Mis escenas favoritas: El fantasma de la libertad (Le Fantôme de la liberté, Luis Buñuel, 1974)

Comer a escondidas y defecar en público y en compañía. Inversión de términos, subversión de conceptos. Cada cosa es lo que es y su contrario. Puro surrealismo tan tarde como a mediados de los años setenta del pasado siglo, quizá haya sido Luis Buñuel el surrealista más consecuente, coherente y tenaz en sus postulados de entre todos los miembros de aquella escuela. Tan divertida como reveladora, tan contestataria e inconformista como lúcida, puro retrato de nuestra realidad decadente.

Misterio gótico-castizo: La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)

Qué grande es el cine español - La torre de los siete jorobados - RTVE.es

Nacido el día de los Inocentes de 1899, hijo de ingeniero inglés y de aristócrata española, condesa de Berlanga de Duero para más señas, Edgar Neville es una de las personalidades más fascinantes de la cultura española del siglo XX, tales fueron la multiplicidad y diversidad de sus intereses y actividades, lo prolífico de su obra literaria y cinematográfica, la amplitud de temas y géneros por él explorados y la variedad de vivencias curiosas y de momentos compartidos con figuras relevantes que jalonan su biografía. De frágil salud –de niño alternaba su infancia madrileña con breves estancias en sanatorios suizos; más adelante, en 1921, una enfermedad le obligó a poner fin a su corta etapa de tres meses como corresponsal en la guerra de Marruecos para el diario La Época–, realizó sus estudios en el célebre Colegio del Pilar y, tras unos tímidos inicios como novelista y dramaturgo, ingresó en la carrera de Derecho. Era un Madrid todavía provinciano que Neville siempre representará con nostalgia en sus obras, en el que abundaban las salas de variedades y las tertulias de los cafés, y fue precisamente en el Café Pombo donde Neville trabó amistad con Ramón Gómez de la Serna y conoció a López Rubio, Tono y Jardiel Poncela –con los que años después iba a compartir experiencias hollywoodienses–, al joven poeta García Lorca –con el que mantendría una estrecha relación tras su asistencia al concurso de cante jondo organizado en Granada por Manuel de Falla en 1922–, al pintor Gutiérrez Solana y al filósofo Ortega y Gasset, amigo íntimo por más de treinta años. También se relacionó asiduamente con Valle-Inclán, Azaña, Pérez de Ayala, los Baroja y Carlos Arniches, con Buñuel, Dalí, Alberti, Max Aub y Pepín Bello.

El escritor Emilio Carrere (1881-1947) gozaba entonces de enorme popularidad. Se inició como poeta modernista y actor aficionado antes de empezar a publicar en las más importantes revistas de su tiempo sus relatos fantásticos y de aventuras de terror y policíacas situados en atmósferas tenebristas y macabras, repletos de humor negro, con tintes surrealistas (años antes del famoso Manifiesto de Breton) y de absurdo, surgidos con clara vocación comercial de entretenimiento popular (La calavera de Atahualpa, La casa de la cruz, La leyenda de San Plácido, Los ojos de la diablesa…). Además de su acentuado sentido de la ironía, otro de los más importantes rasgos estilísticos de Carrere como autor coincide con uno de los máximos intereses de la carrera artística de Edgar Neville, el reflejo del clima popular, del casticismo, el folclore y las costumbres locales de toda España, en particular de su Madrid natal, de modo que no era impensable que los caminos de uno y otro se cruzaran tarde o temprano.

La torre de los siete jorobados se publicó en 1924 gracias a Juan Palomeque, editor de la revista La Novela Corta, y fue un éxito instantáneo a pesar de su accidentada confección y de su naturaleza híbrida, mezcla de una obra previa de Carrere, Un crimen inverosímil, ya publicada en la misma revista en 1922, y de un puñado de escritos inconclusos, textos deslavazados y notas sueltas puestos en orden, completados y cohesionados por la pluma del negro literario Jesús Aragón, autor contratado por Palomeque para darle alguna salida al manuscrito, supuestamente inédito, que el bohemio y caótico Carrere le había endilgado para cumplir de un plumazo y sin demasiados esfuerzos con las continuas exigencias del editor ante la absorbente demanda de su obra por parte de los lectores y el consiguiente buen negocio.

En noviembre 1944, Edgar Neville, ya reconocido poeta, dramaturgo, novelista y cineasta, miembro, además, del Cuerpo Diplomático, estrenó su adaptación cinematográfica. Tras haberse codeado en Hollywood con Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Buster Keaton, Ernst Lubitsch, Henry d’Abbadie d’Arrast, Greta Garbo, John Gilbert, Loretta Young, Joan Crawford, William Randolph Hearst, Marion Davies, Samuel Goldwyn o Max Schenk, había regresado a España e iniciado una importante y rentable carrera como director de películas, casi a título por año, cada uno más taquillero que el anterior. Pese a su originalidad al encarar ciertos temas infrecuentes en el cine español de entonces (fantásticos –El malvado Carabel–, policíacos –Domingo de carnaval, El crimen de la calle Bordadores–), el estilo cinematográfico de Neville, alejado de experimentaciones técnicas y de influencias vanguardistas, es eminentemente comercial, centrado en sencillas tramas aderezadas con elementos románticos y de humor blanco y el comentado casticismo popular, tendentes al final feliz, en el que lo más destacable es el uso fluido de la cámara, el desarrollo de los guiones y los apuntes de ironía y sarcasmo. En esta ocasión, sin embargo, no obtuvo el favor del público, y la película cayó en el olvido durante décadas incluso para el propio autor, que raramente se refirió a ella en sus escritos y entrevistas. Continuar leyendo «Misterio gótico-castizo: La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)»

Cine de verano: La carreta fantasma (Körkarlen, Victor Sjöström, 1921)

Cine de verano, ya en otoño, para disfrutar de esta obra maestra del cine mudo.

Mis escenas favoritas: Il Casanova di Federico Fellini (Federico Fellini, 1976)

El vestuario, la escenografía, el exquisito trabajo de dirección de Fellini, la maravillosa banda sonora o la excelsa interpretación de Donald Sutherland son motivos más que suficientes para deleitarse con esta exigente visión el periplo vital del inmortal Giacomo Casanova dirigida por Federico Fellini en 1976. Esta secuencia en particular, maneja sutiles pero profundas referencias cruzadas que conectan la trayectoria vital del personaje con su época. Y casi sin palabras. Puro cine.

Triple derrota: Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, Douglas Sirk, 1958)

Le Temps d'aimer et le temps de mourir - Les Programmes - Forum des images

El gran maestro del melodrama del Hollywood de los cincuenta, Hans Detlef Sierck, cineasta de origen alemán (de Hamburgo, que no danés, como figura erróneamente en algunas referencias) conocido mundialmente como Douglas Sirk, se aparta por una vez en este estimable título (aunque un poco pasado de metraje, algo más de dos horas) de sus ácidas y lúcidas disecciones de la sociedad hipócrita y consumista de la América de Eisenhower para adaptar a la pantalla una novela de Erich Maria Remarque (casado aquel mismo año con la actriz Paulette Goddard) que retrata la profunda devastación social y moral de la Alemania de la inminente derrota en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial. El vehículo de la historia, Ernst Graeber, soldado de la Wehrmacht destinado en el frente ruso (John Gavin, en el principal papel protagonista de su carrera), que regresa a casa de permiso y encuentra su hogar devastado por las bombas aliadas. Dos tramas paralelas nacen a partir de este planteamiento con el personaje como vértice: por un lado, la búsqueda de sus padres, dados por desaparecidos, entre las ruinas y los escombros de la ciudad arrasada por los bombardeos; por otro, su incipiente relación con Elizabeth (Liselotte ‘Lilo’ Pulver), la joven hija de un prisionero político de la que se enamora.

Los distintos canales del drama nacen del contraste. El de las emociones, porque al hartazgo de la guerra, a los sufrimientos y privaciones del frente oriental, momentáneamente disipados con el, en principio, tonificante y reconstituyente retorno temporal al hogar (que, sin embargo, deja durante el viaje imágenes elocuentes de la súbita y definitiva decadencia del régimen nazi cuyo hundimiento ya se vislumbra), al calor de los suyos, a los afectos y complicidades propias de la familia armoniosa y feliz que abandonó para combatir (no queda claro si obligado o convencido), le sucede la angustia de la pérdida y la destrucción, de la desaparición de una familia, en teoría, segura en la retaguardia, sin los riesgos diarios que él mismo corre en los combates y patrullas, pero que ha sufrido el golpe de la violencia de la guerra de una manera directa que él, sin embargo, ha logrado eludir hasta ahora a pesar de convivir continuamente con el dolor y la muerte.

De este modo, el horror vivido tras las líneas alcanza una dimensión mayor, más torturadora y letal, que la acostumbrada defensa de la propia vida. Pero a su vez esta angustia se ve alterada por la irrupción imprevisible, inesperada, más todavía si cabe en ese contexto, del amor, de la ilusión de sentirse vivo, de un atisbo de algo parecido a la felicidad entre los cascotes y las fachadas repletas de ojos ciegos. La pérdida y el encuentro, la soledad y la compañía, la reconstrucción de una vida rodeada por la destrucción material más desoladora, conforman el puzle emocional que todavía da para más matices: las distintas perspectivas vitales de los soldados que yacen en el hospital militar, la lucha de los civiles por sobrevivir en una ciudad derruida que ha perdido todo su tejido económico, social y de convivencia, y por último, las implicaciones de la prisión del padre de Elizabeth, los motivos políticos de su detención y cautiverio y un previsible desenlace, que la próxima conclusión de la guerra puede acelerar, que augura un nuevo sentimiento de pérdida. Una riqueza y complejidad de premisas sentimentales y anímicas, un contradictorio conflicto personal que gana un mayor grado de riqueza con el segundo de los contrastes, el formal. Y es que Sirk, con fotografía de Russell Metty, narra la historia desde las más luminosas y panorámicas posibilidades del sistema Eastmancolor, haciendo que incluso las trincheras, las ruinas, los refugios, las salas y corredores del hospital, los modestos alojamientos de una habitación humilde y diminuta o los precarios restaurantes y cafetería desabastecidos adquieran una belleza y una intensidad emotiva que choca con la realidad ceniza, oscura, gris, sangrienta, tanto de la guerra como del fantasma de la derrota, no solo militar sino moral, de todo un país, del gran centro de la técnica, la cultura y el pensamiento europeos durante el periodo de entreguerras.

La película se conforma como un tiovivo de pérdidas y esperanzas, las más de ellas frustradas, que a través de las figuras de los padres desaparecidos, los soldados heridos, los prisioneros políticos y los civiles desesperados, presenta un fresco de la sociedad alemana que del triunfalismo y la euforia previas a El-Alamein, Stalingrado y Normandía ha pasado a hundirse en la mayor de las vergüenzas tras surcar la más inadmisible de las ignominias, arrastrada por embaucadores, iluminados y fanáticos y el latido populista de una masa, como casi siempre, irreflexiva y egoísta. El final desolador anula toda posibilidad de renacimiento, de humanidad, de esperanza, es el despertar del sueño que desemboca en la pesadilla, y es también el merecido castigo a una Alemania que tiene que pagar sus culpas antes de que pueda permitirse resurgir. A todo este catálogo de sentimientos y emociones contrapuestos contribuye decisivamente la interpretación de un John Gavin en plena efervescencia de su carrera, aquí en el papel protagonista más destacado de una trayectoria que, tras una presencia continuada en roles destacados de importantes títulos de la época, desde 1961 le llevaría a otras demarcaciones que nada tuvieron que ver con el cine (afiliado al partido republicano, experto en economía hispanoamericana, desempeñó cargos en la Organización de Estados Americanos antes de ser embajador en México, entre 1981 y 1986, designado por Ronald Reagan), si bien continuó participando esporádicamente en películas de menor categoría y en series de televisión y telefilmes. Gavin confiere a su personaje una ingenuidad y una ternura no exentas de dureza y determinación, de un alma en la que resulta evidente su capacidad de amar y también de matar.

El rodaje en escenarios reales de Berlín, Spandau y Baviera y la música compuesta por Miklós Rózsa son otros alicientes que permiten disfrutar de una película que se construye sobre el concepto de la fragilidad del fino hilo que nos une a la vida, a la paz, a la felicidad, tres aspectos de los que Ernst, como la Alemania de Weimar previa a la guerra, salen inevitablemente derrotados.

Música para una banda sonora vital: Hearts and Bones (Ben Lawrence, 2019)

فيلم Hearts and Bones 2019 مترجم

Road to Nowhere supone el impactante colofón de este efectivo (y, en algún momento, efectista) drama australiano que trata de la relación de un fotógrafo de guerra (Hugo Weaving), de regreso en casa antes de lanzarse a su siguiente proyecto, y un refugiado de Sudán del Sur (Andrew Luri) con el que sus fotografías mantienen una insospechada conexión. La película se cierra con una sucesión de estas imágenes, acompañada de la música de Talking Heads.

Mis escenas favoritas: Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967)

Hábil y económica, es decir, efectiva en términos cinematográficos, presentación de los personajes principales de este clásico del cine bélico, dirigido por el gran Robert Aldrich.

Cineastas en la prehistoria del cine en La Torre de Babel de Aragón Radio

London's Trafalgar Square (C) (1890) - Filmaffinity
Nueva entrega de mi sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a los más importantes pioneros y primeros cineastas, los de la prehistoria del cine: Muybridge, Donisthorpe, Marey, Friese-Greene, Le Prince, Jenkins, Dickson, Acres, Paul, Bouly, los hermanos Skladanowsky…

Música para una banda sonora vital: El honor de los Prizzi (Prizzi’s Honor, John Huston, 1985)

Alex North compone la música original de la penúltima película de John Huston, una comedia negra ubicada en una de las familias más importantes de la mafia de Nueva York. Para la apertura, Norh crea un tema de aires clásicos que debía encajar con las piezas de música clásica italiana, en particular Rossini, que suenan a lo largo de la cinta. Para los créditos finales, North introduce simpáticas variaciones sobre la melodía principal de El barbero de Sevilla, castañuelas incluidas (que a su vez alude al contexto hispano en que se inicia la relación entre los personajes de Jack Nicholson y Kathleen Turner), que acentúan el tono de divertimento socarrón que sobrevuela las algo más de dos horas de metraje.

 

Mis escenas favoritas: El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1963)

No es de extrañar que esta obra maestra de Fernando Fernán Gómez solo contara con un estreno testimonial y de inmediato sufriera el tijeretazo y el ostracismo de la censura franquista. La carga dramática y la lucidez en la mirada de la doble moral de la sociedad española (de entonces y de ahora, y no solo española), con el añadido de un potente e insólito (para la época) desenlace, hacen de esta película uno de los clásicos imprescindibles del cine europeo de su tiempo, si no algo más. Una cinta de primer orden cuyo análisis, repleto de temas, matices, niveles de profundidad, resulta casi interminable, en la que Fernán Gómez retrata a la perfección la idiosincrasia de una sociedad como la de entonces (y no solo de entonces), podrida, sin valores, pervertida por el mundo de las apariencias y del ascenso social rápido y fácil, que alude directamente a un sistema económico, político, social y moral corrompido, no ya en las altas esferas, sino en todos los niveles de la sociedad. Todo lo que implica una obra maestra que va mucho más allá del cine.

La conclusión no puede ser más dramática y desoladora, además de un prodigio de montaje y de empleo de recursos cinematográficos.

Absténganse quienes no hayan visto la película. El final desvela demasiado y el conocimiento previo amortiguaría su demoledor efecto en el espectador primerizo.