100 años del Nosferatu de F. W. Murnau en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al centenario de Nosferatu (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, F. W. Murnau, 1922), que se ha cumplido hace pocas fechas.

Mis escenas favoritas: Burt Lancaster y Kirk Douglas en los Oscar

Por una vez, la escena seleccionada no pertenece a una película sino a una entrega de premios. Estas galas no siempre han sido el horror que son desde hace ya demasiados años, un mero vomitorio publicitario de autobombo y mercadotecnia autocomplaciente en el que los vestidos, las marcas y la promoción de la mediocridad importan más que las películas. Sin embargo, antaño, concebidas como show televisivo y teniendo a mano la mejor materia prima y la más excelsa mano de obra creativa, podían proporcionar gloriosos momentos como los protagonizados por Burt Lancaster y Kirk Douglas en las ceremonias de 1958 y 1959.

Diálogos de celuloide: La gran belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino, 2013)

La Gran Belleza

– Bien, veo que no me rebatís más.

– Estaba bebiendo.

– No te rebatimos porque te queremos. No queremos dejarte en ridículo. Pero todo este orgullo, esta ostentación de tu «yo, yo», esos juicios cortados con hacha esconden fragilidad y disgusto. Esconden mentiras. Nosotros te conocemos, te queremos. Conocemos también nuestras mentiras, pero por eso, a diferencia de ti, hablamos de cosas banales, de tonterías y de inmundicias. No tenemos intención de medirnos con nuestra mezquindad.

– ¿Pero de qué mentiras hablas? Todo lo que he dicho es verdad. Es como es, en lo que creo.

– Por favor, soy un caballero, no destruyas mi única certeza.

– No, no. Ahora me dices cuáles son mis mentiras y mis fragilidades. Soy una mujer con pelotas. Vamos, habla.

– Ante una mujer de pelotas cedería cualquier caballero. Stefania, tú lo has querido. En orden aleatorio: tu vocación civil en la Universidad no la recuerda nadie, sin embargo muchos recuerdan otra vocación, una vocación que se consumía en los baños de la Universidad. Escribiste la historia del Partido porque eras amante del líder y tus 11 novelas publicadas por una pequeña editorial suscrita al Partido, analizadas en pequeños periódicos cercanos al Partido, son novelas irrelevantes, lo dice todo el mundo, eso no quita que mi novelita juvenil fuera irrelevante, tienes razón. Tu historia con Eusebio… ¿Cuál? Eusebio está enamorado de Giordano, lo sabe todo el mundo, hace años que comen en Arnalda, en el Panteón, bajo el perchero como dos enamorados bajo un roble, todos lo saben pero fingen como si no. La educación de tus hijos que llevas minuto a minuto: trabajas toda la semana en la televisión, sales todas las noches, incluso los lunes, cuando no salen ni los camellos a vender droga. No estás con tus hijos ni en las largas vacaciones que te concedes. Además precisando, tienes un mayordomo, un camarero, un cocinero, un chófer que lleva a los niños al colegio y tres niñeras. ¿Cómo y cuándo se manifiesta tu sacrificio? Estas son tus mentiras y tu fragilidad. Stefania, madre y mujer, tienes 53 años y una vida devastada, como todos nosotros. Así que en lugar de darnos clases de ética y mirarnos con antipatía, deberías mirarnos con afecto. Estamos todos al borde de la desesperación, no tenemos más remedio que mirarnos a la cara, hacernos compañía y tomarnos el pelo. ¿O no?

(guion de Umberto Contarello y Paolo Sorrentino)

Píldora del mundo de ayer: Amoríos (Christine, Pierre Gaspard-Huit, 1958)

Christine (1958) | MUBI

Toda una sorpresa de lo más agradable esta aproximación del director francés Pierre Gaspard-Huit al universo del escritor Arthur Schnitzler, uno de los máximos representantes, junto con Stefan Zweig o Joseph Roth, de la literatura que relata aquella Viena imperial previa a la Primera Guerra Mundial, ese viejo orden burgués surgido de las ruinas del Antiguo Régimen que en cierto modo, como epicentro de unos estados que aglutinaban varias coronas, parlamentos, lenguas, climas y banderas, en los que florecieron la ciencia, la medicina, la cultura y las artes, supuso tanto una oportunidad perdida, truncada por los horrores de una guerra de una devastación no vista hasta entonces, como el germen de lo que después vino a ser el espíritu de construcción de una identidad europea que superara las estrecheces mentales de los nacionalismos y los integrismos políticos. Una visión en parte nostálgica pero para nada complaciente, en la que el drama nace del contraste entre los rescoldos de las viejas costumbres de un orden de cosas profundamente arraigado en la sociedad, principalmente entre las clases superiores, y las ansias de cambio, los nuevos aires que la modernidad del pensamiento, de la psicología, de la música o del progreso material (la creciente rapidez e inmediatez de las comunicaciones) fueron despertando en el conjunto de la ciudadanía y, sobre todo, entre la juventud. Un drama que, como sucede en otra de las obras más celebradas de Schnitlzler, Relato soñado, llevada al cine por Stanley Kubrick en Eyes Wide Shut (1999), bordea la tragedia o se adentra ampliamente en ella.

La Viena diurna y luminosa de 1906 que representa Gaspard-Huit poco tiene que ver con el Nueva York nocturno y sombrío que dibuja Kubrick en su adaptación, libre de contexto temporal y espacial pero asombrosamente fiel. Una Viena eternamente soleada, rodeada de prados verdes y bosques frondosos, en la que la música de las orquestinas en las verbenas, el bullicio de las calles y el griterío en las tabernas convive con los suntuosos salones de los palacios de la nobleza y la alta burguesía, los bailes de gala entre valses de Strauss y los grandes acontecimientos, musicales y sociales, de la Ópera vienesa. Este es el marco, suave, ligero y colorista, en el que se desata la pasión entre el subteniente de dragones Franz Lobheiner (Alain Delon) y la aspirante a cantante de ópera Christine Weiring (Romy Schneider), a la que ha conocido, precisamente, en uno de esos festejos populares. Aunque las andanzas de Franz son las que inicialmente sitúan al espectador y resultan decisivas para el desenlace de la historia, en realidad la protagonista, tanto por la preeminencia en los créditos de la actriz como por su presencia absoluta en el título original del filme, es Christine, la víctima propiciatoria e inocente de un pasado bajo cuyas reglas los jóvenes juegan pero que no pueden controlar ni mucho menos subvertir. Y es que Franz, protegido del barón Eggersdorf (Jean Galland), es amante de su esposa la baronesa (Micheline Presle), con la que comparte tórridas veladas en el discreto apartamento del militar. Franz, que casi soporta la relación por inercia y que no ve la forma de ponerle fin, encuentra un nuevo estímulo para ello en la pizpireta muchacha, con la que descubre una pasión amorosa que va más allá del puro materialismo sexual. Sin embargo, la reacción de la baronesa y la casualidad puesta en manos de un mal bicho quieren que, una vez clausurado el furtivo romance adúltero, la noticia de su existencia llegue por fin a oídos del barón, que no tarda en poner en marcha los irrefrenables y fatales mecanismos del honor, tanto en lo referido a la aristocracia de la que forma parte el barón como en lo que respecta a la casta militar de la que Franz es miembro. De este modo, la futura felicidad de la pareja Christine-Franz queda a expensas del resultado de un duelo a pistola (del que ella no sabe nada, porque también desconoce sus causas, por más que sospeche de la vida anterior de su amado) y se ve seriamente comprometida.

La historia, por tanto, además de presentar un amor fatal de cariz trágico y amenazado en la línea del folletín tradicional, utiliza al mismo tiempo este como pretexto para reflejar esa Viena de los albores del siglo XX pero profundamente decimonónica, y en particular retratar la división de clases y las diferentes normas que rigen las costumbres de unas y otras, pero que también terminan aplicándose hacia abajo en estricto régimen jerárquico. Así, las clases acomodadas, las más próximas a la fortuna, a la riqueza, a la comodidad y a la influencia de los círculos de poder, resultan, sin embargo, prisioneras de las obligaciones morales y sociales que van asociadas a su posición. Un lance de honor no puede ni debe quedar sin respuesta, y el protocolo incluye el alejamiento, siempre bajo control, de la esposa infiel, y la extirpación del motivo de la infidelidad, es decir, del amante. La pertenencia al ejército de este, es decir, su condición de baluarte defensivo del imperio y de, en última instancia, subordinado del emperador, tampoco es obstáculo. Muy al contrario, el propio honor del ejército, del regimiento, del uniforme, exigen que Franz ofrezca cumplida satisfacción al deshonrado barón en unas condiciones para el duelo de lo más desfavorables, impuestas por el agraviado, que es además un excelente tirador, circunstancias que no solo no despiertan en los mandos de Franz compasión, preocupación o piedad por lo que pueda ocurrirle, sino rencor, orgullo e incluso satisfacción a la hora de obligar a uno de los suyos a afrontar su responsabilidad (que es la de haber sido descubierto y señalado en público) y, teniéndolo (por ello) por un elemento no demasiado valioso de sus filas, y al asumir la pérdida de un elemento indeseable (por deshonroso) entre sus filas. En el otro extremo, sin embargo, el compromiso del subteniente (cuya defensa ante su oficial al mando lleva a su amigo y compañero de armas, Theo, a tener que abandonar el ejército igualmente deshonrado) con una muchacha que no tiene apellido ni fortuna, que solo es la hija de un violoncelista de la Ópera y que, en el momento de conocer a Franz ve también abiertas las puertas de un futuro como cantante, les promete, paradójicamente, una vida libre de ataduras sociales, una vida sencilla en la que un amor pequeño pero sincero ocupa el lugar de un honor exigente y devastador. Esta libertad es la que se ve coartada por las imposiciones del barón, que Franz debe afrontar como si de una ordenanza de su regimiento se tratara, y asumir el mismo final al que podría conducirle su desempeño como soldado.

De este modo, sobre esa Viena perpetuamente soleada y retratada en colores vivos se cierne un nubarrón personal que oscurece los sueños y los anhelos del personaje de Christine, y que alcanza su mayor dimensión en la escalofriante secuencia final, que hace que el desfile y las trompetas de la formación de dragones, inicial leitmotiv amoroso, adquieran un tinte elegíaco, repentinamente truculento. Y es que, junto al color, el paisaje y la especial química de la pareja protagonista (no en vano acababan de conocerse e iniciar su propia relación romántica, que daría mucho que hablar), la música desempeña un papel trascendental en esta tragedia de amores vieneses en la que el amor y el odio son el reverso de una misma moneda para aquellos para los que el honor es el valor primordial, la carta de reputación que mayor peso tiene entre sus iguales. La presencia de Strauss, Beethoven o Schubert marca como un metrónomo el paso y el tono de una narración de que la claridad cotidiana de la vida práctica y sencilla, y también algo hipócrita, va avanzando hacia la sublimación del sentimiento, la exaltación del ideal romántico ya un tanto pasado de moda pero todavía vigente para unos enamorados que aspiran a vivir un cuento de hadas en una sociedad que de tal solo tiene el envoltorio, esos vivos colores bajo los que late el desencanto, la frustración y, finalmente, la encrucijada más ingrata de la tragicomedia de la vida.

Música para una banda sonora vital: Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks, 1944)

Hoagy Carmichael interpreta Hong Kong Blues en esta gloriosa adaptación de la obra de Ernest Hemingway, coescrita por Jules Furthman y William Faulkner, con música de Franz Waxman, el peldaño iniciático de la leyenda Bogart-Bacall.

Mis escenas favoritas: Bananas (Woody Allen, 1971)

El principio y el fin de la aventura revolucionaria de un catador de alimentos, Fielding Mellish (Woody Allen), en la pequeña república de San Marcos. El desamor que lo lleva a vivir nuevas experiencias fuera del país, y el triunfo de la guerrilla y la proclamación de un demente como gobernante y el comienzo del desengaño. Divertida sátira sobre la corrupción del poder y la deriva de los nobles ideales y de las promesas cuando llega el momento de convertirlos en realidades tangibles.

Al fuego por el hielo: Un método peligroso (A Dangerous Method, David Cronenberg, 2011)

A primera vista podría decirse que el canadiense David Cronenberg, que a lo largo de la primera década del siglo, gracias a la buena factura, a la aceptación crítica y al éxito de taquilla de títulos como Spider (2002), Una historia de violencia (A History of Violence, 2005) o Promesas del Este (Eastern Promises, 2007), parecía haberse consagrado entre los opinadores más exigentes y el público más generalista (una repercusión hoy ciertamente venida a menos y redirigida de nuevo a los círculos de «culto»), cambió súbitamente de rumbo y se apartó con una película como Un método peligroso, más académica y convencional de lo habitual en su filmografía, de los temas que le habían convertido desde los años setenta en un director de cabecera para los espectadores más inclinados por el cine fantástico y de la ciencia ficción más alucinatoria. Sin embargo, el poso de los intereses del cineasta se mantiene, se adivina latente bajo el argumento más aparente, si bien mucho más estilizado, moderado y maduro: la vida y la muerte, las relaciones paternofiliales, las fronteras difusas entre intelecto, imaginación y fantasía, la exploración de los límites humanos (a veces como producto del empeño personal y autodestructivo de un visionario o un iluminado no siempre comprendido), la forma en que la ciencia cambia la vida de las personas, no siempre necesariamente para bien, o las barreras que la ciencia no puede o no debería poder traspasar, como el amor.

En este caso, a partir de un libro de John Kerr y de la obra de Christopher Hampton, adaptados por este último, Cronenberg se adentra en una historia real, la de los primeros pasos del psicoanálisis, auspiciados por Freud y Jung, en la Europa que lentamente se aproxima a su inmolación en la Primera Guerra Mundial. Carl Jung (Michael Fassbender) es un joven psiquiatra que, en un sanatorio próximo a Zurich, trata a una joven rusa, Sabina Spielrein (Keira Knightley, más anoréxica que nunca, que ya es decir), en la que encuentra una serie de indicios que le permiten encauzar el tratamiento a través de las teorías de su mentor, Sigmund Freud (Viggo Mortensen), lo que supone una nueva y, para entonces, extravagante mezcla de búsqueda intelectual e instintiva en profundos traumas sexuales, generalmente de índole incestuosa, de los pacientes. Es el caso de la joven Sabina, maltratada por su padre pero que encontraba en los golpes y abusos paternos una fuente de irrefrenable excitación sexual que con el tiempo ha derivado en una histeria con episodios incontrolables. Jung y Freud inician así una correspondencia que finalmente culmina en una larga reunión personal para estudiar el caso, un viaje conjunto en busca de las fuentes más ocultas de la pasión más oscura, y en una relación profesional prolongada a lo largo de los años en la que a la comunión de ideas frente al sólido rechazo de los estamentos más fosilizados e inamovibles de la medicina psiquiátrica centroeuropea se sucederá la discrepancia y la ruptura irreconciliable entre ambos.

La película resulta atípica y ambiciosa por su temática puramente intelectual, por su pretensión, llevada a cabo con solvencia, de poner en imágenes claras y limpias un terreno tan difuso, denso e inaprensible como los problemas de la mente humana y presentarlos de una manera comprensible, entretenida y acompañada de un trasfondo dramático y sentimental, aun ciertamente previsible, una combinación que logra mantener el interés gracias a una narración realizada con pulso y meticulosidad a través de un texto y una forma deudores de lo más puramente teatral (en el buen sentido), pero no encerrado en sus limitaciones. A través de la sobriedad formal y de la economía narrativa (apenas noventa minutos de metraje), la película logra transmitir todo el torbellino contradictorio de emociones y pulsiones que subyace bajo la tranquila y cómoda austeridad de la superficie, así como cuestiones de ética profesional desde un punto de vista válido y común para el espectador moderno. A un vestuario y a una ambientación sobresalientes, que se sacuden la naftalina de la época, hay que añadir la espléndida forma en la que Cronenberg capta los aires de la alta burguesía de la mejor sociedad centroeuropea en los años previos al primer cataclismo bélico mundial, dejando caer en el guión una simiente de pequeñas píldoras que anuncian lo que se avecina, en la década siguiente o incluso más allá (el constante recurso a Wagner, por ejemplo, tomado como germánico estandarte más adelante por los nazis). Igualmente, las interpretaciones, más sobrias y contenidas en lo referente a Fassbender (quizá demasiado oculto tras una máscara hierática en la segunda mitad del filme) y Mortensen, y sencillamente devastadora en el caso de Knightley en la primera media hora de película (si bien luego se vuelve más rutinaria, sentimental y melodramática conforme a la evolución del personaje), ayudan a mantener la fuerza de la historia y a clarificar el contexto un tanto espeso de la narración. Un trabajo de contención formal e interpretativa que supone la mayor virtud y, tal vez, también la mayor carencia de una película que en ningún momento se desmelena y que, aunque las alude, no explora las últimas consecuencias del terreno que invita a pisar, que continuamente habla del sexo (y las palabras vienen siempre subrayadas por la posición de la cámara) sin decidirse a mostrarlo, que utiliza el hielo para reflexionar sobre el fuego, que es más cerebro que pasión.

A pesar de ello, Cronenberg consigue sacudirse de encima el corsé del drama de época apostando de manera ambiciosa por una historia compleja en la que se dan cita los problemas del cuerpo y de la mente, incómodas cuestiones psico-sexuales tratadas de una manera alejada del morbo gratuito, los dilemas de la ética profesional en cuanto a la relación médico-paciente y la búsqueda a través del intelecto de lo que todo ser humano anhela, la felicidad en forma de satisfacción de los propios deseos. David Cronenberg sale airoso del reto en el fondo y en la forma, gracias a un trabajo escrupulosamente cuidadoso y medido en lo visual y fenomenalmente soportado en las interpretaciones de su reparto, al servicio de una historia dura y difícil no dirigida al público alimenticio que llena las salas del cine de consumo.

Música para una banda sonora vital: Las ventajas de ser un marginado (The Perks of Being a Wallflower, Steven Chbosky, 2012)

Heroes, el clásico de David Bowie, cierra este Juan Palomo de Steven Chbosky, quien dirige y escribe el guion a partir de su propio libro. A priori, la película tiene todos los ingredientes para desmotivar al espectador con criterio (desarrolla el trillado lugar común, sin saltarse un solo tópico, de las cuitas de un grupo de jóvenes inadaptados en un instituto de secundaria estadounidense, en puertas de ingresar en la universidad), pero a fin de cuentas, gracias a la inteligencia del guion y a la labor de los intérpretes, resulta ser una más que agradable sorpresa. La canción, como suele utilizarse hasta la saciedad (al igual que sucede también en Jojo Rabbitt, de Taika Waititi, 2019), subraya el punto de aceptación y reconocimiento de unos personajes que, tras muchas aventuras de toda clase, han triunfado en su particular historia de superación.

Exaltación de la amistad bélica: Pasaje a Marsella (Passage to Marseille, Michael Curtiz, 1944)

Passage to Marseille (1944) directed by Michael Curtiz • Reviews, film +  cast • Letterboxd

Como parte del esfuerzo de guerra y de la propaganda bélica aliada, Hollywood arrimó el hombro con varias películas dedicadas a la encomiable lucha de sus aliados europeos frente a los nazis. Si en La estrella del norte (The North Star, Lewis Milestone, 1943) y Días de gloria (Days of Glory, Jacques Tourneur, 1944), esta última debut en la pantalla de Gregory Peck, se exaltaba la contribución de los soviéticos en el frente oriental, en esta película de Michael Curtiz se trata de resaltar el papel, exiguo en lo material aunque fundamental en lo simbólico, de la Francia Libre de De Gaulle y Leclerc en oposición al Gobierno colaboracionista de Vichy, justo cuando el desembarco en Normandía se erigía en la apuesta decisiva para el principio del fin de la Segunda Guerra Mundial. Para ello, Warner Bros. reunió de nuevo a varios de los artífices del éxito de Casablanca (1942), temprana reivindicación y emotivo tributo al protagonismo que la Francia derrotada y ocupada debía desempeñar en la remontada aliada frente al Eje: su director, Michael Curtiz; su protagonista masculino, Humphrey Bogart; varios de sus rostros secundarios principales, Claude Rains, Peter Lorre y Sydney Greenstreet; y el compositor de su música, Max Steiner, que ya había jugado con la introducción de los más conocidos y sonoros compases de La Marsellesa en la partitura original de la película. El guion de Casey Robinson y Jack Moffitt debía servir para reflejar en pantalla la entrega, el heroísmo y el patriotismo de los combatientes franceses, en particular de aquellos movidos por sus propios impulsos personales, al margen de la escasa estructura militar organizada que la Francia Libre mantuvo en los frentes de África y Europa.

Así, la película, construida sobre la base de un sucesivo encadenamiento de flashbacks y saltos temporales, selecciona escenarios y personajes particulares a través de los que ejemplificar sus argumentos y subrayar sus planteamientos nacionalistas y su discurso de exaltación. El ingenio militar y la habilidad francesas, así como su validez en combate, se plasman en el primer tramo, el ataque aéreo al Rhin alemán y la base secreta, camuflada en un entorno rural de granjas y campos (curiosa recreación mediante maquetas animadas que reproducen el movimiento de los tractores en los terrenos agrícolas y de los vehículos por los caminos), desde la que parten las incursiones al territorio enemigo. El patriotismo no es solo político o nacional, sino también sentimental, presentado mediante el vínculo existente entre uno de los artilleros de la tripulación de un bombardero adornado con la Cruz de Lorena, Jean Matrac (Bogart) y su esposa Paula (Michèle Morgan), sobre cuya granja arroja en cada misión un mensaje amoroso. Este preludio abre el primer flashback general, por medio del cual el capitán Freycinet (Rains) cuenta a un periodista la historia de Matrac y de otros héroes franceses, antiguos prisioneros en los penales galos de la Guayana evadidos no para sustraerse a su condena, sino para llegar a la metrópoli y combatir por Francia. Este flashback general, que transcurre en un barco que regresa a Marsella desde la Polinesia francesa y encuentra a este grupo como náufragos a la deriva en el Atlántico, alude a posesiones francesas en ultramar (Nueva Caledonia, la África Francesa, la propia Guayana, desde los que en buena medida la Francia Libre promovió su oposición a Alemania) y recoge, a través de flashbacks «menores», las historias individuales de algunos de estos convictos (uno por asesinato, otro por robo continuado, Matrac como víctima de la guerra civil entre colaboracionistas y resistentes a la ocupación nazi). El principal de estos, el dedicado a Matrac, resulta especialmente revelador y crítico con la actitud francesa durante el Ancshluss de Austria y el lamentable papel del presidente Daladier en el Pacto de Munich de 1938 que permitió a Alemania la ocupación de Checoslovaquia. Matrac, antiguo periodista contrario a las aspiraciones nazis, al apaciguamiento, a la rendición y al colaboracionismo, sufre el ataque a su periódico, la inoperancia de la policía para impedir la agresión, y termina como víctima de una maquinación de las autoridades para resultar culpable de los tumultos y de las muertes producida durante ellos, razón por la que termina preso en la Guayana. Matrac es el personaje crucial sobre el que orbitan los demás, su desinterés inicial por verse involucrado en la guerra (después de tantas decepciones y sufrimientos, él solo aspira a regresar a Marsella junto a su esposa) y su súbita concienciación de la necesidad de persistir en la resistencia y de liberar a Francia articulan el mensaje último de la cinta, esa reivindicación del espíritu de lucha francés y la puesta en primer término de sus valores y determinación, así como, en su conclusión, ejemplifica el heroísmo desinteresado de la Resistencia. La Francia oficial, la de Vichy, está encarnada por el mayor Duval (Greenstreet), oficial de infantería que comparte pasaje y que, gracias a los militares a su mando y a parte de la tripulación, quiere mantener el barco fiel a los mandatos de Vichy e impedir que cambie su destino para atracar en Inglaterra, sede del Gobierno de la Francia Libre.

La película cuenta con dos virtudes narrativas y con un importante lastre. En primer lugar, supone una curiosa mixtura de cine bélico y película de aventuras, que aúna, en este último término, tanto el episodio de la prisión francesa en la Guayana, con sus junglas y su severo clima tropical (recreados en estudio), a los que van asociados toda clase de privaciones además de las propias de una cárcel, y la peripecia de la penosa fuga (con su correspondiente dosis de sacrificio por el bien de Francia) a través de selvas y pantanos, como el hallazgo del bote de los náufragos por el barco francés, la intriga y el descubrimiento de la historia de cada personaje, y la incertidumbre sobre qué ocurrirá en el barco como resultado del enfrentamiento entre los leales a Vichy y los partidarios de la Francia Libre. En segundo término, la película alterna con un excelente pulso narrativo los momentos de acción (el bombardeo inicial, la secuencia en la que el barco se defiende del ataque de un avión alemán, los disturbios en suelo francés previos al hundimiento del frente en el verano de 1940) con la exposición de los condicionantes políticos y militares de la situación (la cena en el barco, entre oficiales franceses de diversa inclinación, en la que se manifiestan las distintas actitudes en torno al apaciguamiento, la rendición o la necesidad de combatir hasta el final, incluso desde las colonias). En cuanto al lastre, el predominio de subrayados, tanto en el discurso como en el diseño de determinadas situaciones, del mensaje propagandístico, de la exaltación del nacionalismo francés, que acercan peligrosamente a lo panfletario a una película que, sin embargo, ha sabido manifestar adecuadamente las aristas poliédricas de la realidad francesa del momento.

De este modo, la magnífica y versátil labor de dirección de Curtiz, ajustándose en cada momento al tiempo, la geografía y el tono de cada pasaje, tanto en planificación como en movimientos de cámara, la ingeniosa construcción de la trama mediante saltos temporales, que llega a encadenar con pericia flashbacks dentro de otros flashbacks sin que el espectador pierda pie, complementada con una magnífica dirección artística, que reproduce en estudio con detalle y excepcional verismo una importante cantidad de ambientes y atmósferas diferentes, en muchos casos opuestas, se arruina en parte porque todos los elementos dramáticos y de puesta en escena giran en torno a esa necesidad de crear un producto destinado a incrementar el esfuerzo de guerra hollywoodiense, multiplicando los planos dedicados a la bandera francesa, cayendo sin el menor rubor en la demagogia patriotera o incluyendo los susodichos acordes de La Marsellesa siempre que el dramatismo del momento y la intensidad del mensaje lo requieren. Con todo, la película proporciona un entretenimiento estimable que, además, atesora un importante valor histórico. Estrenada en plena contienda, en 1944, es producto de una delicada coyuntura sobre la que, con una finalidad declarada, sin embargo, no elude las correspondientes zonas de sombra ni ahorra los aspectos críticos más vergonzantes (en una forma que el cine francés se tomaría su tiempo en encarar), y se erige como un valioso y clarificador testimonio de su época.