Palabra de Luis García Berlanga

José Luis García Berlanga: "Cuando era pequeño, Lucía Bosé me daba miedo" |  Famosos

 

«Yo nunca sé lo que dicen mis películas ni lo que quiero. Yo digo ‘vamos a hacer una película de pobres y ricos’, pero no tengo en ese momento ningún concepto demagógico. Para mí siempre las soluciones políticas del mundo son soluciones estéticas. La lucha de clases, en principio, la veo como un problema estético”.

“Hay obras maestras que lo son por el monumental aburrimiento que provocan”.

«Yo pensaba que lo más jodido de mi vida había sido la censura de Franco. ¡Pues no! Lo más jodido es la pérdida de la memoria”.

«Al llegar a mi cuarta película comprobé que en las dos anteriores, por azar, había metido la palabra ‘austrohúngaro’, que ya de por sí es muy rara, y había salido de una manera lúcida en esas películas. Entonces me dije ‘voy a adoptar esta palabra tan divertida que ya ha salido dos veces’, y la adopté como fetiche, como palabra talismán».

«Era evidente que desde que ganó el Frente Popular se produjo en España una crispación espantosa, y yo veía eso desde mi sitio de solitario. Era una crispación tan grande como la que hay ahora, pero ahora nosotros estamos vacunados contra el fusil y contra la trinchera, pero todo se parece mucho».

«Lo que el estilo es a la persona, la estructura es a la obra.»Al llegar a mi cuarta película comprobé que en las dos anteriores, por azar, había metido la palabra ‘austrohúngaro’, que ya de por sí es muy rara, y había salido de una manera lúcida en esas películas. Entonces me dije: “Voy a adoptar esta palabra tan divertida que ya ha salido dos veces”, y la adopté como fetiche, como palabra talismán. Era evidente que desde que ganó el Frente Popular se produjo en España una crispación espantosa, y yo veía eso desde mi sitio de solitario. Era una crispación tan grande como la que hay ahora, pero ahora nosotros estamos vacunados contra el fusil y contra la trinchera, pero todo se parece mucho».

«Que quede claro que El verdugo no solo es un alegato contra la pena de muerte, que lo es, sino que también quiere explicar las trampas invisibles que nos tiende la sociedad para reducir nuestra libertad».

«El cine es preferentemente ocio. Somos trabajadores del espectáculo. Habría que convencer a nuestros colegas para que dejemos de pertenecer al Ministerio de Cultura y pasemos al de Industria. Que dejemos de vivir de las subvenciones, que son aberrantes y humillantes. Que nos estudien como industria y se haga una reconversión como la de Hunosa, como si fuéramos una fábrica de calzado.

«Toda película empieza a envejecer y deteriorarse el día de su estreno».

«Todo el mundo me dice que Rafael Azcona y yo no debemos trabajar juntos, que a mí no me va, lo mismo que supongo que a Azcona le dirán sus hinchas que no le voy como director, que le va mejor Ferreri, no sé. Pero el caso es que yo por ahora me siento adscrito a su manera de pensar y de sentir las cosas».

«El erotismo es la pornografía vestida por Christian Dior».

«El sonido directo es lo más ‘antiberlanga’ que se ha inventado. Parece que lo inventaron para fastidiarme. Si tienes que mover el decorado de sitio para hacer esos planos-secuencia tan complicados míos y luego colocar todo en su lugar, se hace ruido y eso con sonido directo se oye todo. Hay gente que dice que mis películas hay que verlas dos o tres veces porque hay escenas simultáneas que se puedan perder en una primera visión, puesto que el espectador no es capaz de estar atento a tres cosas a la vez».

«Nunca tengo la sensación de que he perdido un día; un día perdido es un día con otra agenda, la agenda de lo imprevisto».

«Quiero volver a los orígenes del cine: a la improvisación, eliminar esa Gestapo que es el guion, para que de cada plano crezca un pedazo de universo».

«En cuanto a métodos de trabajo, es muy sencillo y reconozco que muy cómodo para mí. Azcona y yo nos reunimos en un café, cada película en un café distinto, los más frecuentados posible y donde haya eso que llaman los castizos ‘una pasa’ entretenida. Vamos discutiendo las cosas, y si es por la mañana, por la tarde se dedica Rafael a escribir la secuencia que hayamos pensado por la mañana, luego la repaso yo y discutimos si hay alguna modificación que hacer o no; generalmente hay cada vez menos, supongo que debido a este alejamiento cada vez mayor que voy teniendo de una labor creadora profunda o porque estoy convencido de que las cosas salen mejor cuanto más vegetativas son».

«La censura te daba mucha imaginación, porque muchas veces ni los censores ni mis amigos del PCE se enteraban de las frases que metía expresamente en la película. Claro, luego me cortaban otras que eran totalmente intrascendentes».

«El hecho de que casi todas mis películas sean corales creo que es sobre todo una costumbre, por lo que habría que concluir que es sobre todo una ‘autoimposición’, pero sin ninguna razón estilística o mensajística. Yo creo que se trata de una limitación, es como cuando no se sabe bailar, que se dice que hay mejores maneras de seducir a las mujeres. Pues igual yo no sé dirigir, lo que hago es poner dos mil personas delante de la cámara para que no se me note que no sé dirigir. Digo yo que debe ser por alguna razón similar. Quizá también porque soy pirotécnico, valenciano, y eso ayuda».

«Dirigir es contar, y si emociona, se ha logrado el arco perfecto».

«Yo tengo fetichismo del pie y del zapato femeninos, no así de las botas. Las botas me eliminan la parte femenina, la parte femenina de seducción. El botín sugiere siempre una dominación del hombre por la mujer».

«Al tercer día de nacer ya me estaba cagando en la sociedad española. Siempre he tenido la sensación de que no iba a tener nada positivo, y he intentado crearme válvulas de escape. La principal es el erotismo, una de las pocas cosas que me asciende desde el nivel del barro y de la mierda de esta sociedad que me ha tocado… Dice Piccoli que soy el Quijote. ¡Tendría que ser el marqués de Sade! Hasta la Guerra Civil yo era un solitario total, no tenía amigos. Tenía la fantasía estúpida de querer ser invisible. Luego llegó la contienda y tuve que salir de casa. En el 36 yo tenía 15 años. Y a los 13 ya sabía qué pasaba en España, porque mi padre era diputado republicano y mi abuelo había sido senador con Sagasta… Mi familia era una familia de políticos, y con ellos supe que la política era una cagada, como todo».

«Sin tener afiliación con ningún partido político fui el director de cine que más sufrió la censura. Fue cruel y espantosa y me hizo vivir muchos momentos dramáticos».

«Me intenté hacer del Partido Egoísta, que creó Tucker, el de los coches, en Estados Unidos. Cuando me quise hacer, ya se había disuelto. Y me quise hacer ciudadano del mundo. Y así me siento, ciudadano del mundo. Cuando acabó la guerra quise hacer una tertulia de falangistas y de anarquistas y de otros partidos. Estaba Pepe Martínez, de Ruedo Ibérico, se juntó Pepe Hierro. Ahora no puede haber tertulias así».

«Pepe Isbert era un verdadero monstruo como actor. Tenía una forma única de estar, de hablar, de mirar, de moverse. Nunca le tuve que explicar un personaje, lo cual era una gran ventaja para mí porque yo nunca sé que decir a los actores de sus personajes. Se aprendía el papel enseguida y se amoldaba muy bien a mis improvisaciones».

«En el cine he querido contar lo que me ha salido. Lo que hay en mis películas es pesimismo, aunque he tenido la suerte de recubrirlo con un sainete cómico… Busco situaciones que no sean cotidianas, que sean disparatadas. Pero algunas se han dado. En la Guerra Civil fui a un palacio en el que había vivido un marqués que guardaba fotos en las que se le veía follando, y guardaba tarritos que almacenaban vello púbico. Los guardaba en tubos de aspirina, y yo saqué eso en La escopeta nacional. ¡Si lo hubiera hecho Duchamp imagínate lo que hubiera valido!»

«El erotismo me apasiona pero es muy difícil rodarlo, ya que el vehículo mejor para su transmisión es la novela».

«A María Jesús, mi mujer, la conocí en la madrileña calle de Serrano. Bueno, ya antes me había llamado la atención durante un partido de rugby en la Ciudad Universitaria a donde iba con mi amigo Pepe los domingos por la mañana a ver si ligábamos. María Jesús iba con una amiga que llamó la atención de Pepe y a mí me gustó ella. Unos días después me la encontré en la calle de Serrano y empezamos a hablar. Así comenzó todo. Ella me dio carrete y lo demás resultó bastante sencillo».

«Cuanto más dinero entra, más inestable te sientes, porque tienes miedo de perderlo».

«He trabajado con muchos: Bardem, Azcona, López Vázquez, Alexandre… Alfredo Landa dijo de mí lo que mejor me define: ‘Berlanga es un hijo de puta con ventanas a la calle, pero si me llama, siempre me tendrá a su lado’. Se hacen amigos míos, pero en los rodajes me odian… Con Azcona dejé de hacer guiones y eso ha hecho que dejemos de vernos; nos juntábamos para buscar ideas… No nos vemos porque ya no se hacen tertulias, la ciudad está llena de coches. Con Azcona siempre hubo una amistad profunda, y se nota cuando nos hemos visto de nuevo, aunque estemos cagándonos en la vida mutuamente».

«Yo no me desvirgué hasta el año 39, en Barcelona, durante un viaje que hice siguiendo al Valencia a un partido de fútbol. La verdad es que no se pudo calificar de magnífica. Yo estaba borracho perdido, tirado en la calle, y una mujer me recogió y me llevó a un meublé y, cuando me despejé un poco, hicimos el amor. Recuerdo que me daban unos calambres espantosos, una cosa horrible. Cuando por la mañana me desperté y fui a pagarle, me di cuenta que mi billetera había desaparecido y me cabreé tanto que empecé a gritarle. Después, cuando me reuní con mis amigos, me dijeron que me habían visto tan borracho que se habían guardado mi cartera por si me la robaban».

«Todas mis películas han tratado de alguien que quiere conseguir algo y no lo logra porque la sociedad se lo impide».

«Fui a la División Azul porque me lo pidió la familia, porque mi padre estaba con petición de pena de muerte. Pero en realidad lo que me motivó a ir fue una chica. Yo estaba enamorado de ella, creí que estando en la División Azul se quedaría prendada de mi valor; no me mandó ni una carta y se hizo novia de mi amigo más íntimo. Me lo pidieron: ‘a lo mejor sirve para que conmuten la pena a tu padre’. Nunca disparé un tiro, jamás maté a nadie. Me pusieron a vigilar en una torre vigía pero no veía nada y me inventaba las cosas. Hacía un frío intenso y a lo que temía era a Drácula… No, no entendí la guerra. Si no he entendido la vida, ¿cómo voy a entender una guerra? La guerra es una complicación de la vida. No sirvió para nada ir a la División Azul. Para conseguir la conmutación de la muerte que recaía sobre mi padre hubo que pasar por el estraperlo de la muerte. Había dos personas, un médico de los ojos y una hermana suya, que cobraban ese estraperlo. Mi padre tenía una fábrica de electricidad y una finca. Lo vendimos todo y le salvamos la vida, pagando».

Mis escenas favoritas: La vía láctea (La Voie lactée, Luis Buñuel, 1969)

 

Obra inmensa, inagotable, del maestro aragonés Luis Buñuel, sátira del catolicismo y sus herejías, extremadamente bien documentada y absolutamente verídica, que, como es habitual en el genio de Calanda, combina con agudeza e inteligencia la crítica feroz e incisiva con el conocimiento profundo y el riguroso respeto cultural al objeto de sus dardos.

 

Mis escenas favoritas: El discreto encanto de la burguesía (Le Charme discret de la bourgeoisie, Luis Buñuel, 1972)

Uno de los fragmentos más conocidos de esta obra maestra (otra más) del aragonés Luis Buñuel. En ella se concitan algunos de sus temas y obsesiones más personales (homenaje al Tenorio incluido), más a menudo tratados en sus películas, junto con alguno de sus sueños más repetidos (el encontrarse ante el inmenso auditorio de un teatro y desconocer el papel que debe representar).

Mis escenas favoritas: El fantasma de la libertad (Le Fantôme de la liberté, Luis Buñuel, 1974)

Comer a escondidas y defecar en público y en compañía. Inversión de términos, subversión de conceptos. Cada cosa es lo que es y su contrario. Puro surrealismo tan tarde como a mediados de los años setenta del pasado siglo, quizá haya sido Luis Buñuel el surrealista más consecuente, coherente y tenaz en sus postulados de entre todos los miembros de aquella escuela. Tan divertida como reveladora, tan contestataria e inconformista como lúcida, puro retrato de nuestra realidad decadente.

El dinosaurio y el bebé: entrevista de Jean-Luc Godard a Fritz Lang

Un puro gozo esta larga conversación, estructurada en ocho partes, entre dos de los grandes cineastas europeos, que coincidieron juntos en El desprecio (Le Mépris, 1963).

Alfred Hitchcock presenta: Topaz (1969)

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A finales de los 60, Alfred Hitchock buscaba desesperadamente un proyecto que le resarciera del fiasco de su cinta anterior, Cortina rasgada (Torn curtain, 1966), que, a pesar de algunas potentes escenas, de contar con un protagonista de primer nivel, Paul Newman, y de meterse de lleno en el pujante clima de la Guerra Fría, había significado el comienzo de su decadencia como cineasta. Sólo así se entiende que aceptara un proyecto ajeno, muy trabajado y avanzado antes de que pudiera ponerle la vista encima y contratar un guionista de su preferencia (Samuel A. Taylor), para intentar extraer de él una película propiamente hitchcockiana. Universal había adquirido, con opción de compra para adaptarla a la pantalla en forma de guión, Topaz, la novela de Leon Uris basada someramente en un hecho real, la existencia de un espía comunista en el gabinete del general De Gaulle. Censurada en Francia por el gobierno, en Estados Unidos se había convertido en un best-seller, aunque las dificultades de llevarla eficazmente al cine, dada la abundancia de escenarios y localizaciones de rodaje, de diálogos y de personajes, eran incontables, inasumibles. Aun así, Hitchcock aceptó la oferta de la Universal y se puso a trabajar junto a Taylor en un material que, siendo explícitamente político, marcadamente anticomunista, tampoco era lo más adecuado para un director que siempre había intentado dejar las razones políticas en un segundo plano. Tal vez la necesidad apremiante de un éxito, en un momento en que las películas de James Bond (que Hitchcock había contribuido a inventar gracias a Con la muerte en los talones, 1959) tenían tanta o más repercusión en taquilla que una de las sensaciones de la época, el cine político hecho en Europa del que Costa-Gavras y su fundamental Z eran justo entonces la avanzadilla, le convencieron de que se trataba del camino más corto y seguro para apuntarse un nuevo triunfo. El resultado, a pesar de los diversos aciertos puntuales, demuestra que se equivocó.

La película posee un buen puñado de instantes meritorios e imágenes poderosas, pero acusa la falta de un reparto demasiado heterogéneo en un argumento disperso y deslavazado que no permite establecer ninguna química, que impide toda chispa interpretativa. Ante la imposibilidad de contar con Sean Connery, que por aquellas fechas trataba de huir precisamente de este tipo de planteamientos, Hitchcock recurrió al inexpresivo austríaco Frederick Stafford, para protagonizar una historia construida con un prólogo y dos partes bien diferenciadas, casi se diría que pertenecientes a películas distintas. El prólogo relata con pormenorizada atención y con todo el despliegue del talento hitchcockiano para narrar sin palabras una absorbente situación de suspense, la deserción en Copenhague de un diplomático soviético y su familia y su paso al bando norteamericano. Ese es el detonante de la acción: el coronel Kusenov (Per-Axel Arosenius) revela dos importantes informaciones, por un lado la instalación de misiles soviéticos en Cuba, y por otro la existencia de un informador soviético entre los miembros de los servicios de espionaje franceses. Ante la imposibilidad de actuar en Cuba, y dadas las implicaciones que el asunto puede tener para Francia, el responsable americano (John Forsythe) recurre al agente francés en Washington, André Devereaux (Stafford), para que, aprovechando la estancia de un grupo de diplomáticos cubanos en Nueva York para intervenir en la ONU, se haga con una copia de los planes soviéticos para la isla, y, después, para que se desplace a La Habana y obtenga pruebas documentales de la certeza de lo declarado por Kusenov. Sin embargo, Devereaux, que vive en Washington con su esposa, tiene otras razones para viajar a Cuba: su relación adúltera con Juanita de Córdoba (Karin Dor), importante ideóloga en los primeros años de la revolución que, tras haber enviudado, se ha convertido en una especie de musa para los comunistas cubanos, y que es cortejada sin tapujos por el dirigente cubano Rico Parra (impresionante John Vernon), el delegado cubano ante la ONU.

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El pasaje cubano es el que atesora los mejores momentos de Topaz, precisamente ante un contenido no precisamente hitchcockiano. De entrada, en Nueva York, tiene lugar la emocionante secuencia del hotel, cuando Devereaux entra en contacto con un agente (impagable Roscoe Lee Brown) con el fin de que se introduzca entre la delegación cubana y sondee y soborne al secretario de Parra, Luis Uribe, con el fin de que le deje fotografiar los planos de las instalaciones soviéticas en Cuba. La secuencia está conducida con la legendaria maestría de Hitchcock, haciendo recaer el suspense en el ritmo y en el montaje, en el que miradas, movimientos y objetos cobran absoluta relevancia. Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta: Topaz (1969)»

Diálogos de celuloide – El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963)

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«Cada mañana, para ganarme el pan, voy al mercado donde venden mentiras y, lleno de esperanza, hago cola junto a los vendedores».

¿Qué es eso?

Hollywood. De una balada del pobre B. B.

¿Bertolt Brecht?

Sí.

Le mépris (1963). Jean-Luc Godard, sobre la novela de Alberto Moravia.

Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)

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«Teruel». «Madrid». Uno de los más apreciables detalles, al menos por parte del público español, del guión de ¿Arde París? (Paris brûle-t-il? / Is Paris burning?, René Clément, 1966), coescrito por los norteamericanos Gore Vidal y Francis Ford Coppola (nada menos) a partir del best-seller de Dominique LaPierre y Larry Collins del mismo título, está en la conservación de los nombres con que los ex combatientes de la República Española bautizaron los blindados y demás vehículos de la 2ª división blindada del ejército francés, conocida como División Leclerc (por el nombre de su oficial al mando), las más célebres tropas de la Francia libre que combatieron en la Segunda Guerra Mundial por la liberación de su país del yugo nazi y del gobierno colaboracionista de Vichy, y que fueron las primeras, con los españoles por delante, en entrar en la capital cuando los alemanes iniciaron la retirada. Dentro de esta división, la novena compañía, conocida como La Nueve, estaba integrada por más de un centenar de españoles que combatían bajo la bandera republicana española, emblema de la unidad, aunque en otras compañías de las tropas de Leclerc, formadas en Chad y en campaña por toda el África Occidental Francesa primero, y por Europa, vía Normandía, después, desde el principio de la guerra abundaban los soldados españoles con uniforme francés en lucha contra el mismo fascismo que les había derrotado en España.

La entrada de Leclerc en París supone el punto culminante de esta superproducción europea dirigida por René Clément, cineasta encumbrado apenas años antes por su adaptación de Patricia Highsmith en A pleno sol (Plein soleil, 1960), que funciona como crónica de los hechos que rodearon la recuperación de París por los aliados, en especial del movimiento de Resistencia que en los últimos días de la ocupación alemana empezó a hostigar a los soldados nazis y a asaltar edificios emblemáticos de una ciudad de la que Hitler en persona había ordenado terminantemente no dejar piedra sobre piedra, incluidos monumentos, edificios históricos, lugares turísticos, etc… Es decir, todo aquello que los nazis no podrían llevarse con ellos (recuérdese El tren). Desde este punto de vista, la película pretende funcionar como otros grandes títulos bélicos del momento, caracterizados por la narración exhaustiva y con ritmo ágil y perspectiva múltiple de acontecimientos históricos mezclados con las historias particulares de los numerosos protagonistas que, con carácter episódico y de manera coral, salpican las tres horas de metraje y a los que da vida. En este sentido, como sus coetáneas, acapara un reparto de lujo entre actores franceses, alemanes y norteamericanos, a saber: Jean-Paul Belmondo, Charles Boyer, Leslie Caron, Jean-Pierre Cassel, George Chakiris, Claude Dauphin, Alain Delon, Kirk Douglas, Pierre Dux, Glenn Ford, Gert Fröbe, Daniel Gélin, Yves Montand, Anthony Perkins, Michel Piccoli, Simone Signoret, Robert Stack, Jean-Louis Trintignant, Pierre Vaneck y Orson Welles. Con el habitual desequilibrio de estas producciones en el tiempo e intensidad dedicados a cada segmento del poliedro que compone el conjunto (el diplomático sueco que interpreta Orson Welles y que ejerce de negociador humanitario entre los todavía ocupantes alemanes y los rebeldes franceses, por ejemplo, salpica sus apariciones a lo largo del filme, mientras que, por ejemplo, el general Patton que interpreta Kirk Douglas apenas aparece en una breve escena, al mismo tiempo que las apariciones de Belmondo, Delon o Signoret saben a muy poco), el valor de la cinta estriba en su condición de documento realista y veraz, aunque siempre desde el empalagoso sentimiento patriótico francés, de los sucesos acaecidos pocas semanas después del desembarco de Normandía, y en su mezcla de imágenes auténticas extraídas de filmaciones provenientes de las grabaciones efectuadas por ambos bandos durante la lucha callejera en París con la reconstrucción o la reinvención dramática de los hechos. De este modo, Clément, Vidal y Coppola transitan por los distintos escenarios que se dieron durante aquellos días, sumando piezas a un puzzle que pretende ser un compendio de estereotipos, tópicos y realidades: los comandos de Resistencia que ocupan tal o cual edificio, los oficiales alemanes deseosos de cumplir los destructivos mandatos de Hitler y el soldado dubitativo que lamenta profundamente tener que aniquilar una ciudad, los traidores que actúan como doble agente y venden a sus camaradas de armas, los soldados franceses ansiosos por entrar en su capital, los americanos y británicos que dudan sobre si la estrategia más conveniente no es evitar París y seguir adelante hacia el Rhin porque temen una fuerte oposición que retrace su avance, los combates callejeros, las pequeñas treguas, las carreras y las huidas bajo el toque de queda o la amenaza de los francotiradores, la alegría de la victoria, la euforia callejera, los bailes y el champán, los besos y las canciones, las risas y las borracheras, los noviazgos repentinos (y momentáneos) y la preocupación por lo que deparará el día de mañana… Continuar leyendo «Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)»

Diálogos de celuloide – El desprecio

Cuando escucho la palabra cultura, saco el talonario.

Le mépris. Jean-Luc Godard (1963)

Cine en serie – La gran comilona

CINE PARA CHUPARSE LOS DEDOS (V)

Todos en alguna ocasión hemos tenido la suerte de asistir a algún tipo de celebración en la que la cantidad y calidad de los platos a degustar ha terminado por saturarnos, resultando la mera presencia física de comida un tanto incómoda, por no decir repulsiva, una vez rellenado todo el espacio disponible entre el píloro y la garganta… Una sensación parecida proporciona esta película francesa rodada por el italiano Marco Ferreri en 1973, con guión del maestro recientemente fallecido Rafael Azcona. Porque eso mismo, saturación de placeres mundanos, es lo que nos ofrece sin cortapisa este clásico del cine europeo, polémico drama en el momento de su estreno que logró reunir en su reparto a cuatro gigantes del cine del viejo continente: Philippe Noiret, Michel Piccoli, Ugo Tognazzi y Marcello Mastroianni.
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