Calypso is like so…

Como viene ya siendo habitual (ya es la cuarta o quinta ocasión), despedimos la temporada echando mano del cachondo de Robert Mitchum y su música tropical, en particular de Jean and Dinah, himno oficioso del periodo estival para esta escalera. Parón veraniego que, como casi siempre, no excluye la posible esporádica aparición de alguna que otra entrada para quitarnos el gusanillo antes de septiembre.

¡Feliz verano!

De cine y poesía

La poesía en el cine no es el paisajismo vacío ni el esteticismo hueco de la fotografía bella e insustancial. La poesía del cine está en los detalles. Por ejemplo, en dos de los elementos visuales que hacen de El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960) una obra maestra.

 1) El espejo roto. El instante en que, durante la fiesta de Navidad de la empresa, Baxter (Jack Lemmon) descubre en poder de la señorita Kubelik (Shirley MacLane) el espejito partido por la mitad que él mismo, poco antes, ha devuelto a Sheldrake (Fred MacMurray) como objeto olvidado en el sofá de su casa, fruto de los escarceos amorosos del gran jefe con una dama desconocida que resulta ser la chica de la que Baxter está enamorado. Rostro partido por la mitad, corazón roto.

2) Baxter es un tipo solitario de vida gris y rutinaria que presta su apartamento para que sus superiores en la empresa tengan un lugar donde echar una cana al aire. Eso le obliga a pasar mucho tiempo fuera de casa. ¿Dónde va? Billy Wilder explica toda una forma de vida y un sentimiento íntimo de soledad a través de de la sugerencia de unos pocos elementos visuales. Por las láminas que cuelgan de las paredes del apartamento nos enteramos de que uno de los lugares más habituales a los que Baxter va a pasar el rato, porque no tiene más remedio y en invierno hace mucho frío, es un museo que cae muy cerca de su casa: el MOMA. Pasa allí tanto tiempo que de vez en cuando compra láminas que utiliza para decorar las desnudas paredes de su apartamento:

La gitana dormida (Henri Rousseau, 1897)

Yo y la aldea (Marc Chagall, 1911)

Alrededor del pescado (Paul Klee, 1926)

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Trafalgar Square (Piet Mondrian, 1939-43)

Los tres músicos (Pablo Picasso, 1921)

El estudio (Pablo Picasso, 1927-28)

Además, otra decena que se muestran parcialmente o en escorzo, lo que hacen difícil su identificación.

Pero como Baxter vive solo, apenas se relaciona con gente y le importan muy poco los detalles de decoración y las servidumbres estéticas de la convivencia y de la vida social, cuelga sus láminas en cualquier parte y… con chinchetas. Un personaje y su modo de vida descrito en cuatro pinceladas visuales y un buen trabajo de dirección artística (Alexandre Trauner). Cuando, al final de la película, Baxter decide mudarse, se lleva su soledad con él. Es decir, sus láminas… y sus chinchetas.

Glorioso noir: El merodeador (The Prowler, Joseph Losey, 1951)

Una de las influencias más patentes en el género negro (cuando es auténtico noir, es decir, cuando la historia supera las fronteras de la intriga meramente policíaca o criminal), junto a las de la novela gótica, el relato detectivesco, el expresionismo alemán, el realismo poético francés o el cine de gánsteres de los años treinta, es la tragedia griega y, en particular, el peso que en ella representa el destino como elemento caracterizador de los personajes. Estos, en la lucha por la consecución de sus deseos, despiertan unas fuerzas adversas que se afanan en dificultar sus logros, y ante las que triunfan o sucumben según el sentido en que su destino esté escrito en los designios divinos, con independencia de sus talentos, destrezas y bondades, o también de sus malas acciones. Trasladado al género negro, este principio se manifiesta en aquellos protagonistas que se revuelven contra un sino que se les muestra implacable, al que combaten denodadamente con su astucia y todas sus fuerzas pero frente al que terminan inevitablemente por claudicar, no sin antes haber experimentado o incluso provocado grandes sufrimientos, al comprender que ese desenlace va ligado a una naturaleza íntima de la que no pueden desprenderse por más que lo intenten. Así ocurre con Webb Garwood (Van Heflin, en una de las mejores interpretaciones de su carrera), el agente de policía que una noche acude a la llamada de una mujer casada que denuncia la presencia de un merodeador en los contornos de su casa (magnífica primera secuencia, antes de los créditos, cuando la cámara subjetiva obliga al espectador a ocupar la posición del mirón, es decir, a comprender su auténtica naturaleza como espectador de cine). Una misión que cambia sus ambiciones y sella su destino, porque al fin hace emerger su auténtica personalidad.

El instante en que el destino de Webb empieza a escribirse es aquel en que se fija en el atractivo de la denunciante, Susan Gilvray (Evelyn Keyes), que se disponía a darse un baño cuando observó la cara de un hombre que la miraba desde el otro lado de la ventana (planta baja, persiana levantada y cortinas descorridas, todo hay que decirlo). Asustada, llamó a la policía, y ahí el inteligentísimo guion de Dalton Trumbo y Hugo Butler efectúa un trasvase de identidades desde el anónimo acosador inicial de la mujer al personaje de Webb quien, tras cumplir junto a su compañero de patrulla (John Maxwell) la misión de revisar los alrededores y comprobar que ya no hay nadie allí y ha desaparecido el peligro, comete su primer gran error, solamente porque no puede actuar de otro modo: de regreso a casa, finalizado ya su turno, visita de nuevo a Susan bajo el pretexto de que hacer una segunda ronda para asegurarse de que todo sigue bien es un imperativo de sus protocolos policiales. Una segunda visita que tiene como objetivo tantear el terreno, extraer e interpretar el sentido de las señales que ha creído detectar en su estancia anterior, conocer las circunstancias personales de la mujer y ver en qué medida puede satisfacer sus deseos con ella. Y no puede decirse que no estuviera en lo cierto, porque a esa segunda visita le sigue una tercera, ya vestido de paisano, en la que se desenvuelve como el dueño de la casa. Dos casualidades, o quizá no tanto, terminan de conformar en la mente de Webb un plan muy diferente al de permanecer en la policía un par de décadas antes del retiro y de una modesta pensión de jubilación: primero, se entera de que a esas horas de la noche el marido de Susan está trabajando, y precisamente no en cualquier empleo, puesto que es el locutor de una popular emisión radiofónica nocturna; segundo, mientras busca tabaco en el escritorio del famoso marido, descubre en un cajón una póliza de seguro de vida por valor de setenta y dos mil dólares. Ahora bien, ¿ha sido simple azar o bien cosa de Susan, que le ha dicho dónde guarda precisamente el tabaco su marido? Por otro lado, ella no está muy feliz en su matrimonio; al contrario, apenas puede decir nada bueno de su esposo. ¿Está incitando a Webb a alguna acción drástica para conseguir que puedan estar juntos, sin la molestia de un marido iracundo opuesto al divorcio? Sea como fuere, las circunstancias en que conoció a Susan proporcionan a Webb una vía de escape: si el marido fuera objeto de una muerte violenta, las culpas podrían recaer en cualquier merodeador.

La construcción del drama que empieza a envolver a Webb y Susan se nutre a partes iguales del guion literario y de los aciertos de Losey en los detalles de la puesta en escena. Un origen levemente común de ambos, el mismo entorno californiano en la juventud, aunque en barrios muy distintos, ella en uno residencial de casas ordenadas y césped recién cortado, él en un populoso suburbio marginal, pero coincidente en los entornos sociales (cafeterías, centros comerciales, bailes de fin de curso), les dota de una especie de pasado común que los lleva a proyectar la posibilidad de un futuro juntos. Por otro lado, Webb deja claro que fue su extracción social lo que dificultó su ascenso en la vida y lo que le obligó a ser un simple patrullero, profesión que denigra y desprecia; su sueño es convertirse en administrador de un motel de Las Vegas, aunque para eso necesitaría dinero fresco, unas decenas de miles de dólares para hacerse con él, porque confía en que se trata de un negocio seguro que procura beneficios cuantiosos. Susan, por su parte, huiría a gusto hacia ese futuro… si no estuviera casada. Todo parece apuntar al marido como único obstáculo para la felicidad de ambos (no juntos, aunque se necesiten entre sí, sino la de cada uno por separado, utilizando al otro: conseguir su sueño empresarial o escapar de una cárcel matrimonial), y así lo subraya la puesta en escena de Losey, que avanza buena parte de lo que va a ocurrir: si en su segunda visita, todavía de uniforme pero fuera de servicio, Webb deposita su gorra de policía sobre la radio en la que resuena la voz del marido parásito, en su angosto apartamento, la primera vez que recibe una llamada telefónica de Susan, una diana con un contorno humano cuelga en de la pared, y deja a las claras el testimonio de la excelente puntería de Webb con el revólver en forma de varios impactos limpios en el corazón. La visita de Webb a casa de su compañero para observar su colección de piedras raras recolectadas por todo el Oeste adelanta asimismo el tercio final del metraje (de un total muy breve, apenas ochenta y ocho minutos), la presencia de Webb y Susan en uno de los antiguos pueblos mineros abandonados, al que se accede por un único camino de tierra que atraviesa un desfiladero a menudo taponado por grandes piedras desprendidas de los muros que lo circundan.

El detalle crucial que puede demostrar ante todos la relación adúltera previa a la muerte del marido y, por tanto, también para Susan, la prueba de que una fatalidad fortuita pudo ser en realidad una maniobra muy bien calculada para hacer pasar un asesinato premeditado por un desgraciado infortunio sobrevenido, amenaza la armoniosa vida en común recién inaugurada de la pareja. Webb revela una personalidad áspera, mentirosa y ruin. Ama a Susan, o eso dice, y sin embargo le miente para seducirla y conquistarla, le tiende una trampa de aparente honorabilidad en la que ella cree pero que es por completo falsa, porque pesa más el egoísmo en la consecución de sus fines que la supuesta felicidad a la que aspira junto a ella, que no es más que resultado de la elaborada construcción de una mentira, y esos fines no eluden incluso la posibilidad de más asesinatos si de ocultar el primero de ellos se trata. Susan, sin embargo, es la víctima no del todo inocente de un sofisticado engaño, pero no es ajena a nociones como la de los escrúpulos o la del remordimiento, y será a través de ella, de una mujer fatal en contra de su voluntad, como se certificará el destino que Webb ha buscado desde el principio, desde su vida anterior, desde el ingreso en la policía o incluso antes. Aunque el guion abusa en algunos puntos de un exceso del empleo de la casualidad y el forzamiento de situaciones (la oportuna visita al desierto del compañero de Webb y de su esposa en busca de más piedras para su colección, y su llegada en el momento oportuno para taponar la huida de Webb por el desfiladero), resulta de lo más pertinente para ilustrar la influencia de la predestinación y de la tragedia en la conformación de los antihéroes del cine negro. La última imagen de Webb, su trabajoso ascenso por un montículo rocoso y el desenlace de la historia al alcanzar la cima, ejercen de acertado resumen visual de lo que implica el auténtico noir para sus protagonistas: un esforzado, y, en última instancia, incluso anhelado, camino de expiación mediante la autodestrucción.

Música para una banda sonora vital: Yo vigilo el camino (I Walk the Line, John Frankenheimer, 1970)

 

Las canciones de Johnny Cash tienen gran importancia en esta película de John Frankenheimer, hasta el punto de que una de ellas le da título en su versión original. Un solvente drama rural que transita entre el romance otoñal y el thriller policíaco, escrito por Alvin Sargent a partir de la novela de Madison Jones, que tiene como fondo el desencanto vital que experimenta el sheriff de una pequeña localidad de Tennessee (Gregory Peck) hasta que conoce a la joven y hermosa Alma (Tuesday Weld), de la que se enamora aunque eso ponga en riesgo su matrimonio y a pesar de que ella sea la hija de un fabricante ilegal de licor al que, en teoría, debe perseguir.

Una opereta con sustancia: Elena y los hombres (Elena et les hommes, Jean Renoir, 1956)

 

La película es Ingrid Bergman e Ingrid Bergman es la película. Todo funciona por y para ella en esta deliciosa comedia situada en esos años de transición entre la llamada Belle Époque, al final de la que en sus ámbitos marginales también se bautizó como «época de los banquetes», y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Una hermosa condesa polaca que enviudó joven, Elena Sokorowska (Ingrid Bergman), vive ahora en París y ejerce de centro de una agitada vida social integrada principalmente por los hombres que la pretenden, desde un maestro de piano hasta el propietario de una gran firma de calzado, el favorito de la parentela de la condesa, que anda canina de finanzas y espera ver saneados sus ahorros gracias a la nueva fortuna de la dama. Elena, que es de talante más bien frívolo y no demasiado reflexivo, no se preocupa en exceso por el futuro, vive al día, y el día ahora son los éxitos militares y políticos del general Rollan (Jean Marais), cuya popularidad le impulsa al ministerio de Defensa aunque sus acólitos, un gabinete de amigos interesados y de conspiradores de pasillo, aspiran a que llegue a detentar la presidencia de la República. La gran recepción que la ciudad de París ofrece al regimiento de Rollan, las calles llenas de ciudadanos que aplauden el paso de las tropas y con el general a caballo a la cabeza, es el escenario en que Elena toma contacto con el conde Henri de Chevincourt (Mel Ferrer), joven político miembro del partido radical que apoya a Rollan y además amigo personal suyo, que, interesado de inmediato en la condesa, se ofrece a presentárselo. No cuenta con la súbita pasión que Elena despierta en el general y que corresponde a la abierta fascinación que ella siente por él. Así las cosas, la ya comprometida condesa se ve cortejada antes de su próxima boda por dos personalidades del París del momento, mientras que la camarilla del general, el Gobierno, la oposición e incluso la policía intentan controlar el claro ascendiente que la condesa tiene sobre el general para influir en el rumbo político del país, en un momento de incidentes diplomáticos con Alemania que pueden conducir a una guerra. Con todos los personajes reunidos en el campo, en la mansión del zapatero Martin Michaud (Pierre Bertin), los avatares políticos se entremezclan con los romances cruzados, porque a las relaciones múltiples de Elena hay que sumar los amoríos de Lolotte (Magali Noël), su doncella, dividida entre el acoso permanente de Eugène (Jacques Jouanneau), hijo y heredero de Martin Michaud, que a su vez está a punto de casarse, y las atenciones de Buchez (Albert Rémy), el ordenanza de Rollan.

En este punto, la película remite al clásico de 1939 La regla del juego, tanto en el tono de vodevil como en la puesta en escena, pero también en cuanto al trasfondo crítico y al retrato de una sociedad en decadencia moral que se asoma a un abismo de imprevisibles consecuencias. El aire de farsa y la intención decididamente burlesca predominan durante todo el metraje, desde el inicio, con las verbenas, los bailes y las canciones populares interpretadas por el pueblo (algunas de ellas, hilo intermitente y leitmotiv musical de la trama; otras, emotiva conclusión, como la canción que casi como broche interpreta Juliette Gréco en su caracterización de gitana de una feria ambulante) y coreografías próximas al musical, al juego de disfraces final, sin olvidar a la estrafalaria soprano a cuyo recital a voz en cuello nadie presta la más mínima atención, ocupados como están todos en corretear por la casona, cada uno buscando materializar sus propios fines. Carreras, equívocos, románticas escenas de sofá, juegos del escondite, enredos eróticos a varias bandas, empujones, prisas, diálogos vertiginosos, tumultos corales y gags de humor físico salpican la algo más de hora y media de metraje, con continuos cambios de escenario que dinamizan la acción y que salvo momentos muy puntuales (las cabalgadas por el bosque) están rodados en interiores (el desfile y el campamento militar, la zona de las maniobras, las calles y plazas de París entre el bullicio popular), recreando en estudio la atmósfera propia de los cuadros de la época. La inspiración pictórica de los Renoir, de Jean y de su sobrino Claude, director de fotografía, con claro aire de familia, se manifiesta principalmente en el vivo y exquisito uso del color, que en no pocas ocasiones, tanto en la forma como en los motivos utilizados, remite directamente a Pierre-Auguste Renoir y a sus obras dedicadas a Montmartre, el ámbito bohemio e intelectual en el que se crio el cineasta.

La película adquiere así el aire de pinturas en movimiento, de gigantescos y vibrantes cuadros que, dejando a un lado el contexto histórico en el que remotamente se basa la historia -el auge del general Boulanger en la Francia de principios de siglo y el progresivo enrarecimiento de las relaciones con Alemania-, se concentra, a través del humor y de la ligereza sentimental, en un mensaje crítico, una auténtica carga de profundidad que dispara contra todo y contra todos desde la ironía y la voluntad de ridiculizar la hipocresía, en particular en lo que se refiere a los banqueros, los políticos y los militares, pero también, en plano más íntimo, dirigida a quienes disfrazan de eternas promesas de amor romántico lo que no es otra cosa que deseo carnal. El humor vitalista, la exaltación positiva de lo popular, contrastan con cierto envaramiento de Jean Marais y Mel Ferrer, ajenos, incapaces de acoplarse a ese ritmo ligero y a la endiablada velocidad que Renoir imprime al argumento, mientras que Ingrid Bergman pocas veces ha estado más expresiva, elocuente, graciosa, dicharachera y entregada a las carreras y la interpretación más física. Su belleza no es solo complemento sino ingrediente principal de este nuevo canto hedonista de Renoir, pleno de vitalismo y sensualidad, que bajo la capa del entretenimiento sentimental despliega su estilo cinematográfico cada vez más depurado, donde la planificación y el montaje, cada vez más precisos y económicos, logran crear la sensación de puesta en escena invisible allí donde desde la pantalla brota un estallido de color, de vida, antes de que emerjan las inevitables tinieblas.

Palabra de Orson Welles

Orson Welles, un genio involuntario | EL DIARIO

 

-¿Cuál es el problema de Norteamérica?

-Si les hablo de las cosas que están mal, no será de las evidentes: estas son muy semejantes a lo que marcha mal en Francia, en Italia o en España. El problema del arte norteamericano -o mejor, uno de los problemas- es que las izquierdas traicionan a las izquierdas; es una autotraición. En un sentido, por estupidez, por ortodoxia y por lo eslóganes; en otro, por simple traición. En nuestra generación somos muy pocos los que no hemos traicionado nuestra postura, los que no hemos dado los nombres de otras personas…

Eso es terrible. Jamás se podrá acabar con ello. No sé cómo se puede volver atrás después de una traición parecida y que, sin embargo, difiere mucho de este ejemplo: un francés que colaborase con la Gestapo para salvar la vida de su mujer; este es otro tipo de colaboración. Lo malo de las izquierdas americanas es que han traicionado para salvar las piscinas. En mi generación no hubo derechas norteamericanas. Intelectualmente no existían. Solo había izquierdistas, y se traicionaban mutuamente. McCarthy no destruyó a las izquierdas: se vinieron abajo ellas solas, cediendo a una nueva generación de nihilistas. Eso es lo que pasó.

No se puede calificar de «fascismo». Creo que el término «fascismo» solo se debería utilizar para definir una actitud política bien precisa. Sería necesario encontrar una nueva palabra para definir lo que está pasando en América. El fascismo debe nacer del caos. Y Norteamérica, tal como yo la conozco, no está en el caos. La estructura social no se encuentra en estado de disolución. No, no corresponde a la verdadera definición del fascismo. Creo que son dos cosas simples y evidentes: la sociedad tecnológica no está acostumbrada a vivir con sus propias herramientas. Eso es lo que cuenta. Hablamos de esos instrumentos, los utilizamos, pero no sabemos vivir con ellos. La otra cosa es el prestigio de la gente responsable de la sociedad tecnológica. En esta sociedad, los hombres que la dirigen y los sabios que representan la técnica no dejan lugar para el artista que favorece al ser humano. En realidad, solo lo emplean para la decoración.

En «The Green Hills of Africa», Hemingway dice que Norteamérica es un país de aventuras, y que si desaparecen las aventuras, cualquier americano que posea ese espíritu primitivo debe marchar a otras partes a buscarlas: a África, a Europa, etc. Es un punto de vista intensamente romántico. Hay en él algo de verdad; pero si es tan intensamente romántico es porque todavía queda en América una enorme cantidad de aventuras. No se pueden imaginar todo lo que se puede hacer en el cine. Todo lo que necesito es un puesto en el cine; que alguien me dé una cámara. No hay nada deshonroso en trabajar en América. El país está lleno de posibilidades para expresar lo que pasa en todo el mundo. Lo que en realidad existe es un compromiso enorme. El tipo norteamericano ideal está expresado por el protestante, individualista, inconformista, y este tipo es el que se encuentra en proceso de desaparición. En realidad, quedan muy pocos.

-¿Qué relaciones tuvo con Hemingway?

-Mis relaciones con Hemingway siempre fueron muy jocosas. La primera vez que nos vimos fue cuando me llamaron para leer la narración de un filme que habían hecho él y Joris Ivens sobre la guerra española: se titulaba Spanish Earth (Tierra española). A mi llegada me encontré con Hemingway, que estaba bebiéndose una botella de whisky; me habían dado una serie de párrafos demasiado largos, aburridos; no se parecía en nada a su estilo, que siempre fue muy conciso y económico. Había frases tan pomposas y complicadas como esta: «he aquí los rostros de los hombres que están cerca de la muerte», y esto había que leerlo en un momento en que se veían en la pantalla unos rostros muchísimo más elocuentes. Yo le dije: «Mister Hemingway, sería mejor ver solo los rostros, sin hacer comentarios».

Eso no le gustó nada; y como hacía poco que había dirigido el Mercury Theatre, que era una especie de teatro de vanguardia, pensó que yo era una bruja o algo así; me dijo: «ustedes, niños afeminados del teatro, ¿qué saben de la guerra de verdad?» Tomando el toro por los cuernos, comencé a hacer gestos afeminados y le dije: «Mister Hemingway, ¡qué fuerte y qué grande es usted!» Eso le encolerizó y cogió una silla; yo cogí otra. Y allí mismo, delante de las imágenes de la guerra civil española que desfilaban por la pantalla, tuvimos una pelea terrible. Fue algo maravilloso: dos tipos como nosotros delante de aquellas imágenes que representaban a gente en el momento de luchar y morir… Acabamos dándonos palmaditas en la espalda y bebiéndonos una botella de whisky. Nos hemos pasado la vida entre épocas de gran amistad y otras en las que apenas nos hablábamos. Nunca he podido evitar burlarme finamente de él, y esto no lo ha hecho nadie; todos le trataban con un gran respeto.

(entrevista con Juan Cobos, Miguel Rubio y José Antonio Pruneda, 1965)

 

Música para una banda sonora vital: Arabesco (Arabesque, Stanley Donen, 1966)

Henry Mancini pone la música a este entretenido thriller con toques de comedia en torno a una misteriosa inscripción jeroglífica que esconde un mensaje crucial relacionado con la lucha de poder entre distintas facciones de un país de Oriente Medio. Con un guion lleno de agujeros, lo más relevante de la película es la química entre Gregory Peck y Sophia Loren y la siempre presente elegancia formal de Stanley Donen en la dirección, esta vez con toques de psicodelia y cultura pop.

Palabra de Josef von Sternberg (sobre el oficio de la actuación)

 

Actuar no es repetir de memoria el papel cuando uno está disfrazado, sino la clara reconstrucción de los pensamientos que causan la acción y las frases. Esto no es fácil. En el más concreto sentido de la palabra, el actor no es solo un intérprete, y no solo un portador de ideas que se originan en otros, sino que también puede ser (aunque no sin dificultad) un buen artista creativo. Es el mecánico que puede tomar la palabra del escritor y las instrucciones del director y fundir ambas cosas con todos los complicados elementos de los que él mismo está compuesto, para dar voz fluida a ideas inspiradoras, con un efecto tan fuerte que uno se impresiona con el sentido de la más simple palabra. Su mejor función es arrancar de la mente la emoción y volverlas a unir en su condición metódica.

El actor puede también tomar el sentimiento más elevado y hacerlo ridículo, y tomar lo que le parece una idea absurda e iluminar con ella el más oscuro problema. Puede darnos vista clara en vez de oscuridad, igual que el destello del rayo puede mostrar lo que contiene la noche más profunda. Puede representarnos el pecado en su más feo aspecto, y puede purgar cualquier deseo malsano dibujando la brutalidad del criminal y su atormentada historia. Nos ofrece excitaciones y emociones intensas, no menos fuertes por ser sustitutivas. Puede tomar nuestros pensamientos en su cuerpo, y devolverlos sanos y salvos cuando cae el telón.

(Film Culture, números 5-6, volumen I, invierno de 1955)

Vietnam sin Vietnam: La presa (Southern Comfort, Walter Hill, 1981)

 

Los cajunes son un grupo étnico, así reconocido por el Gobierno de los Estados Unidos desde 1980, que desciende de los acadianos, también llamados cadianos o, en su lengua materna, el francés, cadiens, habitantes de la región de Acadia, en lo que hoy es la frontera entre los Estados Unidos y Canadá, conocida también como Nueva Francia. Este pueblo está conformado por los descendientes de aquellos colonos franceses que, expulsados de sus tierras tras la victoria británica en la Guerra de los Siete Años (para contextualizar, donde se sitúa la acción de la novela El último mohicano de James Fenimore Cooper, llevada al cine en varias ocasiones), fueron confinados en el sur del estado de Luisiana, posesión francesa (y ocasionalmente española) hasta su venta por Napoleón a los Estados Unidos en 1803 (aquella Luisiana excedía con mucho el territorio del actual estado: se extendía desde Montana y Wyoming en el noroeste al golfo de México), especialmente en el entorno de las ciudades de Lafayette y Lake Charles, y se mezclaron durante décadas con españoles, inmigrantes alemanes y franceses autóctonos de origen criollo.

A aquella parte de Luisiana, con el fin de realizar unas maniobras, se desplaza en un momento indeterminado de 1973 la Guardia Nacional, cuerpo militar estadounidense, considerado como fuerza de reserva, compuesto de voluntarios civiles que reciben formación castrense y se estructura de manera similar al ejército regular, que cuenta con casi medio millón de efectivos distribuidos en los distintos cuerpos pertenecientes a cada uno de los estados que componen el país y que también es utilizado de manera esporádica en situaciones de crisis, emergencia o amenaza interna para la seguridad nacional. Entre el dominguero de excursión de fin de semana y las demostraciones de hombría y testosterona jugando a soldaditos, los yupies de ciudad que forman un pelotón pasan unos días en la naturaleza agreste simulando ser combatientes veteranos, haciendo marchas, pruebas de tiro, asaltos y defensas simulados, con una recompensa final en forma de comida abundante, cerveza a espuertas y chicas de alterne, evento en esta ocasión organizado por Spencer (Keith Carradine). Sin embargo, la inconsciencia, los aires de superioridad sobre los que consideran unos paletos de campo y, en suma, la mente irresponsable de unos adultos con cerebro adolescente, conspiran juntos para causar un incidente entre el grupo y unos lugareños cuando Stuckey (Lewis Smith) dispara contra ellos su ametralladora alimentada con balas de fogueo, por bromear, por reírse de los pueblerinos, y estos responden con fuego real. El desencuentro y las chanzas derivan en tragedia, y el enfrentamiento de machos alfa en persecución y aniquilación mutua. La guerra de juguete se ha convertido de golpe en reto de supervivencia, y la violencia fingida en terror real. Como escenario, los manglares y las más profundas y peligrosas zonas pantanosas de Luisiana. El grupo de soldaditos, poseído por el pánico y perdido en un terreno desconocido y hostil que sus adversarios dominan, a duras penas logra mantener la cohesión, la cordura, la templanza necesarios para hacer frente a la situación, y los rencores y las rivalidades estallan y se enconan. Una vez privados del titular del mando (Peter Coyote), solo cuentan para salir del paso con un puñado de balas auténticas que siempre lleva encima Reece (Fred Ward) por aquello de sentirse más hombre que el resto, un pésimo instinto de orientación que no les sirve más que para dar vueltas en círculo o meterse en los lugares más arriesgados y las observaciones, entre sardónicas y de sentido común, de una incorporación de última hora de Hardin (Powers Boothe), un texano que prefiere alistarse en la milicia de sus vecinos que en la propia de su estado.

Muy influenciada en su planteamiento por Defensa (Deliverance, John Boorman, 1971), incluso en la cita literal (el breve pasaje en el que los soldados, confundidos por un mapa que ya no refleja la realidad alterada por unas recientes inundaciones, «confiscan» unas canoas para ahorrarse trayecto a pie y enfilar hacia su punto de reunión con el resto de la tropa, transitan por un río de aguas turbias), la película, que cuenta con la música de Ry Cooder, es una extraña pero efectiva combinación de thriller psicológico a la manera hawksiana y de aventura bélica de acción, con un grupo enfrentado a una doble amenaza, la de los cajunes ofendidos, una sociedad al margen de la sociedad organizada del estado y del Gobierno, de un país que, en suma, les resulta ajeno (ni siquiera se dignan a hablar en inglés, como el personaje que interpreta Brion Jones), en persecución y labores de exterminio del enemigo tradicional que ha tomado cuerpo en esa pandilla de invasores urbanitas, y la de la pérdida de la necesaria serenidad y de las habilidades supuestamente adquiridas durante su entrenamiento en la primera ocasión en la que tienen que ponerlo en práctica en la realidad, lo que conlleva al enfrentamiento interno y el consiguiente agravamiento del problema. Incapaces, incompetentes y, en algún caso, incluso rozando la demencia (la parte más floja del guion, necesaria para que progrese la acción pero demasiado metida con calzador), de repente reducidos a la dimensión más patética de sí mismos, los miembros del grupo se arrastran entre el fango y las arenas movedizas huyendo de la muerte, o tal vez corriendo a otra forma de ella. El guion de Walter Hill sintetiza así tres conflictos en un solo argumento: la dinámica campo/ciudad, con sus tópicos, sus cargas de prejuicios y su imposible entendimiento mutuo; la oposición Norte/Sur, que en los Estados Unidos colea desde la Guerra de Secesión, con su particular repunte en los años cincuenta y sesenta, que nunca ha llegado a desaparecer del todo y a la que se alude de manera irónica en el título original del filme; y por fin, la guerra de Vietnam al llevar la historia a 1973, cuando esta daba sus últimos coletazos, y en paralelismo al pasado de colonización francesa de ambos territorios, Indochina y Luisiana, y que fue, precisamente, el cierre en falso de la presencia francesa en Vietnam lo que motivó su sustitución como potencia colonizadora por los Estados Unidos.

Walter Hill se maneja con soltura en el tratamiento de un argumento a priori de corto recorrido. No solo usa con acierto, agilidad y dinamismo unas localizaciones de, en principio, aprovechamiento limitado, precisamente, por su propia configuración (lluvia, humedad, pantanos, maleza impenetrable…). También se sale de lo previsible en los instantes de acción, que podrían ceñirse a lo meramente bélico, y por tanto, resultar monótonas y repetitivas, pero que explotan adecuadamente los matices psicológicos del planteamiento en lo que respecta al grupo (la demencia de Bowden, el racismo de Reece, la bisoñez en el mando de Casper, los conatos de deserción de Spencer y Hardin, las continuas demostraciones de hombría de todos contra todos…) para crear una variopinta serie de situaciones (combates abiertos, emboscadas, trampas, peleas a cuchillo, uso de explosivos…) que, aunque no siempre desprovistas de lugares comunes o de encajes algo forzados, ni tampoco de un empleo sensacionalista de la violencia y de sus resultados, impulsan el desarrollo de la historia hasta su eclosión final, primero en el pueblo cajún, y, por último, en el desenlace, en cierto modo abrupto y alucinógeno, de la pesadilla vivida por estos soldados de fin de semana. La película hace así una reflexión crítica demoledora (presunción, superioridad moral, racismo, incompetencia, soberbia, pésima planificación, mala formación, insuficiencia de medios, inmadurez en el mando y en la tropa) acerca del militarismo norteamericano en el momento histórico de su mayor puesta en cuestión, como resultado (siempre es así) de la más imponente, y vergonzosa, de sus derrotas.

Palabra de David Lynch

David Lynch, In Conversation

 

«Todas mis películas son acerca de mundos extraños, mundos a los que nunca podrías ir a menos que los construyas y los reproduzcas en una película. Eso es lo que verdad me importa de las películas: ir a mundos cada vez más extraños».

«Uno debe abandonarse a su intuición: sabemos más de lo que creemos».

«Los sueños verdaderamente importantes son los que tienes cuando estás despierto».

«No soy un pionero de nada. Las cosas no se hacen para ser el primero, sino porque amas hacerlas, porque te enamoras del proyecto».

«Las historias contienen el conflicto y el contraste, los altos y los bajos, la vida y la muerte y la lucha humana y todo tipo de cosas».

«Hay que estar dispuesto a dejarse llevar por el mundo abstracto. Hay que querer perderse en él. Si no, se tendrá la sensación de frustración».

«Estar en medio de la oscuridad y la confusión me resulta muy interesante. Porque cuando sales de ahí puedes ver las cosas como realmente son».

«El misterio es lo que más amo, es el magnetismo de la vida, y me resulta maravilloso saber que de la mayoría de las cosas no conocemos absolutamente nada».

«Una película debe valerse por si misma. Es absurdo que un cineasta necesite explicar con palabras lo que significa una película. El mundo de la película es un mundo creado en el que, a veces, la gente desea entrar. Para la gente, ese mundo es real. Y si descubren ciertos detalles sobre cómo se hizo o acerca de los significados de esto o aquello, la próxima vez que vean la película, todos esos conocimientos participarán de la experiencia. Y entonces la película cambiará. Considero importante y muy valioso conservar ese mundo y no decir ciertas cosas que podrían destruir la experiencia. No se necesita nada que no esté en la obra. Se han escrito montones de libros estupendos cuyos autores murieron hace mucho y no puedes desenterrarlos. Pero tienes el libro, y un libro puede hacerte soñar y pensar. A veces la gente se queja de que les cuesta entender una película, pero yo creo que entienden mucho más de lo que creen. Porque todos hemos sido bendecidos con la intuición: todos tenemos el don de intuir cosas. Habrá quien diga que no entiende la música; pero la mayoría de las personas experimentan la música de manera emocional y estarían de acuerdo en que la música es una abstracción. No necesitas expresar la música en palabras: la escuchas. El cine se parece mucho a la música. Puede ser muy abstracto pero la gente ansía darle un sentido intelectual, traducirlo a palabras. Y cuando no pueden hacerlo, se sienten frustrados. Pero si lo dejan expresarse, pueden encontrar una explicación interior. Si comentan la película con los amigos enseguida ven cosas: qué es esto, qué no es lo otro. Y tal vez coincidan o discrepen con sus amigos, pero ¿cómo pueden discrepar o coincidir si no saben nada? Lo interesante, pues, es que ya saben más de lo que creen. Y al expresar en voz alta lo que saben, lo ven más claro. Y cuando ven algo, pueden intentar aclararlo un poco más y, de nuevo, contrastarlo con un amigo. Y tal vez lleguen a alguna conclusión válida».