Otra hermosa mentira: sobre Häxan, la brujería a través de los tiempos (Häxan, Benjamin Christensen, 1922)

Artículo de Jesús Palacios publicado en El Cultural el 24 de septiembre de 2022 con motivo del centenario de esta obra mayúscula.

‘Häxan’, el falso documental que revolucionó las historias de terror

En 1999, prácticamente un año antes de comenzar el nuevo siglo y milenio, una pequeña película de terror independiente, El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project), de dos jóvenes licenciados en cine, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se convirtió en fenómeno internacional, cambiando el panorama del género.

Presentada como si se tratara del supuesto «metraje encontrado» de un documental rodado por un grupo de estudiantes, la verosimilitud que su estilo aportaba a la narración revolucionó la forma de contar historias, poniendo de moda un ciclo de películas que jugaban con los formatos del reportaje, la entrevista y el documental; con técnicas, tropos y estilemas como el rodaje digital casero, los movimientos y cortes bruscos, el punto de vista subjetivo de la cámara y, por tanto, del espectador, todo ello empaquetado como «auténtico» documento fílmico.

Por supuesto, los expertos la compararon con la famosa e infame Holocausto caníbal (1980) de Ruggero Deodato, que dos décadas antes, usando recursos parecidos, convenciera a muchos de la autenticidad de su sangrienta y grotesca peripecia de canibalismo amazónico. Pero solo unos pocos se percataron del nombre de la compañía que producía la película: Haxan Films.

Un guiño al primer título en la historia del cine que utilizó la fórmula de la ficción disfrazada de documental (o a la inversa), inventando de un plumazo el falso documental en general, el de horror en particular, el docudrama, el documental sensacionalista mondo y de exploitation, y, en cierto modo, el cine de no-ficción y el cine-ensayo: Häxan (1922), del director, guionista y actor danés Benjamin Christensen.

Christensen es uno de los nombres imprescindibles del cine silente no solo escandinavo, sino universal. Pese a la relativa brevedad de su carrera y títulos, durante la década de los 20, tanto en su país como durante sus años en Hollywood, se convirtió en un cineasta de referencia a la altura de los alemanes Lang y Murnau o de sus colegas nórdicos Sjöstrom y Dreyer. De hecho, este último sentía una enorme admiración por el realizador danés y por Häxan, que consideraba una obra maestra e influiría en su propia producción.

En 1924, Christensen interpretaría un importante papel en la película Michael, realizada por Dreyer para la UFA, filme pionero en el tratamiento de la homosexualidad. Sería el éxito, acompañado también por el escándalo, de Häxan lo que le llevaría a Estados Unidos, con variado resultado artístico y personal.

Desde que un buen día Christensen descubriera un ejemplar del siniestro libro Malleus Maleficarum o Martillo de brujas, escrito por el sacerdote católico alemán Heinrich Kramer, según algunos en colaboración con el inquisidor dominico Jakob Sprenger, y publicado en 1486, convirtiéndose en libro de instrucciones para la caza de brujas, se obsesionó con la idea de llevar al cine sus reflexiones en torno al mismo y al fenómeno de la brujería, su persecución y represión, a la luz de la ciencia y la psicología modernas.

Para tamaño proyecto necesitaba encontrar una manera nueva, diferente, de contar cinematográficamente, y decidió estructurar la película en varias partes, dividiéndola en distintas secciones, variando no sólo la época histórica en la que se desarrolla su acción, sino también su tono y estilo formal en cada apartado.

«Simpatía por el diablo»

Tres largos años de trabajo ímprobo le llevaron a Christensen crear un filme único, que comienza como una suerte de erudita disertación sobre las creencias sobrenaturales en la Edad Media, su cosmología, las apariciones de demonios y la fe supersticiosa en la magia negra, el satanismo y la brujería, para proseguir con una serie de recreaciones en forma de viñetas narrativas, que muestran con impresionante detallismo las visiones fantásticas de brujas y hechiceros, incluyendo un espectacular aquelarre con la presencia del demonio (papel que el director se reservó para sí mismo, así como una breve aparición encarnando a Cristo, gesto sin duda no carente de intención).

Pasamos después a un extenso fragmento ficcionalizado sobre la persecución de las brujas, las prácticas para reconocerlas y los juicios y sádicas torturas de la Inquisición, siguiendo el proceso al que es sometida una inofensiva hechicera, la vieja María, hasta su condena. La parte final vuelve al tono semi-documental y nos lleva al siglo XX, para iluminar por medio de la ciencia las supersticiones y visiones de brujas y hechiceros, las posesiones diabólicas masivas, como la de las monjas de Loudon, que el cineasta compara con la histeria y las neurosis identificadas por la moderna psicología, condenando el fanatismo religioso que condujo a la hoguera, según reza la película, a más de ocho millones de mujeres, hombres y niños, ejecutados por brujería.

La visión personal de Christensen es materialista y científica, con ciertos resabios gnósticos que muestran claramente su «simpatía por el diablo», desde un punto de vista ilustrado, reflejando su profundo rechazo hacia un fervor religioso tan supersticioso en su ignorancia como las creencias populares de brujas y hechiceros. Sin embargo, la película combina este mensaje racionalista con la dramatización de las fantasías de los propios creyentes y practicantes de tales supersticiones, con espectaculares resultados, estéticamente deslumbrantes.

Las escenas del aquelarre, con sus brujas volando en escobas hacia el sabbath, atravesando cielos y nubes de tormenta por encima de la pequeña ciudad medieval, seguidas por la orgiástica celebración ante el propio Belcebú, plagada de diablos, se inspiran en los grabados medievales y renacentistas de Baldung Grien y Durero, evocando las obras de El Bosco y las pinturas negras de Goya, combinando con descaro erotismo, fantasmagoría, horror y humor grotesco.

Para rodar esta parte, Christensen hizo construir una detallada maqueta a escala de la ciudad, desarrolló un pionero sistema de filmación similar al del croma actual, superponiendo a los actores y actrices que vuelan en escoba sobre las imágenes del cielo tormentoso, a su vez rodadas en escenarios naturales. Perfeccionó los efectos de la exposición múltiple fotográfica, creando otros nuevos y sorprendentes.

Los detalles históricos y la ambientación medieval fueron recreados por el realizador con detallismo casi maníaco —a fin de aumentar la sensación de realismo, Christensen contrató para el papel de la vieja hechicera a una vendedora de flores y enfermera de la Cruz Roja, Maren Pedersen, que no tenía experiencia alguna como actriz—, alargando el periodo de rodaje muy por encima de lo estimado y convirtiendo la película en la más cara rodada hasta entonces en las cinematografías escandinavas.

El director se encontró de principio a fin con múltiples dificultades añadidas. Al inicio del proyecto había intentado que participaran algunos historiadores expertos en el tema, pero estos se negaron rotundamente, mostrándose además contrarios a la película. Una vez terminada, la censura danesa obligó a que se hicieran numerosos cortes en varias escenas consideradas demasiado violentas o eróticas, ante el disgusto de Christensen.

Lo cierto es que este no se había puesto cortapisa alguna, incluyendo desnudos, primeros planos de las crueles torturas inquisitoriales e imágenes perturbadoras. Por fortuna, los fragmentos mutilados se reintegrarían a las distintas versiones restauradas por el Swedish Film Institute, la última de ellas digitalmente en 2016.

Salto a América

Una vez estrenada, Häxan despertó, como no podía ser de otra manera, reacciones opuestas. No fueron pocos los críticos que la encontraron difícil de seguir, con su mezcla de documental e historias de ficción, rigor histórico y fantasía desatada. El delirio erótico y grotesco de sus imágenes, el mensaje anticlerical, la obvia simpatía de Christensen por las brujas como víctimas de la superstición, la ignorancia y el fanatismo religioso, combinado todo con la delectación sensacionalista en sádicas torturas y crueldades, resultó indigerible para parte de la prensa escandinava, condenando el filme como ofensivo e inmoral.

Dreyer la ensalzó de inmediato, poniéndola como ejemplo a seguir para los cineastas nórdicos, mientras también la crítica de Nueva York y la prensa de Hollywood, fascinada por su espectacularidad e inventiva visual, consideraban a su director como uno de los mejores de Europa. Por supuesto, los surrealistas franceses la adoraron de inmediato: en ella encontraban tanto una feroz subversión de los valores tradicionales, como la imaginería diabólica, erótica y esotérica que amaban, amén de un toque casi freudiano en sus explicaciones racionalistas. El caldero de brujas ideal para Breton y sus amigos.

Häxan tropezó con la censura al estrenarse en Francia, Alemania y Estados Unidos, siendo retirada rápidamente de cartelera. Pero si bien no llegó a cumplir las expectativas económicas de Christensen, algo que curiosamente comparte con el Nosferatu de Murnau, aunque por motivos distintos, sí le sirvió a este para promocionarse internacionalmente, primero trabajando en la alemana UFA para, poco después, pasar a Estados Unidos.

En Hollywood permaneció entre 1924 y 1929, contratado primero por MGM y después por Warner. Su fortuna fue irregular y la mayoría de sus filmes americanos se han perdido, si bien algunos, como The Devil’s Circus (1926) o Mockery (1927), han reaparecido milagrosamente, como también su mejor logro del periodo, la comedia de misterio Seven Footprints to Satan (1929), basada en la novela de Abraham Merritt, parte de una trilogía en la que colaboró como guionista el escritor Cornell Woolrich. En muchos de sus títulos aparecían connotaciones satánicas o diabólicas que a veces poco o nada tenían que ver con su argumento, en un intento de amortizar la fama escandalosa de Häxan.

Aunque su siguiente colaboración con Woolrich, House of Horror (1929), fue un éxito, Christensen no estaba nada satisfecho con su experiencia americana. Harto de presiones, despidos y falta de libertad creativa, volvió a Dinamarca, donde apenas volvió a dirigir, abandonando el cine en 1942, tras el fracaso de su última película, The Lady with the Light Gloves (1942). Curiosamente, encontró trabajo como encargado de un cine en Copenhague, viviendo en la intimidad y el olvido hasta su muerte en 1959, con 79 años.

Obra de culto

El destino de Häxan, sin embargo, sería muy diferente. Fue reestrenada en su país en 1941, poco después de la invasión alemana, con un prólogo añadido por el director donde este insistía en su naturaleza divulgativa y educativa, además de con nuevos intertítulos. Pero su apogeo llegaría en plena eclosión de la Contracultura, el underground y el revival ocultista y New Age de los años 60.

Es entonces cuando entra en escena el fascinante director y distribuidor británico Anthony Balch, fanático del terror y de lo extraño, realizador de cortos experimentales y del filme de culto Horror Hospital (1973), amigo íntimo y colaborador de William Burroughs, quien estrenaría en los cines ingleses títulos tan singulares como Onibaba (1964) de Kaneto Shindo, el satánico y psicodélico Invocation of My Demon Brother (1969) del crowleyano Kenneth Anger, o Supervixens (1975) de Russ Meyer.

Aprovechando el vacío legal que había dejado Häxan en dominio público, Balch remontó la película en 1967, retitulándola Häxan. Witchcraft to the Ages (La brujería a través de los tiempos, título con el que sería conocida en nuestro país), reduciendo su duración original de 104 a 76 minutos, sincronizando una narración ad-hoc leída por el mismísimo Burroughs y acompañando sus imágenes con una provocadora banda sonora de free jazz, a cargo del músico suizo Daniel Humair, al frente de un quinteto entre cuyos integrantes se contaba el violinista Jean-Luc Ponty.

En plena Era de Acuario, apenas un año antes del estreno de La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1968) de Polanski, y uno después de la fundación en San Francisco de la Iglesia de Satán de Anton LaVey, Häxan se convirtió de inmediato en un filme de culto para sesiones de medianoche en los templos nocturnos de Londres, Nueva York o Los Angeles, en salas abarrotadas por hippies y beatniks, envueltas en la niebla de porros y pipas de marihuana, ante los ojos desorbitados de una nueva generación que «viajaba», literalmente, como las brujas del filme, en alas del LSD y de las alucinantes imágenes creadas por Christensen más de cuarenta años atrás.

A lo largo de las décadas, el poder mágico y la influencia de Häxan no dejaron de crecer, de forma sutil pero contundente. Su tratamiento racionalista, mágico y materialista al tiempo, pero, sobre todo, crítico con el fanatismo religioso y la Inquisición influiría en las mejores películas sobre el tema, como Madre Juana de los Ángeles (1961) de Kawalerowicz, Martillo para las brujas (1970) de Otakar Vávra o Los diablos (1971) de Ken Russell, al tiempo que en las más locas, comerciales y eróticas de Michael Reeves, Jesús Franco, Paul Naschy, Michael Armstrong o Adrian Hoven.

Pero también su reconstrucción erudita y escalofriante de las supersticiones y fantasías medievales, con su cortejo de hechicerías, paganismo y criaturas diabólicas, marcaría profundamente esa tendencia subterránea del cine fantástico, hoy de nuevo en boga, conocida como folk-horror.

Sobre todo, su original fórmula de documental dramatizado, con su docta presentación de los hechos, rodeando de verosimilitud científica e histórica imágenes fantásticas, grotescas y eróticas, sería transformada en tópico narrativo por el género mondo italiano, ese documental sensacionalista (o shockumentary como dicen los anglosajones), así bautizado por la seminal Mondo cane (1962) de Cavara, Jacopetti y Prosperi, estrenada en España como Este perro mundo, de la que desciende en línea directa la sangrienta Holocausto caníbal.

Así, hasta llegar a un par de jóvenes cinéfagos que resucitaron y reificaron la receta para El proyecto de la bruja de Blair, abriendo nuevo territorio para el «falso metraje encontrado» y el «falso documental» de terror, que reinaron en el género durante más de una década y todavía hoy siguen dando coletazos.

Admirada por lumbreras del fantástico como Guillermo del Toro, Rob Zombie —que le rinde homenaje en su magnífica The Lords of Salem (2012)—, Robert Eggers —que reconoce su influencia en su mejor película: La bruja (2015)— o Richard Stanley, entre otros; fuente de inspiración para músicos y bandas de rock gótico y vanguardista, Häxan nos recuerda que artefactos tan modernos, posmodernos e hipermodernos como el falso documental, la película-ensayo, el docudrama y la no-ficción, o modas tan recientes como el «metraje encontrado de terror» y el folk horror acaban de cumplir, en realidad, como el propio Nosferatu, un siglo de existencia.

Diálogos de celuloide: Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, Clint Eastwood, 1995)

Francesca: ¡Cuándo te vayas voy a tener que sentarme aquí el resto de mi vida, preguntándome qué me ocurrió! Tendré que preguntarme si estarás sentado en la cocina de un ama de casa en Rumanía o en cualquier otro lugar, contándoselo todo acerca de tu mundo de amigos, incluyéndome en ese grupo.

Robert: ¿Qué quieres que diga?

Francesca: Yo no quiero que digas nada. En realidad no necesito que digas nada.

Robert: Quiero que acabes con esto ahora mismo.

Francesca: Bien, ¿más huevos o quieres que follemos sobre el suelo por última vez?

Robert: Yo… no voy a disculparme por ser quien soy.

Francesca: No. Nadie te pide que lo hagas.

Robert: Y no voy a permitir que me hagas sentir que he hecho algo mal.

Francesca: No, no te preocupes, no te voy a hacer sentir nada y punto. Porque te has creado ese papelito en el mundo en el que consigues ser un mirón, un ermitaño y un amante cuando lo deseas, y los demás debemos sentirnos muy agradecidos por ese breve momento que nos tocaste ¡Vete al cuerno! ¡No es humano no sentirse solo y no es humano no sentir miedo! ¡Eres un hipócrita y un falso!

Robert: No quiero necesitarte.

Francesca: ¿Por qué?

Robert: Porque no puedo tenerte.

(guion de Richard LaGravenese a partir de la novela de Robert James Waller)

Western como estudio de personajes: Solo el valiente (Only the Valiant, Gordon Douglas, 1951)

 

La película que Gregory Peck llegara a considerar como la primera gran crisis personal y profesional en su incipiente carrera ha ido adquiriendo con el tiempo cierta pátina de joya escondida, a medida que se ha ido reivindicando la figura y la trayectoria del siempre discreto Gordon Douglas, uno de esos considerados «artesanos» que presenta sin embargo suficiente nómina de títulos sólidos y solventes para otorgarle dimensión propia como cineasta con personalidad creativa e intereses concretos. Se trata de un western con referencias fordianas (la última entrega de la llamada «trilogía de la caballería» de John Ford, Rio Grande, se estrenó el año anterior) y tintes hawksianos que, a través de un protagonista atormentado como centro, acumula a su alrededor una heterogénea galería de personajes masculinos obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, sometidos a una letal amenaza exterior, con un fuerte de la caballería estadounidense hostigado por tribus apaches como escenario. El capitán Lance (Peck) tiene fama de severo y poco empático, pero también de ser el mejor oficial del puesto. Cuando la avanzadilla ante el territorio apache, situada en un enclave militar llamado Fort Invincible, es aniquilada, Lance se desplaza allí con un pelotón y logra capturar a Tucsos (Michael Ansara), el jefe de la partida. Sin embargo, demasiados expuestos al enemigo, el coronel decide trasladar al prisionero a un fuerte mayor y más lejano, para lo que elige al teniente Holloway (Gig Young), un hombre muy querido por la tropa que además es rival de Lance por el amor de Cathy (Barbara Payton), hija de otro oficial. Aunque la decisión es estrictamente de interés militar (el coronel, enfermo e impedido, considera a Lance más cualificado para la defensa del fuerte ante el inminente ataque de un millar de enfurecidos apaches dispuestos a liberar a su jefe), los hombres interpretan la elección de Holloway para la misión como una maniobra de Lance para deshacerse de un adversario personal, y cuando el pelotón es atacado, Tucsos liberado por sus guerreros y Holloway y otros hombres perecen, Lance es señalado por todos (incluida Cathy) como responsable único. Cuando diseña un plan de defensa que incluye establecer una primera línea de resistencia en el desolado Fort Invincible, elige para acompañarle a la tropa que más le desprecia: el teniente Winters (Dan Riss), débil e incompetente; el sargento Ben Murdock (Neville Brand), un bravucón indisciplinado; el cabo Gilchrist (Ward Bond), un borracho; el corneta Saxton (Terry Kilburn), un cobarde; y los soldados Rutledge (Warner Anderson), que le guarda un rencor irracional desde los tiempos de la Academia; Kebussyan (Lon Chaney Jr.,), un árabe enrolado en la caballería estadounidense que formaba parte del destacamento aniquilado de Holloway y odia a muerte al capitán Lance; Onstot (Steve Brodie), un sudista que siempre se hace el enfermo; y Joe Harmony (Jeff Corey), el explorador de la unidad. Las intenciones de Lance son impedir a los apaches el paso por el estrecho desfiladero que conecta su territorio con la empalizada de Fort Invincible, volándolo con explosivos si es preciso.

Que a Douglas y sus guionistas, Harry Brown y Edward H. North, les interesa sobre todo el retrato de personajes en una situación desesperada se desprende del desprecio a la lógica que resulta de la incongruente premisa argumental, es decir, cómo un grupo de nueve hombres puede resistir en un fuerte cuya guarnición completa ha sido aniquilada totalmente por el mismo enemigo al que van a enfrentarse ahora, o bien cómo aquella no fue capaz de pensar en el bloqueo del desfiladero como infalible medio de defensa y ahorro de vidas. Dejando esta anomalía dramática aparte, es el pequeño espacio de Fort Invincible y las relaciones entre los personajes el objeto de interés de Douglas. La película pasa aquí de los exteriores y las cabalgadas por las praderas a escenarios recreados en el estudio, tanto en el interior del fuerte como en sus alrededor y en las acartonadas paredes supuestamente rocosas del desfiladero (la película es una producción conjunta de Warner Bros. con Republic Pictures, famosa por la producción de sus westerns de bajo presupuesto, lo que se traslada a cierta precariedad en los decorados y en una absoluta incoherencia visual, de puesta en escena y de iluminación, respecto a los exteriores auténticos), y si bien la principal queja de Peck en su día se refería a que su personaje no deja de deambular, de forma algo desorientada y caprichosa, de aquí para allá para tener grupos de escenas de uno a uno con sus compañeros que revelen las motivaciones y aspiraciones más o menos veladas de los personajes, lo cierto es que es ahí donde radica el interés de la película. Un poco al modo de La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934), incluido el personaje de árabe algo místico que allí era Boris Karloff y aquí el hijo de Lon Chaney, los soldados van siendo eliminados uno a uno por un enemigo invisible, al tiempo que sus conflictos e intereses opuestos condicionan el incierto éxito de una misión que Lance ha encomendado a los hombres a priori menos indicados para estar bajo su mando (más adelante, en el instante previo al clímax de acción de la cinta, anuncia los verdaderos motivos de esta elección: su carácter prescindible; el hecho de que sus muertes, más que seguras, no supondrán una gran pérdida a la caballería ni a sus compañeros de la segunda línea defensiva).

Sobre esa estructura de western convencional insertado en el marco de la caballería (terceto de personajes en choque sentimental; situación límite bajo la amenaza india; toque de corneta y salvación in extremis en la secuencia decisiva), algo lastrado por los exteriores reconstruidos en estudio, donde la fotografía de Lionel Lindon hace lo que puede y en los que, además, tiene lugar el grueso de las secuencias de acción, con un guion en parte caprichoso y con un desenlace algo apresurado y comprimido en su búsqueda del final armónico y feliz que haga encajar las piezas anteriormente diseminadas con meticulosidad y detalle, la fortaleza de la película, como en otros estimables westerns de su director –Río Conchos (1964), Chuka (1967), Los forajidos de Río Bravo (Barquero, 1970)-, radica, en la línea de Hawks, en la presentación de un puñado de personajes bien caracterizados con intereses diversos, que se van desarrollando a medida que se suceden las circunstancias expuestas en el guion y convergen en torno a ideas y principios como el instinto de supervivencia, el orden, la disciplina, la angustia, la debilidad, el egoísmo y el deber. Bajo los acordes de una vibrante y sensible música de Franz Waxman, Douglas conduce con buen pulso y vivo ritmo una historia que va más de personas que de situaciones, en la que lo que más le interesa es la evolución de los personajes en torno a Lance (la chica y el malogrado Holloway, y cada uno de los miembros de su pequeña tropa), y de cómo este es capaz de recuperar o redimir a algunos de ellos (el cobarde Saxton, el borracho Gilchrist -si bien cediendo y dejándole entrar en su terreno-, el iluminado Kebussyan, que de desafecto pasa a ser su gran defensor, el teniente Winters, el héroe mudo que posibilita el sentido del desenlace), ganándolos para la causa de todos, mientras que nada puede hacer por otros -el sargento Murdock y el soldado Onslot, reducidos a la categoría de divertimento para los apaches; el soldado Rutledge, que siente su animadversión por el capitán hasta el final- porque aceptan de mayor grado la muerte que la autoridad de su superior.

En el momento culminante, sin embargo, antes del presuroso epílogo que nos introduce en la reconfortante conclusión, la presencia inesperada de una ametralladora Gatling anuncia ya en 1951 la muerte de un mundo, de una manera de entender el Oeste, la guerra, el choque de civilizaciones entre blancos e indios, la imposibilidad de un futuro para estos. La irrupción definitiva de la era moderna, de la tecnología, de la aniquilación masiva cuyo pulso se sentía notablemente al inicio de aquella década. Y, sobre todo, la muerte de unos personajes que en un solo golpe de manivela (como las de las antiguas cámaras cinematográficas, que también señalaron un cambio de era) han quedado anticuados, desfasados, héroes imperfectos sin tiempo ni sitio.

Ecosistema Neil Simon: La chica del adiós (The Goodbye Girl, Herbert Ross, 1977)

 

Una casa, un apartamento o una habitación de hotel de una gran ciudad en los que una pareja de personajes de lo más variopintos y opuestos se ven obligados a convivir durante un determinado espacio dramático de tiempo. A tal puede reducirse, con todos los peligros de generalización y ausencia de matices que conlleva toda reducción, el planteamiento de las más conocidas historias del prolífico Neil Simon, uno de los autores teatrales más célebres y populares del último tercio del siglo XX en Estados Unidos y, gracias a la abundancia de adaptaciones al cine de sus obras más exitosas, en el resto del mundo. Tal vez la que disfrute de mayor prestigio, por encima de su popularidad, y la que recibiera mejores críticas de la prensa especializada sea la obra que da pie a esta película de Herbert Ross, cineasta de irregular filmografía cuyos títulos más interesantes quedan a menudo oscurecidos en la vorágine dentro de la que se produjeron, el Nuevo Hollywood de finales de los sesenta y la década de los setenta, a priori un tiempo y un lugar no especialmente adecuados para un director de hechuras tan clásicas. El punto de partida del argumento, el habitual: Paula, una mujer separada (Marsha Mason), madre de una niña, Lucy (Quinn Cummings), tiene que compartir el que era su piso con el nuevo inquilino, Elliott Garfield (Richard Dreyfuss), un actor de poca monta que se desplaza desde Chicago a Nueva York para participar en un estrafalario montaje off Broadway del Ricardo III de William Shakespeare que dirige un individuo no menos excéntrico (Paul Benedict).

En un género de tan poca variedad y excesiva explotación en las últimas décadas como la comedia romántica, la historia de Simon, autor también del guion, y Ross sorprende poco. El inicial antagonismo entre Elliott y Paula, subrayado por las costumbres y los horarios opuestos y los sucesivos enfrentamientos, llevados hasta casi el delirio, que tales situaciones incómodas generan, deriva en progresivo entendimiento y cooperación, y de ahí al afecto en grado creciente hasta la eclosión romántica final, en una conclusión, no obstante, tan emotiva como alabada. En este punto, es más acusado el arco dramático del personaje de Dreyfuss, ganador del premio Oscar al mejor actor de ese año por este papel, sobre el que reside la mayor carga de comicidad de la cinta, entre el humor físico cercano al slapstick del principio a los juegos de ironía e ingenio de sus diálogos, los mejores y más agudos de la película. El personaje de Paula, en cambio, sumido en la misma precariedad (si la carrera profesional de Elliott depende de ese papel fuera de circuito y del «descubrimiento» de algún crítico, ella se ve forzada a intentar recuperar su abandonada carrera de bailarina, pero con más años y otro cuerpo encima), es más realista y sufridora, sus problemas son más inmediatos y acuciantes por la presencia de su hija, que tampoco anda mal surtida de réplicas y apuntes socarrones. En todo el tramo inicial cobra protagonismo el escenario del apartamento, los espacios individuales (los dormitorios) y las zonas comunes a compartir por obligación, por el cual se extienden las discusiones, los desencuentros, las inoportunidades y los instantes incómodos. Cuando la película abandona sus cuatro paredes, ya está más sentimentalizada, es más romántica, a excepción de los ensayos de Elliott en la cada vez más retorcida y estrambótica visión que del personaje de Shakespeare tiene Mark, el director de la obra. La velocidad de la película también cambia; la comedia verbal y gestual, más acelerada, de diálogos rápidos y lapidarios, tiene su compensación en los más reposados baches románticos, y el centro de gravedad de la trama se desplaza del humor al amor a medida que el ritmo se ralentiza y que el apartamento pasa de ser un campo de batalla a promesa de felicidad solo alterada por el drama final, la oferta que Elliott recibe de Hollywood para hacer una película allí, y que amenaza con romper la pequeña y anómala unidad casi familiar que con tanto esfuerzo ha puesto en marcha junto a Paula.

The Goodbye Girl (1977) - Turner Classic Movies

Si las situaciones y el argumento no son demasiado originales y no ofrecen nada especialmente nuevo, cabe buscar las virtudes de la película por otros derroteros. La primera de ellas, las interpretaciones, intensas y frescas, muy trabajadas, con ese acusado e insistente, exasperante trabajo que consiste en conseguir aparentar que no se actúa (imprescindible versión original, con subtítulos o no), que se observa un pedazo de vida de gente corriente que sí, habla de manera algo más literaria que en la vida común, pero que habla y siente de verdad. En segundo término, la sensibilidad del autor y, en especial, del director, un Herbert Ross que se mueve como pez en el agua en este registro clásico, próximo a la comedia de los años treinta y cuarenta, con sensibilidad pero sin sensiblería (algunas veces camina sobre la fina línea que separa ambos conceptos, incluso adelanta algún paso peligrosamente, pero a tiempo de volver atrás), con un humor inteligente que permite participar al espectador, adelantarse, concluir, ser cómplice, y con un estilo visual tradicional, al servicio del texto y de los actores, sin alharacas ni florituras innecesarias, ese envidiable estilo invisible a menudo tan infravalorado por quienes creen que el cine solo está en aquello que se subraya. De este modo, una noche lluviosa, una persiana levantada y una cabina telefónica en la esquina pueden resultar tan cotidianos como líricos o cómicos, según el ángulo y el momento desde el que se observan. Una forma de mirar, la de Ross, que a partir de Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, 1972) contribuyó notablemente al crecimiento como creador y cineasta de Woody Allen, quien no mucho después de trabajar con el director (tan de Brooklyn como él mismo) se plantearía abandonar su habitual estructura cómica de parodia a base de gags y sketches para, filtrada a través de sus filias personales (Bergman, Fellini, Buñuel, la literatura francesa y rusa, el cine clásico de Hollywood…), adoptar la misma querencia de Herbert Ross por ese cine de personajes, situaciones y diálogos sólidos y de mirada lírica, poética y algo sardónica hacia la gente corriente que no tiene nada de vulgar ni de anodina, sus apartamentos siempre llenos de libros y sus entornos urbanos (mercados, parques, cafés, restaurantes, librerías, teatros, cines, salas de conciertos…), que hace del estilo de Woody Allen un universo envidiable y reconocible.

Diálogos de celuloide: Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972)

 

-Las máquinas fallarán. Y el sistema fracasará. Entonces…

-Entonces, ¿qué?

-Supervivencia. Aquel que sea apto para ella. Ese es el juego, sobrevivir.

-Y tú estás deseando que ocurra, ¿no? Te mueres de ganas. Pues yo estoy a gusto con el sistema.

-Claro. Tienes un buen empleo, una buena casa, una buena mujer, un buen hijo.

-Lo dices como si fuera… algo sucio, Lewis.

-¿Por qué haces estas excursiones?

-Me gusta mi vida.

-¿Pero por qué haces estas excursiones conmigo, Ed?

-A veces me lo he preguntado.

(guion de James Dickey, a partir de su propia novela)

Música para una banda sonora vital: El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927), y ¡Felices Fiestas!

El punto en que todo cambió o, «esperen un momento, todavía no han oído nada». El cine sonoro vino para quedarse a partir de este momento, la interpretación de Al Jolson del clásico Toot, Toot, Tootsie!, que además sirvió también como tema de apertura para una de las muchas obras maestras de Woody Allen, Balas sobre Broadway (Bullets Over Broadway, 1994).

Aprovechamos este alegre y marchoso tema clásico para desear a todos los escalones lo mejor para estos días festivos y para el año 2023, que falta hace.

Wilder contra sí mismo: El héroe solitario (The Spirit of St. Louis, Billy Wilder, 1957)

Esta película de Billy Wilder es una de las seis de entre su filmografía que él mismo afirmó desear no haber rodado. Un filme de lo más atípico en su trayectoria, tanto por su tema, el relato de la hazaña de Charles Lindbergh en la primera travesía aeronáutica sin escalas sobre el océano Atlántico, acaecida en 1927, que abrió nuevos caminos al tráfico áereo, como por su protagonista, alejado de los habituales antihéroes wilderianos sumidos en crisis personales y de identidad, más bien al contrario, otro de esos ejemplos, tan queridos por el cine norteamericano, de genios espontáneos, de seres dotados de una inteligencia y una astucia naturales, instintivas, nada intelectuales, que contribuyen a asentar el discurso liberal de la persecución y el logro de los sueños como marca de éxito y realización personal, reconocimiento social y triunfo colectivo del sistema político y socioeconómico que lo hace posible. Coescrita, como era corriente en Wilder, con otros guionistas, en este caso Charles Lederer y Wendell Mayes a partir del libro en el que el propio Lindbergh narró su proeza, la película, que rompe la insulsa narración lineal con una ingeniosa aunque algo descafeinada desestructuración a base de flashbacks, cuenta el periplo aéreo de Linbergh, desde la concepción del proyecto, la búsqueda de financiación (proporcionada por un grupo de hombres de negocios de San Luis, entonces incipiente ciudad industrial de Misuri; de ahí el nombre con que es bautizado el avión), el diseño y la adquisición del aparato necesario y el desarrollo concreto del vuelo, a lo largo de treinta y seis horas sin compañía, sin dormir y mal abrigado y alimentado, entre Nueva York y el aeródromo parisino de Le Bourget, donde acudieron a recibirlo unas doscientas mil personas. La cinta omite los otros episodios vitales del aviador que prolongaron su acreditada fama a lo largo y ancho del planeta, solo comparable a la de notables celebridades de su tiempo como Charles Chaplin o Rodolfo Valentino: el posterior secuestro y asesinato de su hijo tras el pago del rescate, y sus aplausos al nazismo, que afearon bastante el carácter de su relevancia pública.

Otra característica que aleja la película de la obra de Wilder son las carencias de chispa e ingenio en el guion, aunque no de humor, si bien este, salvo con cuentagotas, en episodios muy concretos contados como ventanas al pasado (el primer avión de Lindbergh y sus intentos por ganarse la vida como piloto) y en someros diálogos y unos pocos elementos de puesta en escena (la presentación inicial de los periodistas que aguardan a que se inicie el gran viaje), resulta algo más burdo y menos elaborado de lo acostumbrado en las vitriólicas historias wilderianas. Este hecho, unido a la ausencia de suspense -por más que el guion introduzca elementos de riesgo en el proyecto, el conocimiento del público del éxito de la expedición desactiva cualquier efecto de incertidumbre o intriga en el espectador-, hace que la película discurra de manera descompensada y plomiza hasta completar algo más de dos horas y cuarto de metraje que solo esporádicamente fluyen con agilidad y ritmo, parte de los cuales transcurren además en fragmentarios monólogos interiores del protagonista, presentados en una machacona voz en off, que ralentizan y estancan la narración, entre los que también, para que el espectador entienda qué esta ocurriendo en cuanto a las incidencias técnicas del viaje, el personaje se ve obligado a verbalizar circunstancias que, volando solo, tal vez no debieran traspasar el espacio de su reflexión interna. Por otra parte, la película aparece igualmente descompensada en lo que se refiere al peso de los personajes; el protagonismo de Lindbergh acapara todas las secuencias, todas las escenas, dejando a los secundarios como meros acompañamientos, dramáticamente necesarios pero más bien como parte del mobiliario argumental, comparsas o frontones hacia los que Lindbergh dirige la pelota de sus diálogos para que retornen rebotados. Situaciones carentes de conflicto, más allá de las acciones iniciales para conseguir un avión, hipotéticas crisis sin incertidumbre real, el guion se limita a una exposición temporal, aunque desordenada, de las actividades que llevaron a Lindbergh a la consecución de su logro, a la aparición de ciertas dificultades y a la explicación de sus maniobras, personales o técnicas, según el caso, para superarlas.

Otros elementos hacen, sin embargo, que valga la pena el visionado de la película. En primer lugar, la dirección artística. Producida por Warner Bros., Leland Hayward y la propia compañía de Billy Wilder (como resultado de su situación personal, siempre en el filo, de sus obligaciones contractuales y de los reveses críticos o de taquilla de sus anteriores proyectos más recientes), la película multiplica las localizaciones de meticulosa elaboración y recreación en correspondencia con los años veinte, desde los despachos a los talleres y los hangares, lo cual, unido al sistema de color Warner Color y al Cinemascope, proporcionan una riqueza y una vistosidad que se amplifica notablemente en las tomas exteriores, no tanto en los campos de aviación como en las imágenes que ilustran los distintos trayectos emprendidos por Lindbergh, en particular el sobrevuelo de Irlanda o las composiciones del avión sobrevolando las montañas, los campos verdes o el mar. Aderezados con unos efectos especiales que valieron una nominación al Oscar, esta vertiente visual tiene su eclosión en la llegada a París y la recreación de su observación nocturna desde el aire, la ciudad toda iluminada, más que nunca la Ciudad de la Luz. En el haber de la película, asimismo, la labor de dirección de Wilder, un cineasta al que se suele aplaudir por la escritura de los guiones, el diseño de personajes y situaciones y el tono general (literario o incluso sociológico) de sus historias, pero del que generalmente no se reivindica su faceta técnica. En esta película, desprovisto de otra clase de intereses más próximos a su naturaleza personal, Wilder se atreve a explorar terrenos inusuales en su trayectoria, y a buscar soluciones técnicas hasta cierto punto impropias de su labor habitual para contar satisfactoriamente, desde un punto de vista que debe alternar el intimismo con la espectacularidad, una historia cuyo desenlace se conoce antes de ver la película. Por último, como tercer foco de interés de la cinta, la voluntariosa interpretación de James Stewart como Lindbergh (a pesar de ese artificioso rubio oxigenado), aunque el guion le obligue a representar un extenso arco de edades (el actor contaba entonces con cuarenta y nueve años de edad para interpretar a un hombre de veinticinco, del que además representaba sus aún más remotos orígenes como aviador a edad todavía más temprana); obligado a soportar el peso de la película, a menudo incluso en largas secuencias en que es su voz en off la que acompaña su mímica de pilotaje, Stewart sale airoso de las dificultades imprimiendo un vigor y una convicción a su interpretación que sostiene y salva el acartonamiento general. El actor se desenvuelve con solvencia en un entorno que, hasta cierto punto, le es familiar o conocido, dada su experiencia adquirida como piloto en la Segunda Guerra Mundial, a lo largo de más de veinte misiones como comandante de un bombardero B-24, que a su vez le ocasionaron un desgaste anímico y personal que él supo utilizar después de la guerra e incorporar a sus personajes para adquirir nuevos registros interpretativos. Puntos de atención para una historia irregular aunque no carente de interés, en la que Wilder, sin embargo, preferiría no haber invertido un largo año de su vida.

40º aniversario de Blade Runner, de Ridley Scott, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a celebrar el 40º aniversario del estreno de Blade Runner, la película de Ridley Scott basada en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, ambos hitos del género de ciencia ficción.

(desde 5:48)

Escarlata O’Hara corregida y aumentada: Como ella sola (In this our life, John Huston, 1942)

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Después de instaurar el ciclo del cine negro clásico con El halcón maltés (1941) y de ahondar en la veta comercial abierta repitiendo con Humphrey Bogart, Mary Astor y Sydney Greenstreet en la olvidada A través del Pacífico (1942), John Huston recibió de Hal B. Wallis, uno de los mandamases de la Warner Bros., el encargo de dirigir Como ella sola, adaptación de una novela de Ellen Glasgow que contaba con el protagonismo de una joven frívola, irresponsable y caprichosa que terminaba llevando a la ruina a sus seres más queridos por culpa de su egoísmo y de sus intentos por salir airosa de todos los problemas que causaba. Huston, nada convencido de la validez de esta historia para una película, aceptó el proyecto por un doble motivo: en primer lugar, porque se sintió halagado de que, con sólo dos títulos previos, el estudio le encargara una película que encabezarían algunas de las más flamantes estrellas del estudio (Bette Davis, Olivia de Havilland, George Brent o Charles Coburn); en segundo término, porque el guión lo había escrito Howard Koch, un guionista que el propio Huston recomendó a Wallis (con muy buen tino: Koch escribió nada menos que el esqueleto de Casablanca) y al que sintió que no podía desairar cuando su carrera podía asentarse definitivamente en el seno de la Warner (más adelante, Koch, que no era comunista pero que sin embargo se negaría a testificar y dar nombres ante el Comité de Actividades Antiamericanas, sufrió las consecuencias del ostracismo al que le sometió el Hollywood oficial). Así, John Huston aceptó un material que poco parecía encajar con sus temas y personajes predilectos para intentar hacer del cóctel la mejor película posible, y obtuvo un resultado bastante solvente.

El día de su boda, Stanley (Bette Davis), la hija menor de un matrimonio de buena familia venida a menos, antigua copropietaria y ahora simple accionista y empleada de la fábrica de tabacos que lleva los apellidos familiares (Fitzroy y Timberlake), se fuga con su cuñado, Peter (Dennis Morgan), casado hasta entonces con su hermana Roy (Olivia de Havilland), dejando plantado a Craig (George Brent), un gris abogado que resulta ser el tercero de los posibles maridos de Stanley que se queda tirado en el último momento. Stanley, que no tiene oficio conocido ni interés en tenerlo, es una joven que vive para su propio placer, sale todas las noches, sólo piensa en bailar y divertirse, y aunque su belleza, su determinación y el encanto de su personalidad tiene a todos hechizados, empezando por Peter pero especialmente a su millonario tío William (Charles Coburn), las dificultades que empiezan a surgir (Peter, médico, no encuentra en su situación un buen hospital donde trabajar y, cuando lo logra, no puede sostener con su sueldo los gastos de la vida a todo tren que Stanley insiste en llevar) minan poco a poco su relación y la convierten en un infierno de alcohol y continuas discusiones y desencuentros. Por el contrario, la desgracia compartida ha acercado a Craig y Roy, que se enamoran y se comprometen. La desgracia que sella el supuesto amor de Peter y Stanley hace que esta regrese a la casa familiar y que prosiga con su comportamiento caprichoso y errabundo hasta el punto de intentar arrebatarle a su hermana el amor de Craig, su antiguo prometido. La resistencia de este enfurece a Stanley, que, ebria de alcohol y de resentimiento, comete un atropello mortal y se da a la fuga, culpando de ello al joven Parry (Ernest Anderson), hijo de la criada de la familia (Hattie McDaniel) que sueña con ser abogado y trabaja en el despacho de Craig, el cual a su vez, desconocedor de la verdad, se apresta a defenderle ante la ley.

Esta intrincada trama de tintes folletinescos cuenta sin embargo con dos notables atractivos. Para empezar, la interpretación de Bette Davis, pasadísima de sobreactuación según los entendidos de aquel tiempo pero que da vida a la perfección al tipo de joven despreocupada, irresponsable, caprichosa e inmadura para afrontar las consecuencias de sus actos que el guión de la película dibujaba en contraposición al desequilibro mental y, sobre todo emocional, que el personaje poseía en la novela. La muchacha Stanley resulta de lo más irritante, en especial cuando el espectador, que contempla como testigo privilegiado las sucesivas maniobras producto de su talante cambiante y movedizo, observa cómo consigue siempre lo que quiere y sale vencedora de todo conflicto y reto que sus malas prácticas provocan. Continuar leyendo «Escarlata O’Hara corregida y aumentada: Como ella sola (In this our life, John Huston, 1942)»

Cine de papel: Michael Curtiz, Errol Flynn y Olivia de Havilland, la aventura hecha cine

robin de los bosques la carga de la brigada ligera

1. Robín de los bosques (The adventures of Robin Hood, William Keighley y Michael Curtiz, 1938). Dice la cara posterior del programa de mano: … si «Robín de los Bosques» viviera en nuestros días, usaría arcos y flechas construidos por «Hermes», S.L. Marca Registrada. Fabricación de artículos para deporte, atletismo y gimnasia. Productor nacional Núm. 4286. Sección de Ebanistería y carpintería. Cº Cabaldós, 35, Zaragoza. Tel. 21.54.

2. La carga de la brigada ligera (The charge of the light brigade, Michael Curtiz, 1936). Dice la cara posterior del programa de mano: PROXIMAMENTE EN EL CINE DORADO. Estreno de la impresionante superproducción Warner Bros. LA CARGA DE LA BRIGADA LIGERA. ERROL FLYNN – OLIVIA DE HAVILLAND. DIRECCIÓN MICHAEL CURTIZ. Un poema de amor que hizo variar la ruta de un Imperio. Empresa Quintana S.A.-Representante E. Marín. Artes Gráficas Zaragozanas.