Diálogos de celuloide: Contra la pared (Gegen Die Wand, Fatih Akin, 2004)

SIBEL: ¿Crees que mi nariz es bonita? Tócamela. Mi hermano me la partió porque me sorprendió haciendo manitas. Ahora tócame las tetas. ¿Has visto alguna vez unas tetas tan alucinantes? Quiero vivir Cahit, quiero vivir, quiero bailar y quiero follar y no solo con un hombre. ¿Me entiendes?

CAHIT: No soy tonto.

SIBEL: No entiendes una mierda. ¿Te casarás conmigo Cahit?

CAHIT: Olvídalo ¡Casarnos! ¡Estás loca! ¡Casarnos no es un juego de niños!

SIBEL: ¡Será de mentira! ¿Es qué no lo comprendes?

CAHIT: ¡No, no lo comprendo!

SIBEL: ¡Solo será un pretexto ante mis padres para no tener que seguir viviendo en su casa! Viviremos juntos y te prometo que seré una buena compañera de piso, haré la compra, cocinaré, lavaré, limpiaré el baño, tendremos habitaciones separadas, no follaremos, no haremos nada.

CAHIT: ¿Y tus padres?

SIBEL: Con tus suegros apenas tendrás ninguna relación.

CAHIT: ¿Qué tendré que hacer, eh? ¿Quieres hacer el favor de decírmelo?

SIBEL: Solo deberás visitarlos de vez en cuando.

CAHIT: ¿Y fingir que somos marido y mujer o qué…? ¡Tía, tú estás mal de la cabeza! ¿Y por qué conmigo? ¡Soy un vago, soy un desastre!

SIBEL: ¡Porque te tienen que aceptar! ¡Eres turco, mierda!

(guion de Fatih Akin)

Un western de su tiempo: Rio Conchos (Gordon Douglas, 1964)

 

Muy pronto queda evidenciado en este excelente western (otro más, y son unos cuantos, como ya se comentó a propósito de Solo el valiente) de Gordon Douglas, uno de esos llamados «artesanos» cuya filmografía ya querrían para sí muchos de esos considerados «autores», que una buena película del Oeste, además de ofrecer una vibrante historia de aventuras situada en la frontera mexicana, puede proponer interesantes y oportunas reflexiones críticas sobre la América del momento de su rodaje, mediada la década de los sesenta y en plena efervescencia de la lucha por los derechos civiles de la población negra, entre otras minorías. La caracterización de los personajes gira en torno a ese detalle particular, la raza a la que pertenecen y sus relaciones con los individuos de otras razas, bien sean estas las de tolerancia o de rechazo basado en estereotipos o en generalizaciones resultado de malas experiencias personales. Así sucede con Lassiter (Richard Boone), exoficial sudista durante la guerra civil que destila un odio visceral por los indios que asesinaron a su familia. Frente a él, el capitán Haven (Stuart Whitman), representante del nuevo Estado, del nuevo orden deseable que defiende la ley y la convivencia pacífica. Este está secundado por el sargento Franklyn (Jim Brown, en su debut tras abandonar su carrera en el fútbol americano), uno de los conocidos como Buffalo Soldiers de la caballería estadounidense. El grupo lo completan Rodríguez (Tony Franciosa), un bandolero mexicano, conocido de Lassiter, encerrado en la prisión de un fuerte y que está a punto de ser ejecutado, y Sally (Wende Wagner), una apache a la que arrastran en el cumplimento de su misión. Esta no es nada indiferente al tema de fondo: se trata de recuperar un cargamento de armas robadas que se cree que está en posesión del coronel Pardee (Edmond O’Brien), un militar confederado que está reuniendo al otro lado de la frontera mexicana un heterogéneo grupo de fuerzas (apaches, confederados huidos, forajidos mexicanos) con las que regresar al sur de Estados Unidos y reanudar la guerra civil.

Producida por 20th Century Fox, con guion de Joseph Landon y Clair Huffaker a partir de la novela de este, la película posee la entidad visual propia del mejor western de la época, con la fotografía en color DeLuxe de Joseph MacDonald, especialmente destacada en los exteriores, y el adecuado acompañamiento sonoro gracias a la estupenda partitura de Jerry Goldsmith. Algo carente de brío y espectacularidad en las secuencias de acción (muestra de ello es la secuencia del incendio provocado en el sitio a la granja abandonada, o, igualmente, el episodio de la maniobra de distracción en la taberna para el cruce del río por la pasarela), por más que resulten eficaces y consecuentes al sentido del argumento, la fuerza de la película radica en las relaciones entre los personajes y, particularmente, sobre la evolución del personaje de Lassiter. La película juega al comienzo con su doble condición de asesino de indios (desarmados, indefensos y en plena ceremonia de un funeral) y de sudista militante, vertiendo en la muerte indiscriminada de unos apaches pacíficos todo el odio acumulado por el personaje, y erigiéndole en antagonista natural del sargento Franklyn, al que reta desde su posición de sudista blanco que ha combatido a favor del mantenimiento de la esclavitud y se enfrenta ahora a un militar negro del ejército enemigo, al que considera doblemente subalterno, por su rango y por su raza. Sin embargo, a medida que se desarrolla la trama (y es previsible), Lassiter muta de temperamento a partir de la sucesión de episodios que conectan directamente con su trauma personal, desde el abandono del bebé en la granja saqueada por los apaches hasta el reconocimiento en Franklyn de un hombre valiente y diestro en la lucha contra los indios. Este proceso de reescritura personal culmina con el hallazgo del ejército de Pardee y su pequeño reino, mitad fuerte mitad ciudad en construcción, con la súbita comprensión de que un antiguo camarada de armas y objeto de admiración ahora se dispone a utilizar a los indios como fuerza de choque para la causa. La lealtad a sus compañeros de misión y la quiebra parcial de sus propios valores cierran el proceso de cambio de personaje cuyo clímax es el enfrentamiento con Pardee y sus partidas guerreras. Menos matizados son estos procesos en el capitán Haven y en Franklyn, personajes de una pieza, y más estereotipados y ambiguos en el caso de Rodríguez, cuya turbiedad y dudosa fiabilidad, insinuadas al comienzo de la historia, no hacen sino confirmarse a cada paso de la trama. El giro del personaje de Sally tampoco queda suficientemente construido y explicado, quedando muy libremente a la interpretación del espectador.

Bien equilibrada en su metraje de una hora y tres cuartos, alternando momentos más reposados y reflexivos con súbitos estallidos de acción violenta, se trata de una de esas obras de «artesano» realizadas con destreza y oficio, con actores solventes para los papeles que tienen adjudicados, buena factura visual, sustrato bien elaborado y presentado, diálogos con poso y subtexto, que adelantan en parte el cine que vendrá -de Peckinpah a Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967) o incluso Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979- y conectan sobradamente con la incómoda realidad de su tiempo. Ahí radica quizá el mayor valor de la película y su posición en la historia del western como género, puesto que establece un puente directo entre el momento de su rodaje y estreno y el contexto temporal de la historia que relata. De esta manera, rescata el epílogo de la guerra civil y la candente cuestión del racismo (no solo con los negros; también respecto a los indios o los hispanos) en un momento en el que los fantasmas de ese conflicto inconcluso o mal cerrado revivían en la sociedad norteamericana con el protagonismo de personajes no demasiado alejados de la naturaleza de Pardee. Este encarna en su megalomanía ciertas esencias de la intransigencia norteamericana, y su larga sombra se proyecta sobre su campamento, coronado por esa mansión en construcción, rodeada de ex soldados confederados, apaches y partidas de bandidos mexicanos, que pretende erigir a imagen y semejanza de las grandes propiedades de amplias y altas fachadas, ventanas y columnas propias de las plantaciones del viejo sur arrebatado por las tropas de la Unión a las que pretende volver a enfrentarse. Su imagen última, incrédulo y resignado ante el desmantelamiento de su plan, girándose y penetrando en esa enorme casa a medio hacer que ya se consume en llamas, supone un espléndido colofón a un tiempo que una excelente metáfora visual del tiempo real que retrata, el de una sociedad que no ha terminado de fraguarse por completo y ya se está desmoronando, sus cimientos devorados por un incendio eterno, imposible de sofocar.

Palabra de Billy Wilder sobre Ernst Lubitsch

999: ¿Cómo lo haría Lubitsch?

“Si nuestro trabajo no avanzaba, se iba al cuarto de baño. Si se quedaba allí más de cinco minutos, podíamos estar seguros que volvería con una idea salvadora. A menudo hacíamos chistes sobre esto diciendo que probablemente tenía allí escondido a un “escritor fantasma” para sorprendernos.”

“Lubitsch dirigía sin esfuerzo. También en su caso, solo se percibía la facilidad, la ligereza, una vez terminada la película. Durante el rodaje, se trabajaba más bien en silencio, de un modo poco llamativo y discreto. Esto se debía también a que Lubitsch solo empezaba a rodar cuando habían terminado del todo los trabajos anteriores: el rodaje se llevaba a cabo siguiendo estrictamente el guion y no dejaba nunca que los actores se desviaran del diálogo escrito. Todas las reflexiones y discusiones acerca de las posibles variantes y dificultades se llevaban a cabo antes, mientras se escribía el guion. El rodaje era simplemente la conversión del guion en película.”

“Era elegante sin frou-Frou ni chi-chi. Tenía más estilo que Schiaparelli, chispeaba con más fuerza que Lanson, tenía más bouquet que un mercado de flores en Grasse. Fundó su propia escuela. Mucha gente buena estudió con él; han intentado imitarlo, pero siempre ha permanecido inalcanzable. Lo que queremos decir con esto es que sus discípulos, enfrentados a la tarea de tener que filmar una noche de bodas, habrían apostado por los violines. Habrían escrito alusiones y pensado picardías. Lo habrían teñido todo de la luz azulada de la luna y lo habrían rematado con una luz crepuscular. Lo habrían cubierto todo con un fino velo. Pero el maestro, no; Lubitsch, no. A él le importaba un bledo la noche de bodas. La pasó completamente por alto. En lugar de esto, filmó el desayuno de la pareja al día siguiente. Y puso más esmero en la sensualidad con la que la novia abre un huevo pasado por agua, más sensualidad de la que habría provocado el encuentro de dos pares de labios, todavía húmedos, en un beso muy sospechoso para la censura. Comparados con él, nosotros somos de lo más burdo. A él le bastaba con filmar una puerta cerrada, para que nosotros nos partiéramos de risa imaginando a Chevalier haciendo, detrás de la puerta, las cosas más disparatadas. Él era la mano que movía cuidadosamente una pluma recorriéndonos el espinazo.

Diálogos de celuloide: Martín (Hache) (Adolfo Aristarain, 1997)

 

ALICIA: No entendiste, no es que me voy a Madrid. Se acabó. No hay nada que hablar, se acabó, se terminó. Yo no puedo seguir así. No es por las boludeces que decís cuanto te tomás dos copas. No estamos bien Martín, vos lo sabés, prefiero cortar ahora antes de que se pudra todo.

MARTÍN: ¿Y desde cuándo no estamos bien?

ALICIA: Yo no estoy bien, no se si me querés, no se quien soy, soy tu mujer, pero no soy tu mujer. Hace un año que estamos juntos, pero no estamos juntos, yo sigo estando sola. ¡No puedo estar sola Martín, no puedo!

MARTÍN: Ya me parecía que la cosa venía por ahí. Vos tenés miedo que se pudra todo. Si vivimos juntos seguro que se pudre todo.

ALICIA: ¿Por qué seguro? ¿Por qué nos va a ir mal? ¡Y si nos va mal, cuál es el problema!. Si no podemos vivir juntos, nos habremos echado y no pasa nada.

MARTÍN: Pasa, siempre pasa algo. Podemos perder esto que tenemos. No quiero correr el riesgo. No es que no quiera vivir con vos, no quiero vivir con nadie, me acostumbré a estar solo. Me gusta estar con vos, pero me gusta vivir solo ¿Es tan difícil de entender?

ALICIA: Para nada. Está claro. Pensé que yo era distinta, pero soy otro nadie, igual que los demás.

(guion de Adolfo Aristarain y Kathy Saavedra)

Otra hermosa mentira: sobre Häxan, la brujería a través de los tiempos (Häxan, Benjamin Christensen, 1922)

Artículo de Jesús Palacios publicado en El Cultural el 24 de septiembre de 2022 con motivo del centenario de esta obra mayúscula.

‘Häxan’, el falso documental que revolucionó las historias de terror

En 1999, prácticamente un año antes de comenzar el nuevo siglo y milenio, una pequeña película de terror independiente, El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project), de dos jóvenes licenciados en cine, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se convirtió en fenómeno internacional, cambiando el panorama del género.

Presentada como si se tratara del supuesto «metraje encontrado» de un documental rodado por un grupo de estudiantes, la verosimilitud que su estilo aportaba a la narración revolucionó la forma de contar historias, poniendo de moda un ciclo de películas que jugaban con los formatos del reportaje, la entrevista y el documental; con técnicas, tropos y estilemas como el rodaje digital casero, los movimientos y cortes bruscos, el punto de vista subjetivo de la cámara y, por tanto, del espectador, todo ello empaquetado como «auténtico» documento fílmico.

Por supuesto, los expertos la compararon con la famosa e infame Holocausto caníbal (1980) de Ruggero Deodato, que dos décadas antes, usando recursos parecidos, convenciera a muchos de la autenticidad de su sangrienta y grotesca peripecia de canibalismo amazónico. Pero solo unos pocos se percataron del nombre de la compañía que producía la película: Haxan Films.

Un guiño al primer título en la historia del cine que utilizó la fórmula de la ficción disfrazada de documental (o a la inversa), inventando de un plumazo el falso documental en general, el de horror en particular, el docudrama, el documental sensacionalista mondo y de exploitation, y, en cierto modo, el cine de no-ficción y el cine-ensayo: Häxan (1922), del director, guionista y actor danés Benjamin Christensen.

Christensen es uno de los nombres imprescindibles del cine silente no solo escandinavo, sino universal. Pese a la relativa brevedad de su carrera y títulos, durante la década de los 20, tanto en su país como durante sus años en Hollywood, se convirtió en un cineasta de referencia a la altura de los alemanes Lang y Murnau o de sus colegas nórdicos Sjöstrom y Dreyer. De hecho, este último sentía una enorme admiración por el realizador danés y por Häxan, que consideraba una obra maestra e influiría en su propia producción.

En 1924, Christensen interpretaría un importante papel en la película Michael, realizada por Dreyer para la UFA, filme pionero en el tratamiento de la homosexualidad. Sería el éxito, acompañado también por el escándalo, de Häxan lo que le llevaría a Estados Unidos, con variado resultado artístico y personal.

Desde que un buen día Christensen descubriera un ejemplar del siniestro libro Malleus Maleficarum o Martillo de brujas, escrito por el sacerdote católico alemán Heinrich Kramer, según algunos en colaboración con el inquisidor dominico Jakob Sprenger, y publicado en 1486, convirtiéndose en libro de instrucciones para la caza de brujas, se obsesionó con la idea de llevar al cine sus reflexiones en torno al mismo y al fenómeno de la brujería, su persecución y represión, a la luz de la ciencia y la psicología modernas.

Para tamaño proyecto necesitaba encontrar una manera nueva, diferente, de contar cinematográficamente, y decidió estructurar la película en varias partes, dividiéndola en distintas secciones, variando no sólo la época histórica en la que se desarrolla su acción, sino también su tono y estilo formal en cada apartado.

«Simpatía por el diablo»

Tres largos años de trabajo ímprobo le llevaron a Christensen crear un filme único, que comienza como una suerte de erudita disertación sobre las creencias sobrenaturales en la Edad Media, su cosmología, las apariciones de demonios y la fe supersticiosa en la magia negra, el satanismo y la brujería, para proseguir con una serie de recreaciones en forma de viñetas narrativas, que muestran con impresionante detallismo las visiones fantásticas de brujas y hechiceros, incluyendo un espectacular aquelarre con la presencia del demonio (papel que el director se reservó para sí mismo, así como una breve aparición encarnando a Cristo, gesto sin duda no carente de intención).

Pasamos después a un extenso fragmento ficcionalizado sobre la persecución de las brujas, las prácticas para reconocerlas y los juicios y sádicas torturas de la Inquisición, siguiendo el proceso al que es sometida una inofensiva hechicera, la vieja María, hasta su condena. La parte final vuelve al tono semi-documental y nos lleva al siglo XX, para iluminar por medio de la ciencia las supersticiones y visiones de brujas y hechiceros, las posesiones diabólicas masivas, como la de las monjas de Loudon, que el cineasta compara con la histeria y las neurosis identificadas por la moderna psicología, condenando el fanatismo religioso que condujo a la hoguera, según reza la película, a más de ocho millones de mujeres, hombres y niños, ejecutados por brujería.

La visión personal de Christensen es materialista y científica, con ciertos resabios gnósticos que muestran claramente su «simpatía por el diablo», desde un punto de vista ilustrado, reflejando su profundo rechazo hacia un fervor religioso tan supersticioso en su ignorancia como las creencias populares de brujas y hechiceros. Sin embargo, la película combina este mensaje racionalista con la dramatización de las fantasías de los propios creyentes y practicantes de tales supersticiones, con espectaculares resultados, estéticamente deslumbrantes.

Las escenas del aquelarre, con sus brujas volando en escobas hacia el sabbath, atravesando cielos y nubes de tormenta por encima de la pequeña ciudad medieval, seguidas por la orgiástica celebración ante el propio Belcebú, plagada de diablos, se inspiran en los grabados medievales y renacentistas de Baldung Grien y Durero, evocando las obras de El Bosco y las pinturas negras de Goya, combinando con descaro erotismo, fantasmagoría, horror y humor grotesco.

Para rodar esta parte, Christensen hizo construir una detallada maqueta a escala de la ciudad, desarrolló un pionero sistema de filmación similar al del croma actual, superponiendo a los actores y actrices que vuelan en escoba sobre las imágenes del cielo tormentoso, a su vez rodadas en escenarios naturales. Perfeccionó los efectos de la exposición múltiple fotográfica, creando otros nuevos y sorprendentes.

Los detalles históricos y la ambientación medieval fueron recreados por el realizador con detallismo casi maníaco —a fin de aumentar la sensación de realismo, Christensen contrató para el papel de la vieja hechicera a una vendedora de flores y enfermera de la Cruz Roja, Maren Pedersen, que no tenía experiencia alguna como actriz—, alargando el periodo de rodaje muy por encima de lo estimado y convirtiendo la película en la más cara rodada hasta entonces en las cinematografías escandinavas.

El director se encontró de principio a fin con múltiples dificultades añadidas. Al inicio del proyecto había intentado que participaran algunos historiadores expertos en el tema, pero estos se negaron rotundamente, mostrándose además contrarios a la película. Una vez terminada, la censura danesa obligó a que se hicieran numerosos cortes en varias escenas consideradas demasiado violentas o eróticas, ante el disgusto de Christensen.

Lo cierto es que este no se había puesto cortapisa alguna, incluyendo desnudos, primeros planos de las crueles torturas inquisitoriales e imágenes perturbadoras. Por fortuna, los fragmentos mutilados se reintegrarían a las distintas versiones restauradas por el Swedish Film Institute, la última de ellas digitalmente en 2016.

Salto a América

Una vez estrenada, Häxan despertó, como no podía ser de otra manera, reacciones opuestas. No fueron pocos los críticos que la encontraron difícil de seguir, con su mezcla de documental e historias de ficción, rigor histórico y fantasía desatada. El delirio erótico y grotesco de sus imágenes, el mensaje anticlerical, la obvia simpatía de Christensen por las brujas como víctimas de la superstición, la ignorancia y el fanatismo religioso, combinado todo con la delectación sensacionalista en sádicas torturas y crueldades, resultó indigerible para parte de la prensa escandinava, condenando el filme como ofensivo e inmoral.

Dreyer la ensalzó de inmediato, poniéndola como ejemplo a seguir para los cineastas nórdicos, mientras también la crítica de Nueva York y la prensa de Hollywood, fascinada por su espectacularidad e inventiva visual, consideraban a su director como uno de los mejores de Europa. Por supuesto, los surrealistas franceses la adoraron de inmediato: en ella encontraban tanto una feroz subversión de los valores tradicionales, como la imaginería diabólica, erótica y esotérica que amaban, amén de un toque casi freudiano en sus explicaciones racionalistas. El caldero de brujas ideal para Breton y sus amigos.

Häxan tropezó con la censura al estrenarse en Francia, Alemania y Estados Unidos, siendo retirada rápidamente de cartelera. Pero si bien no llegó a cumplir las expectativas económicas de Christensen, algo que curiosamente comparte con el Nosferatu de Murnau, aunque por motivos distintos, sí le sirvió a este para promocionarse internacionalmente, primero trabajando en la alemana UFA para, poco después, pasar a Estados Unidos.

En Hollywood permaneció entre 1924 y 1929, contratado primero por MGM y después por Warner. Su fortuna fue irregular y la mayoría de sus filmes americanos se han perdido, si bien algunos, como The Devil’s Circus (1926) o Mockery (1927), han reaparecido milagrosamente, como también su mejor logro del periodo, la comedia de misterio Seven Footprints to Satan (1929), basada en la novela de Abraham Merritt, parte de una trilogía en la que colaboró como guionista el escritor Cornell Woolrich. En muchos de sus títulos aparecían connotaciones satánicas o diabólicas que a veces poco o nada tenían que ver con su argumento, en un intento de amortizar la fama escandalosa de Häxan.

Aunque su siguiente colaboración con Woolrich, House of Horror (1929), fue un éxito, Christensen no estaba nada satisfecho con su experiencia americana. Harto de presiones, despidos y falta de libertad creativa, volvió a Dinamarca, donde apenas volvió a dirigir, abandonando el cine en 1942, tras el fracaso de su última película, The Lady with the Light Gloves (1942). Curiosamente, encontró trabajo como encargado de un cine en Copenhague, viviendo en la intimidad y el olvido hasta su muerte en 1959, con 79 años.

Obra de culto

El destino de Häxan, sin embargo, sería muy diferente. Fue reestrenada en su país en 1941, poco después de la invasión alemana, con un prólogo añadido por el director donde este insistía en su naturaleza divulgativa y educativa, además de con nuevos intertítulos. Pero su apogeo llegaría en plena eclosión de la Contracultura, el underground y el revival ocultista y New Age de los años 60.

Es entonces cuando entra en escena el fascinante director y distribuidor británico Anthony Balch, fanático del terror y de lo extraño, realizador de cortos experimentales y del filme de culto Horror Hospital (1973), amigo íntimo y colaborador de William Burroughs, quien estrenaría en los cines ingleses títulos tan singulares como Onibaba (1964) de Kaneto Shindo, el satánico y psicodélico Invocation of My Demon Brother (1969) del crowleyano Kenneth Anger, o Supervixens (1975) de Russ Meyer.

Aprovechando el vacío legal que había dejado Häxan en dominio público, Balch remontó la película en 1967, retitulándola Häxan. Witchcraft to the Ages (La brujería a través de los tiempos, título con el que sería conocida en nuestro país), reduciendo su duración original de 104 a 76 minutos, sincronizando una narración ad-hoc leída por el mismísimo Burroughs y acompañando sus imágenes con una provocadora banda sonora de free jazz, a cargo del músico suizo Daniel Humair, al frente de un quinteto entre cuyos integrantes se contaba el violinista Jean-Luc Ponty.

En plena Era de Acuario, apenas un año antes del estreno de La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1968) de Polanski, y uno después de la fundación en San Francisco de la Iglesia de Satán de Anton LaVey, Häxan se convirtió de inmediato en un filme de culto para sesiones de medianoche en los templos nocturnos de Londres, Nueva York o Los Angeles, en salas abarrotadas por hippies y beatniks, envueltas en la niebla de porros y pipas de marihuana, ante los ojos desorbitados de una nueva generación que «viajaba», literalmente, como las brujas del filme, en alas del LSD y de las alucinantes imágenes creadas por Christensen más de cuarenta años atrás.

A lo largo de las décadas, el poder mágico y la influencia de Häxan no dejaron de crecer, de forma sutil pero contundente. Su tratamiento racionalista, mágico y materialista al tiempo, pero, sobre todo, crítico con el fanatismo religioso y la Inquisición influiría en las mejores películas sobre el tema, como Madre Juana de los Ángeles (1961) de Kawalerowicz, Martillo para las brujas (1970) de Otakar Vávra o Los diablos (1971) de Ken Russell, al tiempo que en las más locas, comerciales y eróticas de Michael Reeves, Jesús Franco, Paul Naschy, Michael Armstrong o Adrian Hoven.

Pero también su reconstrucción erudita y escalofriante de las supersticiones y fantasías medievales, con su cortejo de hechicerías, paganismo y criaturas diabólicas, marcaría profundamente esa tendencia subterránea del cine fantástico, hoy de nuevo en boga, conocida como folk-horror.

Sobre todo, su original fórmula de documental dramatizado, con su docta presentación de los hechos, rodeando de verosimilitud científica e histórica imágenes fantásticas, grotescas y eróticas, sería transformada en tópico narrativo por el género mondo italiano, ese documental sensacionalista (o shockumentary como dicen los anglosajones), así bautizado por la seminal Mondo cane (1962) de Cavara, Jacopetti y Prosperi, estrenada en España como Este perro mundo, de la que desciende en línea directa la sangrienta Holocausto caníbal.

Así, hasta llegar a un par de jóvenes cinéfagos que resucitaron y reificaron la receta para El proyecto de la bruja de Blair, abriendo nuevo territorio para el «falso metraje encontrado» y el «falso documental» de terror, que reinaron en el género durante más de una década y todavía hoy siguen dando coletazos.

Admirada por lumbreras del fantástico como Guillermo del Toro, Rob Zombie —que le rinde homenaje en su magnífica The Lords of Salem (2012)—, Robert Eggers —que reconoce su influencia en su mejor película: La bruja (2015)— o Richard Stanley, entre otros; fuente de inspiración para músicos y bandas de rock gótico y vanguardista, Häxan nos recuerda que artefactos tan modernos, posmodernos e hipermodernos como el falso documental, la película-ensayo, el docudrama y la no-ficción, o modas tan recientes como el «metraje encontrado de terror» y el folk horror acaban de cumplir, en realidad, como el propio Nosferatu, un siglo de existencia.

Música para una banda sonora vital: Amenaza en la sombra (Don’t Look Back, Nicolas Roeg, 1973)

El compositor italiano Pino Donaggio pone la música de este thriller, adaptación de una historia de Daphne Du Maurier, en torno a una pareja inglesa (Donald Sutherland y Julie Christie) que se muda a Venecia, donde él ha recibido el encargo de restaurar una antigua iglesia, para intentar superar la trágica pérdida de su pequeña hija. Su estancia se verá afectada al conocer a dos hermanas, una de las cuales es vidente y les advierte, por un lado, de que puede entrar en comunicación con la difunta, y por otro, que un peligro mortal les acecha mientras permanezcan en la ciudad italiana. Efectiva combinación de historia de misterio y relato de terror, tan romántica como perturbadora, detalles que también se perciben en su banda sonora.

Diálogos de celuloide: Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, Clint Eastwood, 1995)

Francesca: ¡Cuándo te vayas voy a tener que sentarme aquí el resto de mi vida, preguntándome qué me ocurrió! Tendré que preguntarme si estarás sentado en la cocina de un ama de casa en Rumanía o en cualquier otro lugar, contándoselo todo acerca de tu mundo de amigos, incluyéndome en ese grupo.

Robert: ¿Qué quieres que diga?

Francesca: Yo no quiero que digas nada. En realidad no necesito que digas nada.

Robert: Quiero que acabes con esto ahora mismo.

Francesca: Bien, ¿más huevos o quieres que follemos sobre el suelo por última vez?

Robert: Yo… no voy a disculparme por ser quien soy.

Francesca: No. Nadie te pide que lo hagas.

Robert: Y no voy a permitir que me hagas sentir que he hecho algo mal.

Francesca: No, no te preocupes, no te voy a hacer sentir nada y punto. Porque te has creado ese papelito en el mundo en el que consigues ser un mirón, un ermitaño y un amante cuando lo deseas, y los demás debemos sentirnos muy agradecidos por ese breve momento que nos tocaste ¡Vete al cuerno! ¡No es humano no sentirse solo y no es humano no sentir miedo! ¡Eres un hipócrita y un falso!

Robert: No quiero necesitarte.

Francesca: ¿Por qué?

Robert: Porque no puedo tenerte.

(guion de Richard LaGravenese a partir de la novela de Robert James Waller)

Apuntes sobre El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939)

 

Además de ser una de las grandes películas de 1939, año que sigue siendo una de las mejores cosechas del cine de todos los tiempos, el de El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), adaptación de la novela de L. Frank Baum de 1900 The Wonderful Wizard of Oz (según se dice, así llamada por la ficha indicadora del orden alfabético del cajón un archivador de su despacho, O-Z, cuando el escritor improvisaba una historia para sus hijos y los amigos de estos), es también uno de los rodajes más míticos, por complejo y accidentado, de la historia de las películas. No se trataba de la primera versión de la novela (ya se habían hecho varios montajes teatrales, en Chicago y Nueva York, entre 1902 y 1911; se había rodado en 1925 una película inspirada en el mundo de Oz, que en la obra del autor ocupaba catorce novelas en el momento de su muerte, impulsada por el hijo de Baum y con un jovencito Oliver Hardy como el Hombre de Hojalata, y en 1933 se hizo una adaptación dibujos animados que no se distribuyó), pero la gran repercusión que el año anterior había tenido la Blancanieves de Disney hizo que la Metro Goldwyn Mayer impulsara el embrión de un proyecto que Arthur Freed tenía pensado para Judy Garland. Superado el primer escollo, la compra de los derechos de la novela, que estaban en posesión de Samuel Goldwyn (el magnate hizo un buen negocio: pagó 14000 dólares por ellos y recibió 75000), Mervyn LeRoy fue puesto al mando de la producción en la Navidad de 1938, con Freed como su segundo, y dio así inicio un largo proceso de siete meses para la configuración del reparto, la escritura del guion, el diseño de producción, la elección del equipo técnico y la caracterización exterior de los personajes.

Más de una docena de guionistas participaron en la elaboración del texto finalmente firmado por Noël Langley, Florence Ryerson y Edgar Alan Wolfe. La indefinición inicial del proyecto (si se trataba o no de un musical y, en caso de ser así, qué estilo habría de tener) propició una serie de desaguisados y propuestas de lo más descabelladas que, felizmente, no gozaron de consideración (hacer de Dorothy una princesa que cantara ópera, que Oz estuviera cruzado por un puente de colores, colocarle a la bruja malvada un hijo tonto, añadir un partenaire masculino de Dorothy según la plantilla del héroe de capa y espada de los cuentos de hadas, introducir una subtrama de rivalidad entre este y el novio granjero de la muchacha…). A Langley se le ocurrió una de las más efectivas claves de la película, que determinados personajes del mundo «real» y del universo paralelo de Oz fueran interpretados por los mismos actores; por otra parte, uno de los guionistas no acreditados, el célebre Herman J. Mankiewicz, sugirió otra de las señas de identidad del filme, el cambio de blanco y negro a color según se tratara del mundo «real» o el de fantasía, ocurrencia que tendría efectos considerables en el desarrollo técnico del rodaje. Por su parte, Arthur Freed y los responsables musicales de la cinta, Herbert Stothart, E.Y. Harburg y Harold Arlen, descartaron la ópera, el swing y las baladas como vehículos musicales de la película y optaron por un repertorio de canciones de aire tradicional integradas en la historia, cuyos números y letras sirvieran para impulsar el desarrollo de la trama.

La conformación del reparto no fue tampoco tarea fácil. Solo Freed defendía su idea primigenia de ofrecer el papel protagonista a Judy Garland, ya que el estudio prefería alquilar la participación de Shirley Temple a la 20th Century Fox y contar con el célebre W. C. Fields en el papel del mago. El elevado coste de alquiler exigido por el estudio rival a cambio de su estrella (que solo tenía 1o años) y sus escasas dotes para el canto, obligaron a hacer caso a la sugerencia de Freed a pesar de que Garland resultaba demasiado mayor, y algo pasada de peso, para representar a la niña de la novela, asimilada a la Alicia de Lewis Carroll. En cuanto al personaje del mago, las altas pretensiones económicas de Fields por su breve participación (150000 dólares) llevaron al estudio a contemplar otras opciones (Ed Wynn, Wallace Beery, Robert Benchley, Victor Moore, Charles Winneger, recalando finalmente el papel en un hombre de la casa, es decir, barato, Frank Morgan. Roy Bolger y Buddy Ebsen intercambiaron sus papeles de Hombre de Hojalata y de Espantapájaros por insistencia del primero, y como León Cobarde, descartada la disparatada ocurrencia de que lo interpretara el mismísimo león de la Metro, se escogió a Bert Lahr, que debía portar un pesado traje de cincuenta kilos de peso. Billie Burke, la viuda del gran Ziegfeld, como Bruja Buena, y Margaret Hamilton, que obtuvo el papel de malvada Bruja del Oeste por delante de Edna May Oliver o Gale Sondergaard, completaron el cuadro de secundarios, sin olvidar a Totó, el terrier escocés que en realidad se llamaba Terry. Para la multitud de munchkins, los duendes o gnomos de Oz, se recurrió a Singer, un empresario de circo, y a un representante que se hacía llamar Coronel Doyle. Rivales ambos en el ambiente del circo, finalmente Doyle logró que se apartara a Singer y él se encargó de reclutar por todo el país a dos centenares actores y figurantes que midieran un máximo de metro cuarenta de altura (son proverbiales las anécdotas, algo exageradas, del bochornoso comportamiento de algunos de estas incorporaciones en el rodaje y en los hoteles donde se alojaban, haciendo necesaria la presencia de la policía y multiplicando las denuncias por comportamiento inmoral: entre ellos había navajeros, proxenetas, borrachos y acosadores, hubo peleas y se organizaron orgías, un agente de policía fue mordido en una pierna, tenían que disponerse agentes en todas las plantas de los hoteles donde se alojaban, se presentaban bebidos y sin dormir en los rodajes…).

Cedric Gibbons, diseñador artístico de la casa, se ocupó de confeccionar los casi setenta decorados y todas las miniaturas necesarios para un rodaje repartido en veintinueve platós, y se estableció que el rodaje se haría en un sistema Technicolor de tres franjas (la película en blanco y negro se proyecta a través de un prisma que segrega los colores primarios, rojo, amarillo y azul) muy costoso y complicado técnicamente (el negativo de la filmación tenía que ser retocado a mano en posproducción para atenuar la fuerza de los colores) que forzaba a emplear una cámara muy voluminosa y una iluminación muy potente, equivalente al de medio centenar de viviendas de tamaño medio, que absorbía con rapidez el oxígeno del plató, lo cual hacía que el rodaje fuera un horno y se tuvieran que abrir las puertas en cada pausa para recuperar una atmósfera habitable. Con los elaborados maquillajes y los laboriosos y pesados trajes y la infraestructura necesaria para los efectos especiales (gelatinas, transparencias, planchas de cristal, pigmentos coloreados para los animales), la experiencia para los intérpretes resultaba de una exigencia rayana en lo insoportable. Con todo, la dificultad mayor fue encontrar un director capaz de dirigir un rodaje que era como un ejército y de impedir que naufragara. El primeramente designado, Norman Taurog (antiguo actor infantil y el director más joven en recibir el Oscar de la Academia), que iba a contar con la ayuda de Busby Berkeley para los numeros musicales, fue reemplazado por Richard Thorpe, cuyo perfil se ajustaba más al tono y el estilo del cine de aventuras. No obstante, los sucesivos retrasos derivados de la complicada técnica de rodaje y de las horas necesarias de maquillaje (la bruja de Margaret Hamilton, por ejemplo, que pasaba horas inmovilizada para maquillarse y desmaquillarse), así como de los accidentes y los imprevistos (la alergia de Ebsen al pigmento metálico del Hombre de Hojalata -tuvo que pasar por una cámara de oxígeno de un hospital- y su sustitución a toda prisa por Jack Healey, un préstamo de emergencia de la 20th Century Fox; el mono volador caído sobre el perrito Terry; el esguince de tobillo de Burke; el efecto pirotécnico que causó quemaduras de segundo grado en las manos y la cabeza de Margaret Hamilton -la toma se mantuvo en el montaje final- y la lesión que provocó a su doble una de las escobas «voladoras»), además del descontento de Mervyn LeRoy ante el material rodado, la caracterización demasiado estilizada de Garland y el excesivo protagonismo concedido en pantalla a Totó, llevaron a al productor a despedir a Thorpe y a sustituirlo por otro director a priori nada adecuado: George Cukor.

Este, que estaba ya supervisando el rodaje de Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939) para David O. Selznick, apenas tuvo tiempo de aportar algo más que dos detalles fundamentales: el primero, la reorganización de todo el material rodado para facilitar el montaje de acuerdo a un ritmo más vivo y a un mejor metraje; el segundo, el cambio de caracterización de Dorothy, pasando de la niña rubia y demasiado exuberante próxima al modelo de la Alicia de Carroll, a la granjera pelirroja con coletas que se ha convertido en un icono. Dedicado finalmente al rodaje para Selznick (del que pronto sería asimismo despedido), la silla de director pasó a Victor Fleming, otra designación discutible, dado el carácter de masculinidad exacerbada con el que dotaba a sus películas de aventuras y a sus cintas de acción. Acompañado de su guionista y amigo John Lee Mahin, que reescribió el guion para que ganara en concreción y dinamismo, fue, sin embargo, una elección perfecta (y eso que debutó de manera polémica: harto de los ataques de risa de Garland ante las cabriolas y chanzas de Bert Lahr, Fleming las cortó de raíz dándole una bofetada delante de todo el equipo para, inmediatamente después, ordenarle a Mahin que le propinara un puñetazo en la nariz, delante de todos, como pago por su mala acción; Garland reaccionó y no volvió a dar ningún problema de disciplina en todo el rodaje, y siempre tuvo palabras amables para Fleming). El nuevo director ayudó a LeRoy a convencer a la Metro de que no cancelara el proyecto, que ya iba camino del millón de dólares de sobrecoste y de los cinco meses de un rodaje inicialmente previsto para entre cuatro y ocho semanas), y cuando, tras filmar el ochenta por ciento del montaje final, abandonó la película para hacerse cargo de la superproducción de Selznick, tomó las riendas de la cinta King Vidor, que filmó las escenas en blanco y negro que transcurren en Kansas, entre ellas el inmortal de la canción Over the Rainbow.

La última batalla, la del montaje, se libró en torno a la conservación o no de esta escena (el estudio quería eliminarla, no entendían qué pintaba la protagonista cantando en un granero, pero Freed y LeRoy la defendieron con uñas y dientes y se salieron con la suya), así como alrededor de detalles como el número musical del León Cobarde, que costó mucho tiempo y dinero filmar y terminó muy recortado. Finalmente, la película supuso un coste de casi tres millones de dólares, más otro en tirada de copias, difusión y publicidad. La recaudación, amplia (poco más de tres millones) no ayudó a recuperar la inversión inicial, y el estudio perdió un cuarto de millón de dólares. No obstante, los sucesivos reestrenos de la película a partir de 1949 no produjeron más que beneficios millonarios, lo que, unido a los derechos televisivos y de reproducción en vídeo y DVD hicieron de la película un buen negocio para la MGM. Un último detalle aleja la película de los prosaicos asuntos monetarios y la arrastra de nuevo al ámbito de la magia: la historia de Dorothy, la niña que que sueña con viajar «más allá del arco iris» y ve su deseo hecho realidad cuando un tornado se la lleva con su perrito al mundo de Oz para encontrarse con la Malvada Bruja del Oeste, la Bruja Buena del Norte (Billie Burke) y el Camino Amarillo que la conduce a la Ciudad Esmeralda, donde vive el todopoderoso Mago de Oz, acompañada de sus nuevos amigos el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León Cobarde (Bert Lahr), que desean que el mago les proporcione, respectivamente, un cerebro, un corazón y el coraje que le falta, encierra un truco postrero, tal vez el mejor de la cinta: entre el guardarropa de segunda mano adquirido por MGM para la película se encontraba la chaqueta que vestía Frank Morgan en su caracterización del mago; en el interior del cuello de la chaqueta, en una etiqueta, el nombre de su anterior propietario: L. Frank Baum. Una vez finalizado el rodaje, el estudio le regaló la chaqueta a la viuda del escritor.

Música para una banda sonora vital: Mishima: una vida en cuatro capítulos (Mishima: A Life in Four Chapters, Paul Schrader, 1985)

Philip Glass compone la excelsa partitura de esta obra mayor de Paul Schrader, coproducida por Francis F. Coppola y George Lucas a través de la compañía Zoetrope y dividida en cuatro capítulos (La belleza, Arte, Acción, Armonía de la pluma y la espada) que remiten a algunas de sus obras (El pabellón de oro, La casa de Kyoto, Caballos desbocados), que recorre la vida y la obra de este autor japonés. Partiendo del día en que Mishima se hizo el seppuku (o harakiri), el 25 de noviembre de 1970, en el Cuartel General del Ejército, el relato se construye a base de flashbacks que relatan distintos episodios de su biografía: su infancia, sus comienzos como escritor, el triunfo y su conversión en estrella mediática, sus obsesiones por la belleza física y sus ambiguos gustos sexuales, así como la creación de la militarista «Sociedad del Escudo».

La composición de Glass fue galardonada, junto a la fotografía de John Bailey y los decorados y el vestuario de Eiko Ishioka, con el Premio a la Mejor Contribución Artística en el festival de Cannes de 1985, y dan cuerpo a esta espléndida película, que propone tanto una reconstrucción de los principios vitales y artísticos de Mishima como una reflexión sobre el oficio de crear.

Cine en fotos: Cary Grant

Era bueno, muy bueno. No se le escapaba una. Nunca tuvo el premio [de la Academia]. Le dieron un Oscar «especial»… Pero es una idiotez, porque los actores que suelen hacer protagonistas, para obtener un premio, tienen que cojear o hacer de retrasados. Nunca ven al tipo que se esfuerza al máximo y consigue que parezca fácil. No les basta con que abra un cajón con elegancia, saque una corbata y se ponga una chaqueta. ¡Hay que sacar una pistola! Hay que sufrir. Entonces te ven. Ésas son las normas por las que se rigen los cuatro mil quinientos miembros de la Academia. No sé, son… Todo el mundo sabía que [Dustin] Hoffman iba a obtener el premio cuando interpretó al joven autista en Rain Man (1988). Se esforzó tanto, trabajó tan duro, tantas cosas que recordar. Sandeces.

(Billy Wilder habla sobre Gary Grant en Conversaciones con Billy Wilder (Cameron Crowe, Alianza Editorial, 2012).