Palabra de Jim Jarmusch

(entrevista originalmente publicada en Letras Libres el 16 de diciembre de 2016)

P: A menudo se asocia su cine con la melancolía, alienación, ternura e ironía, que son afecciones de naturaleza contemplativa y lacónica. ¿Ha pensado alguna vez realizar una película a partir de sentimientos más explosivos como la rabia?

R: Quiero confesar algo: soy mal analista de mi propio cine. No es por una cuestión de pedantería, sino porque el ejercicio me resulta incómodo y frustrante. Una de las dichas de ir al cine es entrar por primera vez a un mundo desconocido sin saber lo que te espera. La inmersión es total. Como realizador, en cambio, pasas años con la película en la cabeza y varios meses en la preproducción, rodaje y edición. Cuando termina el proceso has visto el mismo filme cientos de veces en distintas etapas. Llegas a un punto en el que eres incapaz de conectarte, por lo que analizarla con sensatez se hace imposible. La audiencia ve con más claridad la película que su propio director. Dicho esto, intentaré responder de la mejor manera posible. No me veo filmando algo a partir de la ira, por ejemplo. La melancolía y el romanticismo son más interesantes. El aburrimiento de un personaje me parece más atractivo que un arranque de furia. Me gusta que el espectador sienta el paso del tiempo, por lo que uso un estilo mínimo, austero. Algunos críticos señalan que mis películas carecen de trama, y probablemente tienen razón. La vida no tiene una trama: caminamos y lidiamos con lo que sucede. Mi cine carece de arranques enajenantes. Eso no quiere decir que mis películas carezcan de personajes con emociones diferentes, pero trato de hacerlo con una estética que permita contemplar el ritmo verdadero en el que se desdobla la existencia, sin hoja de ruta. Soy una persona intuitiva y eso se refleja en mis películas. También soy una persona que no se toma muy en serio a sí misma. Mi trabajo está lleno de humor y espero que la gente lo encuentre divertido. Empecé a trabajar en lo que finalmente sería Dean Man pensando que haría algo serio y oscuro, pero conforme el proyecto tomó forma no pude evitar meter varios detalles de humor. Una de mis citas favoritas es de Oscar Wilde: “La vida es demasiado importante como para que la tomemos en serio”. Dudo que sea capaz de dirigir una pieza solemne. No tiene caso ir en contra de mi voz.

P: ¿Esa filosofía define también su estética?

R: No estoy a favor o en contra de un estilo determinado. Son opciones que un artista decide tomar. Disfruto, como cualquier otro, una película de edición rápida y cámara en mano, pero eso no significa que yo lo quiera hacer. El problema con la forma es que va de la mano de una cuestión genérica. Los espectadores esperan ciertos elementos estéticos de una película de acción, por ejemplo. Si no los encuentran se van a sentir decepcionados, más allá del valor de lo que vieron. Ese es el espíritu con el que filmamos Los límites del control, donde no hay acción ni romance. No hay, ni siquiera, una historia bien esbozada. Intenté hacer una película envolvente de crimen e intriga con un asesino a sueldo que no cumpliera con ningún lugar común del género. No sé si salió bien, pero sin duda fue una de mis películas más criticadas. No me sorprendió. La idea original era jugar con las expectativas del público. A veces es sano hacer eso. Quizás algún día sorprenda a todos y entregue una película distinta a lo que se espera estilísticamente de mí, pero por ahora no he sentido la urgencia de hacerlo. Me gusta pensar que se pueden llevar a cabo múltiples variaciones de un concepto dentro de un mismo tono. Godard dice que solo ha hecho una película con múltiples variaciones de la misma fuente. No creo que sea del todo cierto, pero me gusta que asuma las variaciones como postura creativa.

P: Pienso en una de sus influencias, Buster Keaton. Ha dicho que algunos de los personajes de su cine tienen algo de Keaton: un humor seco, engañosamente monótono, que deriva en tristeza.

R: Buster Keaton es mi héroe. Siempre lo llevo conmigo. Keaton luce pequeño en el cuadro, es una presencia frágil y vulnerable. Siempre temes que muera aplastado. Era un director asombroso. La mayor prueba de su talento narrativo está en su cara. Eliminaba toda emoción de su rostro y paradójicamente producía una sensación llena de sentimiento. No importaba que lo persiguieran policías, que estuviera atrapado en un barco del que todos habían escapado o se encontrara a bordo de una locomotora sin control, Keaton nunca hacía gestos: nunca le mostraba al público cómo se sentía, sino que permitía que la situación hiciera el trabajo. Como espectador, esta dinámica me conmueve a un nivel muy personal. Estoy preocupado todo el tiempo por lo que le pueda pasar, precisamente porque no sé cómo sentirme. Keaton nunca me lo dice. Siempre estoy alerta. También me gusta Chaplin, aunque no me sacude del mismo modo. Chaplin siempre es la figura central, la estrella del cuadro. Los personajes de ambos están en desventaja frente al mundo, pero Chaplin siempre tiene más control sobre las cosas. Los dos eran unos genios, pero Chaplin contó con el lujo de trabajar su personaje y sus películas con más recursos. Si no conseguía el gag que quería, rentaba un estudio al día siguiente y lo repetía hasta que estuviera satisfecho. Keaton solo podía hacer las cosas una vez. ¿Cómo puedes repetir una secuencia si estás colgado de un árbol sobre una catarata? Buster se rompía un hueso cada vez que filmaba. Eso para mí lo hace más humano que Chaplin. Lo amo. Keaton es algo natural en mí. No me extraña que se proyecte en mis películas.

P: Se le ha señalado como el emblema de un estilo depurado, asociado con cierto cine europeo y oriental (Robert Bresson, Jean-Pierre Melville, Yasujiro Ozu). Hoy usted es una clara influencia en varios directores de vanguardia.

R: Mi acercamiento con ese cine fue hasta que estudié el último semestre de la carrera en París, gracias a un programa de intercambio que tenía la Universidad de Columbia. Siempre me gustó el cine. Mi mamá nos llevaba a funciones dobles de películas de serie B como El ataque de los cangrejos gigantes o La mujer y el monstruo. Pero no fue hasta que tuve la fortuna de conocer la Cinémathèque Française que pude conocer con mayor profundidad a cineastas como Bresson, Mizoguchi, Vértov, Vigo y Ozu. En ese entonces, la Cinémathèque estaba dirigida por Henri Langlois, quien logró esconder de los nazis muchas copias de películas clave de la cinematografía. Sin él, esas películas habrían sido quemadas. Ahí también comencé a apreciar a cineastas estadounidenses que no eran muy conocidos en mi país. En Europa, por lo menos en esa época, la división entre cine de arte y comercial era algo difuso. Creo que eso me ayudó a ser desprejuiciado y absorber varias influencias. No creo en la originalidad. Si robas un concepto de otro artista sin darle ninguna clase de crédito, eres un imbécil, de acuerdo, pero si alguien genera primero algo que te conmueve o inspira, creo que es válido apropiarte de la idea. El robo genera variaciones, y las variaciones son el motor fundamental de la creatividad.

P: Samuel Fuller y Nicholas Ray, dos directores que suele mencionar como influencias, eran figuras respetadas por los cineastas de la nueva ola francesa.

R; Mi admiración por ellos se consolidó en París. Fuller representa una energía cruda que podría parecer muy distinta de mi personalidad fílmica. En una edición del Festival de San Sebastián le dieron un premio humanitario por Corredor sin retorno. Fuller lo rechazó diciendo que su cinta no era una película humanitaria, era un melodrama lleno de acción. Su energía era vulgar, incontenible, pero en el fondo era un humanista entrañable. Sus cintas presentan situaciones complejas y desesperanzadoras de guerra, crimen, locura o espionaje, pero lo que siempre resalta es el lado humano de sus personajes. Es una influencia fundamental para mí. Nicholas Ray, por otro lado, fue mi maestro, cuando regresé de París, en la Universidad de Nueva York. Nick daba clases ahí y me convertí en su asistente personal. Ray era un director minucioso, poético e inteligente; un artista de una estética muy avanzada. Lo quise mucho. Nick solía decir que un director que solo sabe de cine es un pésimo director. Hay un término que me parece fascinante: “diletante”. Un diletante es un aficionado, una persona que se dedica a un arte o disciplina de forma no profesional, por simple gusto. Cuando alguien está interesado en varias cosas a la vez e intenta realizar algo en todos esos campos, lo calificamos como un diletante. Muchas personas lo utilizan de manera despectiva, porque se considera que es malo saber un poco de todo pero mucho de nada. Debería ser lo contrario: lo mejor que puede hacer un director de cine es interesarse por el mayor número de cosas. Si la gente me etiqueta de hipster o de pretencioso me da lo mismo, pero cuando alguien me llama diletante me siento halagado. No soy un experto, pero sé un poco de todo: soy un ornitólogo amateur, escucho música de todos los periodos de la historia, sé cómo identificar hongos, puedo charlar sobre la historia del diseño industrial de las motocicletas británicas. La verdad es que puedo hablar de casi cualquier cosa. Ser un diletante es de gran importancia para un cineasta. Varios de los directores que más admiro fueron diletantes. Ray era pintor, estudió arquitectura con Frank Lloyd Wright y tenía un programa de radio sobre blues. Howard Hawks también era un personaje multifacético. A Luis Buñuel le encantaba decir que no le gustaba leer, sin embargo, cuando visité su biblioteca personal en Madrid, todos los libros estaban llenos de anotaciones y comentarios. El tipo devoraba libros, simplemente le encantaba jugar y hacerse el desinteresado. Dirigir una película involucra muchas cosas. No es como pintar un cuadro o escribir un libro, también estás obligado a saber algo de fotografía, composición, manejo de actores, música, movimiento… Me asumo con orgullo como un diletante. Es una condición indispensable para hacer cine.

P: Los vampiros de Solo los amantes sobreviven (2013) son análogos, anacronismos en un mundo digital. ¿Cuál es su actitud frente al fin del cine fotográfico y la consolidación de las técnicas digitales?

R: El cine fotográfico es una reacción química de luz y aleaciones de plata que se transforma en imagen. ¿Cómo superar eso? Es una idea poética fabulosa. Desde luego que no deseo su desaparición. Por otro lado, tampoco hay que perder de vista que la película fotográfica es solo una herramienta. Lo que importa es lo que escribes y captas en pantalla. A mí me gusta escribir con lápiz, por ejemplo. Me encanta sacarle punta al lápiz y el sonido que hace cuando la punta pasa por el papel, pero puedo escribir con cualquier otro instrumento. Solo los amantes sobreviven y Paterson se grabaron con cámara digital. La mayoría de las personas no lo notan porque Yorick Le Saux y Frederick Elmes, directores de fotografía de esas cintas, respectivamente, se esmeraron en darles una cualidad fílmica mediante el tratamiento del color y filtros de densidad neutra. Con eso logramos disminuir la claridad de la profundidad de campo, que es el aspecto que más me molesta de la cámara digital. Les he ganado apuestas a críticos que juran que utilizamos película fotográfica en Paterson.

P: No solo es un director reconocido, sino una personalidad con la que la gente quiere hablar y tomarse fotos. ¿Le pesa la etiqueta de icono del cine independiente?

R; La gente me reconoce mucho menos de lo que se piensa. Me encanta caminar y conocer lugares. Tomo el metro como cualquier persona. Cuando voy a un festival el trato tiende a ser distinto, y quizás ahí es donde me percato más de mi supuesta popularidad. No me gusta que me fotografíen. Odio las selfies. La tecnología nos ha convertido en zombis, hoy todos quieren registrar el momento. Ir a un concierto se ha convertido en un martirio. No me considero famoso. Debe de ser difícil vivir con la fama. Por eso admiro tanto a algunos actores. Recuerdo que durante la filmación de Flores rotas, mientras el equipo preparaba algunas escenas en una casa alrededor de las siete de la mañana, Bill Murray hablaba con unos técnicos y conmigo en el porche. De pronto Bill paró la conversación y nos dijo “esperad, vuelvo en un momento”. Vimos un poco extrañados cómo cruzó la calle y tocó la puerta de la casa de enfrente, que no tenía nada que ver con la filmación. Un señor le abrió y lo invitó a pasar. Media hora después, Bill regresó al porche con un plato de galletas, que compartió con nosotros. “¿Qué demonios ha pasado?”, le pregunté. Bill tenía hambre y fue a preguntar a la casa de enfrente si tenían algo que desayunar. Al abrir, el señor dijo: “¡Es Bill Murray!” El hombre le pidió que desayunara con su familia. Después le regalaron unas galletas. Se necesita cierto grado de locura para vivir con el hecho de que todo mundo te reconoce cuando sales a la calle. Bill lo sabe manejar bien.

P: ¿Qué fue de la sociedad secreta Los hijos de Lee Marvin? Y más importante, ¿dónde puede uno solicitar su ingreso?

R: Lee Marvin era un actor grandioso e increíblemente versátil. No solo era el tipo más duro que podías ver en una película de acción, sino que podía ser trágico, ambiguo y hasta cómico. Hace poco vi Shack out on 101, en donde Lee está hilarante, interpreta a un cocinero que hace pesas. Tristemente, no se reconocía su talento. La gente no sabe cómo entenderlo. Para rendirle tributo, fundé hace muchos años Los hijos de Lee Marvin, una sociedad ultrasecreta de personas que físicamente podríamos pasar como los hijos de Lee Marvin. Entre los miembros fundadores están Tom Waits y Nick Cave. Todos estamos ya muy viejos. No podría asegurarlo, pero me parece que el miembro más joven es Nicky Katt, uno de los actores de Movida del 76, de Richard Linklater. No hay solicitudes disponibles, lo lamento. De hecho, me temo que ya he revelado demasiado y no sería seguro para ti saber más al respecto.

P: ¿Qué proyectos tiene después de Paterson y Gimme Danger?

R: No lo sé. Me da energía levantarme todos los días y que exista en mí un lado adolescente que me motive a explorar y aprender cosas nuevas. No para hacerme el sabelotodo, sino para tomar conciencia de todo lo que me falta por saber. Una vez que termine la promoción de las dos películas quiero regresar a tocar música con mi banda, y quizá concluir un par de relatos que no he terminado de escribir. También quiero explorar un poco con la fotografía. No tengo un plan maestro. Creo que todo esto contribuye a pulir mi oficio de cineasta, que al final es lo que más me importa.

Nuevo tratado sobre el odio: Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953)

La etapa de esplendor del drama de tribunales en el cine estadounidense tuvo lugar entre 1957 y 1962, periodo durante el que se produjeron los grandes clásicos del género. Espléndidas películas que, además de ser dramas magníficamente construidos, dirigidos e interpretados, suscitaban, en plena digestión del retroceso democrático que supuso el macartismo, cuestiones sociopolíticas de enjundia que profundizaban en materias candentes para la sociedad norteamericana del momento: la libertad, la democracia, la sexualidad y los derechos de las mujeres, el racismo y los derechos civiles, la corrupción política e institucional, la confusión moral entre el sentido de la justicia y el deseo de venganza… Antes de todo ello, sin embargo, estuvo Fritz Lang. Llegado a Estados Unidos a mediados de la década de los treinta, se aplicó en el cine de Hollywood, con idéntico ímpetu y el mismo espíritu incisivo que había empleado en Alemania, en destapar las agudas contradicciones y desvelar las llamativas incoherencias e imperfecciones del sistema de ideales de su país de adopción. Consagrado a ello con total dedicación y volcando en la tarea todas sus virtudes como cineasta, su presencia, aunque trabajara dentro del sistema de estudios y muy a menudo con grandes estrellas y equipos técnicos a sus órdenes, y a pesar de que durante la Segunda Guerra Mundial suavizara sus posturas para contribuir al esfuerzo propagandístico, siempre fue incómoda, discutida, controvertida, con frecuencia incluso conflictiva, algo a lo que también contribuía, y no poco, su carácter y su fuerte personalidad. Sin embargo, Lang fue, quizá por eso mismo, el gran diseccionador de las debilidades estructurales de la democracia estadounidense, y encontró en el cine negro, que ayudó a instituir y popularizar como casi ningún otro director, un vehículo de expresión y de denuncia, retratando sin más recato que el obligado por la censura los vicios y perversiones de estructuras como la política, la administración de justicia, las fuerzas del orden o la prensa. Precisamente, una de sus líneas de interés es la identificación entre justicia y venganza como manifestación casi instintiva de una cultura del odio que sobrevive bajo el barniz de la educación y la conducta sujeta a los valores democráticos, y que late en sus trabajos estadounidenses desde Furia (Fury, 1936) al western Encubridora (Rancho Notorious, 1952). En cierto modo como continuación o cara B de esta última, filma al año siguiente, el mismo de Gardenia azul (The Blue Gardenia, 1953), Los sobornados, todo un tratado sobre el odio, la muerte y la venganza en la que un sargento de homicidios, Bannion (Glenn Ford) abandona el imperio de la ley y cruza la línea hacia el lado tenebroso de sus propios instintos cuando su mujer (Jocelyn Brando) se convierte en víctima indirecta de los peligros derivados del trabajo policial.

El metraje de apenas hora y media transcurre de forma vertiginosa. Se abre con una pistola en primer plano, la que utiliza el policía corrupto Tom Duncan para quitarse la vida. Su esposa (Jeanette Nolan) toma el voluminoso sobre que ha dejado como reveladora nota explicativa de los motivos de su suicidio y, antes de llamar a la policía, informa al gánster Mike Lagana (Alexander Scourby), con el que su marido se entendía en sus negocios sucios y que tiene en nómina a buena parte del departamento de policía, incluidos algunos de los altos mandos, de la ficticia ciudad de Kenport en la que transcurre la acción. Es así como Bertha Duncan prende la chispa del drama: mientras se dedica a chantajear a Lagana a cambio de ocultar la larga carta de su esposo, siembra pistas falsas en la labor de Bannion. No obstante, cuando la amante de Duncan (Dorothy Green), que revela a Bannion que todo lo declarado por la viuda es un burdo montaje, aparece muerta, torturada y desfigurada, él se toma el caso como el resultado de una trama de corrupción, presiona a la viuda, se encuentra con la hostilidad de los mandos, que le ordenan detener la investigación y, finalmente, ve cómo su esposa sufre las consecuencias de la lucha que se entabla entre los villanos y el único policía honesto que parece haber en el cuerpo. La película se zambulle en un acelerado proceso de transformación de los personajes: Bannion, hasta entonces honrado hombre de familia, se convierte en una bestia cruel e irreflexiva que solo busca venganza; por su parte, Debby (Gloria Grahame), la chica de Vince (Lee Marvin), secuaz y principal matón de Lagana, una joven descarada y mordaz que acepta las humillaciones, los desprecios y maltratos de su novio como pago de la vida cómoda y cara que disfruta gracias a él, se siente de inmediato atraída por el policía cuando, durante una refriega en un club y como represalia por haber agredido a una mujer, Bannion pone en su sitio a Vince. El proceso de cambio de Debby, de mera party girl a agente de venganza cuando Vince, celoso y temeroso de sus tratos con el policía, le arroja una cafetera hirviendo a la cara y la desfigura, la convierte en elemento capital del argumento, en ángel de venganza que, más en respuesta a Vince, al que devuelve la moneda sin el menor escrúpulo y sin muestra alguna de debilidad, que en busca de algún tipo de redención personal, comete el acto que la, a pesar de todo, integridad moral que Bannion todavía conserva, le impide realizar por sí mismo para cerrar el drama.

Nacida de una novela de William P. McGivern convertida en guion por Sydney Boehm, la dirección de Lang, quien ubica la acción prácticamente al completo en interiores concretos y repetidos, conserva ecos de su etapa expresionista por medio de la caracterización que hace de los personajes a través de los escenarios en los que se desenvuelven cotidianamente: el lujo clásico con toques horteras de la mansión de Lagana, sus grandes salones, las alfombras, las chimeneas, los anaqueles de libros encuadernados en piel y el lúgubre retrato de su madre fallecida; el ambiente frío y coqueto de la casa de los Duncan, con esos toques de decoración de nuevo rico pagados con dinero manchado de sangre; el confort moderno y algo chabacano del ático que comparten Vince y Debby, en el que se organizan partidas de póquer en las que el comisario de policía puede compartir mesa con los esbirros a los que debería perseguir; el modesto hogar, angosto y repleto de objetos y mobiliario, de los Bannion; la habitación de hotel donde este se refugia, amplia y limpia pero solo a un paso de las oscuras y tétricas que ocupara Edward G. Robinson en algunas de las cintas previas de Lang… En cuanto a las interpretaciones, nunca Glenn Ford sonrió tan a menudo (en el primer tramo de la película) ni con tanta amplitud en la pantalla, Marvin compensa con su incipiente carisma la falta de pegada de la que adolece Scourby como villano, y Gloria Grahame está espléndida en la composición de esa chica alegre y frívola, de ingenio veloz y lengua vivaracha, que sufre un tremendo shock traumático que la instala en la amargura y que encuentra en hacer lo moralmente correcto la forma de sanar las heridas de su rostro, que no son más que expresión de las que ha arrastrado en su interior todo el tiempo que ha permanecido cerca de personajes como Lagana, Vince o Larry (Adam Williams), otro de los colegas de su novio, que también la pretende. La película mantiene una tensión creciente que se retroalimenta en momentos concretos hasta la eclosión final: el estallido del coche-bomba, la cafetera arrojada a la cara de Debby y su respuesta a Vince, el encuentro de Debby y Bertha Duncan, la pelea entre Bannion y Vince y su conclusión, cuando el policía no puede finalmente traspasar la línea (más por las limitaciones censoras, probablemente, que por voluntad de Lang).

Pese a que la película cumple con los cánones morales impuestos por el código Hays, en particular en lo referente al destino de los personajes que han tenido comportamientos o han cometido actos inmorales, incluida Debby, su desenlace no es precisamente complaciente. Bannion solo puede aspirar a recuperar su vida truncada, su puesto de sargento, su escritorio en la comisaría y un trabajo que le exige mezclarse con lo peor de la sociedad, discutir con sus superiores y recibir incomprensión y una pingüe recompensa salarial. Un perpetuum mobile, una sensación de continuidad que se subraya con el teléfono que suena para comunicar un atropello con fuga, y a los agentes saliendo por la puerta en busca de una nueva misión mientras las palabras «The End» aparecen en pantalla. Pero ha tenido que pagar un alto precio, la destrucción de su familia y un futuro que ya no podrá ser como debía o, al menos, apuntaba. Ahí radica la importancia de esa duplicidad y turbiedad del universo languiano, y a su vez la contestación a las limitaciones del código, que sobrepasa por las costuras del relato: los villanos, los seres moralmente corrompidos, se ven arrastrados a la más contundente de las sanciones; los inocentes, como Bannion, su hija y, sobre todo, su esposa, también. Porque no son la ley ni la moral las que distinguen como en un juicio final los buenos y los malos comportamientos y, en consecuencia, otorgan necesariamente las recompensas o aplican los castigos; no son ellas las que rigen los destinos, sino que son la fuerza y el azar los que dictan las sentencias. Y en ese entorno, en el reconocimiento de esa verdad tremenda, oscura y cruel que es saber perder, es donde descansa el mérito de, aun así, decidirse a hacer lo correcto, abogar por el mantenimiento de una ética personal y de una moral colectiva para toda la sociedad.

Mis escenas favoritas: Los profesionales (The Professionals, Richard Brooks, 1966)

Este western escrito y dirigido por Richard Brooks, con ecos de crítica política al intervencionismo estadounidense en el exterior (particularmente a la escalada militar en Vietnam), contiene personajes magníficamente trazados, interpretaciones memorables e innumerables frases míticas esparcidas en sus diálogos. A destacar la complicidad entre Burt Lancaster y Lee Marvin, que proporciona momentos míticos.

El mago del suspense… en el western: Tras la pista de los asesinos (Seven Men from Now, Budd Boetticher, 1956)

Primero de la serie de siete westerns, casi todos excepcionales, en particular los escritos por el futuro director Burt Kennedy, protagonizados por Randolph Scott a las órdenes de Budd Boetticher, Seven Men from Now traza magistralmente las líneas básicas para el resto de estas producciones del Oeste dirigidas por Boetticher entre 1956 y 1960, todas modestas, todas muy breves, todas (a priori) voluntariamente insertas en la llamada serie B, y que giran en torno a la venganza como tema central. Las señas de identidad de estas películas son su situación en espacios abiertos (a menudo con coincidencia geográfica) o en pequeñas construcciones en las que el entorno provoca una sensación de claustrofobia (ciudades y pueblos pequeños, apeaderos ferroviarios, estaciones de diligencia o de correo), el protagonismo de un pequeño número de personajes con intenciones opuestas (organizar un robo, huir con un dinero, escapar de la justicia, vengar una muerte) divididos en distintos grupos enfrentados u obligados a colaborar frente a adversidades superiores antes de dirimir sus diferencias, la existencia de amenazas externas ajenas a la trama principal (ya sean las inclemencias del tiempo, ya las revueltas apaches) que comprimen la acción, la inversión del estrecho presupuesto en aquellos aspectos clave para el desarrollo de buenas películas con fondos reducidos (primordialmente el guión y la fotografía, en este caso a manos de William H. Clothier y en otras ocasiones dirigida por Charles Lawton Jr. o Lucien Ballard) y una eficiencia de recursos cinematográficos que permite elevar al máximo la economía narrativa, reduciendo tramas complejas repletas de matices y recovecos psicológicos a duraciones que apenas llegan a los ochenta minutos y a veces quedan bastante por debajo.

Esa economía se cimenta en el planteamiento del filme, siempre conciso y directo, y en la inteligente diseminación de la información requerida para la construcción de la historia (y para la información del espectador) que se nutre principalmente del suspense como elemento vertebrador. En este caso, nada más finalizar los créditos, un hombre irrumpe de espaldas en el encuadre que muestra un exterior nocturno en el que llueve a mares. Sigilosamente, busca el pequeño campamento de una pareja de pistoleros que se calienta ante una pequeña fogata. Se une a ellos y toman juntos una taza de café, pero la desconfianza no tarda en surgir, y se sabe que los tres provienen del mismo lugar, una pequeña ciudad donde siete hombres han cometido un robo durante el cual ha muerto al menos una persona. Entonces se producen los primeros disparos, y arranca la acción. Sabiamente dirigido por Boetticher y soberbiamente escrito por Kennedy, la trama desgrana toda su complejidad en pequeñas dosis. Ben Stride (Scott) se une a un matrimonio (Walter Reed y Gail Russell) que va camino de California con todas sus pertenencias en un carromato. De paso que les ayuda ante las contingencias del viaje y comparte con ellos la amenaza latente del enésimo levantamiento de los apaches chiricahuas contra la caballería (pequeño cameo del entonces joven Stuart Whitman), la ruta que siguen, hacia un lugar llamado Flora Vista, es la misma que puede conducirle a los ladrones del botín de la Wells Fargo, 20000 dólares en oro. Durante el camino se les une otro par de pistoleros, conocidos de Stride, con intenciones poco claras, Masters (un fenomenal Lee Marvin) y Clete (Donald Perry), sobre los que se monta la duplicidad de la que se nutre buena parte del suspense de la historia. Así, mientras el quinteto sortea dificultades, se enfrenta con los indios y sigue la pista de unos ladrones y asesinos, el guión va revelando poco a poco las motivaciones de los Greer, el matrimonio de colonos, de Stride para buscar a los asesinos y de Masters y Clete para haberse unido al grupo, en un uso creciente del suspense y en un progreso continuo de la acción que va dando respuestas a la vez que formula nuevas preguntas que dirigen el drama hacia la eclosión final, cuando el gran secreto de la historia se pone por fin de manifiesto y todas las cartas boca arriba. Continuar leyendo «El mago del suspense… en el western: Tras la pista de los asesinos (Seven Men from Now, Budd Boetticher, 1956)»

Mis escenas favoritas: Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967)

Hábil y económica, es decir, efectiva en términos cinematográficos, presentación de los personajes principales de este clásico del cine bélico, dirigido por el gran Robert Aldrich.

John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

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John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

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En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»

Más allá de Río Grande

EHRENGARD (Robert Ryan): ¿Y qué hacían unos norteamericanos en una revolución mexicana?

DOLWORTH (Burt Lancaster): Tal vez sólo haya una revolución. Desde siempre. La de los buenos contra los malos. La pregunta es: ¿quiénes son los buenos?

Los profesionales (The Professionals, Richard Brooks, 1966)

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Pocos escenarios resultan tan evocadores en el cine y en la literatura como la frontera, ya la identifiquemos con la artificiosa franja de tierra (o agua) de nadie levantada por los caprichosos azares de la Historia o con cualquiera de sus simbólicos sucedáneos en forma de aeropuerto, estación o puerto fluvial o marítimo. No puede ser de otra manera consistiendo el arte de la narración desde sus remotos inicios en el relato de una transformación, de un viaje exterior como espejo de un cambio interior y por tanto en el sucesivo cruce o salto de fronteras hasta final de trayecto. El cine ha asumido en innumerables ocasiones el papel de la frontera física como fuente de amenaza, esperanza de salvación o metáfora de encrucijada o punto de inflexión ideal para personajes que buscan cambiar su destino. Por volumen de producción es el cine americano el que más historias fronterizas ha parido y, tratándose de su país y existiendo un género cinematográfico tan prolífico y tan americano como el western, obviamente es su frontera con México la que arrastra una mayor carga de significados. Son múltiples los lugares fronterizos que conocemos sólo porque hemos oído hablar de ellos en las películas: Tijuana, Yuma, Nogales, Agua Prieta, El Paso, Eagle Pass, Piedras Negras, Laredo o, más popular en los últimos años por otras desgraciadas razones, Ciudad Juárez. Son otros tantos los topónimos que sin encontrarse realmente en la frontera hacen de su cercanía a ella su medio de vida o son paso obligado camino del otro lado: San Diego, Ensenada, Phoenix, Tucson, Santa Fe, Hermosillo, Chihuahua, Albuquerque, Morelos, San Antonio, Monterrey, Matamoros, Río Bravo… Curiosamente, el cine americano no ha correspondido de la misma forma a su frontera con Canadá, un país a priori más cercano política, económica, social y culturalmente y con el que comparte más kilómetros de línea fronteriza. Canadá suele quedar relegado a quimérica referencia para los esclavos negros evadidos o para los huidos de la justicia que buscan refugiarse en un país sin tratado de extradición, ya sean delincuentes o jóvenes que escapan al alistamiento militar, aunque las más de las veces Canadá suele ser objeto de chistes y bromas despectivas en comedias de mediano pelaje. La causa de esta preferencia del cine estadounidense por la frontera mexicana quizá haya que buscarla en razones de carácter histórico y sociológico que pueden resumirse en el viejo dicho de que “el roce hace el cariño”. También en el cine, aunque, a juzgar por el paternalismo colonialista y folclórico con que las películas estadounidenses se aproximan frecuentemente a su vecino del sur, la visión de lo mexicano suele ir acompañada de una pretendida plasmación de la superioridad espiritual y racial anglosajona: resulta mucho más fácil y tentador caricaturizar o degradar a un pueblo considerado inferior, ya sean mexicanos o indios, que a un país que les venció en una guerra y les supera en calidad de vida o a naciones europeas mucho más antiguas cuya historia, tradición y cultura envidian en parte. En decenas de westerns México y los mexicanos son representados como bufones, bandidos, borrachos, vagos, pusilánimes, maleantes o traidores, o su papel se ha visto restringido a mero ingrediente pintoresco con hincapié en aspectos culturales heredados de su pasado hispánico (corridas de toros, flamenco e incluso jotas aragonesas), vicios retomados hoy por Robert Rodriguez y Quentin Tarantino tras una mala digestión del cine de Sergio Leone.

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Sin embargo, existen excepciones notables a esta regla entre las que destaca El Álamo (The Alamo, John Wayne, 1960), western que en la línea conservadora de su director apuesta por la épica y la grandilocuencia para narrar meticulosamente el episodio histórico del asedio sufrido por los texanos en la misión de San Antonio de Béjar por parte del ejército mexicano del general Santa Anna en 1836. Aunque el retrato heroico de unos centenares de voluntarios sitiados dista mucho de su condición de ocupantes ilegales, de colonos invasores de un territorio ajeno azuzados por Estados Unidos, y se entrega al tributo patriótico más desaforado, lo cierto es que Wayne muestra en la película un tacto y un respeto inusitados al retratar a los mexicanos como enemigos legitimados, valientes, aguerridos, heroicos, caballerosos y corteses, sin dotarlos de ninguna de las negativas connotaciones de perfidia o crueldad con que los norteamericanos suelen caracterizar a enemigos más poderosos que ellos y sin apelaciones al infortunio para justificar la derrota. Sin duda, el hecho de que Wayne conviviera tanto tiempo con John Ford, apasionado de México por más que en sus filmes abusara de estereotipos y tópicos, y su propia querencia por el país y por las mujeres latinas ayudaron a que la película no fuera un panfleto antimexicano. Con todo, El Álamo sirve plenamente a las tesis mesiánicas del llamado “Destino Manifiesto[1]”.

En cualquier caso, buena parte de este cine norteamericano no trata tanto de la realidad de la frontera como de su desaparición. Río Grande ya no es un camino de ida transitado por jóvenes parejas fugadas que cruzan al otro lado para casarse ni la ansiada tierra prometida de delincuentes y forajidos que huyen de la ley; es un difuso camino de dos direcciones, una línea ficticia que no impide el continuo trasiego de personas, negocios e ideas pero que, sobre todo, ya no divide dos mundos diferentes. En ambos hay valentía y orgullo, amor y muerte, pasión y corrupción. México era la última frontera, y ya no existe.

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Mis escenas favoritas: Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953)

El célebre momento de la cafetera hirviente protagonizado por Gloria Grahame y Lee Marvin en este impagable clásico del film noir dirigido por Fritz Lang en 1953.

 

Matar al mensajero: Correo diplomático (Diplomatic Courier, Henry Hathaway, 1952)

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El motor de este típico thriller de espionaje de la posguerra mundial es un MacGuffin clásico. Mike Kells (Tyrone Power) es un agente del servicio secreto norteamericano (no se emplea en la película el término C. I. A., fundada en 1947, ni el de su antecesor, la O. S. S.) que trabaja como correo; sus misiones suelen consistir en recoger material o documentación en Europa y transportarlo hasta las oficinas centrales en los Estados Unidos. Su nuevo encargo, aparentemente igual de banal que todos los demás, consiste en volar a Salzburgo para encontrarse con Sam Carew (James Millican), un antiguo compañero de la guerra, destacado ahora en Rumanía, y recibir de él unos informes cruciales sobre los inminentes planes de expansión europea de los soviéticos, para seguidamente llevarlos a Washington. El cumplimiento de su tarea lo aparta de la atractiva y ardiente mujer que acaba de conocer en el avión de París, Joan Ross (Patricia Neal), la viuda de un diplomático americano que piensa invertir los próximos meses en un tour por Europa, pero todo carece de importancia cuando Carew es asesinado en el tren y el material se pierde. Mike continúa el viaje tras la pista de Janine (Hildegard Knef), la misteriosa rubia que viajaba con Sam, mientras es perseguido por los esbirros de los rusos. Sus pasos le llevan a Trieste, donde se propone encontrar los informes secretos con ayuda de un policía militar (Karl Malden), al tiempo que se reencuentra con Joan…

La película es una gozada de ritmo y acción, pasan muchas cosas y se suceden multitud de escenarios y localizaciones en sus apenas noventa y cuatro minutos. Con aires de clásicos como El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), se elige la ciudad italiana de Trieste, próxima al Telón de Acero, como epicentro de un misterio tan difuso como unos planes secretos de invasión rusa, de los que no se aporta ningún detalle, mientras que son las relaciones de Mike con Joan y Janine y los encuentros y desencuentros con aliados y rivales los que alimentan el progreso dramático. Con algunas secuencias notables (la persecución por el teatro romano; el cabaret y el simpático y nada gratuito número de travestismo, que luego tendrá su incidencia en la trama…), la historia se beneficia de un buen reparto y de unas interpretaciones eficaces al servicio del género de que se trata, sin más alardes de los necesarios, concisas y directas al grano. Las idas y venidas de los personajes en torno a los documentos desaparecidos (aunque el misterio que rodea a estos se resuelva con el manido recurso al cliché del microfilm, y con un desarrollo ya muy visto), los sucesivos giros argumentales, la desconfianza sembrada en la duplicidad de ciertos personajes (las tintas se cargan sobre todo, precisamente, en Janine, que parece jugar a dos barajas), y la aportación de dos inesperados secundarios sin acreditar (Charles Bronson como uno de los matones rusos; Lee Marvin como un sargento americano), proporcionan un disfrute discreto pero eficaz, una película que bebe de los ambientes sórdidos y lúgubres de las ciudades medio derruidas por la guerra, de esa Europa añeja que se abre súbitamente a la modernidad tras más de un lustro de tinieblas. Continuar leyendo «Matar al mensajero: Correo diplomático (Diplomatic Courier, Henry Hathaway, 1952)»

Cine en fotos: Cartago Cinema (Mira Editores, 2017)

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De repente lo vi claro: la película hablaba de nosotros. No creo en señales divinas, energías sobrenaturales, designios de la providencia ni tonterías similares, pero reconozco que para ser simple casualidad lo era de las grandes, de las increíbles, de las que despiertan la fe de los crédulos en cualquier cosa que desconozcan o que no comprendan.

Un sheriff borracho encierra en la cárcel del pueblo, acusado de chantaje, extorsión, amenazas e incitación al asesinato, al gran potentado de El Dorado, dueño directo o indirecto de casi todo lo que en aquella tierra crece por encima del ras de suelo. El sheriff se propone tenerlo bajo custodia los días que tarde en llegar el comisario federal para llevarlo a un tribunal de la gran ciudad. Su único apoyo, un ayudante anciano y medio loco con nombre de toro, veterano de las guerras indias, que dispara con arco y flechas y toca la corneta antes de atacar. Frente a ellos, los esbirros del detenido, tipos duros y mal encarados, peones de rancho, conductores de ganado, domadores de caballos, ladrones y cuatreros, unos individuos de cuidado, sin escrúpulos, decencia, ética o respeto por la ley o por quienes la representan. Además, una banda de pistoleros contratados para lograr la evasión, delincuentes que no vacilarán en acribillar por la espalda al sheriff y a su subalterno en la primera ocasión. La cosa pinta mal, dos contra mil. Pero aparece el socorro salvador, un famoso pistolero, antiguo amigo y compañero de correrías del sheriff, cuyo pasado no siempre fue del todo limpio ni brillante, que llega a El Dorado en el momento crítico acompañado de un joven jugador de cartas que luce chistera, nunca ha disparado un revólver y busca venganza en los matones contratados por el hombre rico porque acabaron con su mentor y padre adoptivo. Todo el pueblo mira para otro lado excepto las chicas, la dueña del saloon, amiga y amante del pistolero recién llegado, y la hija de una de las víctimas de las malas artes del arrestado, que se suma al bando de los buenos y simpatiza con el muchacho del sombrero exótico. Disparos, acción, humor, amistad, emoción. Cine puro para que todo acabe bien. Un final feliz remojado en sangre ocasional, circunstancial, irrelevante, olvidable. Grupo doble cero, erre hache impreciso, invisible, como en los juegos de la infancia.

Estaba por ver cómo acabaría lo nuestro. Ballard encajaba más con Lee Marvin que con Robert Mitchum, pero lo clavaba en lo referente a su borrachera perpetua y al empeño, más o menos sincero o forzado, de recurrir a la legalidad. Enfrente, el mandamás, un Américo Castellano que recordaba más a Jackie Gleason o Broderick Crawford que a Ed Asner, pero que cumplía a la perfección como poder omnímodo en la sombra y también a pleno sol de mediodía, un hombre que pretendía ocultar el crimen que había cometido, ordenado cometer o cuya comisión había ayudado a encubrir y olvidar. El juez Aguado, aunque no podía darse cuenta, hacía las veces de Christopher George, el amanerado mercenario adornado con una cicatriz, más ruido que nueces, un vulgar segundón. Junto a Ballard-Marvin-Mitchum, el ayudante estrafalario, Monty Grahame, no tan demacrado ni, desde luego, tan escuálido como Arthur Hunnicutt, pero con un guardarropa que serviría como supletorio para Alicia en el país de las maravillas; el pistolero reputado y experimentado, Lino Guardi, no el doble sino más bien la mitad de John Wayne, se había saltado el guion, se había vuelto contra su “amigo” y había salido de cuadro; por último, el joven valiente y apuesto tocado con chistera (con gorra de león rampante en este caso), inexperto pero voluntarioso, algo inconsciente pero entusiasta, viril, apasionado, cerebral, sensato, amable, recto… El vivo retrato de James Caan pasado por el filtro de Elliott Gould, es decir, mejorado y aumentado, sobre todo de peso. Y, por supuesto, Martina Bearn, la síntesis perfecta de Charlene Holt, la mujer de mundo que se las sabe todas, sobre todo acerca de cómo manejar a los hombres, y la inquieta y rebelde Michele Carey, chicazo curvilíneo y muy femenino que monta a caballo y dispara el rifle (uno como el de Ballard) mejor que sus hermanos. Hasta la casa del Cartago se asemejaba al cuadrado edificio de piedra y ladrillo con portones de madera y contraventanas con mirilla para disparar que hacía las veces, todo en uno, de cárcel y oficina del sheriff de El Dorado. Por si fuera poco, la película se rodó en Tucson, Arizona, entre finales de 1965 y principios de 1966, cuando Ballard andaba por allí alternando estudios y crónicas cinematográficas, como la que escribió del rodaje para el Republic en enero del 66. Todo parecía corresponderse de alguna manera con nosotros, salvo la sangre vertida o por verter.