Cine de verano: La millonaria (The Millionairess, Anthony Asquith, 1960)

Muy irregular comedia, escrita por Wolf Mankowitz y Riccardo Aragno a partir de la obra teatral de George Bernard Shaw, en la que una joven italiana, rica y de buena posición (Sophia Loren), derrocha maridos y dinero en toda clase de lujos. Su materialista visión del mundo y del amor cambia radicalmente cuando conozca al doctor indio Ahmed el Kabir (Peter Sellers), que atiende a las clases más desfavorecidas de Londres en una clínica de los barrios bajos. Algunos momentos inspirados de comedia se combinan con no poca cursilería romántica y varios gags que ya no funcionaban cuando fueron concebidos y ejecutados, pero que el paso del tiempo ha vuelto por completo obsoletos. Dos notas de interés predominante: el abogado que interpreta Alastair Sim, el mejor personaje de la película y el que más humor negro destila, y, en la versión doblada al castellano, el hallazgo de la voz de Alfredo Landa en boca de un personaje secundario.

Palabra de Robert Mitchum

“Tengo la misma actitud que tenía cuando comencé. No he cambiado nada más que mi ropa interior. He hecho de todo, menos de enano y de mujer. La gente no puede decidir si soy el mejor actor del mundo… o el peor. De hecho, yo tampoco. Se ha dicho que minimizo tanto que podría haberme quedado en casa. Pero debo ser bueno en mi trabajo, o no me transportarían por todo el mundo a estos precios”.

«La cárcel es como Hollywood, pero la gente tiene más clase».

«La gente cree que tengo un modo interesante de caminar; yo solo intento meter barriga».

«Tengo dos estilos de actuación: con caballo y sin caballo».

«La única diferencia entre mis compañeros actores y yo es que yo he estado más tiempo en la cárcel».

«Cada dos o tres años lo dejo por un tiempo. De esa manera siempre seré la chica nueva del prostíbulo».

«Estos niños de ahora solo quieren hablar de métodos de actuación y de motivación. En mis tiempos de lo único de lo que hablábamos era de sexo y de horas extras».

«Claro que me alegré de ver a John Wayne ganar el Oscar. También me alegra siempre ver a la señora gorda ganar el Cadillac en la televisión».

«Empecé siendo un fanático del sexo, pero no pude pasar el examen físico».

«Las estrellas de hoy son solo imágenes de masturbación».

«Las películas me aburren, especialmente las mías».

«¿Cómo me mantengo en forma? Paso mucho tiempo tumbado».





Cine en fotos: James Cagney

«Cagney era mi paradigma de estrella de cine. Podía coger una película mala y hacerla buena. Nunca olvidaré la violencia de El enemigo público. ¡Me encantó! No importa cuánta gente muriese. Cagney interpretaba a un hombre al que no querías ver morir. Fue el ídolo de mi infancia, el más responsable, supongo, de que me metiera a hacer cine; lo adoraba. Siempre interpretaba a un tipo común y corriente que de algún modo podía derribar a gigantes. Era casi un salvador para todos los hombres bajitos del mundo, entre los cuales me incluyo».

(John Cassavetes)

Radiografía de la corrupción: Cuerpo y alma (Body and Soul, Robert Rossen, 1947)

La nómina de involucrados en esta película a medio camino entre el melodrama y el cine negro da buena idea de cuál era el clima cinematográfico en plena «caza de brujas»: Robert Rossen, su director, víctima de la persecución del macchartismo que acabó cediendo y delatando a un buen puñado de antiguos camaradas simpatizantes del comunismo o miembros del Partido; John Garfield, uno de los actores más beligerantes contra la política de acoso y depuración de izquierdistas en el seno del cine norteamericano de posguerra; el guionista Abraham Polonsky, otro de los más célebres represaliados en aquella etapa oscura y vergonzosa para la democracia estadounidense. No termina ahí el nombre de ilustres participantes en el filme; tras la cámara, aunque menos conflictivos en lo ideológico pese a recibir su ración correspondiente de señalamiento, el ayudante de dirección, Robert Aldrich, y el montador, Robert Parrish, ambos futuros directores. Y la película, aunque no tenga un contenido declaradamente político sí refleja una atmósfera turbia y asfixiante en la que la brutalidad y la corrupción son la única ley dictada por unos poderosos sin escrúpulos morales ni ética alguna. Una trituradora de seres humanos sacrificados en el altar de su única divinidad: el dinero.

El contenido social de la película no es baladí: Charlie Davis (Garfield), el joven hijo de una familia judía humilde, es un prometedor boxeador amateur que asiste a la muerte de su padre (Art Smith) durante una algarada. Acosada por las estrecheces económicas, su madre (Anne Revere) recurre a la beneficencia para obtener recursos con los que costear los estudios de su hijo. Este, que acaba de conseguir un campeonato de boxeo para aficionados, pide a su amigo Shorty (Joseph Pevney, también futuro director) que arregle con Quinn (William Conrad), un mánager y promotor, sus primeros combates en el circuito profesional, para así ganar algo de dinero y sacar a su madre de la miseria. A pesar de la oposición de esta y de Peg (Lilli Palmer), la nueva novia de Charlie, el boxeador se introduce así en un oscuro mundo de influencias, favores, arreglos y amaños del que poco a poco se va convirtiendo también en víctima, y cuyos hilos maneja Roberts (Lloyd Gough), un hampón de los bajos fondos, para el que los boxeadores, como el antiguo campeón Ben Chaplin (Canada Lee), retirado por problemas de salud, no son más que carne de cañón con la que ganar dinero gracias a sus oscuras maniobras con las apuestas. Sumergido en una nueva vida de lujos y comodidades, con fiestas repletas de falsos amigos y de alguna que otra chica fácilmente disponible pero también aprovechada (Hazel Brooks), Charlie va perdiendo progresivamente los escrúpulos hasta convertirse en una pieza más del engranaje de corrupción que maneja Roberts, y acepta finalmente dejarse vencer en una pelea amañada.

El guion de Polonsky va entretejiendo así el planteamiento de drama social de tintes melodramáticos con un desarrollo temático y narrativo más vinculado al cine negro, en particular con la presencia del fatum, o destino irrenunciable, implacable, sobrevolando a los personajes, y situado en el mundo del boxeo, del que asume prácticamente todos los clichés y lugares comunes tan vigentes entonces como ahora en el género: el ascenso y la caída de un campeón, sus relaciones con representantes, entrenador, mánager y promotores, sus encuentros y desencuentros con familia y novia, sus peligrosas amistades con mujeres de mal vivir, sus relajaciones e indisciplinas de cara a su preparación física y mental para las peleas, la contraproducente comodidad y disipación resultante de la entrada de dinero a espuertas… Todos los elementos conducen en esta historia a la destrucción de Charlie, a la pérdida de las personas que sienten por él un afecto sincero (su madre, su novia, Shorty…, en algún caso, en sentido literal) y a su puesta en manos de aquellas que solo buscan aprovecharse de él y sacarle todo el dinero y bienestar posible antes de abandonarlo a su suerte, exprimido, sonado y probablemente tan acabado física y mentalmente como Ben Chaplin. Una historia que, sin embargo, gira hacia una inesperada y desesperada lucha de Charlie por recuperar su dignidad, justo en el momento más decisivo e inoportuno, cuando su integridad personal puede correr más peligro que nunca, y no precisamente dentro del ring. En este punto, las visiones de Rossen y Polonsky diferían: se rodaron dos finales para la película, uno más explícito y otro más ambiguo y abierto, más interpretable, que fue finalmente el que United Artists impuso para encargarse de la distribución de la película.

Película capital entre las que se sitúan en el mundo del boxeo, una de sus mayores virtudes es la estructura del guion: su comienzo in media res, la presentación del presente de Charlie en la víspera de su gran combate, su regreso no autorizado al entorno familiar y el largo flashback, en la mejor tradición noir, que ocupa la mayor parte de la primera mitad de los ciento cuatro minutos de metraje. A partir de ahí, la narración recupera el hilo hacia adelante y narra con profusión y detalle la toma de conciencia de Charlie y lo que acontece durante los quince asaltos pactados (además de su derrota a los puntos) en el combate de su vida, o más bien por su vida, que tutelan Roberts y Quinn. Montado en unos patines, el director de fotografía y operador James Wong Howe se adelanta técnicamente a posteriores ingenios de cámaras móviles y, narrativamente, a otros clásicos de boxeo como Nadie puede vencerme (The Set-Up, Robert Wise, 1949) o Toro salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980), para retratar la dureza de los combates con una estética expresionista en la que no ahorra momentos de particular crudeza y crueldad. No son, sin embargo, estas, las únicas secuencias meritorias de la película; algunas de ellas alcanzan una notable intensidad dramática y proporcionan un agudo y profundo sentido narrativo a la idea central de turbiedad y corrupción que preside en filme. Basta citar, como ejemplo, la secuencia que comparten Quinn y Alice, la interesada amante de Charlie, en la que el mánager revela sus sentimientos (muy poco románticos, todo sea dicho) por la chica, que a su vez habla abiertamente de cuáles son los verdaderos objetivos e intereses de su proximidad a Charlie, y de la segura fecha de caducidad de estos cuando el bienestar material que le procura venga a menos. Un retrato de la crueldad que se ceba en los personajes más desvalidos o con mejores intenciones, como sucede con Shorty en su última secuencia de la película, sacado de la vida de Charlie literalmente a golpes en un callejón oscuro. Una atmósfera opresiva y asfixiante, tal como lo era para ciertos profesionales de Hollywood en ese año de 1947, que apenas tiene momentos de luz, casi todos ellos propiciados por Peg y por el personaje de la madre. En este punto, el retorno de Charlie a casa para reencontrarse con ellas y la escena en la que se encierra con Peg en un cuarto cuyo interior se muestra a través de un gran ventanal iluminado sobre una habitación en penumbra, es probablemente el momento álgido, estéticamente hablando, de una película que, a la vez que todo un clásico del cine ambientado en el mundo del boxeo, supone un testimonio de primer orden sobre el estado sociológico del Hollywood sacudido por las tensiones políticas.

Una película que, temática y estéticamente, enlaza con otros dos clásicos de Rossen, El político (All the King’s Men, 1949) y El buscavidas (The Hustler, 1961), en particular en cuanto a los ambientes y la presencia de algunos estereotipos de personajes, y que atesora algunas frases de guion que ilustran certeramente el último sentido del filme en su conjunto: «coge este dinero. El dinero no es como las personas: no piensa, no tiene memoria». Y puede añadirse, «ni principios».

Fabricando mitos: Wichita, ciudad infernal (Wichita, Jacques Tourneur, 1955)

 

Jacques Tourneur es uno de esos maestros que atesoran excelentes títulos en los géneros más diversos, ya sea en el cine negro, el de aventuras o en el de terror, en particular en este caso durante la etapa de Val Lewton en la RKO. Su contribución al western no es menor, y contiene títulos tan estupendos como esta película a mayor gloria de uno de los grandes mitos del Oeste americano, Wyatt Earp, presentado aquí como aventurero y cazador de búfalos reconvertido en sheriff de Wichita (Kansas) por las circunstancias, y cuya figura real resulta mucho más controvertida, tanto a causa de su dudosa ética en ciertos aspectos de su labor como agente de la ley como en el desempeño de otras profesiones menos honorables como la de cuatrero o la de proxeneta en sus tiempos de regente de salones y cantinas. El guion de Daniel B. Ullman establece un triple paralelismo que funciona como parábola de la construcción del Oeste, y por ende, de la nación americana: en primer lugar, la figura del propio Wyatt Earp en una etapa anterior a sus más famosas correrías por Dodge City y Tombstone, un héroe también en progresiva conformación, que en su etapa en Wichita habría cimentado los principios de rectitud moral de los que luego haría gala en su trayectoria como comisario (al menos en el cine); en segundo término, su presencia en la ciudad, atraído por el súbito y constante crecimiento de una localidad que se está convirtiendo en epicentro de la conquista del Oeste gracias a la llegada del ferrocarril y a ser punto de destino de las grandes caravanas de ganado que suministran carne a las populosas urbes del Este; por último, y muy ligado a lo anterior, la sustitución de un estado natural en el que impera la ley de la fuerza por un tejido económico y social cada vez más complejo que conduce a la politización y burocratización de la vida pública en un territorio no hace tanto sumido en un estado salvaje.

La película, por tanto, habla en suma del progreso material, del necesario cambio del modelo de vida representado antaño por los ganaderos y sus peones, que viven conforme a las antiguas normas no escritas del Oeste, frente a los nuevos ciudadanos amantes del orden y de la paz que garantizan su prosperidad, aunque no siempre la evolución moral de sus acciones vaya en consonancia. En el centro, puente entre un mundo y otro y encarnación inevitable de esa transformación, Wyatt Earp (Joel McCrea), que pasa de cazador y aventurero nómada a representante de la ley en una sola noche (después de que los notables de la ciudad le hayan ofrecido el puesto de sheriff, por él inicialmente declinado, tras un atraco al banco que él ha solventado y que tiene a un joven Sam Pekinpah como cajero de la entidad) como resultado de los estragos que causa en la ciudad la llegada de las cuadrillas de peones con paga fresca y el tambor del revólver lleno de balas. En el otro extremo, las fuerzas vivas nacientes en una comunidad emergente: el alcalde, el juez, el banquero, la prensa, los propietarios de los salones…, entidades que funcionan más por interés personal de quienes detentan cierta posición de preeminencia que por verdadera identificación con los valores democráticos de la nación, y que cuando ven estos intereses amenazados no vacilan en ignorar esos valores y acudir a los últimos vestigios de la vida ruda, anárquica y violenta del viejo Oeste para resolver su problema, que no es otro que un sheriff demasiado íntegro y estricto con el cumplimiento de la ley, tanto que la rentabilidad de los buenos negocios asociados al tránsito ganadero empiezan a correr peligro. De este modo se desata un conflicto civil a pequeña escala entre quienes apoyan a Earp y quienes se revuelven contra él. Entre los primeros, el director del periódico local (Wallace Ford) y su ayudante (Keith Larsen), un joven llamado Bat Masterson, que después de cambiar de ocupación para convertirse en ayudante del sheriff dará sus primeros pasos también en la construcción de su propia leyenda como pistolero del Oeste con denominación de origen. Los segundos, aquellos cuyos intereses económicos dependen de que el Estado no se haga demasiado fuerte en la ciudad y los esbirros a los que recurren (Lloyd Bridges o Jack Elam), elementos que intentan patrimonializar la ley para utilizarla en provecho propio. El innecesario aderezo, en forma de concesión comercial, viene de parte del romance entre Earp y Laurie (Vera Miles), hija de uno de los potentados antagonistas del sheriff que, sin embargo, verá su postura afectada por las circunstancias. Un complemento romántico de la trama en los que director y guionista, con buen juicio, no hacen excesivo hincapié para no desviar la atención de los asuntos principales ni banalizar la cuestión de fondo.

La película, de manera muy inteligente, conecta la fabricación de leyendas como Wyatt Earp, que contará además con la presencia de dos de sus hermanos, Morgan (Peter Graves) y Jim (John Smith), o Bat Masterson al despegue y consolidación de la ciudad de Wichita como metáfora de una nación asomada a la nueva modernidad del siglo XX. Los forajidos, los exploradores, los jugadores y los pistoleros hasta entonces protagonistas de los mitos y hazañas del Oeste dejan paso a los representantes del orden y la ley. Los métodos violentos (los duelos, los tiroteos, las peleas, las muertes por la espalda…) se emplean con comedimiento y con el objetivo de la detención y el procesamiento de los culpables, y el recurso a la violencia se regula y modera, es decir, se ordena, se restringe, se aplica en exclusiva como monopolio del poder público (así, la orden de Earp de que todos los visitantes de la ciudad vayan desprovistos de armas). A este punto sirve la estética sombría, casi fantasmagórica, de los escenarios nocturnos en los que transcurren la mayoría de los episodios violentos, algunos notablemente osados (la muerte de un niño en un tiroteo), de gran belleza plástica a pesar de su crudeza. Producida por Allied Artists, compañía fundada por Walter Mirisch, aunque muestra ciertos tics de serie B, se beneficia del empleo del CinemaScope y de la fotografía de Harold Lipstein, tanto en esas escenas de noche como en el retrato de los grandes paisajes diurnos de las praderas salpicadas de cabezas de ganado, así como del complemento que suponen la música de Hans J. Shalter y la pegadiza canción que interpreta Tex Ritter en los créditos. Apenas ochenta minutos de metraje que contienen una porción -y una explicación- de la mítica historia americana prefabricada en los laboratorios del nacionalismo político y dan muestra de la gran capacidad de Tourneur como realizador, un hombre que reconocía que su película se apartaba «de lo ordinario» y que, preguntado sobre su propio legado como cineasta llegó a manifestar: «soy un realizador muy mediano, he hecho mi trabajo lo mejor posible, con todas mis limitaciones”.

Tourneur responde así a la imagen que dejan muchas de sus mejores películas: una aparente modestia formal y una ligereza en el lenguaje que no logran ocultar en ningún caso la talla de un cineasta mayúsculo.

Obsolescencia forzosa: La estrella (The Star, Stuart Heisler, 1952)

 

El cine, aun cuando aspira a no ser precisamente realista, presenta a veces extrañas y retorcidas conexiones, coincidencias o premoniciones, no siempre deseadas o deliberadas, relacionadas con el mundo que solemos llamar real. En el caso de esta película de Stuart Heisler, veterano realizador, guionista y montador cuya carrera en la silla de director se extiende desde mediados de los años treinta al final de los cincuenta, el más claro hilo conector entre realidad y ficción es su protagonista, Bette Davis, que a sus cuarenta y cuatro años incorpora a Margaret Elliott, una actriz, antigua estrella rutilante de Hollywood, que ahora es ignorada por el gran estudio para el que interpretó sus mayores éxitos, ha dilapidado su fortuna hasta encontrarse en estado de ruina y ha visto cómo su familia se desmoronaba, hasta el punto de que su hija Gretchen (Natalie Wood) tiene que vivir con su padre y su madrastra. Aunque para sobrevivir se ve obligada a subastar el mobiliario de su antigua gran mansión e incluso algunos de los recuerdos de su carrera profesional (magnífica primera secuencia, ante el escaparate de la casa de subastas y el encuentro con el productor Harry Stone, interpretado por Warner Anderson, que delimita adecuadamente el marco narrativo por donde va a transcurrir el drama), Margaret -cómo no pensar en Margo, la excelsa protagonista de Davis en Eva al desnudo (All About Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950)- se niega a reconocer su situación o a rebajar sus expectativas sobre su vida y su carrera, y, al menos ante los demás, insiste ilusa, grotesca, patética y penosamente en manifestar su estatus de gran diva del cine -todo lo contrario que Bette Davis, que aunque vio muy matizado el tipo de papeles que pudo desempeñar en su etapa más madura y su familia no era precisamente de las estructuradas, nunca dejó de trabajar ni llegó a faltarle el dinero por más que, en un guiño irónico y socarrón para denunciar el abandono al que Hollywood sometía a las actrices mayores, llegara a ofrecerse para trabajar en un memorable anuncio clasificado que publicó en un periódico: «Madre de tres hijos de 10, 11 y 15 años, divorciada. Estadounidense. Treinta años de experiencia como actriz de cine. Conservo movilidad; más amable de lo que dicen. Se ofrece para trabajo estable en Hollywood (experiencia en Broadway)»-.

Solo Gretchen constituye un apoyo y un acicate, aunque Margaret porfía por continuar en un nivel profesional y de reconocimiento público que ya no está a su alcance; el autoengaño se sostiene merced al espejismo que supone encontrarse con ciudadanos anónimos, dependientes, camareros, etc., que todavía la recuerdan y la reconocen, y se dirigen a ella con timidez y arrobo. Convencida así de que mantiene su antigua grandeza, se cierra sobre su propia trampa, y ello contribuye tanto a deteriorar sus relaciones sociales y profesionales, gracias también al abuso del alcohol, y a impedir cada vez más la posibilidad de un auténtico retorno por todo lo alto. Solo un antiguo amigo, o algo más, Jim Johannsen (Sterling Hayden), que llegara a debutar como joven promesa de la actuación, bajo el nombre de Barry Lester, precisamente en una de las viejas películas de Margaret, y con el que se encuentra casualmente, parece querer anclarla a la realidad: una vida lejos del cine, una vida normal, corriente, anónima, con un empleo en unos grandes almacenes. La trampa del ego, sin embargo, se cierra sobre ella una y otra vez, y la conduce al enrarecido y terrible clímax de la película, cuando su amigo Stone le ofrece un papel en una importante película que ella codicia protagonizar -aunque no el que ella espera, la protagonista, sino el de su hermana, un personaje crucial pero menor- y Margaret, ansiando anteponer el estatus que ella cree que mantiene, altera el personaje en la prueba que, a pesar de su orgullo, se ha rebajado a hacer, para, a sus ojos, dignificarlo, aumentarlo, elevarlo al propio de una gran estrella. Contentado su ego, recuperada -o eso cree ella- su estatura artística a los ojos de todos, la dura comprensión de la realidad, el terror que desvela en ella el visionado de su actuación en la secuencia de prueba, precipita el desenlace agridulce de su historia, necesariamente equidistante y agridulce para cumplir con las estrecheces del código moral de Hollywood.

La fuerza de la película, de metraje envidiablemente conciso (apenas noventa minutos) acompañado por una muy estimable banda sonora compuesta por Victor Young, radica en escenas potentes como esta, en la que el rostro de Bette Davis reina en la soledad de una sala de proyección, o la inicial, cuando Margaret pasea su amargura de sus sueños truncados por el exterior de la sala de subastas, y, para el público conocedor, en esa dimensión más allá de la pantalla que en ocasiones muy significativas adquieren las películas, en los hilos que la cinta tiende hacia la vida real de sus intérpretes principales, ya sea en lo relacionado con la carrera de Bette Davis en el momento de filmarse, apuntando a la futura condición de estrella de Natalie Wood, reflejando lo que en adelante sería la forma de vida de Sterling Hayden (si en la película su personaje se ha retirado del cine y se dedica a su pequeño negocio naviero, el actor llegaría a vivir en un barco anclado en distintos ríos europeos como el Sena, desde el que volvería ocasionalmente a Hollywood para trabajar o negociaría su participación en varias producciones francesas e italianas para sufragar su bohemio estilo de vida), o guiñando un ojo al destino cuando Bette Davis se hizo cargo de un papel previamente rechazado por Joan Crawford, la que llegaría a ser su «archienemiga» y cuyo antagonismo fue explotado acertadamente por Robert Aldrich en ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962).

La película, a la que no le fue demasiado bien en taquilla ni en su apreciación crítica, supuso sin embargo una nueva nominación al Oscar para su protagonista, que en cierto modo irónico se interpretaba a sí misma, lo que, por tanto, requería a priori menos esfuerzo de caracterización. Y aunque la visión de la película resulte en suma conciliadora e indulgente con la fábrica de juguetes rotos que tan a menudo constituye Hollywood -imposiciones tanto de la censura moral del Código de Producción como de los estudios, en este caso 20th Century Fox, que no habían visto con agrado el tono trágico y sombrío hasta el horror que de la meca del cine había trazado Billy Wilder dos años antes en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950)-, no llega a ocultarse del todo la naturaleza vampírica de cierta industria del cine, en particular ante el fenómeno de las actrices prontamente amortizadas en tanto que superan la edad aceptable y pierden los atractivos requeridos para figurar como cabeza de cartel de una producción, tendencia que con las décadas no hizo sino aumentar, prolongando así una injusticia y una mala práctica (como si las mujeres maduras no pudieran generar historias interesantes por sí mismas, o como si las actrices veteranas no tuvieran grandes trabajos que ofrecer) que no hacen sino alimentar una dinámica que se mantiene de forma absurda en detrimento de la calidad del cine moderno.

Palabra de Billy Wilder sobre Ernst Lubitsch

999: ¿Cómo lo haría Lubitsch?

“Si nuestro trabajo no avanzaba, se iba al cuarto de baño. Si se quedaba allí más de cinco minutos, podíamos estar seguros que volvería con una idea salvadora. A menudo hacíamos chistes sobre esto diciendo que probablemente tenía allí escondido a un “escritor fantasma” para sorprendernos.”

“Lubitsch dirigía sin esfuerzo. También en su caso, solo se percibía la facilidad, la ligereza, una vez terminada la película. Durante el rodaje, se trabajaba más bien en silencio, de un modo poco llamativo y discreto. Esto se debía también a que Lubitsch solo empezaba a rodar cuando habían terminado del todo los trabajos anteriores: el rodaje se llevaba a cabo siguiendo estrictamente el guion y no dejaba nunca que los actores se desviaran del diálogo escrito. Todas las reflexiones y discusiones acerca de las posibles variantes y dificultades se llevaban a cabo antes, mientras se escribía el guion. El rodaje era simplemente la conversión del guion en película.”

“Era elegante sin frou-Frou ni chi-chi. Tenía más estilo que Schiaparelli, chispeaba con más fuerza que Lanson, tenía más bouquet que un mercado de flores en Grasse. Fundó su propia escuela. Mucha gente buena estudió con él; han intentado imitarlo, pero siempre ha permanecido inalcanzable. Lo que queremos decir con esto es que sus discípulos, enfrentados a la tarea de tener que filmar una noche de bodas, habrían apostado por los violines. Habrían escrito alusiones y pensado picardías. Lo habrían teñido todo de la luz azulada de la luna y lo habrían rematado con una luz crepuscular. Lo habrían cubierto todo con un fino velo. Pero el maestro, no; Lubitsch, no. A él le importaba un bledo la noche de bodas. La pasó completamente por alto. En lugar de esto, filmó el desayuno de la pareja al día siguiente. Y puso más esmero en la sensualidad con la que la novia abre un huevo pasado por agua, más sensualidad de la que habría provocado el encuentro de dos pares de labios, todavía húmedos, en un beso muy sospechoso para la censura. Comparados con él, nosotros somos de lo más burdo. A él le bastaba con filmar una puerta cerrada, para que nosotros nos partiéramos de risa imaginando a Chevalier haciendo, detrás de la puerta, las cosas más disparatadas. Él era la mano que movía cuidadosamente una pluma recorriéndonos el espinazo.

Apuntes sobre El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939)

 

Además de ser una de las grandes películas de 1939, año que sigue siendo una de las mejores cosechas del cine de todos los tiempos, el de El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), adaptación de la novela de L. Frank Baum de 1900 The Wonderful Wizard of Oz (según se dice, así llamada por la ficha indicadora del orden alfabético del cajón un archivador de su despacho, O-Z, cuando el escritor improvisaba una historia para sus hijos y los amigos de estos), es también uno de los rodajes más míticos, por complejo y accidentado, de la historia de las películas. No se trataba de la primera versión de la novela (ya se habían hecho varios montajes teatrales, en Chicago y Nueva York, entre 1902 y 1911; se había rodado en 1925 una película inspirada en el mundo de Oz, que en la obra del autor ocupaba catorce novelas en el momento de su muerte, impulsada por el hijo de Baum y con un jovencito Oliver Hardy como el Hombre de Hojalata, y en 1933 se hizo una adaptación dibujos animados que no se distribuyó), pero la gran repercusión que el año anterior había tenido la Blancanieves de Disney hizo que la Metro Goldwyn Mayer impulsara el embrión de un proyecto que Arthur Freed tenía pensado para Judy Garland. Superado el primer escollo, la compra de los derechos de la novela, que estaban en posesión de Samuel Goldwyn (el magnate hizo un buen negocio: pagó 14000 dólares por ellos y recibió 75000), Mervyn LeRoy fue puesto al mando de la producción en la Navidad de 1938, con Freed como su segundo, y dio así inicio un largo proceso de siete meses para la configuración del reparto, la escritura del guion, el diseño de producción, la elección del equipo técnico y la caracterización exterior de los personajes.

Más de una docena de guionistas participaron en la elaboración del texto finalmente firmado por Noël Langley, Florence Ryerson y Edgar Alan Wolfe. La indefinición inicial del proyecto (si se trataba o no de un musical y, en caso de ser así, qué estilo habría de tener) propició una serie de desaguisados y propuestas de lo más descabelladas que, felizmente, no gozaron de consideración (hacer de Dorothy una princesa que cantara ópera, que Oz estuviera cruzado por un puente de colores, colocarle a la bruja malvada un hijo tonto, añadir un partenaire masculino de Dorothy según la plantilla del héroe de capa y espada de los cuentos de hadas, introducir una subtrama de rivalidad entre este y el novio granjero de la muchacha…). A Langley se le ocurrió una de las más efectivas claves de la película, que determinados personajes del mundo «real» y del universo paralelo de Oz fueran interpretados por los mismos actores; por otra parte, uno de los guionistas no acreditados, el célebre Herman J. Mankiewicz, sugirió otra de las señas de identidad del filme, el cambio de blanco y negro a color según se tratara del mundo «real» o el de fantasía, ocurrencia que tendría efectos considerables en el desarrollo técnico del rodaje. Por su parte, Arthur Freed y los responsables musicales de la cinta, Herbert Stothart, E.Y. Harburg y Harold Arlen, descartaron la ópera, el swing y las baladas como vehículos musicales de la película y optaron por un repertorio de canciones de aire tradicional integradas en la historia, cuyos números y letras sirvieran para impulsar el desarrollo de la trama.

La conformación del reparto no fue tampoco tarea fácil. Solo Freed defendía su idea primigenia de ofrecer el papel protagonista a Judy Garland, ya que el estudio prefería alquilar la participación de Shirley Temple a la 20th Century Fox y contar con el célebre W. C. Fields en el papel del mago. El elevado coste de alquiler exigido por el estudio rival a cambio de su estrella (que solo tenía 1o años) y sus escasas dotes para el canto, obligaron a hacer caso a la sugerencia de Freed a pesar de que Garland resultaba demasiado mayor, y algo pasada de peso, para representar a la niña de la novela, asimilada a la Alicia de Lewis Carroll. En cuanto al personaje del mago, las altas pretensiones económicas de Fields por su breve participación (150000 dólares) llevaron al estudio a contemplar otras opciones (Ed Wynn, Wallace Beery, Robert Benchley, Victor Moore, Charles Winneger, recalando finalmente el papel en un hombre de la casa, es decir, barato, Frank Morgan. Roy Bolger y Buddy Ebsen intercambiaron sus papeles de Hombre de Hojalata y de Espantapájaros por insistencia del primero, y como León Cobarde, descartada la disparatada ocurrencia de que lo interpretara el mismísimo león de la Metro, se escogió a Bert Lahr, que debía portar un pesado traje de cincuenta kilos de peso. Billie Burke, la viuda del gran Ziegfeld, como Bruja Buena, y Margaret Hamilton, que obtuvo el papel de malvada Bruja del Oeste por delante de Edna May Oliver o Gale Sondergaard, completaron el cuadro de secundarios, sin olvidar a Totó, el terrier escocés que en realidad se llamaba Terry. Para la multitud de munchkins, los duendes o gnomos de Oz, se recurrió a Singer, un empresario de circo, y a un representante que se hacía llamar Coronel Doyle. Rivales ambos en el ambiente del circo, finalmente Doyle logró que se apartara a Singer y él se encargó de reclutar por todo el país a dos centenares actores y figurantes que midieran un máximo de metro cuarenta de altura (son proverbiales las anécdotas, algo exageradas, del bochornoso comportamiento de algunos de estas incorporaciones en el rodaje y en los hoteles donde se alojaban, haciendo necesaria la presencia de la policía y multiplicando las denuncias por comportamiento inmoral: entre ellos había navajeros, proxenetas, borrachos y acosadores, hubo peleas y se organizaron orgías, un agente de policía fue mordido en una pierna, tenían que disponerse agentes en todas las plantas de los hoteles donde se alojaban, se presentaban bebidos y sin dormir en los rodajes…).

Cedric Gibbons, diseñador artístico de la casa, se ocupó de confeccionar los casi setenta decorados y todas las miniaturas necesarios para un rodaje repartido en veintinueve platós, y se estableció que el rodaje se haría en un sistema Technicolor de tres franjas (la película en blanco y negro se proyecta a través de un prisma que segrega los colores primarios, rojo, amarillo y azul) muy costoso y complicado técnicamente (el negativo de la filmación tenía que ser retocado a mano en posproducción para atenuar la fuerza de los colores) que forzaba a emplear una cámara muy voluminosa y una iluminación muy potente, equivalente al de medio centenar de viviendas de tamaño medio, que absorbía con rapidez el oxígeno del plató, lo cual hacía que el rodaje fuera un horno y se tuvieran que abrir las puertas en cada pausa para recuperar una atmósfera habitable. Con los elaborados maquillajes y los laboriosos y pesados trajes y la infraestructura necesaria para los efectos especiales (gelatinas, transparencias, planchas de cristal, pigmentos coloreados para los animales), la experiencia para los intérpretes resultaba de una exigencia rayana en lo insoportable. Con todo, la dificultad mayor fue encontrar un director capaz de dirigir un rodaje que era como un ejército y de impedir que naufragara. El primeramente designado, Norman Taurog (antiguo actor infantil y el director más joven en recibir el Oscar de la Academia), que iba a contar con la ayuda de Busby Berkeley para los numeros musicales, fue reemplazado por Richard Thorpe, cuyo perfil se ajustaba más al tono y el estilo del cine de aventuras. No obstante, los sucesivos retrasos derivados de la complicada técnica de rodaje y de las horas necesarias de maquillaje (la bruja de Margaret Hamilton, por ejemplo, que pasaba horas inmovilizada para maquillarse y desmaquillarse), así como de los accidentes y los imprevistos (la alergia de Ebsen al pigmento metálico del Hombre de Hojalata -tuvo que pasar por una cámara de oxígeno de un hospital- y su sustitución a toda prisa por Jack Healey, un préstamo de emergencia de la 20th Century Fox; el mono volador caído sobre el perrito Terry; el esguince de tobillo de Burke; el efecto pirotécnico que causó quemaduras de segundo grado en las manos y la cabeza de Margaret Hamilton -la toma se mantuvo en el montaje final- y la lesión que provocó a su doble una de las escobas «voladoras»), además del descontento de Mervyn LeRoy ante el material rodado, la caracterización demasiado estilizada de Garland y el excesivo protagonismo concedido en pantalla a Totó, llevaron a al productor a despedir a Thorpe y a sustituirlo por otro director a priori nada adecuado: George Cukor.

Este, que estaba ya supervisando el rodaje de Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939) para David O. Selznick, apenas tuvo tiempo de aportar algo más que dos detalles fundamentales: el primero, la reorganización de todo el material rodado para facilitar el montaje de acuerdo a un ritmo más vivo y a un mejor metraje; el segundo, el cambio de caracterización de Dorothy, pasando de la niña rubia y demasiado exuberante próxima al modelo de la Alicia de Carroll, a la granjera pelirroja con coletas que se ha convertido en un icono. Dedicado finalmente al rodaje para Selznick (del que pronto sería asimismo despedido), la silla de director pasó a Victor Fleming, otra designación discutible, dado el carácter de masculinidad exacerbada con el que dotaba a sus películas de aventuras y a sus cintas de acción. Acompañado de su guionista y amigo John Lee Mahin, que reescribió el guion para que ganara en concreción y dinamismo, fue, sin embargo, una elección perfecta (y eso que debutó de manera polémica: harto de los ataques de risa de Garland ante las cabriolas y chanzas de Bert Lahr, Fleming las cortó de raíz dándole una bofetada delante de todo el equipo para, inmediatamente después, ordenarle a Mahin que le propinara un puñetazo en la nariz, delante de todos, como pago por su mala acción; Garland reaccionó y no volvió a dar ningún problema de disciplina en todo el rodaje, y siempre tuvo palabras amables para Fleming). El nuevo director ayudó a LeRoy a convencer a la Metro de que no cancelara el proyecto, que ya iba camino del millón de dólares de sobrecoste y de los cinco meses de un rodaje inicialmente previsto para entre cuatro y ocho semanas), y cuando, tras filmar el ochenta por ciento del montaje final, abandonó la película para hacerse cargo de la superproducción de Selznick, tomó las riendas de la cinta King Vidor, que filmó las escenas en blanco y negro que transcurren en Kansas, entre ellas el inmortal de la canción Over the Rainbow.

La última batalla, la del montaje, se libró en torno a la conservación o no de esta escena (el estudio quería eliminarla, no entendían qué pintaba la protagonista cantando en un granero, pero Freed y LeRoy la defendieron con uñas y dientes y se salieron con la suya), así como alrededor de detalles como el número musical del León Cobarde, que costó mucho tiempo y dinero filmar y terminó muy recortado. Finalmente, la película supuso un coste de casi tres millones de dólares, más otro en tirada de copias, difusión y publicidad. La recaudación, amplia (poco más de tres millones) no ayudó a recuperar la inversión inicial, y el estudio perdió un cuarto de millón de dólares. No obstante, los sucesivos reestrenos de la película a partir de 1949 no produjeron más que beneficios millonarios, lo que, unido a los derechos televisivos y de reproducción en vídeo y DVD hicieron de la película un buen negocio para la MGM. Un último detalle aleja la película de los prosaicos asuntos monetarios y la arrastra de nuevo al ámbito de la magia: la historia de Dorothy, la niña que que sueña con viajar «más allá del arco iris» y ve su deseo hecho realidad cuando un tornado se la lleva con su perrito al mundo de Oz para encontrarse con la Malvada Bruja del Oeste, la Bruja Buena del Norte (Billie Burke) y el Camino Amarillo que la conduce a la Ciudad Esmeralda, donde vive el todopoderoso Mago de Oz, acompañada de sus nuevos amigos el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León Cobarde (Bert Lahr), que desean que el mago les proporcione, respectivamente, un cerebro, un corazón y el coraje que le falta, encierra un truco postrero, tal vez el mejor de la cinta: entre el guardarropa de segunda mano adquirido por MGM para la película se encontraba la chaqueta que vestía Frank Morgan en su caracterización del mago; en el interior del cuello de la chaqueta, en una etiqueta, el nombre de su anterior propietario: L. Frank Baum. Una vez finalizado el rodaje, el estudio le regaló la chaqueta a la viuda del escritor.

Palabra de Jean Renoir

“El problema es que la televisión amalgame y convierta en papilla informe la realidad, la ficción, lo fundamental, lo secundario, el divertimento y la reflexión.”

“Un director hace una sola película en su vida. La rompe en pedazos y la vuelve a hacer.”

“Un filme es un estado mental.”

“¿Es posible triunfar sin un acto de traición?”

(Jean Renoir)

Diálogos de celuloide: Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, Orson Welles, 1965)

JOHN FALSTAFF: El honor me aguijonea, sííí, pero… ¿y si el honor, empujándome hacia adelante, me manda al otro mundo? ¿Puede el honor reponerme una pierna? Nooo. ¿O un brazo? Nooo. ¿O suprimir el dolor de una herida? Nooo. ¿El honor es diestro en cirugía? Nooo. ¿Qué es el honor? Aire. Solo aire. ¿Quién lo obtiene? El que murió el miércoles pasado. ¿Lo siente? Nooo. ¿Es cosa insensible? Sííí, para los muertos, pero, ¿puede vivir entre los vivos? Nooo. Las malas lenguas no lo permiten, por tanto no quiero saber nada de él. El honor es un escudo… funerario. Este es mi catecismo.

(guion de Orson Welles a partir del libro de Raphael Holinshed y de varias obras de William Shakespeare: Enrique IV, Enrique V, Las alegres comadres de Windsor y Ricardo II)