1968)

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El pasado día 2 de abril se cumplieron 50 años del estreno de esta obra maestra de Stanley Kubrick.

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El amanecer del Hombre

Hay algo en la personalidad humana que se resiste a las cosas claras, e inversamente algo que atrae a los rompecabezas, a los enigmas y a las alegorías.

(Stanley Kubrick)

Así reza el título del primer acto de esa inclasificable y fascinante película que es 2001: una odisea del espacio (2001: a Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968).

En un pasado desolado en el que aislados grupos de primates, pequeñas manadas de tapires y algún que otro leopardo se mueven por entre la reseca y escasa maleza y buscan refugiarse del ardiente sol en los estrechos salientes de las rocas de arenisca, la inexplicable aparición de un elemento extraño de origen incierto viene a quebrar el frágil equilibrio vital de los albores del planeta: un monolito de color negro, estilizadas líneas rectangulares y superficie suave y lisa, un objeto misterioso que va a actuar como catalizador de la evolución de los primates y de su futura conversión en una criatura más perfecta y a priori consciente, al menos hasta cierto punto, de su dimensión en la naturaleza y de su papel protagonista en un universo que a la vez empieza a ensancharse.

Como si el monolito se erigiese en imprevisible detonante de una tormenta biológica algunos individuos dentro del grupo empiezan a experimentar cambios que les sorprenden y atemorizan tanto a ellos como a sus congéneres, y que van extendiéndose al resto de la comunidad. La simple existencia en clave de supervivencia, la búsqueda de carroña o de matorrales con que alimentarse, la protección frente a los felinos y la lucha con otros grupos por asegurarse el sustento se ve súbitamente sacudida por un descubrimiento tan sencillo como capital, un diminuto gesto que encierra miles de años de salto evolutivo hacia un futuro inabarcable y remoto. Uno de los monos, expulsado junto con su grupo lejos del agua de lluvia estancada que les garantizaba la ingestión de algo de líquido en el desierto de arena, piedras y ralos matojos en el que malviven, encuentra por fin utilidad al que quizá es, junto con el cerebro, el mayor rasgo distintivo que existe entre su especie y el resto de los seres que caprichosamente parecen poblar ese mundo en obras: el dedo pulgar. Así, cerrando la mano en torno al fémur que toma de un cadáver disuelto no se sabe cuándo, se entretiene en golpear a su vez el resto de huesos, fragmentándolos, astillándolos, dejándose poseer por una euforia destructiva que simboliza su conversión en cazador y el nacimiento del instinto depredador. Ya no habrán de esperar al hallazgo del cadáver a medio engullir de un tapir o una cebra para variar su dieta de hojas secas arrancadas de la tierra; bastará con buscar una víctima asequible y asestarle un buen garrotazo para llenarse el buche a voluntad.

Pero en el momento de ese despertar a la violencia consciente, junto a la certidumbre de tener asegurada la obtención futura de alimento, algo más se ha encendido en el tosco cerebro del primate con cada mandoble de fémur. Un sentimiento nuevo, poderoso e irresistible cobijado bajo el ala del instinto de supervivencia, subsidiario pero no obstante poseedor de una honda y seductora autonomía propia que ha surgido de la nada para proporcionar a nuestro mono un grado de bienestar mayor que la mera satisfacción de una necesidad física. El grupo de primates descubre el adictivo poder que encierra el ejercicio de la violencia, la capacidad de decisión sobre la vida de otro individuo por razones ajenas al hambre. El ejercicio de su voluntad ligado a ese poder les reconforta, les hace crecerse frente al mundo que lo rodea.

Una vez llena la panza de carne fresca de tapir, el grupo de monos apunta hacia su siguiente objetivo. Regresados al lugar de su anterior derrota, armados con huesos empuñados a modo de garrote, recuperan sus antiguos dominios gracias al descubrimiento de una herramienta que ya no ha dejado de usarse desde entonces para la consecución egoísta de los propios deseos: el asesinato. El primer crimen de la historia (resulta quizá prematuro denominarlo homicidio), la muerte a golpes del cabecilla del grupo rival, además de resumir en unos pocos fotogramas la última esencia de todos y cada uno de los conflictos bélicos humanos, consagra la violencia como instrumento de control de los propios intereses miles de años antes de que Clausewitz escupiera su famosa cita.

En plena exaltación violenta, tras erigir el primer imperio de la historia en torno a un charco de agua embarrada, el jefe de los asesinos lanza al cielo el arma del crimen y, con un asombroso y magistral corte de plano, ésta se transforma en un transbordador espacial en marcha hacia la Luna para investigar el insólito hallazgo realizado por un equipo geológico allí estacionado: un monolito negro de formas rectilíneas y superficie lisa y suave que además parece ser emisor o receptor de unas extrañas señales de onda corta hacia Júpiter. Y desde ahí, el viaje, la investigación, la búsqueda, de nuevo la violencia y la muerte como vehículo de conservación del propio espacio, el ordenador construido a imagen y semejanza de un ser humano que juega a ser Dios… Stanley Kubrick realiza una costosa y azarosa adaptación de El centinela, el cuento de Arthur C. Clarke, tan formidable y pretenciosa como desconcertante e ininteligible. Con gran dominio de lo visual, sintetiza en ese único objeto, el monolito, acompañado de unos perturbadores cánticos de música coral experimental, el secreto de la vida, por qué estamos aquí, por qué somos. ¿Qué encierra el monolito dentro de sí? ¿Qué ha activado el interruptor? ¿Dios? ¿Qué conexión lo une al cerebro humano? ¿La conciencia? ¿La inteligencia? ¿La violencia y la crueldad humanas? ¿Son éstas quizá las notas distintivas del ser humano, las características definitorias de su especie? ¿Por ello el hombre ha inventado dioses vengativos, crueles y asesinos a su imagen y semejanza? ¿Posee quizá por eso HAL9000 el recurso de la violencia o no es más que un ser vivo con instinto de conservación escapado del control de su creador, como los hombres han escapado a la voluntad de Dios? La máquina hecha a imagen y semejanza del hombre, con buena parte de sus virtudes y todos sus defectos, el orgullo, la malicia, sus deseos de jugar a ser Dios, de creerse inmortal intentando perpetuarse a través del tiempo y del espacio. Un instinto que nace en HAL provocado por unas extrañas señales que provienen de Júpiter. El monolito. El misterio del origen de la vida encerrado en el por qué de su final. El Hombre como venganza de la naturaleza contra sí misma.

(de mi libro 39estaciones. De viaje entre el cine y la vida. Zaragoza, Eclipsados, 2011)