Música para una banda sonora vital: Algo pasa en Hollywood (What Just Happened?, Barry Levinson, 2008)

Esta irregular, juguetona y mordaz pero imperfecta y, a la postre, inofensiva comedia negra de Barry Levinson sobre el mundo de Hollywood y sus habitantes cuenta en su banda sonora con Brothers in arms, clásico de Dire Straits, la banda de Mark Knopfler, incluido dentro del disco del mismo titulo publicado en 1985 junto a otros del grupo como Money for nothing, Walk of life, So far away o Your latest trick. Como ocurre demasiadas veces, una canción compuesta a partir de un asunto tan serio como el antimilitarismo es desvirtuada y banalizada en un guion pretendidamente cómico (solo lo es a ratos, cuando consigue elevarse por encima de la colección de situaciones tópicas que maneja) para, en este caso, ilustrar la secuencia de tensión que precede al instante en que Bruce Willis, que se interpreta a sí mismo (a una versión satírica de sí mismo que no anda muy lejos, por lo que cuentan, de la auténtica), va a revelar si ha cedido a las presiones de su productor (Robert De Niro) y se ha afeitado la poblada barba que lucía, condición sin la cual el estudio se negaba a financiar su nueva película. En fin.

Mis escenas favoritas: En bandeja de plata (The fortune cookie, Billy Wilder, 1966)

El gran Walter Matthau diseña las líneas básicas de la «filosofía del cuñadismo» en esta magistral y vitriólica, otra más, comedia de Billy Wilder sobre las miserias de la sociedad americana, y por añadidura, del capitalismo descontrolado. El cine de Wilder mantiene una vigencia y una lucidez asombrosas en su diagnóstico de los vicios y las contradicciones del ser humano contemporáneo.

Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)

Segundo capítulo de la «Trilogía del silencio de Dios» (empezada en Como en un espejoSåsom i en spegel-, 1961, y terminada con, precisamente, El silencioTystnaden-, 1963), la película se abre con la desasosegante y meticulosa secuencia de la celebración de la eucaristía durante una misa luterana en una humilde, y prácticamente vacía, parroquia rural. El pastor Ericsson (Gunnar Björnstrand) reparte con gesto y rostro escépticos la hostia consagrada y el vino entre unos asistentes aburridos, desganados, descreídos, triste público de un espectáculo hueco y rutinario (bostezos y miradas discretas que consultan sus relojes). La excepcional puesta en escena de Bergman, subrayada por la espléndida fotografía en blanco y negro de Sven Nykvist, y el hieratismo y el laconismo de los personajes conducen a la inexorable pesadez de la ausencia, a una atmósfera de desesperanza y agobiante presión espiritual que nace, precisamente, de ese silencio, de la revelación de que el Dios que a todos reúne allí, en realidad, no pasa de ser mera efigie adherida a las húmedas paredes de la iglesia. Esa humedad, el frío, la helada desolación de unas estancias desprovistas de calidez, de una austeridad desértica, se contagia a las relaciones humanas, ajenas a cualquier noción de empatía, de comunidad, de amor.

El centro de esa decadencia espiritual parece ser el alma de Ericsson, que ha perdido la fe después de la muerte de su esposa, abandonada por ese Dios en el que decía creer. El pastor ha perdido los dos mayores, tal vez únicos, alicientes de su vida, el amor y la fe, que se sostenían mutuamente. «Murió con ella», le dice el sacristán de la parroquia a Marta (Ingrid  Thulin), la maestra del pueblo que, secretamente, ansía convertirse en la nueva esposa del pastor. Sin embargo, Ericsson, muerto por dentro, asesinado su amor por el descubrimiento de la inutilidad de su fe, no vacila en rechazarla de manera impertinente, arisca, intolerable. Ya no hay nada en el corazón de Ericsson, ni siquiera la posibilidad de una regeneración emocional, su práctica de la religión se limita a la reproducción formal de un ritual, fórmula interiorizada y repetida que ya no significa nada. De ahí que cuando uno de sus feligreses, el atormentado Jonas (Max von Sydow), le pide consejo espiritual ante las amenazas de destrucción que sacuden el mundo debidas a la Guerra Fría, Ericsson apenas pueda reprimir la confesión de su fracaso, de la inutilidad de su ministerio, y que por tanto el desamparado Jonas, en la línea de Stefan Zweig, no encuentre más alternativa a sus sufrimientos que un suicidio que, sin fe, ya no es un pecado y deja sin efecto cualquier condena futura de su alma inexistente. Continuar leyendo «Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)»

Música para una banda sonora vital: Robin Williams & Bobby McFerrin versionan a The Beatles

El malogrado Robin Williams, víctima de esa tristeza insondable que podría llamarse «la maldición de los cómicos», hizo sus pinitos en la música, por ejemplo, junto a Bobby McFerrin en esta versión de Come together de los Beatles incluida en el disco In my life, recopilatorio de versiones de temas de los cuatro de Liverpool producido por George Martin y publicado en 1998. Además de Williams, en el disco participan Goldie Hawn, Jim Carrey y Sean Connery, además de músicos como Jeff Beck o Phil Collins.

Mis escenas favoritas: Annie Hall (Woody Allen, 1977)

Un caso claro de aracnofobia galopante en este maravilloso clásico de Woody Allen, de cuyo estreno se cumplen 40 años mañana, 20 de abril. El desamor es peludo y tiene ocho patas…

Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)

El melodrama criminal de raíz teatral en el que amores, crimen, grandes fortunas, herencias y luchas por el poder constituyen los mayores alicientes argumentales, camino del siempre presente giro sorpresivo final, es todo un subgénero en sí mismo. De gran proliferación en el cine durante los últimos años 50 y primeros 60, en los 70 y 80 saltó a la televisión para convertirse en esos culebrones tremebundos de tramas retorcidísimas a lo largo de miles de capítulos de millonarias audiencias. No obstante, todos los elementos aparecían ya en estas películas de consumo fácil y olvido vertiginoso, pero con algunas virtudes dignas de ser destacadas. Para muestra, dos botones.

Reina del melodrama, Lana Turner (quién si no) protagoniza Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon, 1960). Da vida a Sheila, la segunda esposa del magnate Matthew S. Cabot (Lloyd Nolan), cuyos problemas de salud lo han convertido en un marido déspota, irritable e intransigente, en particular en lo referente a su hermosa mujer. Poco escrupuloso asímismo en cuanto a la dirección de su gran empresa naviera, se hace ayudar de Howard Mason (Richard Basehart), un abogado que también se las trae, que a su vez desea en silencio a la esposa del ricachón, la cual se ha enrollado con David Rivera (Anthony Quinn), el solícito médico y cirujano que atiende a los cuidados de Cabot. Para embrollarlo todo más, la hija de Cabot, Cathy (Sandra Dee), fruto de su anterior matrimonio, se ha enamorado de Blake Richards (John Saxon), pequeño empresario del ramo cuyo negocio los Cabot hundieron en el pasado, pero al que a pesar de todo el millonario ha adjudicado una importante contrata. Y todo esto ocurre bajo la atenta mirada de los empleados del servicio, el chófer (Ray Walston) y el ama de llaves (Anna May Wong).

La trama gira en torno a la conveniente muerte del viejo Cabot, que parece convenir tanto a los amores de Sheila y Rivera como a los intereses amatorios y económicos del abogado Mason, y de la que se verá acusado el inoportuno novio de Cathy, aunque la actitud sospechosa del chófer, demasiado amigo de apostar y de pedir adelantos de su sueldo a su patrona, y del ama de llaves, contribuye a aumentar la confusión del público. El encubrimiento de un crimen, el chantaje y la necesidad de cometer un asesinato para librarse de él van enredando una madeja en la que los personajes empiezan a hundirse y desnaturalizarse, revelar una cara oculta muy distinta a su habitual superficialidad, hasta que al final las piezas encajan y se hace justicia, no legal sino la que más importa a Hollywood, moral. Dirigida con rutinaria efectividad por Gordon, como buen melodrama retratado en Color by De Luxe (del que depende en buena medida la atribución visual de emociones y perfiles a los personajes) posee sus buenas dosis de decorados de cartón piedra, sus interminables secuencias de grandes pasiones sentimentales verbalizadas (que no sentidas, al menos no transmitidas como tales al público), sus gotas de acción y de intriga y su conclusión desorbitada. Entre sus aciertos, la secuencia en la que el personaje de Quinn da el giro definitivo hacia el abismo, de los colores vivos y brillantes que presiden la película en la primera mitad, a su deambular de sombras y su rostro oculto en la oscuridad cuando asciende la escalera de los Cabot en la secuencia crucial. Igualmente, el manejo del suspense en la escena del chantaje. En cuanto a los errores, un final previsible y aparatoso y, especialmente, toda la secuencia en la que el personaje de Turner, que no sabe conducir, se ve obligada a hacer un largo trayecto al volante del cual depende el ocultamiento de una muerte; aunque Gordon maneja bien el suspense que acompaña a la escena, esta se cae por completo cuando pensamos en cómo alguien que no ha tocado un coche en su vida puede realizar ese desplazamiento conduciendo por primera vez, en su estado de agitación, atravesando un paso a nivel con barrera y bajo la oportuna mirada de la policía que pasaba por allí. Pero todo melodrama tiene su aportación de delirio disparatado, y en este título la secuencia en cuestión alcanza cotas de absurdo auténticamente risibles.

La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964) se beneficia de un texto más sólido, a pesar de no ser de origen estrictamente teatral, y de la experiencia y veteranía de Dearden, uno de los directores británicos más importantes y solventes del periodo. Continuar leyendo «Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)»