Cine de verano: También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, Werner Herzog, 1970)

Los reclusos de una especie de centro de internamiento, situado en la isla canaria de Lanzarote, se rebelan contra la autoridad y empiezan a destruirlo todo para provocar al responsable de la institución, que tiene a uno de ellos retenido. Perversa alegoría sobre la humanidad con forma de comedia negra, su personaje central funciona como la encarnación de los siete pecados capitales, mientras los rebeldes que luchan entre ellos para conseguir territorio y comida son cada vez más crueles. Se dice que, dado el caos que estaba suponiendo el rodaje, Herzog prometió a su reparto, compuesto enteramente por actores no profesionales con acondroplasia, que se arrojaría desnudo sobre un campo de cactus si lograban finalizar la filmación. Y, según se cuenta, cumplió su palabra.

Diálogos de celuloide: El expreso de Chicago (Silver Streak, Arthur Hiller, 1976)

SHERIFF: ¿Qué puedo hacer por usted?

GEORGE: Quiero denunciar un asesinato.

SHERIFF: ¿Eh?

GEORGE: Un hombre ha sido asesinado en el expreso de Chicago y hay una chica que corre grave peligro. Hay que detener el tren.

SHERIFF: Un momento. ¿Dice que han matado a un hombre?

GEORGE: Sí.

SHERIFF: ¡VAYA! Nunca habíamos tenido aquí un asesinato. Siéntese, tome una taza de café. Sírvase usted mismo. Vamos con los hechos. ¿Cómo se llama usted?

GEORGE: Corwell. George Caldwell. Soy de Los Ángeles.

SHERIFF: … «Los Ángeles», muy bien. ¿Quién ha sido asesinado?

GEORGE: En realidad, han sido dos. El primero se llamaba Bob Sweet. Era un agente federal.

SHERIFF: ¿Un agente federal?

GEORGE: Sí. El segundo era un hombre llamado Reese. Le maté yo.

SHERIFF: ¿Le mató usted?

GEORGE: Si, él mató a Sweet.

SHERIFF: ¿Porque Sweet era un federal?

GEORGE: No, porque le confundió conmigo.

SHERIFF: Reese mató a Sweet y usted mató a Reese.

GEORGE: Exacto. Con un fusil de arpón.

SHERIFF: Con un, ¿con un qué?

GEORGE: Yo cogí el revólver de Sweet, pero se me cayó y tuve que usar un fusil de arpón. ¿No cree que deberíamos avisar a alguien?

SHERIFF: Espere, espere. ¿Dice que mató a Reese con un arpón?

GEORGE: Sí, él iba a dispararme a mí.

SHERIFF: Con un arpón.

GEORGE: No, con una bala; él mató al profesor.

SHERIFF: ¿Quién mató al profesor?

GEORGE: ¡Reese!.

SHERIFF: Reese mató a Sweet.

GEORGE: Y al profesor.

SHERIFF: Ya son tres.

GEORGE: Oh, sí, claro, lo olvidé. El profesor fue asesinado anoche. ¿No podríamos dejar eso para más tarde?

SHERIFF: Ummm. ¿No hay ninguno más?

GEORGE: ¿Ninguno más qué?

SHERIFF: Asesinado.

GEORGE: No, no, pero podría haberlo pronto si no detenemos el tren. Coja el teléfono y llame a sus superiores. Dígales que yo tengo las cartas de Rembrandt. Por ellas han asesinado al profesor.

SHERIFF: ¿Era un federal?

GEORGE: ¿Quién?

SHERIFF: Ese tal Rembrandt…

GEORGE: ¡REMBRANDT ESTÁ MUERTO!

SHERIFF: Ya son cuatro. Escuche, ¿seguro que no se está inventando todo esto? Soy un agente de la ley y tengo mejores cosas que hacer que escuchar tonterías [suena un teléfono]. Ése es mi teléfono rojo. Ahora procure poner en claro sus ideas porque cuando vuelva quiero respuestas claras y concretas, ¿entendido?. Y empezaremos por el que mató a Rembrandt.

(guion de Colin Higgins)

Cine de verano: La millonaria (The Millionairess, Anthony Asquith, 1960)

Muy irregular comedia, escrita por Wolf Mankowitz y Riccardo Aragno a partir de la obra teatral de George Bernard Shaw, en la que una joven italiana, rica y de buena posición (Sophia Loren), derrocha maridos y dinero en toda clase de lujos. Su materialista visión del mundo y del amor cambia radicalmente cuando conozca al doctor indio Ahmed el Kabir (Peter Sellers), que atiende a las clases más desfavorecidas de Londres en una clínica de los barrios bajos. Algunos momentos inspirados de comedia se combinan con no poca cursilería romántica y varios gags que ya no funcionaban cuando fueron concebidos y ejecutados, pero que el paso del tiempo ha vuelto por completo obsoletos. Dos notas de interés predominante: el abogado que interpreta Alastair Sim, el mejor personaje de la película y el que más humor negro destila, y, en la versión doblada al castellano, el hallazgo de la voz de Alfredo Landa en boca de un personaje secundario.

Música para una banda sonora vital: Cookie’s Fortune (Robert Altman, 1999)

Cookie's Fortune (1999) - IMDb

David A. Stewart, compositor de la partitura de la película, y la saxofonista neerlandesa Candy Dulfer comparten Cookie, tema principal de esta comedia negra de Robert Altman en torno al suicidio de una anciana en un pueblo del sur de Estados Unidos, y a las complicaciones que crea la manipulación de la escena de la muerte por parte de dos de sus familiares, que consideran la muerte por la propia mano una deshonra para sus apellidos, y que derivan en la acusación de asesinato que planea sobre un hombre negro. Probablemente una de las películas más comerciales de Robert Altman, su protagonismo coral corresponde a Glenn Close, Julianne Moore, Liv Tyler y Chris O’Donnell, con la aparición destacada de veteranos como Patricia Neal y Ned Beatty.

Apología de lo sutil: Ni un pelo de tonto (Nobody’s Fool, Robert Benton, 1994)

 

Robert Benton atesora una espléndida carrera, no todo lo continuada que hubiera sido deseable, como guionista y director, tal vez uno de los más importantes surgidos del llamado Nuevo Hollywood, extendida hasta entrado el siglo XXI. A guiones de importancia capital para la transformación y el desarrollo del cine norteamericano como Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, Arthur Penn, 1967), El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970), ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up Doc?, Peter Bogdanovich, 1972) o Superman (Richard Donner, 1978), se añaden películas escritas y dirigidas por Benton que componen una filmografía de lo más sugerente, desde pequeñas joyas semiocultas, como su debut tras la cámara en Pistoleros en el infierno (Bad Company, 1972), a clásicos modernos como Kramer contra Kramer (Kramer vs. Kramer, 1979), En un lugar del corazón (Places in the Heart, 1984), el neonoir clásico Al caer el sol (Twilight, 1998) o la adaptación de La mancha humana (The Human Stain, 2003) de Philip Roth. Esta comedia dramática de 1994 se asienta sobre dos de los principales signos distintivos de Benton como cineasta, el texto y la interpretación. En este caso, la presencia de Paul Newman como protagonista, cuya interpretación le valió una nueva nominación al Oscar, y el medido guion de Benton a partir de la novela de Richard Russo, asimismo candidato al premio en la categoría de mejor guion adaptado.

El argumento presenta a Donald Sullivan, conocido por Sully (Newman), un trabajador de la construcción que, tras sufrir un accidente que le provocó una lesión permanente en la rodilla, vive merced a pequeños trabajos, encargos, recados, acogido en la casa de su patrona (Jessica Tandy) en un pequeño pueblo del norte del estado de Nueva York durante los años 80. Aunque ya ha entrado en la sesentena, Sully conserva prácticamente intacto su espíritu juvenil, ajeno a ataduras y dependencias, igual de rebelde y contestatario, pero también pícaro, embaucador, encantador y seductor. Esa eterna juventud y, en particular, su vocación de defender un espacio propio de libertad personal contra toda injerencia, también le han supuesto costes; el más importante y duradero, y también el más doloroso, es la pérdida de sus vínculos familiares con su esposa y su hijo (Dylan Walsh), a los que en su día abandonó, lo que hace que no mantenga apenas relación con sus nietos. En torno a Sully se reúne un pintoresco grupo de vecinos del pueblo, entre cuyas vivencias y problemas se ve también involucrado: los asuntos de Miss Beryl (Tandy) con su hijo (Josef Sommer); las partidas de cartas con sus amigotes, entre los que está Rub, su socio en el trabajo (Pruitt Taylor Vince); la separación de su hijo y su vuelta al pueblo; el proceso judicial relativo al accidente de su pierna; el antagonismo con el oficial de policía Raymer (Philip Seymour Hoffman), que se salda con varias multas pendientes y algún amago de procesamiento; y, sobre todo, los avatares matrimoniales de los Roebuck, Carl (Bruce Willis) y Toby (Melanie Griffith).

La película transcurre en un tono de aparente ligereza que combina esa serie de pequeños pero trascendentales momentos cotidianos bajo la falsa impresión de la banalidad. Inteligente y elegante en su forma, funciona por un contraste doble: en primer lugar, al anteponer la calidez humana de las relaciones entre los personajes a las inclemencias del nevado invierno del norte del estado, un territorio rodeado de bosques y montañas sumido casi a perpetuidad en bajas temperaturas; en segundo término, en contraposición a la no tan lejana deshumanización de la gran ciudad, la observación de la vida rural en un pequeño pueblo de una Norteamérica en extinción o, como poco, de futuro incierto o amenazado, un tejido de relaciones, en las que todos se conocen, de existencia imposible en el entramado urbano de las grandes metrópolis. Un tercer ingrediente ayuda a que el tono empleado por Benton sortee con acierto la tentación de caer en la sensiblería o el abuso de los tópicos narrativos, y es el humor. Un humor fino y socarrón, sostenido en actitudes, en finos diálogos y en elocuentes silencios, levemente teñido de melancolía y sensibilidad, que solo ocasionalmente se extiende a pequeñas dosis de gag físico, igualmente tratados con acierto (el hilarante segundo encuentro entre el oficial Raymer y Sully, por ejemplo). Un humor que humaniza a los personajes en sus pequeñas grandezas y miserias, y que contribuye a la configuración de un mosaico que parece directamente extraído de la vida real, una experiencia inmersiva especialmente notable del espectador en lo que supone un grupo de personas normales y corrientes, sin afectaciones ni imposturas.

La película encuentra su virtud final en su honesto humanismo y en la combinación que despliega a base de ternura, complicidad, entretenimiento, suspense romántico y humor, un cóctel infalible que favorece la identificación del público y la proximidad del espectador. Un buen puñado de secuencias emotivas pero no sensibleras (por ejemplo, las interacciones de Sully con su recién redescubierto nieto, cuando lo sienta en las rodillas para «conducir» o el instante en que le enseña a perder sus miedos y ganar en valentía minuto a minuto) que construyen una pequeña ilusión de realidad, un pedazo de vida al que el espectador no duda en sumarse, participar, envidiar. Buen largometraje, discreto, modesto, humilde, tratado con sencillez y aire juguetón (a ello ayuda la juguetona banda sonora de Howard Shore), que se adscribe a ese subgénero no escrito que puede denominarse «cine reconfortante» o «películas reconstituyentes para el ánimo».

Diálogos de celuloide: Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, Woody Allen, 1997)

HARRY: ¿Qué te pasa?
JOAN: ¡Hijo de puta!
HARRY: ¿Qué te pasa?
JOAN: ¡Maldito cabronazo retorcido!
HARRY: ¿Qué te pasa?
JOAN: ¿Qué me pasa? Conque te acostaste con una de mis pacientes…
HARRY: ¿Qué?
JOAN: ¡Ya sabes a qué me refiero! ¡No hables! ¡Ella me lo contó todo!
HARRY: ¿Quién?
JOAN: ¿Quién? ¿Quién? ¡La Sra. Pollack! ¡Amy Pollack!
HARRY: ¿Puedo explicarte algo?
JOAN: ¡No! ¡No puedes explicar nada!
HARRY: ¿Quieres calmarte?
JOAN: ¡No me digas que me calme!
HARRY: ¿Qué te pasa?
JOAN: ¿Qué me pasa? ¡Yo trato a esa mujer y, cuando tú te la encuentras te la follas!
HARRY: ¿Y si te digo que acostarme con Amy Pollack fue una oculta búsqueda del acercamiento a ti?
JOAN: ¡Te diría que eres un caso médico! ¡Con tu primera esposa lo mismo! ¡La querías! ¡Y tuviste un amorío tras otro!
HARRY: Ya te conté lo de mi primera mujer. Una noche, en la cama, la aborrecí, porque al encender la luz me recordó a Primo Carnera. ¿Qué quieres que te diga? Era bella, pero después de eso no volví a tener una erección.
JOAN: ¡Déjate de rodeos! ¡Son excusas! ¿Me oyes bien?
HARRY: Contigo fue distinto. ¡Tú me rechazaste! Desde que nació Hilly parecemos dos hermanos; lo nuestro es platónico.
JOAN: ¡No culpes a la víctima!
HARRY: ¿Pero qué dices? ¡Soy tan víctima como tú! ¿Crees que me resulta agradable que una tetuda de veintiséis años me haga sexo oral?
JOAN: ¡Me enfermas! ¡Todo esto es increíble!

(guion de Woody Allen)

Diálogos de celuloide: Todo lo demás (Anything Else, Woody Allen, 2003)

“Las mujeres son lo único que conoceremos del Paraíso en la Tierra”.

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“Tengo ganas de suicidarme, pero tengo tantos problemas que esa no sería la solución”.

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“¿Crees que la física cuántica es la respuesta? Porque…no sé, en el fondo, ¿de qué me sirve a mí que el tiempo y el espacio sean exactamente lo mismo? En fin, si le pregunto a un tío qué hora es y me dice 6 kilómetros, ¿qué coño es eso?”

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“¿Qué la píldora la pone histérica? Ella ya es una histérica. El Pentágono debería usar sus hormonas para una guerra química”.

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“Pero bueno, tú eres escritor, tienes un don. Deberías tener una chica que… en fin, que te ayudara y te animara continuamente, y no una pulga esquizofrénica que te hará asaltar gasolineras para comprarle anfetas”.

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Nunca te fíes de alguien que busca la cartera, ¿sabes? Si quiere coger la cuenta, la coge. Mira, a lo largo de la vida si realmente quieres coger la cuenta, hallas el modo de cogerla.

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“Mira, debe de haber un millón de mujeres que estarían encantadas de acostarse contigo, ¿sabes?; bueno un millón quizá no pero seguro que encontrarías una emborrachándola bien”.

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-¿Tú estuviste casado?
-Bah… una historia triste, en serio. Siendo yo muy joven… Debí haber sabido que algo iba mal la noche de bodas, ¿sabes? Cuando su familia bailaba alrededor de mi mesa repitiendo «Le haremos uno de los nuestros».

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«Hace años, Falk, un maravilloso guionista de humor escribió un libro muy divertido con un título profundo y significativo: “Nunca te fíes de un conductor de autobús desnudo”. Oye, te asombrarías de cuántos se fían de un conductor de autobús desnudo, y aún peor».

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-¿Tú te masturbas?
-¿Qué?
-Es que dadas las circunstancias de tu vida sexual yo diría que… bueno, Oye, esto no es, en fin, no te ruborices…
-No me ruborizo, no sé, de cuando en cuando, supongo.
-¿Qué es de cuando en cuando? Por Pascua…
-Es que no lo disfruto.
-Ah, oh, ¿seguro que lo haces bien? ¿Se te duerme la mano?
-Es que me parece que es un mal sustituto del original.
-¿En serio? Pues yo lo prefiero al original. Anoche estaba solo en mi apartamento y me monté un trío conmigo y Marilyn Monroe y Sofía Loren y fue muy erótico. En realidad, si no me equivoco, fue la primera vez que esas dos grandes actrices trabajaban juntas.

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“Tengo una teoría: demasiados rechazos provocan cáncer”.

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«Si un tipo sale al escenario del Carnegie Hall y vomita, seguro que hay alguien que piensa que eso es una obra de arte».

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«A lo largo de la vida, Falk, no faltará gente que te diga cómo has de vivir. Esos lo saben todo: lo que te conviene y lo que no. No discutas con ellos. Mira, tú les dices: sí es una idea brillante, y después haz lo que quieras. Y cuando escribas esfuérzate por ser original, pero si tienes que plagiar, plagia al mejor. Oh, ah, si cuidas bien tu lápiz hemostático y lo secas después de cada afeitado, te durará más que la mayoría de las relaciones que tengas».

(guion de Woody Allen)

Palabra de Billy Wilder sobre Ernst Lubitsch

999: ¿Cómo lo haría Lubitsch?

“Si nuestro trabajo no avanzaba, se iba al cuarto de baño. Si se quedaba allí más de cinco minutos, podíamos estar seguros que volvería con una idea salvadora. A menudo hacíamos chistes sobre esto diciendo que probablemente tenía allí escondido a un “escritor fantasma” para sorprendernos.”

“Lubitsch dirigía sin esfuerzo. También en su caso, solo se percibía la facilidad, la ligereza, una vez terminada la película. Durante el rodaje, se trabajaba más bien en silencio, de un modo poco llamativo y discreto. Esto se debía también a que Lubitsch solo empezaba a rodar cuando habían terminado del todo los trabajos anteriores: el rodaje se llevaba a cabo siguiendo estrictamente el guion y no dejaba nunca que los actores se desviaran del diálogo escrito. Todas las reflexiones y discusiones acerca de las posibles variantes y dificultades se llevaban a cabo antes, mientras se escribía el guion. El rodaje era simplemente la conversión del guion en película.”

“Era elegante sin frou-Frou ni chi-chi. Tenía más estilo que Schiaparelli, chispeaba con más fuerza que Lanson, tenía más bouquet que un mercado de flores en Grasse. Fundó su propia escuela. Mucha gente buena estudió con él; han intentado imitarlo, pero siempre ha permanecido inalcanzable. Lo que queremos decir con esto es que sus discípulos, enfrentados a la tarea de tener que filmar una noche de bodas, habrían apostado por los violines. Habrían escrito alusiones y pensado picardías. Lo habrían teñido todo de la luz azulada de la luna y lo habrían rematado con una luz crepuscular. Lo habrían cubierto todo con un fino velo. Pero el maestro, no; Lubitsch, no. A él le importaba un bledo la noche de bodas. La pasó completamente por alto. En lugar de esto, filmó el desayuno de la pareja al día siguiente. Y puso más esmero en la sensualidad con la que la novia abre un huevo pasado por agua, más sensualidad de la que habría provocado el encuentro de dos pares de labios, todavía húmedos, en un beso muy sospechoso para la censura. Comparados con él, nosotros somos de lo más burdo. A él le bastaba con filmar una puerta cerrada, para que nosotros nos partiéramos de risa imaginando a Chevalier haciendo, detrás de la puerta, las cosas más disparatadas. Él era la mano que movía cuidadosamente una pluma recorriéndonos el espinazo.

Ecosistema Neil Simon: La chica del adiós (The Goodbye Girl, Herbert Ross, 1977)

 

Una casa, un apartamento o una habitación de hotel de una gran ciudad en los que una pareja de personajes de lo más variopintos y opuestos se ven obligados a convivir durante un determinado espacio dramático de tiempo. A tal puede reducirse, con todos los peligros de generalización y ausencia de matices que conlleva toda reducción, el planteamiento de las más conocidas historias del prolífico Neil Simon, uno de los autores teatrales más célebres y populares del último tercio del siglo XX en Estados Unidos y, gracias a la abundancia de adaptaciones al cine de sus obras más exitosas, en el resto del mundo. Tal vez la que disfrute de mayor prestigio, por encima de su popularidad, y la que recibiera mejores críticas de la prensa especializada sea la obra que da pie a esta película de Herbert Ross, cineasta de irregular filmografía cuyos títulos más interesantes quedan a menudo oscurecidos en la vorágine dentro de la que se produjeron, el Nuevo Hollywood de finales de los sesenta y la década de los setenta, a priori un tiempo y un lugar no especialmente adecuados para un director de hechuras tan clásicas. El punto de partida del argumento, el habitual: Paula, una mujer separada (Marsha Mason), madre de una niña, Lucy (Quinn Cummings), tiene que compartir el que era su piso con el nuevo inquilino, Elliott Garfield (Richard Dreyfuss), un actor de poca monta que se desplaza desde Chicago a Nueva York para participar en un estrafalario montaje off Broadway del Ricardo III de William Shakespeare que dirige un individuo no menos excéntrico (Paul Benedict).

En un género de tan poca variedad y excesiva explotación en las últimas décadas como la comedia romántica, la historia de Simon, autor también del guion, y Ross sorprende poco. El inicial antagonismo entre Elliott y Paula, subrayado por las costumbres y los horarios opuestos y los sucesivos enfrentamientos, llevados hasta casi el delirio, que tales situaciones incómodas generan, deriva en progresivo entendimiento y cooperación, y de ahí al afecto en grado creciente hasta la eclosión romántica final, en una conclusión, no obstante, tan emotiva como alabada. En este punto, es más acusado el arco dramático del personaje de Dreyfuss, ganador del premio Oscar al mejor actor de ese año por este papel, sobre el que reside la mayor carga de comicidad de la cinta, entre el humor físico cercano al slapstick del principio a los juegos de ironía e ingenio de sus diálogos, los mejores y más agudos de la película. El personaje de Paula, en cambio, sumido en la misma precariedad (si la carrera profesional de Elliott depende de ese papel fuera de circuito y del «descubrimiento» de algún crítico, ella se ve forzada a intentar recuperar su abandonada carrera de bailarina, pero con más años y otro cuerpo encima), es más realista y sufridora, sus problemas son más inmediatos y acuciantes por la presencia de su hija, que tampoco anda mal surtida de réplicas y apuntes socarrones. En todo el tramo inicial cobra protagonismo el escenario del apartamento, los espacios individuales (los dormitorios) y las zonas comunes a compartir por obligación, por el cual se extienden las discusiones, los desencuentros, las inoportunidades y los instantes incómodos. Cuando la película abandona sus cuatro paredes, ya está más sentimentalizada, es más romántica, a excepción de los ensayos de Elliott en la cada vez más retorcida y estrambótica visión que del personaje de Shakespeare tiene Mark, el director de la obra. La velocidad de la película también cambia; la comedia verbal y gestual, más acelerada, de diálogos rápidos y lapidarios, tiene su compensación en los más reposados baches románticos, y el centro de gravedad de la trama se desplaza del humor al amor a medida que el ritmo se ralentiza y que el apartamento pasa de ser un campo de batalla a promesa de felicidad solo alterada por el drama final, la oferta que Elliott recibe de Hollywood para hacer una película allí, y que amenaza con romper la pequeña y anómala unidad casi familiar que con tanto esfuerzo ha puesto en marcha junto a Paula.

The Goodbye Girl (1977) - Turner Classic Movies

Si las situaciones y el argumento no son demasiado originales y no ofrecen nada especialmente nuevo, cabe buscar las virtudes de la película por otros derroteros. La primera de ellas, las interpretaciones, intensas y frescas, muy trabajadas, con ese acusado e insistente, exasperante trabajo que consiste en conseguir aparentar que no se actúa (imprescindible versión original, con subtítulos o no), que se observa un pedazo de vida de gente corriente que sí, habla de manera algo más literaria que en la vida común, pero que habla y siente de verdad. En segundo término, la sensibilidad del autor y, en especial, del director, un Herbert Ross que se mueve como pez en el agua en este registro clásico, próximo a la comedia de los años treinta y cuarenta, con sensibilidad pero sin sensiblería (algunas veces camina sobre la fina línea que separa ambos conceptos, incluso adelanta algún paso peligrosamente, pero a tiempo de volver atrás), con un humor inteligente que permite participar al espectador, adelantarse, concluir, ser cómplice, y con un estilo visual tradicional, al servicio del texto y de los actores, sin alharacas ni florituras innecesarias, ese envidiable estilo invisible a menudo tan infravalorado por quienes creen que el cine solo está en aquello que se subraya. De este modo, una noche lluviosa, una persiana levantada y una cabina telefónica en la esquina pueden resultar tan cotidianos como líricos o cómicos, según el ángulo y el momento desde el que se observan. Una forma de mirar, la de Ross, que a partir de Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, 1972) contribuyó notablemente al crecimiento como creador y cineasta de Woody Allen, quien no mucho después de trabajar con el director (tan de Brooklyn como él mismo) se plantearía abandonar su habitual estructura cómica de parodia a base de gags y sketches para, filtrada a través de sus filias personales (Bergman, Fellini, Buñuel, la literatura francesa y rusa, el cine clásico de Hollywood…), adoptar la misma querencia de Herbert Ross por ese cine de personajes, situaciones y diálogos sólidos y de mirada lírica, poética y algo sardónica hacia la gente corriente que no tiene nada de vulgar ni de anodina, sus apartamentos siempre llenos de libros y sus entornos urbanos (mercados, parques, cafés, restaurantes, librerías, teatros, cines, salas de conciertos…), que hace del estilo de Woody Allen un universo envidiable y reconocible.

Diálogos de celuloide: Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, Orson Welles, 1965)

JOHN FALSTAFF: El honor me aguijonea, sííí, pero… ¿y si el honor, empujándome hacia adelante, me manda al otro mundo? ¿Puede el honor reponerme una pierna? Nooo. ¿O un brazo? Nooo. ¿O suprimir el dolor de una herida? Nooo. ¿El honor es diestro en cirugía? Nooo. ¿Qué es el honor? Aire. Solo aire. ¿Quién lo obtiene? El que murió el miércoles pasado. ¿Lo siente? Nooo. ¿Es cosa insensible? Sííí, para los muertos, pero, ¿puede vivir entre los vivos? Nooo. Las malas lenguas no lo permiten, por tanto no quiero saber nada de él. El honor es un escudo… funerario. Este es mi catecismo.

(guion de Orson Welles a partir del libro de Raphael Holinshed y de varias obras de William Shakespeare: Enrique IV, Enrique V, Las alegres comadres de Windsor y Ricardo II)