Dentro del cine, dentro de la vida: Fellini ocho y medio (8½ (Otto e mezzo), Federico Fellini, 1963)

El título de esta obra maestra de Federico Fellini, de cuyo estreno se cumplieron 60 años el pasado 14 de febrero, responde al conteo que el cineasta hacía de su obra hasta entonces, la suma de sus largometrajes y sus participaciones en películas colectivas. En este primer tramo de su carrera ya había agotado lo que para otros directores sería la trayectoria de toda una vida: éxito de público, premios en abundancia, reconocimiento crítico, publicidad extra asociada al escándalo para algunos sectores de la sociedad, incluso una excomunión decretada por el Vaticano. Con cuarenta y tres años cumplidos había transitado desde el tributo y la colaboración con sus primeros maestros (Rossellini, Visconti, De Sica…) a, tras su relativo alejamiento de ellos, la construcción de una obra madura que lo había elevado a la estatura de creador cinematográfico con personalidad propia y diferenciada, a la consagrada figura de autor con mayúsculas. No obstante, tras el pelotazo que supuso La dolce vita (1960), esta sensación de plenitud apenas camuflaba cierta impresión de descontento y amargura resultantes del pálpito del camino agotado, del callejón sin salida, del universo exprimido, de la vía muerta. Fellini, siempre dado a los altibajos emocionales, vivió su triunfo desde la depresión, la duda, la incertidumbre y el hastío, profundamente renuente a un poco halagüeño horizonte de eterna repetición de sí mismo, de hacer una y otra vez la misma película, de encadenarse a una fórmula, pero al mismo tiempo sin encontrar alternativa, nuevos tonos, formatos, historias, intereses que vinieran a integrar un nuevo catálogo de referencias y anhelos que alimentaran su ansia de seguir escribiendo, dibujando, filmando, soñando. Finalmente lo encontró allí donde más cerca, pero también más profundamente, lo atesoraba. Encerrado en sí mismo, rescató de su interior todo aquello que fuera había buscado infructuosamente. Del abismo de su depresión, emergiendo de ella gracias a su fecunda y disparatada imaginación, tomando como fuente su fértil ingenio, surgió toda una aventura creativa que vendría a constituir el segundo y más original y celebrado tramo de su vida de cineasta (aún vendría después un tercero, igualmente maravilloso, compuesto por sus últimas obras, entre lo autorreferencial, lo metacinematográfico y lo ensayístico en torno a la cultura de masas), y sus imágenes empezaron a saltar -ya en la previa La dolce vita– de la condición de imagen cinematográfica concienzudamente elaborada a la categoría de icono.

La munición fue su propia realidad, su estado, su experiencia vivida en aquel mismo momento: la angustia de un director de cine, Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) que, en estado de honda crisis personal y creativa, tiene que afrontar su nueva película; la del artista que debe encarar la construcción de una nueva obra a su altura, pero también la del hombre y sus relaciones con las mujeres que han marcado su vida y la del individuo que supera el ecuador vital y otea, ya a lo lejos, la presencia de la muerte. En suma, se trata de un argumento muy sencillo, también inquietante y desde luego profundamente conmovedor, pero tratado desde el famoso y tópico barroquismo felliniano, es decir, a través de la combinación de visiones fantásticas (esas apariciones de Claudia Cardinale, las representaciones de episodios ya pasados de la vida de Guido) y situaciones turbadoras y conflictivas del presente, la mezcla de realidad y sueño, de humor y miedo, y la apelación a todo lo que nos rodea, el choque con nuestros padres, con los hijos, con las parejas, con los amigos y los compañeros de trabajo, pero también las primeras dificultades al observar los primeros indicios de envejecimiento, la desorientación vital, la confirmación de cómo van tomando forma cruel ciertos temores vividos en la infancia que entonces parecían remotos, irreales, esquivos. No se trata de un tratado filosófico, aunque pueda conducir a conclusiones filosóficas, ni tampoco de una investigación psicoanalítica, a pesar de que alguien crea que puede analizar la personalidad de Fellini por medio de la película, sino de una serie de cuadros casi teatrales, para nada insertos en el realismo (aunque con sus gotas de realidad, para hacer creíble la hermosa mentira de las imágenes) que, a partir del amor por el cine nos lleva al amor por la vida, y a cómo se nutren y se retroalimentan. El éxito en el cine no ha venido acompañado del triunfo en la vida, entendido este como esa difusa entelequia que llamamos felicidad, si acaso, al contrario. El primero se ha construido a costa de sacrificar el segundo, y es ese balance negativo Guido siente la necesidad de rendir y rendirse cuentas y compensar las pérdidas. Ese repaso por mujeres (Sandra Milo, Anouk Aimée…) y episodios de su vida es, como en el caso de Fellini, freno e incentivo, rémora y estímulo pero, durante el proceso, sobre todo, un agudo sufrimiento, un estado de desconcierto permanente, de rumbo errático, de horizonte desvanecido.

La mirada felliniana, construida sobre el luminoso blanco y negro de Gianni Di Venanzo y acompañada de la emotiva y, a ratos, bullanguera partitura de Nino Rota (que también tiene una pequeña aparición en pantalla), una de las más famosas y representativas de la historia del cine, constituye uno de los mayores pasos de gigante dados por el arte cinematográfico en busca de la modernidad formal y conceptual. Una película que se nutre de formas y registros puramente imaginativos para reflejar, precisamente, los procelosos laberintos sentimentales y psicológicos que acompañan el proceso creativo y sus mecanismos artísticos, la persecución de la inspiración y de los argumentos en las simas de la propia personalidad. Marcello Mastroianni se convierte en una de las más poderosas encarnaciones cinematográficas, artísticas, del siglo, con su traje negro y sus gafas tintadas observando el mundo, su mundo, desde la terraza del café de un balneario; o con sombrero y cigarro, mirando perplejo el espectáculo de confusión que le rodea desde una bañera; o armado de un látigo, proyectando sus fantasías sobre las paredes blancas, improvisado lienzo que hace de pantalla para el cine de su imaginación, tierna y libidinosa, frágil y atormentada, poblada de mujeres hipnóticas y de temores perennes. Las brillantes imágenes de Fellini, y también sus sonidos (de nuevo, la música de Rota entre ellos), se instalan en la memoria del espectador y del arte cinematográfico, conforman un cierto testimonio del perfil mental de la desvaída conciencia europea de los años sesenta (previa, por supuesto, al 68, con la que Fellini comparte estado de ánimo), y avanzan la superación de un punto crucial en la trayectoria de su autor, la meritoria capacidad de transformar una crisis personal en una obra de arte puro, y la eclosión de cine, imaginación y fantasía que supondrá su segunda etapa creativa, desde Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965) a Y la nave va (E la nave va, 1983). Un renacimiento personal y profesional que es todo un canto a la vida y a la vez una danza de la muerte. En uno de los finales de película más memorables de todos los tiempos, Fellini y Nino Rota ponen en primer término la celebración de la existencia, una danza conectada al pasado, por ejemplo, medieval -los seres que, siguiendo el patrón de su época, danzan acompañados de la muerte en el final de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957)- y una proyección de futuro -esa plataforma al modo de las de lanzamientos de cohetes de Cabo Cañaveral- en torno a la cual los personajes de la vida de Guido, o del cine de Fellini, bailan cogidos de las manos formando una serpiente encadenada, riendo, cantando, conmemorando ese milagro que llamamos vida.

Diálogos de celuloide: Annie Hall (Woody Allen, 1977)

 

Annie: ¡Oye!, ¿Quieres venir a tomar una copa de vino o lo que te apetezca? Bueno, si no tienes tiempo, déjalo, a lo mejor tienes prisa, no quiero obligarte.

Alvy: No, no, no tengo prisa, me encantaría.

Annie: ¿De veras?

Alvy: Sí, tengo tiempo, únicamente tengo… tengo una cita con mi psicoanalista.

Annie: ¡Oh! ¿Vas al psicoanalista?

Alvy: Solo hace 15 años.

Annie: ¿15 años?

Alvy: Sí… le concederé un año más y después me iré a Lourdes.

(guion de Woody Allen y Marshall Brickman)

Música para una banda sonora vital: Las ilusiones perdidas (Illusions perdues, Xavier Giannoli, 2021)

El allegro del concierto para cuatro pianos, BMW 1065, de Johann Sebastian Bach es una de las exquisitas piezas que ilustra musicalmente esta magnífica película de Xavier Giannoli, que junto a Jacques Fieschi, adapta a la pantalla con total solvencia la voluminosa novela de Honoré de Balzac. El ambiente literario, periodístico y teatral parisino del siglo XIX, minuciosamente reconstruido y espléndidamente proyectado en el presente del rodaje y de su estreno, a un mismo tiempo retrato del pasado y crítica al actual estado de cosas, para narrar las aventuras y desventuras de Lucien, poeta de provincias que llega a París junto a su amante y mecenas, repleto de ambiciones y esperanzas literarias, y que pronto se da de bruces con la realidad de hipocresías e intereses espurios del mundo de la cultura y de la fama. Como si no hubieran pasado más de cien años, de hecho. Lo mismo que la música de Bach, por la que no pasan los siglos, y que es una de las manifestaciones de la humanidad más próximas al concepto de divinidad.

El auténtico terror rojo: El viyi (Viy, Georgi Kropachyov y Konstantin Yershov, 1967)

 

Resulta de lo más reconfortante en estos tiempos de hipertrofia narrativa de contenido moroso y banal encontrarse con películas que cuentan tanto en tan poco metraje (78 minutos). A decir verdad, El viyi son en realidad dos películas que transcurren paralelas y relacionadas a partir de un tronco común, la fiel adaptación de un relato de Nikolái Gógol que aúna costumbrismo y terror, con el protagonismo difuso y remoto de una popular criatura demoníaca del folclore rural ucraniano, que ya sirviera de base para La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960). Dos líneas argumentales centradas en un personaje, el seminarista Khoma (Leonid Kuravlyov), estudiante de filosofía en la academia teológica de Kiev, y en su ambigüedad respecto a la fe, tema que constituye el nexo y núcleo principal de las historias. Durante un permiso vacacional, Khoma y dos compañeros, un estudiante de retórica y otro de teología, los tres más amigos de la juerga que del estudio, retornan a casa, pero se extravían en la oscuridad durante el gozoso viaje de regreso. Necesitados de alojamiento durante la noche, van a parar a la casa de una anciana que en primer término se niega a darles cobijo, puesto que es una casa pequeña y no hay sitio, pero que después accede a acomodarles: el retórico duerme en el interior de la choza, el teólogo en un armario vacío y el filósofo en un pesebre del pajar. Es justamente Khoma quien, en plena noche, recibe la visita de la anciana, pero lo que interpreta inicial y erróneamente como un grotesco juego de seducción por parte de una mujer decrépita y amojamada, se revela como una escalofriante e impensable realidad: se trata de una bruja que utiliza a Khoma para una de sus diabólicas ceremonias, que incluye un vuelo nocturno por los contornos con el estudiante haciendo de escoba humana. Solo a través de el recitado de cánticos, salmos y fórmulas de exorcismo, Khoma logra librarse de la bruja, pero tras el aterrizaje, defendiéndose de ella a golpes y dejándola malherida, el seminarista comprueba consternado cómo el cuerpo de la anciana se transforma en la hermosa fisonomía de una apetitosa joven.

El planteamiento fusiona así, como en el cuento original, el costumbrismo local con el relato fantástico y de terror. El carácter frívolo de Khoma y sus compañeros, la vida en el seminario, con el horror diabólico, contado, eso sí, desde cierto sentido del humor y no sin voluntad ciertamente paródica. Esa duplicidad temática y la ambigüedad de tono continúan el resto del metraje. De nuevo en el seminario, Khoma es llamado por el director, que le informa de que la hija de unos ricos cosacos que fue hallada en el campo, casi muerta, después de ser agredida a golpes, requiere sus servicios para su consuelo espiritual mientras agoniza. El estudiante se sorprende y sospecha de que pueda tratarse de la misma muchacha, la bruja rejuvenecida, pero pese a sus esfuerzos por escaquearse de la compañía de los aldeanos borrachines con los que debe hacer el viaje, llega a destino para comprobar que la joven ha muerto, y que la ayuda espiritual se transforma en la obligación, aderezada con el soborno de mil rublos prometidos por el padre, de velar el cadáver y rezar por su alma durante tres noches seguidas como marca la tradición. No solo se confirman sus intuiciones sobre la identidad de la fallecida, sino que los lugareños le narran truculentas historias sobre brujas que beben sangre, cortan el pelo de las mujeres para utilizarlo en rituales extraños, e incluso montan a jóvenes desprevenidos como si fueran escobas… Los episodios de la vida diaria de la aldea se alternan así con las tres noches de duelo, a cada una más terrible que la anterior, en las que Khoma, solo en la vieja iglesia medio derruida junto al ataúd descubierto de la muerta, rodeado de velas, no tiene más remedio que defenderse de sus miedos echando mano de su débil conocimiento de la doctrina y la liturgia, y encomendándose a Dios como mejor le da a entender, si bien nada evita que cada noche viva una serie de experiencias horripilantes que lo marcarán con una huella indeleble.

La película lleva el sello del experto soviético en efecto especiales Aleksandr Ptushko. Y aunque se circunscribe al más estricto realismo en su presentación de la vida en el seminario, en el campo y en la aldea, en el interior de la iglesia va conformándose progresivamente como un teatro del horror. Un increscendo nocturno en tres capítulos que alcanza su eclosión, desde los primeros actos de la bruja vampiro hasta los fantasmas, los espectros y los demonios que surgen de las paredes y que alcanzan el paroxismo cuando la bruja invoca al viyi, la mayor y más peligrosa de entre todas las diabólicas criaturas de su reino de las tinieblas. Aunque en lo formal la película se resiente de algunos efectos demasiado obvios (exteriores que no pueden pasar por interiores, círculos de tiza previamente marcados en el suelo para que Khoma pueda trazar su área de protección, pantallas de cristal que separa al seminarista de la bruja, el ataúd volador…) y también del, a fin de cuentas, no tan temible aspecto del viyi en cuestión (que resulta no ser para tanto, desde luego físicamente, y cuyo papel supuestamente decisivo y tremebundo queda bastante reducido a un capítulo mínimo aunque trascendental), donde se eleva es en su acompañamiento, el catálogo de diablos, fantasmas y bestias varias del más allá que progresivamente circulan por la iglesia, van llenando la pantalla y actúan a modo de séquito demoníaco en el impresionante escenario de una iglesia ortodoxa venida a menos, con su particular iconografía repleta de huevos peligrosos y oscuridades entre los resplandores de las velas.

Bajo su capa de película de aventuras entretenidas, pintorescas y aterradoras, la película despliega una capa de lecturas implícitas que conectan lo aparente con lo oculto, y que van desde la situación social de aquellos que, sin desarrollar un particular sentimiento de fe, se acogen al estamento religioso como medio de encontrar una profesión y garantizar su supervivencia y, como resultado, plantea, aunque desde una perspectiva ligera y poco solemne, problemas asociados a la culpa y al remordimiento, tanto por la responsabilidad derivada de los propios actos cuando afectan a terceros, como de la lealtad y la sinceridad debidas a uno mismo. Porque lo que Gógol y la película sugieren es que no hay mayor demonio, ni más terrible, ni más autodestructivo, que aquel que cada uno arrastra consigo.

Música para una banda sonora vital: Academia Rushmore (Rushmore, Wes Anderson, 1998)

El actual lugar común define a Wes Anderson como un director de gran perfección técnica (porque usa la simetría para los encuadres), con un estilo propio muy marcado (porque usa mucho colorete), y que elabora sofisticadas y originales comedias de apariencia estrafalaria pero de inteligencia refinada y sutil (lo que viene a ser comedias que provocan, como mucho, alguna sonrisa de vez en cuando). Siendo, probablemente, uno de los directores más sobrevalorados de la actualidad, al menos en Academia Rushmore fabrica uno de sus habituales videoclips, que algunos llaman puesta en escena, con un temazo, Here Comes My Baby, en la versión original de Cat Stevens, que hicieron mundialmente famosa The Tremeloes.

El cineasta es la estrella: La regla del juego (La régle du jeu, Jean Renoir, 1939)

El estreno de esta obra maestra de Jean Renoir en el desdichado verano de 1939 fue un rotundo fracaso. Francia, Europa, no estaban para frivolidades ni sátiras de clase, para comedias ni para socarronerías. La tragedia se olisqueaba en el ambiente, y aunque la película había recogido, resumido y diagnosticado a la perfección el clima reinante, hasta el punto de que en su final se intuye una metáfora de lo más lúcida acerca de aquello que iba a venir de manera inminente, el público, tal vez por esa misma razón, por no tener que asistir a la sabia advertencia de los agoreros con fundamento, deseoso de no ver para no creer, para no pensar, para no temblar, le dio la espalda. Maltratada y mutilada, tras el estallido de la guerra en septiembre el gobierno la prohibió bajo el pretexto de que podía minar la moral del país en el combate. No obstante, la leyenda de la película fue creciendo, André Bazin y Cahiers du Cinéma mantuvieron vivo su recuerdo a finales de los años cuarenta y primeros cincuenta, y promovieron su restauración (nunca totalmente lograda, a falta de al menos una secuencia) en 1956 y su reestreno en el festival de Venecia de 1959, donde fue aclamada como el principal pilar del cine moderno junto a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941).

Tras el éxito de sus dos películas inmediatamente anteriores, La gran ilusión (La grande illusion, 1937) y La bestia humana (La bête humaine, 1938), Renoir fundó junto a su hermano Claude y otros amigos la productora Les Nouvelles Editions Françaises, con idea de adaptar, en primer lugar, la novela La vie de Marianne de Marivaux, y hacer de ella «una descripción exacta de la burguesía de nuestro tiempo», pero también ofrecer una especie de balance de situación de la Francia gobernada por el Frente Popular. Y para ello, la narración coral (ocho o nueve personajes adquieren la relevancia suficiente y copan suficientes minutos para que sean considerados protagonistas) se construye sobre un estilo múltiple y entremezclado de recursos y tonos a través de los cuales, además de que se presentan al espectador las distintas maneras de ser de los personajes, se ofrecen también sus pensamientos y, lo que es más revolucionario, la visión y la opinión que el autor, Renoir (que escribe el guion con Carl Koch) tiene de cada uno de ellos y de sus acciones. Contada con la ligereza del vodevil amoroso de enredos, encuentros y desencuentros en el marco del costumbrismo de la aristocracia burguesa, la película se abre con un formato pseudo-documental para contar la llegada a Francia del gran aviador André Jurieux (Roland Toutain), que ha hecho la travesía del Atlántico, siguiendo los pasos de Lindbergh, para impresionar a su enamorada, Christine (Nora Gregor), la esposa austríaca del noble millonario Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), que, sin embargo, no acude a recibirlo y se contenta con escuchar la recepción al héroe por la radio.

Tras este prólogo, la película nos pone en situación antes de entrar en el capítulo principal: André y Christine se aman, aunque ella está casada, pero eso a Robert le importa poco más allá de las exigidas apariencias, puesto que tiene a su propia amante, Geneviéve (Mira Parély). El breve mapa de este tejido sentimental a cuatro bandas se filtra por medio del personaje de Octave (el propio Jean Renoir), amigo de Robert y confidente íntimo tanto de André como de Christine, y que también guarda un secreto que solo puede desvelar él mismo. No obstante, Robert descubre un nuevo prisma de lo que su esposa representa para él después del episodio del cruce oceánico de André, por lo que, dispuesto a reconquistarla, y en complicidad con Octave, aunque con intenciones diferentes, revuelve invitar al piloto a la fiesta-cacería que se propone dar en su finca del campo, La Collinière. A todo el mundo parece agradarle este plan salvo a Lisette (Paulette Dubost), ayuda de cámara y doncella de confianza de Christine, cuyo esposo, otro germánico, Schumacher (Gaston Modot), es precisamente el guarda y encargado de La Collinière, y con el que se niega a trasladarse porque en París, junto a su señora y, sobre todo, a espaldas de su marido, puede mantener su nivel de flirteos amorosos habitual, en especial con Octave. El puzle de relaciones humanas lo completa Marceau (Julien Carette), cazador furtivo de la finca que es contratado por Robert para ayudar al servicio durante la fiesta-cacería, y que de inmediato siente una atracción desaforada por Lisette, correspondida por esta pero muy vigilada por su marido. Se establece así un paralelismo en la narración de cara al espectador y dentro de la propia película, entre, por un lado, la disposición física de los personajes (la clásica división entre quienes viven «arriba» y quienes lo hacen «abajo») y los triángulos amorosos de los «aristócratas» (Robert-Christine-André; Robert-Geneviéve-Christine) y del personal de servicio (Schumacher-Lisette-Marceau). Tres son los nexos que se mueven entre ambos ambientes: Octave, que tontea con Lisette; Marceau, que establece una inusual confianza inicial con Robert, y la propia Lisette y su especial relación de intimidad con Christine.

La película es una lección de puesta en escena y de uso del espacio. La ligereza del tono viene propiciada y amplificada por el tratamiento visual que emplea escenarios profundos, tanto en interiores como en exteriores, por los que la cámara despliega una constante y fluida movilidad que permite y resalta ese protagonismo coral incluso cuando el encuadre se encierra sobre una pareja o un grupo concreto. Al mismo tiempo, gracias a la construcción de los diálogos y al diseño de la acción, la película mantiene el impulso de su teatralidad, en especial en la secuencia de la representación, que no se muestra, tan solo sus consecuencias (las risas y los aplausos y, después, los infructuosos intentos de Octave para que alguien le ayude a desprenderse de su disfraz de oso), de manera que todo lo que ocurre adquiere un aire de representación, de ópera bufa, de vodevil sentimental. La diferencia la marcan, por un lado, las exageradas interpretaciones de todo el elenco (un punto de sobreactuación que no llega a lo grotesco pero que sirve para subrayar el artificio, el fingimiento, esto es, la hipocresía de clase), y la dirección de Renoir, puesto que es su trabajo de cámara, su forma de aproximarse a los personajes, de moverse por el espacio, de posicionarse ante lo que dicen y hacen, lo que le permite sugerir al espectador sus propias opiniones sobre lo que está ocurriendo y acerca de lo que cada personaje significa. De este modo, todos los personajes tienen sus problemas, aspiraciones, frustraciones y deseos, y es la cámara móvil de Renoir la que posibilita que el espectador interprete lo que cada personaje piensa y siente sobre sí mismo y sobre los pensamientos y sentimientos de los demás, y los del omnisciente Renoir sobre todos ellos, incluido Octave. Así, Renoir no solo no se esconde, sino que su punto de vista, el del personaje sacrificado (en un hecho «accidental» que tal vez sea el inevitable resultado de la «lógica» de las cosas) por el bien de un orden moral y social corrupto, está dirigido a la complicidad del espectador. No es de extrañar que la crítica francesa y los cineastas de la nouvelle vague consideraran esta película de Jean Renoir como el instante fundacional del cine de autor, aquel que sirve a los intereses de su director, no solo para contar una historia sino para transmitir una visión propia del mundo. Con La regla del juego el cine se convierte, en palabras de Orson Welles, en el medio de transmisión de información más importante desde la invención de la imprenta.

Mis escenas favoritas: Agárralo como puedas (The Naked Gun, David Zucker, 1988)

Comienzo una de las más célebres comedias de la factoría Zucker-Abrahams-Zucker, que rescató del olvido al ya de por sí olvidado Leslie Nielsen como protagonista absurdo y proporcionó a O. J. Simpson la notoriedad en el cine que poco después se multiplicaría por mil con las retransmisiones televisivas de sus juicios por asesinato.

Música para una banda sonora vital: Bajo el peso de la ley (Down by Law, Jim Jarmusch, 1986)

 

Además de protagonizar la película, Tom Waits pone sus canciones, junto a la música de John Laurie, otro de los protagonistas, como banda sonora de esta magnífica película de Jim Jarmusch, que se abre, precisamente, con Jockey Full of Bourbon en una panorámica de gente y rincones, no precisamente turísticos, de Nueva Orleans.

Palabra de Billy Wilder

“Recuerda que eres tan bueno como lo mejor que hayas hecho en tu vida”.

“Dicen que no encajo en este mundo. Francamente, considero esos comentarios un halago. ¿Quién diablos quiere encajar en estos tiempos?»

“Si hay algo que odio más que no ser tomado en serio es ser tomado demasiado en serio”.

“Cuando quiero enviar un mensaje, utilizo el servicio de correos”.

“Si quieres decirle a la gente la verdad, sé divertido o te matarán”.

«Del mismo modo que todo el mundo odia a Estados Unidos, todo Estados Unidos odia a Hollywood. Existe el profundo prejuicio de que somos tipos superficiales que ganamos diez mil dólares a la semana y no pagamos impuestos, que nos tiramos a todas las chicas, que tenemos profesores en casa que dan clases a nuestros hijos de cómo subirse a los árboles, que cada uno de nosotros tenemos dieciséis criados y que todos conducimos un Maserati. Pues sí, todo eso es verdad, aunque os muráis de envidia”.

“Normalmente, cuando te encuentras con una persona que parece insignificante y que no llama la atención se dice: detrás de esa fachada, hay más de lo que parece. En mi caso sucede lo contrario: detrás de mi apariencia hay menos de lo que parece”.

“No voy a la Iglesia; arrodillarme me hace bolsas en los pantalones”.

“Yo también tengo diez mandamientos, y los nueve primeros son: No aburrirás. El décimo dice: tienes que tener derecho al montaje final de la película”.

“Lo más importante es tener un buen guion. Los cineastas no son alquimistas; no se puede convertir un excremento de gallina en chocolate”.

“Una vez me preguntaron: ¿Es importante que un director sepa escribir? Y yo respondí: No, pero sí lo es que sepa leer”.

“Si el cine consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces, el cine ha conseguido su objetivo”.

“He hecho películas que a mí me hubiera gustado ver. Y yo sólo quiero ver películas que me entretengan”.

“Me encanta contar historias, como cuando consigo que en una mesa grande todos suelten los tenedores para escucharme. Me imagino el público del cine de una manera parecida. También los espectadores deben olvidarlo todo escuchando y mirando: soltar los tenedores. Quizás sea ese el único motivo por el que muchas de mis películas empiezan con una historia que llama la atención”.

“Un actor entra por la puerta y no tienes nada. Pero si entra por la ventana, ya tienes una situación”.

“Hay algo sorprendente: cuando reflexiono sobre todas mis películas, me llama la atención que en las épocas en que estuve deprimido hice comedias. Y cuando me sentía feliz, rodé temas más bien trágicos».

“Quizás intente inconscientemente compensar cada uno de mis estados de ánimo”.

“Un director tiene que ser policía, comadrona, psicoanalista, adulador y bastardo”.

“No es verdad que todos mis colaboradores acaben dándose a la bebida, muchos sólo sufren infartos. Yo no sufro infartos, los provoco”.

“Escribir un guion no es esperar a que llegue la musa y te bese en la frente; es un trabajo muy duro. He hecho ambos trabajos, y sé que dirigir es un placer y escribir un guion es un rollo ”.

“Al público no hay que dárselo todo masticado, como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos…Y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones”.

“El público nunca se equivoca. Un miembro individual del público puede que sea un imbécil, pero si juntas a mil imbéciles en la oscuridad tendrás a un genio de la crítica”.

“Una mala obra de teatro echa el cierre y todo el mundo la olvida, pero en el cine no enterramos a los muertos. Cuando ya creías que tu película se había desvanecido, un día la ve tu hija en televisión y piensa: mi padre es idiota”.

“Me han preguntado si volveré a trabajar con Marilyn y tengo una respuesta clara. Lo he consultado con mi médico, mi psiquiatra y mi contable, y todos me han dicho que soy demasiado viejo y demasiado rico como para someterme de nuevo a una prueba semejante”.

“Existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la II Guerra Mundial. Ella guarda una cierta semejanza con esa guerra: era el infierno, pero merecía la pena”.

“Cuando rodé con Marilyn la escena de la ventilación del metro tenía la atención de todo el mundo. Se reunieron veinte mil personas, hubo caos de circulación y una crisis matrimonial entre Joe DiMaggio y ella. Reconozco que yo también me habría puesto nervioso si veinte mil personas hubieran estado observando una sola cosa: cómo mi mujer se levantaba las faldas por encima de la cabeza”.

“En efecto, Marilyn Monroe es impuntual y problemática y nunca se sabe los diálogos. Por el contrario, mi tía Minnie siempre llegaría a su hora, memorizaría los diálogos al dedillo y nunca daría problemas en un rodaje, pero ¿iba a pagar alguien por ver a mi tía Minnie?”

“El problema de Marilyn es que se enamoraba con mucha rapidez. No era la clase de mujer que se supone que debe ser un símbolo sexual, y eso la mató… Marilyn era una mezcla de pena, amor, soledad y confusión”.

“He vivido la época en que se temió que el cine fuera desplazado por la televisión, pero yo no he compartido ese miedo porque sé que la radio y los discos no pueden destruir la ópera. La televisión no puede acabar con el cine porque la gente quiere estar allí, quieren ser los primeros, quieren oír las risas de otras personas”.

“La televisión es lo más maravilloso que podía habernos sucedido. Siempre hemos sido lo peor de lo peor, pero ahora han inventado algo que podemos mirar por encima del hombro”.

“Lo que hace parecer las películas europeas más adultas que las nuestras es que sus diálogos son incomprensibles”.

Música para una banda sonora vital: Los héroes del tiempo (Time Bandits, Terry Gilliam, 1981)

Dream Away, de George Harrison, también productor a través de su compañía HandMade Films, acompaña los créditos finales de esta comedia fantástica sobre viajes en el tiempo y en el espacio dirigida por Terry Gilliam, en la que, además de la participación de otros miembros de Monty Python, se cuenta con apariciones de lujo como las de Ralph Richardson, Sean Connery, Shelley Duval, David Warner o Ian Holm.