Diario Aragonés – Drive

Título original: Drive
Año: 2011
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Nicolas Winding Refn
Guión: Hossein Amini, sobre la novela de James Sallis
Música: Cliff Martinez
Fotografía: Newton Thomas Sigel
Reparto: Ryan Gosling, Carey Mulligan, Ron Perlman, Christina Hendricks, Bryan Cranston, Oscar Isaac, Albert Brooks
Duración: 100 minutos

Sinopsis: Driver (conductor) es un experto en conducción de riesgo para el cine. Shannon, su jefe y mentor, le busca clientes con los que Driver pueda demostrar su pericia al volante. Pero no todos son del mundo del cine, ya que Driver también está especializado en la conducción de fugas, en sacar a delincuentes de los lugares en los que han cometido sus robos y atracos.

Comentario: Excelente película del director danés Nicolas Winding Refn que combina acertadamente los aires y tonos del cine independiente americano con los ecos y reminiscencias del periodo clásico del cine negro en su versión estética pop de los años sesenta (Código del hampa de Don Siegel, A quemarropa de John Boorman), revestidas aquí de modernidad, velocidad, rap y una violencia más sugerida que explícita. Winding Refn deconstruye, más que construye, un producto de género partiendo casi de postulados de serie B para rellenar los huecos y vacíos que deja libres con emociones, luces, sombras e intensidad dramática resultantes de sugerencias, de gestos, leves indicaciones y sutiles maniobras, con un pulso firme pero sin subrayados, con brutalidad y contundencia pero con tacto y sentido dramático, dejando que las imágenes fluyan pero sin apabullar, ganándose la sensibilidad del espectador pero a costa de invadir sus sentidos con pirotecnia, cacharrería, salmodias u orquestaciones inaudibles, presentando personajes y atmósferas estáticos, casi hieráticos, dentro de los que bulle mucha carne y corazón.

Así, siguiendo la receta clásica, el protagonista (Ryan Gosling, en un ejercicio de minimalismo gestual y verbal tan efectivo como contundente y a tono con sus actos y con los lugares que recorre) es un vehículo para presentar los hechos, no una personalidad que acapare la narración hasta fagocitarla [continuar leyendo]

Diario Aragonés – Los Idus de Marzo

Título original: The Ides of March
Año: 2011
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: George Clooney
Guión: Grant Heslov y George Clooney, sobre la obra teatral Farragut North, de Beau Willimon
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Phedon Papamichael
Reparto: Ryan Gosling, George Clooney, Paul Giamatti, Marisa Tomei, Philip Seymour Hoffman, Evan Rachel Wood, Jeffrey Wright, Max Minghella
Duración: 101 minutos

Sinopsis: El joven director de comunicación de campaña del principal candidato a las elecciones primarias del Partido Demócrata se enfrenta a una serie de acontecimientos que ponen en juego su idealismo y le revelan la naturaleza real de la política y de los hombres que intervienen en ella.

Comentario: Los productos que tienen a George Clooney tras la cámara son desde luego, con alguna excepción (llamada Ella es el partido, una abominación), muchísimo más interesantes que los que cuentan con él solamente delante de ella. En Los idus de marzo, título que directamente remite a la tragedia shakespeariana sobre Julio César (y su adaptación al cine por Joseph L. Mankiewicz en 1953), la traición, y la advertencia que un augur ciego lanza al dictador romano (“¡Guárdate de los Idus de Marzo!”), para acercarse desde una óptica demoledoramente crítica a la poco escrupulosa carrera de quienes viven de la política (los políticos profesionales pero también los asalariados de los partidos o los periodistas) a fin de conseguir el poder o beneficiarse de él.

La película cuenta pocas cosas que no se hayan visto ya antes. Un muchacho idealista, ocurrente, un hombre de recursos con inventiva, imaginación y espontaneidad suficientes como para manejar los distintos resortes de la mercadotecnia política y los bajos instintos, ambiciones y temores de quienes participan o asisten a la competición por la nominación presidencial (Ryan Gosling), se mueve fundamentalmente por la firme creencia en la personalidad, la capacidad y la competencia de su candidato, Mike Morris (George Clooney), sabedor de que, ante la incapacidad por parte del Partido Republicano para ofrecer a un oponente solvente que pueda enfrentarse a él, la victoria en las primarias demócratas equivale prácticamente a obtener el pasaporte a la Casa Blanca. La fe en su candidato corre paralela a su devota amistad por su mentor personal en el mundo de las campañas electorales, Paul (Philip Seymour Hoffman), un veterano de las convocatorias a comicios a lo largo y ancho del país. En su trabajo diario, en el que se apoya en un joven ayudante (Max Mighella), no falta el romance con una joven voluntaria en la campaña (Evan Rachel Wood) ni el juego del ratón y el gato con la prensa (encarnada por Marisa Tomei), utilizándola para sus fines, aliándose con ella cuando es conveniente y temiéndola, sintiendo su amenaza o prefiriendo ocultarle datos si la situación lo exige. Tampoco le es ajena la observación a distancia de las actividades del otro candidato y de su jefe de campaña (Paul Giamatti) en su común pretensión de hacerse con el apoyo de uno de los políticos clave del Partido Demócrata (Jeffrey Wright). En suma, contado así, nada que no aparezca lo suficiente en el cine político norteamericano como para resultar novedoso, revolucionario o distinto.

La virtud de Clooney reside en la más que correcta (técnica y narrativamente) traslación a imágenes de un guión que consigue [continuar leyendo]

39estaciones, el regalo perfecto para la cuesta de enero y siguientes

Con la que está cayendo, y con la que nos va a caer, con la derechona depositaria del fascismo económico en el trono, con las manos libres para controlar la situación que ha deseado manejar sin límites ni ataduras desde la Segunda Guerra Mundial, como ese pirómano con la lata de gasolina en la mano al que un tonto le pone a cuidar un fuego para que no crezca, los próximos meses va a ser duro asomar la cabeza por la ventana de casa. Como alternativa, sugerimos el cine, ver cine, leer de cine, una forma barata, cómoda, riquísima y de lo más entretenida y didáctica de complementar con sueños, aventuras y acción las mediocridades de la vida cotidiana.

Y claro, aunque nos revienta sobremanera esto de la publicidad y el autobombo, sugerimos:

Leyendo y descubriendo o visionando de nuevo los títulos, carreras y filmografías que en él se repasan, la crisis se pasa volando, o al menos hace menos daño. Para esas noches en las que a uno le gustaría salir, gastar, comprar, cenar fuera, y el presupuesto aprieta, nada mejor que una velada nocturna al amor del radiador viendo o leyendo de cine.

¿Y dónde encontrarlo? Pues aquí al lado, en Los portadores de sueños, una de las mejores librerías concebibles por mente humana o sobrehumana alguna.

Uno se considera pagado y reconfortado si el lector disfruta leyéndolo y viendo películas tanto como el autor viéndolas y escribiendo sobre ellas.

Una sorpresa agradable: Nevada express

A veces uno se lleva sorpresas allí donde no esperaba sacar gran cosa en claro. Es el caso de Nevada express (Breakheart pass, 1975), dirigida por un semidesconocido Tom Gries, cuyo mérito más recordado, aparte de trabajar en series de televisión como Batman o Hazañas bélicas y de un puñado de westerns menores con Charlton Heston (entre ellos el estimable El más valiente entre mil, –Will Penny-, de 1968) como veterano protagonista, había sido codirigir junto a Monte Hellman una película de boxeo protagonizada por Muhammad Ali. En 1975, en plena etapa de westerns crepusculares que, a pesar de la pronta irrupción de Clint Eastwood y El fuera de la ley (Outlaw Josey Wales, 1976) y su contribución al mantenimiento del género en unos niveles de calidad y popularidad más que aceptables y su pervivencia hasta el día de hoy, estaban certificando la progresiva muerte del género cinematográfico americano por excelencia, Gries llevó a la pantalla una novela de Alistair MacLean, adaptada por sí mismo, que resulta un tardío pero muy interesante e intenso intento por dotar al western de nuevas fronteras y alicientes que a pesar del tiempo transcurrido se mantienen prácticamente intactos en un visionado actual.

Y la sorpresa viene porque de sus aires televisivos y del protagonismo de Charles Bronson, por aquel entonces ya encasillado en sus papeles de justiciero urbano pistola en mano o en sus protagonistas de spaghetti western de medio pelo como ecos de su trabajo para Leone en Hasta que llegó su hora (C’era una volta il westOnce upon a time in the west-, 1968), emerge una película distinta, compleja, repleta de acción pero no carente de un trasfondo de intriga y suspense no habituales del género pero que funcionan y mantienen la atención. La mayor virtud de Gries y del guión de MacLean es el goteo con el que la información sobre lo que ocurre es suministrada al espectador, cómo consigue manejarse el suspense y presentar los acontecimientos en dos narraciones paralelas que finalmente confluyen en una conclusión entregada a la acción y la violencia que han de resolver el drama. Gries y MacLean toman los distintos elementos comunes del western, los mezclan con la película de espías y con la intriga de asesinato en un espacio cerrado, y crean un producto menor, pura serie B, pero de lo más entretenido.

Todo comienza con un tren militar que se detiene en un apeadero de una zona montañosa alrededor del cual han florecido algunos negocios de hostelería, juego y prostitución. El tren va camino de Fort Humboldt, un aislado puesto de la caballería en la montaña, y transporta suministros médicos y un destacamento de soldados que han de hacer frente a una virulenta epidemia de difteria que se ha desatado en el fuerte. En el tren, además del grupo de soldados y del personal de servicio, viajan el médico (el reconocible David Huddleston), el gobernador del estado (Richard Crenna), su amante (Jill Ireland), que es además hija del comandante del puesto, un responsable del ferrocarril (Charles Durning), un reverendo (Bill McKinney) y el capitán de los soldados (Ed Lauter, todo un clásico entre los actores secundarios de las últimas décadas, especialmente cuando se trata de tipos de dudosa catadura). Pero durante la breve parada del tren suceden dos acontecimientos que introducen cambios en el viaje: en primer lugar, uno de los oficiales desaparece en el lugar junto con uno de sus asistentes sin que la búsqueda emprendida por los soldados dé fruto alguno, mientras que, por otro lado, un agente de la ley (Ben Johnson, antiguo campeón de rodeo que gracias a John Ford primero, y a Sam Peckinpah después, entre muchos otros, es una institución en el western), que insiste en que le permitan viajar en el tren hasta Fort Humboldt para recoger a un violento forajido allí custodiado, consigue la autorización una vez que detiene, a raíz de una discusión durante una partida de póquer, a John Deakin (Charles Bronson), un pistolero por el que se ofrece una suculenta recompensa en dólares y al que quiere poner a buen recaudo en la cárcel del fuerte.

Sin embargo, eso no es más que el planteamiento inicial; en el tren, un poco a la manera de Asesinato en el Orient Express, empiezan a tener lugar extraños asesinatos que muestran que alguno de los pasajeros no tiene mucho interés en que la ayuda llegue al puesto militar, a la vez que, gracias al montaje paralelo de Tom Gries, el espectador conoce que en el fuerte no es la difteria el mayor de los peligros, sino los forajidos que, con ayuda de un grupo de indios de una tribu de los alrededores, han tomado el control de la situación. Continuar leyendo «Una sorpresa agradable: Nevada express»

Música para una banda sonora vital – Ciudad sin piedad

Town without pity, de Gene Pitney, es casi la razón de ser de Ciudad sin piedad, dirigida por Gottfried Reinhardt en 1961, en la que Kirk Douglas interpreta a un abogado militar que defiende a cuatro soldados americanos de una base militar estadounidense acusados de la violación de una muchacha alemana. En el reparto, además de Douglas, nombres como Richard Jaeckel o Robert Blake acompañan a actrices como Barbara Rütting, Christine Kauffman o Ingrid van Bergen.

La película resulta uno de esos casos excepcionales en los que una canción va ligada a la trama ya desde su primer momento, y la van acompañando a cada instante hasta la conclusión final, como una moraleja redundante, como un estribillo recurrente que ilustra la narración, que la hace inquietante y tremebunda, que no hace sino subrayar una historia en la que no hay inocentes, y en la que queda de manifiesto lo que de extrema crueldad reside en el alma humana.

La noche y Paul Schrader: Posibilidad de escape

En la ya extensa y muy irregular trayectoria de Paul Schrader como guionista y director de cine si algo ha quedado claro es que domina plenamente la noche, su fauna, su flora y sus escenarios y ambientes, sus reglas y sus peajes. En Light sleeper (mucho más hermoso y evocador su título original que su traducción española) Paul Schrader se recrea de nuevo en los ecosistemas que domina a través de la figura de John Le Tour (espléndido, como casi siempre, Willem Dafoe), un camello que trabaja para Ann (Susan Sarandon), una traficante de lujo cuyo entorno de trabajo no son los descampados, los sucios callejones y los tugurios de mala muerte de los suburbios, sino los apartamentos de los barrios buenos, los hoteles caros y las discotecas y restaurantes de prestigio donde se cita su clientela habitual, profesionales liberales, abogados, periodistas, músicos y artistas con dinero fácil de obtener a cambio de una dosis que les permita continuar siendo clientes preferentes. John ya no es el joven enganchado de años atrás; es un hombre prudente y reflexivo hecho a imagen y semejanza de su jefa, nada que ver con una ostentosa e irracional drogadicta, sino una mujer cerebral, consciente de su lugar en el mundo y de cómo y por qué ha llegado a él, y también del momento de retirarse. Por eso John debe pensar en su futuro, porque Ann cierra el negocio y ha de buscarse una nueva ocupación. Sin embargo, esas preocupaciones quedan en segundo plano cuando, por casualidad, John se reencuentra con Marianne (Dana Delany), su ex esposa, con la que vivió una etapa de largos años de extrema adicción, quemando su dinero y su salud, destrozando su vida. John se encuentra plenamente rehabilitado y, una vez que deje su oficio, no tendrá más remedio que incorporarse a una vida normal, alejado del tráfico. Marianne aparentemente está desenganchada, pero siempre fue más débil de carácter y de ánimo. Quizá el reencuentro suponga una nueva oportunidad para ellos…

Schrader construye un espléndido guión sobre un expendedor de muerte con crisis de conciencia. Plenamente sabedor de cuáles son los efectos de sus acciones, eso no le impide en determinados momentos erigirse en guardián protector o en consejero paciente de aquellos de sus clientes que se encuentran en horas más bajas. Recuerda de dónde vino y a los extremos a los que llegó, y le horroriza pensar en que él pueda estar proporcionando el mismo destino a un número incontable de personas. Sin embargo, es su modo de vida, trabajar para Ann le ha generado estabilidad, seguridad, un presente cómodo y tranquilo y un futuro lleno de posibilidades, siempre y cuando se mantenga alejado de esas drogas que con la aparición de Marianne han vuelto a adquirir protagonismo para él en lo personal. Marianne se convierte en la clave de ese nuevo futuro que debe encarar, en la posibilidad de retornar al estado previo al que les condujo al desastre diez años atrás, ese favor de vuelta a empezar que la vida concede muy pocas veces, pero por el que tendrá que luchar mucho más de lo que cree.

La película refleja tanto la esclavitud de la adicción como examina la relación de fidelidad y lealtad personal entre Ann y John. Resulta complicado en el Hollywood moderno encontrar en la pantalla una relación madura e inteligente entre un hombre y una mujer a la que se dedique un mínimo de atención y que no sea de parentesco, sentimental o sexual. En el caso de Ann y John, se trata de amistad sincera, de agradecimiento y sostenimiento mutuos, de complicidad, de identificación el uno en el otro, de confianza absoluta. Quizá también de atracción, de un amor que no ha llegado a nacer, a consolidarse, que se ha quedado encerrado en los cánones de lo platónico. Como revela la última secuencia de la película, en la que ambos conversan en la sala de visitas de una prisión, ni siquiera se han acostado juntos una sola vez, y sin embargo, la intimidad de que disfrutan es mucho mayor, más sólida, más auténtica, que parejas o matrimonios que llevan durmiendo juntos décadas. Tras Ann se adivina un pasado duro, difícil, y en su nueva vida, producto de los miles de dólares que ha ganado con la droga, se vislumbra una especie de recompensa o más bien de compensación por una época mucho más larga y menos feliz para ella que debió atravesar en algún momento. A John todavía va a costarle mucho más llegar a ese estado, y en su camino sólo Ann estará allí para acompañarle, aunque sea a distancia.

La noche, reflejando sus luces en el parabrisas de los coches o introduciéndose por los amplios ventanales de los lujosos apartamentos, es igualmente protagonista. Es el adecuado escenario para toda una serie de personajes sombríos, lúgubres, consumidos por una voluntad ajena, la de las drogas, que puede más que la suya, que acentúa su egoísmo, su terquedad, sus obsesiones, la caída en la tentación, vampiros de la noche que se chupan la sangre a sí mismos. Marianne es uno de ellos, y John encontrará en la venganza la fuerza para romper con su pasado y renacer de sus propias cenizas. Continuar leyendo «La noche y Paul Schrader: Posibilidad de escape»

Angustioso thriller a la europea: Desaparecida

Spoorloos, coproducción franco-holandesa dirigida por George Sluizer en 1988 es a estas alturas una película de culto. Inquietante, perturbadora, demente, a pesar de su inocente y placentero comienzo, es una cinta elevada ya a la categoría de clásico, perteneciente al género del auténtico terror, aquel que se fundamenta no en mundos extraños ni en criaturas sobrenaturales más propias de la ciencia ficción terrorífica que del verdadero horror, el cotidiano, el que se produce imaginando lo que de siniestro, horrible y cruel sucede tras la puerta del vecino o en el sótano de la casa por delante de cuya fachada transitamos despreocupadamente cada día. De ese contraste, de un inicio aparentemente feliz y ligero a un final horrendo y salvaje, es de lo que nace el poder de fascinación de Desaparecida.

Una pareja de novios holandeses, Rex (Gene Bervoets) y Saskia (Johanna Ter Steege), están de vacaciones en Francia, ansiosos por descubrir bellos parajes naturales por los que hacer senderismo o dar largos paseos en bicicleta y deseosos de llegar a una playa en la que bañarse en aguas más templadas que en las de su país. En las largas horas al volante, el hastío y el cansancio se alterna con las charlas, las confidencias, y con las complicidades propias de una pareja, las caricias, los besos, las bromas, las paradas esporádicas para encontrarse libres de manos y concentrar su atención el uno en el otro, y también las discusiones a raíz de las dificultades para comprender los planos de carreteras franceses… Pero, aun con las rarezas y manías de cada uno, salta a la vista que son felices. En una de esas paradas, en una gasolinera muy concurrida, lugar de tránsito habitual de camiones y autocares de turistas, Saskia se interna en el local para comprar unas bebidas con las que remojar el descanso. Rex la aguarda tranquilo, deseoso de llegar a destino cuanto antes para ducharse, descansar y disfrutar con su chica. Da vueltas en torno al coche, mira a su alrededor, observa los vehículos que entran y salen, a la gente que va y viene, habla solo, mira de vez en cuando la ingente cola que se ve salir de la gasolinera… Poco a poco se impacienta, empieza a caminar más rápido, cruza y descruza los brazos, mira a la gasolinera, intenta vislumbrar desde allí qué lugar ocupa Saskia en la cola, pero no ve nada. Cuando empieza a tardar demasiado, Rex se acerca a la gasolinera, pero allí no está. No sabe dónde ha podido ir, porque solamente iba a comprar bebidas, bien en el mostrador o bien en la máquina expendedora, pero allí no hay rastro de ella. Lógicamente, puede haber ido al baño, tan concurrido como el resto de la gasolinera… Pero allí tampoco está. Rex vuelve al coche, coloca un letrero de aviso para indicarle a Saskia que lo espere allí, que ha ido a buscarla. Pero ella no vuelve, no leerá el letrero. Rex no la encuentra. En el mostrador de atención nadie la ha visto. Cerca de las máquinas, tampoco. Nadie la recuerda, solamente algunas personas que dicen haberla visto con un hombre en el exterior del edificio. Pero allí nadie sabe nada. Saskia no volverá. Nunca.

La búsqueda de Saskia se convertirá en una auténtica obsesión para Rex. Tres años después, en las ciudades, pueblos y carreteras cercanas a la zona de su desaparición siguen presentes los carteles con la fotografía de la joven y los teléfonos a los que llamar para comunicar las noticias de su paradero. Pero no hay noticias. No hay rastros. No hay nada. Hasta que un buen día una postal de alguien que parece saber mucho más de lo conveniente pone a Rex en la buena pista de lo que pudo haber pasado: el remitente afirma, de hecho, saber de muy buena tinta qué le ocurrió a Saskia. Rex no puede evitar seguir tirando del ovillo para desmadejar su incertidumbre, aun a costa de su propio trabajo, de su nueva relación sentimental, de su propia vida. Rex intentará reconstruir con ayuda del misterioso emisor de las postales los pasos de Saskia, pero no sabe hasta qué punto conseguirá emularlos… Continuar leyendo «Angustioso thriller a la europea: Desaparecida»

Cine en fotos – Forges y Peter Lorre

Viñeta publicada en El País el 29 de noviembre.

(Dedicado a quienes ni saben ni quieren saber cómo acabar con la crisis porque les llena los bolsillos, a ver si revientan…)

Me pareció ver un lindo gatito… (Piolín).

Observar así a Peter Lorre, quien diera vida a M, el vampiro de Dusseldorf (M, Friz Lang, 1931), a Joel Cairo en El sueño eterno (The big sleep, Howard Hawks, 1946), a Ugarte en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) y a una larga lista de villanos y secuaces junto a Vincent Price y otros en las producciones de terror y crimen de Roger Corman, transmite cierta paz y serenidad, la belleza y la sencillez de las pequeñas cosas y de los momentos de una armónica placidez.

(Dedicada a Silvestre, ese incomprendido…)

La tienda de los horrores – Un ratón en la Luna

Y seguimos con horrores lunáticos…

La parodia es uno de los géneros cinematográficos más difíciles. Sin un guión milimétrico, sin una acertada combinación de diálogos brillantes, ácidos, rápidos, agudos, y un buen repertorio de gags visuales, y sin intérpretes capaces de dotar al conjunto de cuerpo y consistencia, y lo más complicado de conseguir, de encanto, sin una adecuada atmósfera y ambientación, el producto tiende a descafeinarse, a apagar las risas, a despertar el tedio y el aburrimiento y, finalmente, desemboca en rotundo fracaso. Es el caso de Un ratón en la Luna (The mouse on the moon, 1963), dirigida por (el en otros casos excelente) Richard Lester cuando estaba a punto de iniciar su periplo cinematográfico junto a los Beatles y mucho antes de sus mayores aciertos tras la cámara, como Robin y Marian, o de colarse en la saga de Superman.

La película, de brevísimo metraje (afortunadamente), apenas 82 minutos, se agota ya tras los primeros instantes. Grand Fenwick es un microestado centroeuropeo fundado en la Edad Media por un inglés que con el paso de los siglos se ha convertido en una fotocopia en miniatura de los tópicos ingleses: Parlamento, Reina (una ya anciana Margaret Rutherford, cuya presencia intrascendente es meramente decorativa), cambio de guardia, afición por la cerveza y flema, mucha flema. Sin embargo, eso es mera apariencia, porque el país, cuyo punto en el mapa viene a ocupar un lugar incierto en el entorno de Suiza, Austria y Liechtenstein (quizá este pequeño principado, conocido por su colaboracionismo con el expolio nazi en Europa y que concedió el voto a las mujeres en ¡¡¡¡1984!!!! sirviera de inspiración a Michael Pertwee, ¿guionista? de este engendro: no olvidarse de que el himno de Liechtenstein comparte con el de Inglaterra la melodía del God save the Queen, o the King, según el caso) anda algo escaso de instalaciones de conducción de agua. Paliar este problema, el de sus tuberías para el correcto suministro de agua, está en el origen del rocambolesco plan del Primer Ministro: pedir a los Estados Unidos un préstamo de un millón de dólares sobre la base de un supuesto programa espacial propio de Grand Fenwick a fin de utilizar los fondos en tuberías, cañerías y grifería variada. Cuando, cosas de la política internacional, la petición cuela en Washington y en la ONU, los rusos, para hacer la competencia a los yanquis, envían un costoso cohete como donación, a fin de atraerse a su órbita a este inesperado rival en la carrera hacia la Luna. Por tanto, y para demostrar a los americanos que el dinero fue empleado para lo que se pidió, los responsables del país no tienen más remedio que diseñar un rocambolesco plan espacial que lleve a sus impresentables astronautas al satélite ante los sorprendidos ojos del mundo. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Un ratón en la Luna»