Imitando a Orson Welles (II): La muerte silba un blues (Jesús Franco, 1964)

Durante su mejor época como director (cabría afirmar que la más digna, la única digna, incluso), y al año siguiente de su primer acercamiento al universo noir inspirado en Orson Welles, Rififí en la ciudad (1963), Jesús Franco repitió fórmula con esta película de intriga que remite, en el fondo y en la forma, a la obra del genio de Wisconsin, de quien el español había sido asistente y ayudante de dirección durante sus rodajes previos en España. En particular, títulos importantes en la filmografía de Welles como La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), Mr. Arkadin (1955) o Sed de mal (Touch of Evil, 1958) están muy presentes, mediante alusiones estilísticas constantes, en esta modesta propuesta española de thriller con aires internacionales. Uno de los terrenos favoritos del cineasta estadounidense, el de las ciudades de tránsito internacional, con misterios y enigmas alrededor del contrabando, el mercado negro, el espionaje, la persecución policial y personajes de oscuro pasado, nacionalidad incierta, mixtura cultural y turbiedades psicológicas, que Franco hace suyo de nuevo en esta historia de planteamiento estimable, desarrollo fallido y conclusión mediocre, pero en conjunto llamativo en la cinematografía española del momento.

Vogel (Georges Rollin), un traficante y contrabandista que ahora se esconde en Kingston, la capital de Jamaica, bajo la fachada de respetabilidad del millonario Paul Radeck, su nueva identidad como hombre de negocios, hizo su fortuna tras traicionar a dos amigos y socios, Castro, abatido por la policía en un control que pretendía atravesar con un cargamento de armas, y Julius Smith (Manuel Alexandre), cuya máxima aspiración en la vida era triunfar como trompetista. Diez años después de este episodio y tras pasar ocho en la cárcel, Smith ha logrado su sueño, y además de grabar discos, es la gran estrella de un club de Nueva Orleans; en particular, su tema El blues del tejado es un gran éxito popular. La aparición de una cantante de cabaret, Moira Santos (Danik Patisson), muy interesada en Castro y Smith, la recuperación de la pista de Vogel y la comisión de un crimen ponen tras los pasos del delincuente al comisario Fenton (Fortunio Bonanova, asimismo antiguo actor para Welles en Ciudadano Kane) y a su ayudante Folch (Adriano Domínguez) -apoyados por un subalterno de breve aparición interpretado por un joven Agustín González-. La llegada a Kingston de un enigmático forastero (Conrado San Martín) que empieza a rondar a Radeck, a su esposa (Perla Cristal) y a su secuaz y hombre de confianza, Moroni (Gérard Tichy), y al que Radeck toma por un Castro «resucitado», completa un planteamiento de secretos y mentiras que se desarrolla primordialmente en ambientes nocturnos de la isla.

No es una elección baladí, puesto que en parte responde a la necesidad de esconder o disimular las evidentes estrecheces presupuestarias en las que se maneja la película. La conversión de emplazamientos de rodaje españoles en localizaciones de Nueva Orleans y Jamaica, no siempre lograda (los vehículos españoles con las matrículas modificadas, los letreros, los neones, las señales y el atrezo que altera estéticamente fachadas o lugares para hacerlos «anglosajones», recursos aprendidos por Franco en los rodajes a bajo coste de Welles), obedece a esta técnica de trampantojo continuo a la que sirve igualmente el doblaje, que igualmente contribuye a uniformizar en la banda de sonido la presencia en el reparto de intérpretes extranjeros de lengua diferente al castellano o con distinto acento al español de España. La fotografía de Juan Mariné cumple igualmente un esta doble función, además de crear atmósfera siguiendo algunos de los patrones visuales de las películas de Welles (ángulos de cámara inclinados, empleo del claroscuro, de iluminaciones saturadas y luces distorsionadas, de rostros grotescos presentados en primer término, preferencia por los espacios urbanos filmados entre sombras, uso reiterado de la profundidad de campo y del contrapicado tanto en interiores como exteriores), ayuda a camuflar las carencias de espacios y decorados, tanto las propias de las limitaciones de financiación como las deficientes para hacer pasar un entorno determinado por exteriores de Luisiana o de Jamaica.

La compleja trama, en la que se mezclan historias del pasado y del presente con la investigación policial y una historia de venganza, encuentra no obstante en la brevedad de su metraje (apenas 78 minutos) tiempo para varios números musicales, filmados desde una artificiosidad algo chusca y grandilocuente en una intención de sofisticación y refinamiento que choca con la torpeza y falta de maña en las secuencias de acción, ya sea la persecución de coches o se trate de las escenas de pelea, en particular la que enfrenta a San Martín y Tichy, uno de los momentos álgidos de la historia que, sin embargo, en su concepción y desarrollo, provoca incluso la sonrisa. Los entornos de lujo y opulencia, en particular la mansión de Radeck, evidencian igualmente el «quiero y no puedo» de una puesta en escena sustentada en medios tan precarios, la cual, sin embargo, también cuenta con aciertos, como la recreación del ambiente nocturno en los locales de copas y música, convenientemente aderezado con la música de Antón García Abril, y, sobre todo, la secuencia donde tiene lugar el clímax, esa multitudinaria fiesta de disfraces (más por el adecuado aprovechamiento del espacio en relación al número de extras, y por los ángulos de cámara elegidos para mostrarlo, que por la abundancia de figurantes) que parece extraída directamente de la mascarada goyesca de Mr. Arkadin. Una película que no pasa de mera curiosidad aunque se sigue con cierto interés, tanto por la trama en sí (si uno pasa por alto la irregularidad del guion y de ciertas interpretaciones) como por la observación atenta de cómo intenta ponerse en pie un cine a todas luces por encima de las posibilidades de la producción (la película está financiada por Rosa Films S. A.) al mismo tiempo que intenta denodadamente emular la mano genial de Orson Welles, fantasma aludido pero en todo punto ausente de este ejercicio fallido de amor de un discípulo por la obra de su maestro.

Otra hermosa mentira: sobre Häxan, la brujería a través de los tiempos (Häxan, Benjamin Christensen, 1922)

Artículo de Jesús Palacios publicado en El Cultural el 24 de septiembre de 2022 con motivo del centenario de esta obra mayúscula.

‘Häxan’, el falso documental que revolucionó las historias de terror

En 1999, prácticamente un año antes de comenzar el nuevo siglo y milenio, una pequeña película de terror independiente, El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project), de dos jóvenes licenciados en cine, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se convirtió en fenómeno internacional, cambiando el panorama del género.

Presentada como si se tratara del supuesto «metraje encontrado» de un documental rodado por un grupo de estudiantes, la verosimilitud que su estilo aportaba a la narración revolucionó la forma de contar historias, poniendo de moda un ciclo de películas que jugaban con los formatos del reportaje, la entrevista y el documental; con técnicas, tropos y estilemas como el rodaje digital casero, los movimientos y cortes bruscos, el punto de vista subjetivo de la cámara y, por tanto, del espectador, todo ello empaquetado como «auténtico» documento fílmico.

Por supuesto, los expertos la compararon con la famosa e infame Holocausto caníbal (1980) de Ruggero Deodato, que dos décadas antes, usando recursos parecidos, convenciera a muchos de la autenticidad de su sangrienta y grotesca peripecia de canibalismo amazónico. Pero solo unos pocos se percataron del nombre de la compañía que producía la película: Haxan Films.

Un guiño al primer título en la historia del cine que utilizó la fórmula de la ficción disfrazada de documental (o a la inversa), inventando de un plumazo el falso documental en general, el de horror en particular, el docudrama, el documental sensacionalista mondo y de exploitation, y, en cierto modo, el cine de no-ficción y el cine-ensayo: Häxan (1922), del director, guionista y actor danés Benjamin Christensen.

Christensen es uno de los nombres imprescindibles del cine silente no solo escandinavo, sino universal. Pese a la relativa brevedad de su carrera y títulos, durante la década de los 20, tanto en su país como durante sus años en Hollywood, se convirtió en un cineasta de referencia a la altura de los alemanes Lang y Murnau o de sus colegas nórdicos Sjöstrom y Dreyer. De hecho, este último sentía una enorme admiración por el realizador danés y por Häxan, que consideraba una obra maestra e influiría en su propia producción.

En 1924, Christensen interpretaría un importante papel en la película Michael, realizada por Dreyer para la UFA, filme pionero en el tratamiento de la homosexualidad. Sería el éxito, acompañado también por el escándalo, de Häxan lo que le llevaría a Estados Unidos, con variado resultado artístico y personal.

Desde que un buen día Christensen descubriera un ejemplar del siniestro libro Malleus Maleficarum o Martillo de brujas, escrito por el sacerdote católico alemán Heinrich Kramer, según algunos en colaboración con el inquisidor dominico Jakob Sprenger, y publicado en 1486, convirtiéndose en libro de instrucciones para la caza de brujas, se obsesionó con la idea de llevar al cine sus reflexiones en torno al mismo y al fenómeno de la brujería, su persecución y represión, a la luz de la ciencia y la psicología modernas.

Para tamaño proyecto necesitaba encontrar una manera nueva, diferente, de contar cinematográficamente, y decidió estructurar la película en varias partes, dividiéndola en distintas secciones, variando no sólo la época histórica en la que se desarrolla su acción, sino también su tono y estilo formal en cada apartado.

«Simpatía por el diablo»

Tres largos años de trabajo ímprobo le llevaron a Christensen crear un filme único, que comienza como una suerte de erudita disertación sobre las creencias sobrenaturales en la Edad Media, su cosmología, las apariciones de demonios y la fe supersticiosa en la magia negra, el satanismo y la brujería, para proseguir con una serie de recreaciones en forma de viñetas narrativas, que muestran con impresionante detallismo las visiones fantásticas de brujas y hechiceros, incluyendo un espectacular aquelarre con la presencia del demonio (papel que el director se reservó para sí mismo, así como una breve aparición encarnando a Cristo, gesto sin duda no carente de intención).

Pasamos después a un extenso fragmento ficcionalizado sobre la persecución de las brujas, las prácticas para reconocerlas y los juicios y sádicas torturas de la Inquisición, siguiendo el proceso al que es sometida una inofensiva hechicera, la vieja María, hasta su condena. La parte final vuelve al tono semi-documental y nos lleva al siglo XX, para iluminar por medio de la ciencia las supersticiones y visiones de brujas y hechiceros, las posesiones diabólicas masivas, como la de las monjas de Loudon, que el cineasta compara con la histeria y las neurosis identificadas por la moderna psicología, condenando el fanatismo religioso que condujo a la hoguera, según reza la película, a más de ocho millones de mujeres, hombres y niños, ejecutados por brujería.

La visión personal de Christensen es materialista y científica, con ciertos resabios gnósticos que muestran claramente su «simpatía por el diablo», desde un punto de vista ilustrado, reflejando su profundo rechazo hacia un fervor religioso tan supersticioso en su ignorancia como las creencias populares de brujas y hechiceros. Sin embargo, la película combina este mensaje racionalista con la dramatización de las fantasías de los propios creyentes y practicantes de tales supersticiones, con espectaculares resultados, estéticamente deslumbrantes.

Las escenas del aquelarre, con sus brujas volando en escobas hacia el sabbath, atravesando cielos y nubes de tormenta por encima de la pequeña ciudad medieval, seguidas por la orgiástica celebración ante el propio Belcebú, plagada de diablos, se inspiran en los grabados medievales y renacentistas de Baldung Grien y Durero, evocando las obras de El Bosco y las pinturas negras de Goya, combinando con descaro erotismo, fantasmagoría, horror y humor grotesco.

Para rodar esta parte, Christensen hizo construir una detallada maqueta a escala de la ciudad, desarrolló un pionero sistema de filmación similar al del croma actual, superponiendo a los actores y actrices que vuelan en escoba sobre las imágenes del cielo tormentoso, a su vez rodadas en escenarios naturales. Perfeccionó los efectos de la exposición múltiple fotográfica, creando otros nuevos y sorprendentes.

Los detalles históricos y la ambientación medieval fueron recreados por el realizador con detallismo casi maníaco —a fin de aumentar la sensación de realismo, Christensen contrató para el papel de la vieja hechicera a una vendedora de flores y enfermera de la Cruz Roja, Maren Pedersen, que no tenía experiencia alguna como actriz—, alargando el periodo de rodaje muy por encima de lo estimado y convirtiendo la película en la más cara rodada hasta entonces en las cinematografías escandinavas.

El director se encontró de principio a fin con múltiples dificultades añadidas. Al inicio del proyecto había intentado que participaran algunos historiadores expertos en el tema, pero estos se negaron rotundamente, mostrándose además contrarios a la película. Una vez terminada, la censura danesa obligó a que se hicieran numerosos cortes en varias escenas consideradas demasiado violentas o eróticas, ante el disgusto de Christensen.

Lo cierto es que este no se había puesto cortapisa alguna, incluyendo desnudos, primeros planos de las crueles torturas inquisitoriales e imágenes perturbadoras. Por fortuna, los fragmentos mutilados se reintegrarían a las distintas versiones restauradas por el Swedish Film Institute, la última de ellas digitalmente en 2016.

Salto a América

Una vez estrenada, Häxan despertó, como no podía ser de otra manera, reacciones opuestas. No fueron pocos los críticos que la encontraron difícil de seguir, con su mezcla de documental e historias de ficción, rigor histórico y fantasía desatada. El delirio erótico y grotesco de sus imágenes, el mensaje anticlerical, la obvia simpatía de Christensen por las brujas como víctimas de la superstición, la ignorancia y el fanatismo religioso, combinado todo con la delectación sensacionalista en sádicas torturas y crueldades, resultó indigerible para parte de la prensa escandinava, condenando el filme como ofensivo e inmoral.

Dreyer la ensalzó de inmediato, poniéndola como ejemplo a seguir para los cineastas nórdicos, mientras también la crítica de Nueva York y la prensa de Hollywood, fascinada por su espectacularidad e inventiva visual, consideraban a su director como uno de los mejores de Europa. Por supuesto, los surrealistas franceses la adoraron de inmediato: en ella encontraban tanto una feroz subversión de los valores tradicionales, como la imaginería diabólica, erótica y esotérica que amaban, amén de un toque casi freudiano en sus explicaciones racionalistas. El caldero de brujas ideal para Breton y sus amigos.

Häxan tropezó con la censura al estrenarse en Francia, Alemania y Estados Unidos, siendo retirada rápidamente de cartelera. Pero si bien no llegó a cumplir las expectativas económicas de Christensen, algo que curiosamente comparte con el Nosferatu de Murnau, aunque por motivos distintos, sí le sirvió a este para promocionarse internacionalmente, primero trabajando en la alemana UFA para, poco después, pasar a Estados Unidos.

En Hollywood permaneció entre 1924 y 1929, contratado primero por MGM y después por Warner. Su fortuna fue irregular y la mayoría de sus filmes americanos se han perdido, si bien algunos, como The Devil’s Circus (1926) o Mockery (1927), han reaparecido milagrosamente, como también su mejor logro del periodo, la comedia de misterio Seven Footprints to Satan (1929), basada en la novela de Abraham Merritt, parte de una trilogía en la que colaboró como guionista el escritor Cornell Woolrich. En muchos de sus títulos aparecían connotaciones satánicas o diabólicas que a veces poco o nada tenían que ver con su argumento, en un intento de amortizar la fama escandalosa de Häxan.

Aunque su siguiente colaboración con Woolrich, House of Horror (1929), fue un éxito, Christensen no estaba nada satisfecho con su experiencia americana. Harto de presiones, despidos y falta de libertad creativa, volvió a Dinamarca, donde apenas volvió a dirigir, abandonando el cine en 1942, tras el fracaso de su última película, The Lady with the Light Gloves (1942). Curiosamente, encontró trabajo como encargado de un cine en Copenhague, viviendo en la intimidad y el olvido hasta su muerte en 1959, con 79 años.

Obra de culto

El destino de Häxan, sin embargo, sería muy diferente. Fue reestrenada en su país en 1941, poco después de la invasión alemana, con un prólogo añadido por el director donde este insistía en su naturaleza divulgativa y educativa, además de con nuevos intertítulos. Pero su apogeo llegaría en plena eclosión de la Contracultura, el underground y el revival ocultista y New Age de los años 60.

Es entonces cuando entra en escena el fascinante director y distribuidor británico Anthony Balch, fanático del terror y de lo extraño, realizador de cortos experimentales y del filme de culto Horror Hospital (1973), amigo íntimo y colaborador de William Burroughs, quien estrenaría en los cines ingleses títulos tan singulares como Onibaba (1964) de Kaneto Shindo, el satánico y psicodélico Invocation of My Demon Brother (1969) del crowleyano Kenneth Anger, o Supervixens (1975) de Russ Meyer.

Aprovechando el vacío legal que había dejado Häxan en dominio público, Balch remontó la película en 1967, retitulándola Häxan. Witchcraft to the Ages (La brujería a través de los tiempos, título con el que sería conocida en nuestro país), reduciendo su duración original de 104 a 76 minutos, sincronizando una narración ad-hoc leída por el mismísimo Burroughs y acompañando sus imágenes con una provocadora banda sonora de free jazz, a cargo del músico suizo Daniel Humair, al frente de un quinteto entre cuyos integrantes se contaba el violinista Jean-Luc Ponty.

En plena Era de Acuario, apenas un año antes del estreno de La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1968) de Polanski, y uno después de la fundación en San Francisco de la Iglesia de Satán de Anton LaVey, Häxan se convirtió de inmediato en un filme de culto para sesiones de medianoche en los templos nocturnos de Londres, Nueva York o Los Angeles, en salas abarrotadas por hippies y beatniks, envueltas en la niebla de porros y pipas de marihuana, ante los ojos desorbitados de una nueva generación que «viajaba», literalmente, como las brujas del filme, en alas del LSD y de las alucinantes imágenes creadas por Christensen más de cuarenta años atrás.

A lo largo de las décadas, el poder mágico y la influencia de Häxan no dejaron de crecer, de forma sutil pero contundente. Su tratamiento racionalista, mágico y materialista al tiempo, pero, sobre todo, crítico con el fanatismo religioso y la Inquisición influiría en las mejores películas sobre el tema, como Madre Juana de los Ángeles (1961) de Kawalerowicz, Martillo para las brujas (1970) de Otakar Vávra o Los diablos (1971) de Ken Russell, al tiempo que en las más locas, comerciales y eróticas de Michael Reeves, Jesús Franco, Paul Naschy, Michael Armstrong o Adrian Hoven.

Pero también su reconstrucción erudita y escalofriante de las supersticiones y fantasías medievales, con su cortejo de hechicerías, paganismo y criaturas diabólicas, marcaría profundamente esa tendencia subterránea del cine fantástico, hoy de nuevo en boga, conocida como folk-horror.

Sobre todo, su original fórmula de documental dramatizado, con su docta presentación de los hechos, rodeando de verosimilitud científica e histórica imágenes fantásticas, grotescas y eróticas, sería transformada en tópico narrativo por el género mondo italiano, ese documental sensacionalista (o shockumentary como dicen los anglosajones), así bautizado por la seminal Mondo cane (1962) de Cavara, Jacopetti y Prosperi, estrenada en España como Este perro mundo, de la que desciende en línea directa la sangrienta Holocausto caníbal.

Así, hasta llegar a un par de jóvenes cinéfagos que resucitaron y reificaron la receta para El proyecto de la bruja de Blair, abriendo nuevo territorio para el «falso metraje encontrado» y el «falso documental» de terror, que reinaron en el género durante más de una década y todavía hoy siguen dando coletazos.

Admirada por lumbreras del fantástico como Guillermo del Toro, Rob Zombie —que le rinde homenaje en su magnífica The Lords of Salem (2012)—, Robert Eggers —que reconoce su influencia en su mejor película: La bruja (2015)— o Richard Stanley, entre otros; fuente de inspiración para músicos y bandas de rock gótico y vanguardista, Häxan nos recuerda que artefactos tan modernos, posmodernos e hipermodernos como el falso documental, la película-ensayo, el docudrama y la no-ficción, o modas tan recientes como el «metraje encontrado de terror» y el folk horror acaban de cumplir, en realidad, como el propio Nosferatu, un siglo de existencia.

Una plantilla para Coppola: Drácula (Dracula, John Badham, 1979)

En distintas entrevistas promocionales de su Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), e incluso después, su director, Francis Ford Coppola, ha relatado el origen de su interés por este mito del vampirismo y manifestado su particular perspectiva del personaje y la importancia temática y narrativa del amor frustrado como eje explicativo de sus acciones, hasta el punto de que su operística adaptación del clásico del autor irlandés (tan fiel e infiel a la novela como casi todas las demás, aunque intentara legitimar su teórico mayor ánimo de exactitud en su aproximación a la obra incluyendo el nombre del autor en el título; en este aspecto, cabe reivindicar la versión de Jesús Franco de 1970 como la más literal respecto a la novela) gira precisamente en torno a este prisma, el exacerbado romanticismo de un monstruo que navega por el tiempo a la busca de una réplica exacta de su enamorada perdida como forma de sobrellevar o redimir su diabólica condenación eterna. Sin embargo, a la vista de este pequeño clásico de las películas de Drácula estrenado en 1979, cabe preguntarse si las fuentes de inspiración del italoamericano no serían menos personales y más de celuloide ajeno, ya que la película de Badham no solo apunta ya en líneas generales la estructura romántica de la cinta de Coppola, sino que este llega a hacer en su adaptación citas literales a su predecesora. Al margen de estas cuestiones accesorias, la película de Badham se erige en necesario eslabón entre la vieja tradición de las adaptaciones cinematográficas de las obras de teatro inspiradas en la novela de Stoker y el avance de los nuevos tratamientos temáticos y estilísticos surgidos con posterioridad, en la que es la filmografía más amplia y diversa de la historia del cine sobre un personaje de ficción nacido de la literatura.

Como la célebre adaptación de Tod Browning con Bela Lugosi (o su versión española, dirigida por George Melford y protagonizada por el cordobés Carlos Villarías, rodada al mismo tiempo), el origen del proyecto está en las tablas del teatro, en este caso, de Broadway, y también, como sucedió en el caso de Lugosi, compartiendo protagonista, Frank Langella, que estaba recibiendo magníficas críticas por su actuación en la pieza escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela de Stoker. Langella (también sonaron para el papel Harrison Ford e incluso Clint Eastwood) aceptó el papel con dos condiciones: no verse obligado a protagonizar ninguna campaña publicitaria con el disfraz y no rodar ninguna secuencia sanguinolenta de carácter explícito. Las intenciones del director, que venía de apuntarse el gran éxito de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), eran conservar la estética del diseño del vestuario y los decorados de Edward Gorey en la obra de Broadway, así como homenajear a la película de 1931, para lo cual se proponía rodar en blanco y negro. Fue el mismo estudio que produjera aquel clásico de terror, sin embargo, así como sus socios de la Mirisch Corporation, los que negaron tal posibilidad y exigieron que la fotografía de Gilbert Taylor adquiriera colores muy vivos y saturados (de nuevo surge la sombra de la inspiración de Coppola), extremo corregido con posterioridad en las ediciones para el mercado doméstico y destinadas a los pases televisivos, en las cuales la fotografía es más apagada, casi de tonos monocromáticos, tal como Badham había concebido la película originalmente. La importancia que el director concedía al aspecto visual venía subrayada por la contratación de Maurice Binder, diseñador de los créditos de la mayoría de las películas de James Bond hasta la fecha, para la creación de los momentos onírico-fantásticos que combinan sombras y rojos fuertes y que suceden a ciertas acciones del vampiro, así como por una puesta en escena de tintes góticos (la abadía de Carfax, el manicomio, la mansión) en la que predominan los colores cálidos y los dorados, los negros, los blancos y los grises oscuros, con alguna nota de colores chillones como contraste. La guinda la pone la vibrante y enérgica partitura de John Williams, bendecido entonces tras la gran repercusión de sus partituras previas para La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Superman (Richard Donner, 1978).

La historia, que en esencia no varía sustancialmente a la narrada en la novela más allá de la introducción del componente romántico, sí altera el contexto temporal (se lleva la historia desde la era victoriana al año 1913, lo cual genera ciertas incoherencias psicológicas o de fondo entre el simbolismo último de una historia de vampiros en relación con la sociedad de su tiempo) y el rol y la colocación de determinados personajes, así como la supresión de otros, en relación con el argumento de Stoker, como ya sucediera con la famosa adaptación de Terence Fisher de 1958 con Christopher Lee y Peter Cushing: la prometida de Jonathan Harker (Trevor Eve) no es Mina (Jan Francis) sino Lucy (Kate Nelligan), que además es hija del doctor Seward (Donald Pleasence, que rechazó el papel del cazavampiros Van Helsing porque lo consideraba demasiado próximo a sus últimos papeles en las películas de John Carpenter); por su parte, Mina es hija nada menos que del doctor Abraham Van Helsing (Laurence Olivier). A diferencia de Fisher, que se llevó la historia a la Alemania del Nosferatu de Murnau, Badham sí lleva a la historia a Inglaterra, pero lo hace desde el principio, suprimiendo todo el tradicional prólogo del accidentado viaje y la estancia de Jonathan Harker en Transilvania, comenzando en el naufragio del barco que lleva al conde Drácula desde Varna hasta la costa de Cornualles. Por otro lado, la película está llena de homenajes a las versiones anteriores: además de la explicación del significado de la palabra ‘Nosferatu’, hay alusiones directas a instantes y diálogos de las películas previas, como ese de Lugosi que, cuando le ofrecen de beber durante una cena de gala, dice aquello de «yo nunca bebo… vino».

La película combina la sobriedad formal con puntas de siniestra espectacularidad, como el reencuentro de Van Helsing con su hija una vez muerta esta o la huida de Mina por la ventana del manicomio, por no mencionar el logrado clímax final, un desenlace novedoso muy elaborado y presentado con solvencia. Estos contrastan con la intimidad del conde y Lucy, de un notable lirismo romántico (hasta el extremo de que el vampiro, en cierto momento, renuncia a su presa y apuesta por el amor y, se supone, el sexo…) que se torna en ceremonia terrible cuando, en escenas posteriores en interacción con otros personajes, se dejan notar en la joven las señales y el progreso de conversión a su nuevo estado de «no muerta». Con todo, esta lectura básica de la figura del vampiro, su simbolismo como crítica al puritanismo y las hipocresías de la sociedad victoriana, sobre todo en materia sexual (un tipo que sale solo por las noches, que hace de la promiscuidad virtud, que practica una vida completamente disoluta y cuyas preferencias se dirigen a la satisfacción oral de sus más bajos instintos, un tipo al que se combate con agua bendita, oraciones, hostias consagradas y crucifijos…), queda algo desdibujada por el contraproducente traslado de la historia a los albores de la Primera Guerra Mundial. El discuso subterráneo, premonitorio de los horrores que habrían de venir, pierde fuerza en comparación con el cambio de contexto social que implica un salto de veinte años: las duplicidades sociales del reinado de Victoria, trasladados con acierto a toda la novela gótica, de terror e incluso de detectives (James, Stevenson, Conan Doyle…), uno de sus motores de alimentación y suministro continuo de munición narrativa, no son las mismas que las de la Inglaterra prebélica, lo que genera ciertas inconsistencias en el significado último y crucial que tuvo la figura del vampiro en su tiempo.

No obtante, nada de esto altera en lo sustancial la eficacia narrativa ni la efectividad de la propuesta de Badham, quizá no tan reputada como otras adaptaciones pero comparable a las más conocidas en cuanto al acabado final. Badham, que justo después se marcaría el tanto de la que quizá sea la mejor película de su trayectoria, Mi vida es mía (Whose Life Is It Anyway, 1981), se centró más tarde en exitosos productos para el público juvenil –Juegos de guerra (War Games, 1983), Cortocircuito (Short Circuit, 1986)- antes de diluirse en películas de tercera clase y en capítulos para series de televisión. La conclusión de su Drácula, la capa del vampiro arrastrada por el viento, mientras el rostro de Lucy pasa del alivio por la liberación de su maldición a la paz interior, y de ahí a una sonrisa equívoca y ambigua que bien puede insinuar tanto su inminente vampirización total como la posibilidad de una secuela, tal vez fuera más bien una premonición del propio Badham acerca de su carrera como cineasta.

Imitando a Orson Welles: Rififí en la ciudad (Vous souvenez-vous de Paco?, Jesús Franco, 1963)

Rififi en la ciudad – La abadía de Berzano

Vaya por delante que esta coproducción hispano-francesa de la primera etapa, y mejor, como director de Jesús Franco nada tiene que ver con el clásico Rififi (Du rififi chez les hommes, 1955), dirigido por Jules Dassin, más allá de la común presencia en el reparto de Jean Servais. Su título es una burda maniobra publicitaria de la productora Albatros para conectar comercialmente esta modesta aunque interesante cinta de intriga con aquella obra maestra del subgénero de robos y atracos (basada en la novela de Charles Exbrayat, coautor también del guion, en Francia, sin embargo, conservó el título original de esta). Lo que sí es la película, al menos en cierto modo, es un homenaje, un tributo o un compendio de los intereses y de las maneras de filmar de Orson Welles, del que Franco había sido colaborador y ayudante de dirección en sus rodajes españoles, lo que se trasluce tanto en el guion como en su traslación a fotogramas, además de en el tono y en la atmósfera general.

En un indeterminado país centroamericano, en los mismos días en que el potentado Leprince (Servais), un inmigrante francés que ha hecho fortuna, presenta su candidatura al Senado, Juan Solano (Serafín García Vázquez), confidente de la policía y camarero del populoso cabaret Stardust, propiedad (como tantas cosas) de Leprince, desaparece justo cuando se disponía a reunirse con su protector, el sargento detective Miguel Mora (Fernando Fernán Gómez), para comunicarle la implicación de su jefe en toda una serie de negocios sucios, entre los cuales el no menor es el tráfico de drogas en toda Sudamérica, y facilitarle las pruebas decisivas para su procesamiento; lo que, a su vez, causará su caída en desgracia precisamente en el momento de su pleno ascenso a la cumbre política del país. El posterior hallazgo del cadáver de Solano desquicia a Mora, que, saltándose todo procedimiento, acude directamente a Leprince y le amenaza, lo cual, además de proporcionarle una buena paliza a manos de los hombres de Leprince, le aleja temporalmente de sus responsabilidades en la policía. Paralelamente, empiezan a ser asesinados varios de los esbirros de Leprince, Rivera (Agustín González) y Chico Torres (Davidson Hepburn), los supuestos asesinos de Solano, al tiempo que Leprince empieza a recibir anónimos que le avisan de las muertes inminentes de otros de sus hombres, y de la suya misma como colofón. La trama se asienta, por tanto, sobre tres patas: los esfuerzos de Mora por desenmascarar a Leprince, los asesinatos de sus hombres en venganza por la muerte de Solano y la incipiente carrera política populista de Leprince.

Rififi en la ciudad – La abadía de Berzano

La película es una estimable, aunque en última instancia no demasiado sólida, combinación de subgéneros adscritos al thriller. En primer término, es una investigación policial para el descubrimiento y detención de los asesinos de Juan Solano y del cabecilla de una red de narcotráfico que se camufla bajo el aura de respetabilidad de un próspero industrial y comerciante (además del Stardust posee varios negocios en agricultura, exportación e importación, e incluso petróleo). Por esta vía, la película sigue los cánones del cine policial, con las tensiones entre el detective y su superior, el comisario Vargas (Antonio Prieto), las operaciones desarrolladas al margen del procedimiento, las consabidas amenazas de suspensión del servicio, etc., etc. La desaparición del testigo principal abre además el choque de fuerzas entre el policía solitario que actúa por su cuenta y los matones del sospechoso, que actúa como un gángster (incluyendo su romance con la cantante estrella del cabaret, Nina Laverne, interpretada por Maria Vincent, que devendrá en inesperada colaboradora de Mora). Los ribetes de cine político vienen incorporados por la carrera que Leprince inicia para su elección al Senado, en la línea de las películas que reflejan la voluble política de los países latinoamericanos en estado prerrevolucionario o incluso dictatorial (el poder económico de Leprince le garantiza una enorme influencia política y social, lo que le aproxima a la impunidad). En último extremo, se añade una gota de película de asesinos psicópatas, con esas muertes selectivas, anunciadas además mediante notas anónimas, que se cometen siguiendo siempre un mismo modus operandi y sin que el espectador pueda ver otra cosa del criminal que su cuerpo cubierto con un chubasquero y la navaja con la que perpetra los asesinatos. Todo encaminado, por un lado, a revelar la verdadera naturaleza maléfica de Leprince, y por otro, a descubrir que Juan Solano, hombre joven y apuesto, era, además de confidente de la policía, todo un donjuán que se llevaba de calle a las mujeres, entre ellas la misma Nina, Juanita (Dina Loy), secretaria en los astilleros de Leprince que, sin embargo, maniobra en su contra como expresión de algo parecido a una resistencia popular (apoyada por su amigo Manolo, interpretado por Luis Marín) o la propia esposa de Mora, Pilar (Laura Granados).

RIFIFI EN LA CIUDAD | EL FRANCONOMICON / I'M IN A JESS FRANCO STATE OF MIND

La película avanza así hacia una conclusión, por una parte, en cierto grado previsible, y por otra, hacia un final sorpresa, al menos en cuanto a la identidad del asesino de los hombres de Leprince, y aspirante a facilitar la muerte de este. El progresivo desvelamiento de detalles sobre la oscura trama que encabeza Leprince, sus sucias maniobras políticas (solamente apuntadas, a excepción de ese mítin en el que emplea todos los medios populistas a su alcance) y sus crímenes (la muerte de Solano), además de la paralela investigación (no muy desarrollada) para la averiguación de la autoría de las muertes de los hombres de Leprince, van acompañados de un inusual ejercicio de la violencia como expresión de una infrecuente brutalidad para el cine español (así, la aparición del cadáver de Juan Solano, la metódica paliza que recibe el personaje de Fernán Gómez, las secuencias de los apuñalamientos, el tiroteo en el interior del Stardust o la de los personajes de Mora, Nina o el propio Leprince…). En particular, destaca el personaje secundario que compone Agustín González, también infrecuente para él, un bailarín homosexual (resulta realmente chocante asistir a la interpretación amanerada del actor) que en realidad actúa como matón de Leprince, un matón con tintes sádicos que parece disfrutar, y a la vez atormentarse, con la brutal violencia ejercida sobre sus víctimas.

Con todo, más que la trama y el tiovivo necesario para su resolución, aunque interesantes, lo más destacable, además de ver cómo la Costa del Sol del rodaje pasa por el país ribereño del Caribe donde transcurre la historia (ayuda fundamental es la música, por más que los ritmos cálidos de la música tropical vengan subrayados en francés por las actuaciones de Marie Vincent), es contemplar el ejercicio de emulación que Jesús Franco hace de las técnicas, las estéticas y las temáticas wellesianas: primerísimos planos de caras que ocupan toda la pantalla, personajes filmados a través de objetos, empleo de planos inclinados, uso de la profundidad de campo, picados que remarcan la soledad de los personajes en un entorno hostil o amenazante, contrapicados que muestran los techos de las habitaciones y provocan la sensación de agobio y asfixia propia del cine negro, un ambiente cosmopolita para una intriga que gira en torno al pasado de un hombre, los efectos de la corrupción política y policial o la figura de un gigante tiránico que ejerce un dominio implacable sobre sus semejantes, signos técnicos y temáticos que revelan la gran influencia de Orson Welles como mentor en su, por entonces, aventajado discípulo español. Una influencia que, una vez pasados esos primeros años de la carrera de Franco, se diluyó con el resto de la trayectoria del cineasta.

Coctelera de terrores: El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969)

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La productora American International Pictures nació en 1954 y desde el principio se orientó a la producción de películas de bajo presupuesto y corta duración que pudieran nutrir los programas dobles. En la línea de los éxitos de la Hammer británica y su cineasta más celebrado, Terence Fisher, la AIP dedicó gran parte de sus esfuerzos a la producción de películas de terror y encontró a Roger Corman a su propio director fetiche, en particular, a través de su serie de adaptaciones de la obra de Edgar Allan Poe protagonizadas por Vincent Price. El tiempo, la repetición y el agotamiento de la fórmula irían desgastando paulatinamente este tipo de propuestas, pero a finales de los sesenta y principios de los setenta todavía era posible encontrar pequeñas joyas y absolutas rarezas de este terror de serie B. Una de estas últimas es El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969), que no solo parece un compendio de los temas y las formas que tanto la Hammer como la AIP imprimieron a sus respectivos productos, sino que además se alimenta de una recopilación tan exhaustiva de motivos y situaciones de las películas de horror que se la puede considerar un catálogo-homenaje. En El ataúd hay reminiscencias del monstruo de Frankenstein, de Drácula, del hombre-lobo, de Mr. Hyde, del fantasma de la Ópera, de los clásicos de zombis de los años treinta, del sello de terror de Val Lewton en la RKO, de Alfred Hitchcock y de las tramas clásicas del psicópata de turno asesino de mujeres, además de las propias de Edgar Allan Poe, el autor del cuento en que se basa el guion.

La mixtura entre AIP y Hammer queda patente desde el reparto. Vincent Price interpreta a Julian Markham, un aristócrata británico de la época victoriana que mantiene encerrado a su hermano Edward (Alister Williamson) en una torre de su mansión después de que este regresara grotescamente desfigurado de un viaje a África. Christopher Lee (acreditado como «estrella especial invitada»), por su parte, da vida al doctor J. Neuhartt, un hombre de ciencia que realiza sus investigaciones con cadáveres que obtiene de los ladrones de tumbas. Un grupo de turbios amigos de Edward, con la colaboración de un hechicero africano, trama un plan para que el prisionero pueda fingir su muerte y sea enterrado vivo, para su posterior rescate y liberación y que pueda ser operado y reconstruido de las terribles heridas que le obligan a cubrir su rostro con una capucha roja. La casualidad quiere que los ladrones de tumbas le metan mano a la de Edward antes de que sus compinches accedan al cementerio para salvarlo, de manera que el falso cadáver termina en poder de Neuhartt. El intento de huida de Edward degenera en una espiral de violencia y crímenes y en una investigación policial a la busca y captura de un asesino en serie. Continuar leyendo «Coctelera de terrores: El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969)»

Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)

En 1970, la mítica productora británica Hammer, célebre sobre todo por sus películas de terror, en especial por sus cintas de Drácula protagonizadas por Christopher Lee y sus horrores de toda condición con Peter Cushing en el reparto, había iniciado ya su imparable decadencia. Los nuevos aires del género, consistentes en rebozar de descarado erotismo y sangre a chorros las evoluciones de vampiros, brujos, monstruos y demás criaturas de la noche, insuflaron un último estertor de vida a un género que iba a renovarse casi por completo en el nuevo Hollywood de los años setenta. Mientras tanto en Europa, al hilo del giallo italiano de Mario Bava y Darío Argento y del cine de Jesús Franco, terror, vampirismo y sexo, desde siempre relacionados, actuaban en explícita conjunción para despertar el miedo y el deseo a partes iguales, y conformar un puzle de sensaciones opuestas pero íntimamente conectadas con las que compensar la falta de garra (aunque no de mordiente, valga el chiste malo…) de una manera de producir películas de terror que se anunciaba ya agotada.

The vampire lovers, cuya traducción en España ha ido variando en función de los temores de la censura (Las amantes del vampiro es el título más extendido y aceptado, aunque por el argumento y el tipo de sensualidad imperante cabe más bien hablar de Las amantes vampiras) está protagonizada por Ingrid Pitt, musa del erotismo terrorífico, o del terror erótico, que interpreta a una apetitosa jovencita descendiente de una vieja familia, los Karnstein, que en el Ducado de Estiria, en Austria, se dedica a seducir, amar y después desangrar a las no menos jóvenes y apetitosas hijas de los ricos hacendados de los contornos. En sus maniobras erótico-vampirizantes no vacila, si sirve a sus intereses, en encamarse con la institutriz de una de ellas o con el mayordomo, al que también exprime como un gorrino. La cuestión es poder seguir con sus tejemanejes vampírico-sexuales sin mayores contratiempos, y sacándole todo el jugo, del tipo que sea, a sus ocasionales amantes.

Además de Ingrid Pitt, caras conocidas y reconocidas del cine británico de la época y también algunas de sus inminentes promesas tienen mayor o menor protagonismo en el relato. A las sinuosas chicas de la partida (Kate O’Mara, Madeline Smith, Pippa Steel, Dawn Addams y Janet Key) se unen los veteranos Peter Cushing (en un pequeño aunque significativo papel), George Cole o el clásico Douglas Wilmer (recientemente fallecido y que diera vida también a otro clásico, Sherlock Holmes) en una breve pero decisiva intervención, el carismático Ferdy Mayne, que pocos años antes había interpretado justamente a un trasunto del conde Drácula a las órdenes de Roman Polanksi en El baile de los vampiros, y Jon Finch, que después iba a protagonizar la versión de Macbeth del propio Polanski o Frenesí para Alfred Hitchcock. Todos ellos participan de una trama en la que, como es costumbre en la Hammer (en coproducción en esta ocasión con la American International Pictures), la labor de ambientación constituye su mejor baza. Con una meticulosa construcción de decorados y una adecuada atmósfera de tinieblas, peligros y amenazas (antiguos cementerios, oscuras criptas, bosques hostiles, corredores en penumbra, dormitorios de ventanas abiertas, noches neblinosas…) se crea el necesario clima para una historia en la que también adquieren importancia los vaporosos y semitransparentes vestidos de las actrices, adecuadamente cortos o largos según la parte del cuerpo que adornen, cubran o deban descubrir. En esta ocasión, sin embargo, y dado el agotamiento de la fórmula narrativa habitual en este tipo de películas, el guion está presidido por el tópico, el lugar común, la falta de frescura y de renovación en las ideas: de nuevo una herencia diabólica entre los descendientes de una antigua familia, otra vez la alarma renacida entre los habitantes de la zona, los ajos, los crucifijos y los colmillos, y de nuevo un grupo de intrépidos hombres de bien dispuestos a acabar de una vez por todas con las demoníacas criaturas clavándoles la estaca (con más connotaciones sexuales que nunca) en pleno escote. Continuar leyendo «Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)»

Esos locos maravillosos (I): Tenebre (Dario Argento, 1982)

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Conviene no tomarse demasiado en serio el giallo (en italiano ‘amarillo’, nombre tomado de las cubiertas de unas populares novelas de bolsillo de los años treinta), ese subgénero italiano del cine de terror que combina thriller, erotismo, violencia morbosa y psicoanálisis de baratillo. Su única oportunidad de disfrute depende de la capacidad del espectador para abstraerse de las inconsistencias narrativas y las caprichosas incoherencias argumentales que suelen contener esta clase de películas, y de su voluntad para centrarse en la vocación de autoparodia que preside las más celebradas de ellas. Así, la ironía, el humor negro, la celebración del absurdo más retorcido, de la recreación en el sensacionalismo más bochornoso y delirante, constituyen los mayores alicientes (junto con las carcajadas más o menos intencionadamente buscadas) para el visionado voluntario de esta familia de filmes de la factoría de Mario Bava, Dario Argento o sus derivados ibéricos del egomaníaco Paul Naschy o del infatigable Jesús Franco.

La trama (es un decir) de Tenebre, uno de los máximos clásicos del subgénero, presenta a Peter Neal (Anthony Franciosa), un famoso escritor americano de novelas de intriga y asesinatos, que vuela a Roma desde Nueva York (acude al aeropuerto… ¡¡¡en bicicleta!!!, siguiendo al coche que porta su equipaje) para la promoción de su última novela (su título coincide con el de la película). Una vez allí, comienzan a cometerse sangrientos crímenes inspirados directamente en las páginas escritas por Paul, quien en su hotel no deja de recibir anónimos con extractos de frases y párrafos de su libro. Los detectives Germani (Giuliano Gemma) y Altieri (Carola Stagnaro) andan de inmediato tras la pista del asesino, pero las muertes sucesivas hacen que Paul se encargue personalmente de desenmascararle con ayuda de un becario de su editorial italiana (Christian Borromeo), un misterio en el que se ven involucrados el editor (John Saxon), un famoso presentador televisivo (John Steiner) y un montón de mujeres macizas (Mirella D’Angelo, Veronica Lario, Ania Perioni, Lara Wendel…).

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Porque una de las señas de identidad del giallo es la inclusión en el reparto de actrices de buen ver que, oportunamente ligeras de ropa, sean víctimas preferentes para criminales y psicópatas de todo pelaje. El erotismo, uno de los motores principales de este tipo de películas, a menudo próximas en cuanto a estética, atmósferas y precariedades presupuestarias al cine erótico o directamente pornográfico (de hecho, directores como Jesús Franco saltaron indistintamente de uno a otro), salpica constantemente Tenebre hasta el punto de que el denominador común a todos los crímenes cometidos en la persona de mujeres no es otro que su estado de semidesnudez, su disposición a tener sexo o el hecho de haberlo tenido recientemente. Continuar leyendo «Esos locos maravillosos (I): Tenebre (Dario Argento, 1982)»

La tienda de los horrores – Escalofrío (Carlos Puerto, 1978)

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Pues sí, un escalofrío en toda regla es lo que te sube por la espalda y te sacude los bajos cuando te pones a ver una película y te aparece este fulano, el «profesor» Fernando Jiménez del Oso, para soltarte un prólogo, absolutamente banal, gratuito y, por tanto, prescindible, sobre la duplicidad en la naturaleza y el pulso entre contrarios, mientras se adorna la cosa con música satánica y unas cuantas estampas demoníacas, pinturas de Goya y grabados de La Biblia y La divina comedia incluidas, en ese lenguaje pseudocientífico empleado por los «investigadores de lo oculto», los «estudiosos de lo paranormal». Pasado el bochorno de semejante espectáculo, la cosa entra en materia. Y lo hace a lo bestia: el prólogo continúa con una ceremonia satanista en la cual, una especie de fraile calvorota y barbado se beneficia a una joven apetitosa y virginal ante un altar demoníaco y rodeado de tipos disfrazados con túnicas como él, y la cosa dura hasta que un puñal brillante y curvilíneo aparece donde corresponde… Pero esto es solo el principio. Incoherente y que nada tiene que ver con los personajes de la película, pero un principio al fin y al cabo.

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Pues eso: Andrés y Ana (José María Guillén y Marian Karr) una joven pareja que espera su primer hijo (luego nos enteramos de que tras varios intentos fallidos), se aburren en casa durante un puente. Como todas sus parejas de amigos han salido de la ciudad, están solos y no tienen mejor plan que sacar a pasear (ojo, en coche) a su pastor alemán, Blaky (no consta su nombre en el reparto; eso sí, sus ladridos se conservan en versión original). Parados en un semáforo, son interpelados por el conductor del coche de al lado, Bruno (Ángel Aranda), que reconoce en Andrés a un antiguo compañero de colegio, aunque a este Bruno no le suena de nada. Con Bruno va su esposa, Berta (Sandra Alberti), y ambos, dado que no tienen plan, les invitan a su casa para tomar un poco de vino, comer queso y escuchar música (planazo). La choza resulta ser una antigua casona de campo apartada del casco urbano, y la merienda deriva pronto en una conversación sobre el ocultismo, el más allá y el diablo. Vamos, lo normal en unos casi desconocidos mientras comen queso y beben vino (seguro que era cabezón y de garrafa). Algunos «pequeños» detalles (la fotografía de grupo del colegio, claramente manipulada; el hecho de que Ana sorprende a Berta comiendo carne cruda como si fuera un perro; lo dicho, detallitos) ponen en guardia a la pareja, pero aceptan hacer la ouija igualmente porque entonces no había videoconsolas y no estaban por el intercambio de parejas… aún. El demonio anuncia la próxima muerte de Bruno de un disparo en la cabeza, y también el amor secreto de Ana por Juan, el hermano de Andrés… El perro se pierde por el jardín, se avecina una tormenta, la luz se va y los truenos lo iluminan todo, llueve, cae la noche, misteriosos personajes acechan la casa, y extraños fenómenos a medio camino entre lo terrorífico y lo erótico comienzan a producirse…

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A pesar de lo risible que resulta hoy, en su momento, 1978, la película tuvo una gran acogida comercial por parte del público español. Tal vez se deba a que sus escasos ochenta minutos de metraje supone una amalgama de temas y motivos del cine de terror de importación que gozaba de más éxito por aquellos años, especialmente La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) y, en menor medida, El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973), sin olvidar las ‘magnas’ aportaciones europeas a la cosa del cine satánico producto de las factorías Bava, Argento o Jess Franco. Así, los personajes se conducen de manera irracional, incoherente, a golpe de efecto de guion (y, lo que es más grave, no solo los que están locos o satanizados, sino también los «normales»), el argumento consiste en un continuo sube y baja de caprichos narrativos cuya única finalidad parece ser el mantenimiento de una atmósfera de amenaza, misterio y horror en abierta combinación con el erotismo softcore, orgía y escenas de violación (hetero y lésbica, para que no falte de nada) incluidas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Escalofrío (Carlos Puerto, 1978)»

La tienda de los horrores – Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971)

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Concebida como particular homenaje de Jesús Franco a los terrores que en su juventud le inspiraran las cintas de horror de la Universal, haciendo acopio de atmósferas, motivos, entornos y personajes y pasándolos por el filtro del erotismo y de sus obsesivas aproximaciones al concepto de dominación, Drácula contra Frankenstein (1971) apenas supera la categoría de engendro infumable. Desconcertante, caótica, incoherente, caprichosa, gratuita, la película, producto de alguna clase de antojo de carácter intestinal, obvia cualquier idea de lógica narrativa o de respeto a sus fuentes de inspiración, ya sean literarias o cinéfilas, para conformar un artefacto amorfo, arrítmico, con escasos diálogos, que pretende envolver e impresionar con una sucesión de estampas vampírico-terroríficas y un catálogo de excesos sanguíneo-sexuales (metafóricamente hablando), pero que no cubre los mínimos exigibles de dignidad y decencia que permitirían considerar como cine de miedo una obra que supone más bien una involuntaria ridiculización del género, una caricaturización inconsciente de sus máximos puntales.

1. La premisa es delirante: después de unos cuantos episodios en los que Drácula (el suizo Howard Vernon, un clásico del cine de Jesús Franco) y sus acólitas vampiras de buen ver (que no se sabe quiénes son ni de dónde salen) chupan la sangre a unas cuantas buenas mozas del pueblo, el doctor Seward (el primer personaje literario cuya esencia se salta Franco a la torera, interpretado por Alberto Dalbés) se llega al castillo de Drácula como Pedro por su casa, localiza la cripta, el ataúd, y le clava una estaca (estaquita, más bien) que reduce al monstruo a la categoría de murciélago raso. Pero claro, Seward no cuenta con que el doctor Frankenstein (¡) llega hasta allí para resucitar al conde gracias a una transfusión de sangre procedente de una cantante de cabaret (¡¡) que ha secuestrado Morpho (el inefable Luis Barboo), su secuaz. Ya puestos, Frankenstein (Dennis Price), que se ha hecho acompañar por su famoso monstruo (posiblemente la recreación más patética que ha visto el cine de la criatura de Mary Shelley), toma una decisión: junto a Drácula, las vampiras, el monstruo (Fernando Bilbao), Morpho y el Hombre Lobo (Brandy), que pasaba por allí, decide crear un ejército del mal para dominar el mundo. Toma ya.

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2. Este espectacular cagarro se construye sobre la habitual precariedad de medios del cine de Jesús Franco (repetición de tomas de transición, lo cutre del acabado, el poco talento para aprovechar las escasas escenografías disponibles, los lamentables efectos especiales -esos murciélagos voladores cuyos cables se ven claramente, por no hablar del maquillaje, con las cicatrices del monstruo pintadas con rotulador rojo…), sin ninguna intención de seguir un hilo narrativo medio normal, con un carrusel de imágenes sensacionalistas que mezclan terror y erotismo (apariciones súbitas de rostros terribles en la ventana, succiones de sangre que semejan coitos o violaciones, insinuaciones de lesbianismo entre la vampira y su víctima, etc.), que se pasan por el bajo vientre los referentes literarios que utiliza de forma bastarda, y con un guion que camina hacia el más absoluto despropósito con situaciones inverosímiles, personajes risibles y comportamientos inexplicables que sirven para desmantelar los planes del maléfico doctor. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971)»

La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose

Lo esotérico siempre ha sido muy popular en Hollywood, tanto (y según quién incluso más) que lo erótico o lo pornográfico, por más que en la temática de las películas esas cuestiones siempre hayan sido marginales hasta la ruptura de censuras y códigos represores de la primera mitad del siglo XX. Lo que se pensaba que era un tema arriesgado para el público y quedaba relegado a conocidas sesiones de espiritismo en casa de tal o cual actriz o director y en fiestas más o menos concurridas a las que eran invitados mentalistas, médiums, magos y demás personal a medio camino entre el show-business y la estafa de crédulos, no tardó en saltar a la pantalla cuando la mano de los censores se abrió y dio paso a historias en las que los fantasmas y espíritus dejaban de ser entes amables o incluso cómicos y se convertían en seres malignos y peligrosos en busca de venganza sobre los vivos por sus males pasados. A partir de los cincuenta, durante los sesenta, pero sobre todo a raíz de La semilla del diablo, de Roman Polanski (1968) y, sobre todo, del éxito de taquilla de cintas como El exorcista (1973) de William Friedkin o Carrie (1976) de Brian De Palma, surgió toda una ola de películas, la mayor parte de serie B, que con la emulación como argumento principal intentaron encontrar su hueco entre el público a base de sustos y sangre a puñados relacionados en última instancia con alguna creencia religiosa o capacidad extrasensorial, fenómeno que tenía su propia traslación europea en directores como Jesús Franco o Dario Argento. En Hollywood esta moda poco a poco fue intentando nutrirse de otros elementos que la hicieran novedosa y compleja, y si el propio De Palma ya la pifió al mezclar en La Furia (1978) elementos sobrenaturales con una trama de thriller político, el veterano Robert Wise, clásico entre clásicos (codirector de West Side Story, por ejemplo, y máximo responsable también de cintas como Marcado por el odio, El Yangtsé en llamas, Sonrisas y lágrimas o Star Trek) que contribuyó decisivamente a popularizar rostros como el de Paul Newman o Steve McQueen, la fastidió un año antes inspirándose ya en su época final en la novela del también guionista Frank DeFelitta con Las dos vidas de Audrey Rose, su intento por volver al terror, uno de sus temas favoritos ya tratado en clásicos suyos como El ladrón de cadáveres o La mansión encantada, pero esta vez aderezado con una trama judicial tan innecesaria como ridícula.

Contando con su propia Linda Blair, Susan Swift da vida a Ivy (bueno, y a Audrey), una niña que vive plácidamente con sus papás (John Beck y Marsha Mason) en un cómodo barrio residencial de Nueva York (ambientación similar a la utilizada por Polanski) y que, como niñata bien, es una moza medio cursi medio gilipollas. Tanta placidez montada en el dólar se empieza a torcer cuando la madre detecta que un fulano sospechoso y malencarado (Anthony Hopkins) sigue a su hija por la calle, la espera a la salida del colegio o deambula alrededor de la casa. Lejos de tratarse del conocido perturbado sexual, cuando la pequeña Ivy empieza a sufrir terribles pesadillas en las que parece rememorar acontecimientos dolorosos de una vida ficticia, el desconocido se revela como un profesor inglés residente en Estados Unidos que ha pasado años buscando la reencarnación de su hija Audrey, fallecida en un trágico accidente el mismo día y hora en que nació Ivy. Evidentemente, los padres de Ivy echan de su casa con cajas destempladas al hombre, pero cuando las pesadillas parecen revelar que un ente del averno amenaza la vida de Ivy y que sólo la presencia del extraño parece reconfortarla, no les queda más remedio que escucharle y aceptar lo que tiene que decir. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose»