El final del verano de la vida: Septiembre (September, Woody Allen, 1987)

 

Sin duda, una de las películas menos vistas de Woody Allen, siempre a la sombra del clásico del mismo año Días de radio (Allen ha sido el último gran cineasta capaz de rodar y estrenar más de un gran título al año), en las filmografías del director suele citarse más por lo accidentado y conflictivo de su producción, aunque a él poco le guste recordarlo, que por sus auténticas cualidades cinematográficas o por la hondura y el sentido de su temática en relación con el resto de su obra. Las circunstancias son conocidas: una filmación que casi alcanzó los siete meses de duración, récord absoluto en la trayectoria de Allen; el descontento con el material de la primera versión que le llevó a repetir el rodaje desde el principio sustituyendo a algunos miembros del reparto (Maureen O’Sullivan, Charles Durning y Sam Shepard y Christopher Walken, ambos probados y desechados para el mismo personaje); la imposibilidad de rodar en la casa de campo de Mia Farrow por iniciarse el rodaje ya en invierno, cuando la acción tenía que transcurrir al final del verano, y la necesidad de construir meticulosamente un escenario análogo, encargo que cumplió Santo Loquasto a partir de fotografías de la casa de la actriz; la reescritura continua del guion, que Allen rehacía cada noche, lo que obligaba a los actores a aprenderse nuevos diálogos por la mañana… El resultado, sin embargo, es un melodrama de tan altas cotas de perfección formal y de una profunda emotividad tal que permite dar todos esos esfuerzos por bien empleados.

En la película destacan, de entrada, dos notables influencias estilísticas. En primer lugar, la del teatro de Antón Chéjov, que acordona temática y narrativamente el argumento de la película. Usada como un único escenario teatral, la casa de campo es el lugar en el que coincide un pequeño grupo de personajes, media docena, que arrastran una serie de agudos conflictos sentimentales entrecruzados y que, debido a ellos, experimentan un acusado grado de frustración personal. En segundo orden, la sombra de Ingmar Bergman, en particular de su película Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978), protagonizada por Ingrid Bergman y Liv Ullmann, que, en un entorno similar al de la película de Allen, propone un drama que gira en torno a un hogar con problemas compuesto por una madre y una hija entre las que se ha abierto una brecha emocional, originada en acontecimientos del pasado, que nunca termina de cerrarse, y frente a la que ambas luchan por encontrar su identidad. Una tercera influencia, menos «culta» y más «pedestre», planea sobre el guion: aunque Allen siempre ha negado el hecho de haberse inspirado en este luctuoso suceso real, el desencuentro entre Lane (Mia Farrow) y su madre, Diane (Elaine Stritch, que sustituyó en el reparto a O’Sullivan, madre de Farrow en la vida real), una veterana actriz de Hollywood, surge de un episodio demasiado parecido al protagonizado por Lana Turner y su hija, Cheryl Crane, en relación con la muerte del amante de la primera, el esbirro del crimen organizado Johnny Stompanato. Si en este célebre caso de la crónica negra de Hollywood cierta prensa siempre dudó de la presentación policial y judicial del asunto y sembró la hipótesis de la inculpación interesada de la joven, que entonces tenía catorce años, para librar de cualquier responsabilidad a su madre (cuya aparición en el juicio para testificar fue calificada por algunos como la mejor actuación de su trayectoria como actriz), en la película de Allen la raíz de los males emocionales de Lane y el perpetuo enfrentamiento madre-hija surgen y se mantienen a partir de un hecho semejante, la supuesta muerte del amante de la madre, un bicho de los bajos fondos, a manos de la hija, entonces aún de temprana edad, y del mantenimiento del espectador en la duda sobre la autoría cierta de la muerte.

Este conflicto de base se completa con el truncado hilo sentimental que une unos personajes a otros: Howard (Denholm Elliott), el maduro vecino viudo que cuidó de Lane tras su intento de suicidio, se ha enamorado de ella y sufre por su inminente vuelta a Nueva York, pero Lane no le corresponde porque ama en silencio a Peter (Sam Waterston, en un papel que empezaron a interpretar Christopher Walken y Sam Shepard antes de ser sustituidos), un divorciado escritor en ciernes, al que Diane ofrece la posibilidad de escribir su biografía, que se aloja en la casita de huéspedes; este, sin embargo, se siente atraído por Stephanie (espléndida Dianne Wiest), la mejor amiga de Lane, otra neoyorquina, casada y madre familia pero claramente insatisfecha y desencantada con su matrimonio; por su parte, la relación entre Diane y su actual novio, Lloyd (Jack Warden, que relevó a Charles Durning), parece la más serena y estable, principalmente porque él siempre atiende pacientemente los caprichos y necesidades de la antigua diva, pero por momentos se deja ver que no es oro todo lo que reluce… Un frágil tejido emocional que pivota sobre la anulación que la figura de la madre ha impuesto sobre su hija, a partir del hecho criminal que las une más férreamente aún que el vínculo de sangre, y que se recrudece en cada ocasión que Diane invade aparatosamente el espacio de Lane, ya sea robándole la atención de Peter para convencerle de que escriba su biografía autorizada, lo que él egoístamente persigue a fin de encauzar su carrera como escritor, o interfiriendo en las maniobras de Lane para poner a la venta la casa y conseguir un dinero con el que regresar a Nueva York y recuperar su vida, a poder ser, lo más cerca posible de Peter.

La película, heredera en tono y forma de la precedente Interiores (Interiors, 1978), sigue también a Chéjov en la informal estructura en tres actos diferenciados cuyo denominador común es la metáfora del mes de septiembre, el final del verano, el cambio de la luz, como el otoño de la vida, la última estación, la postrera oportunidad para tomar decisiones o recuperar el tiempo perdido. De, en suma, tomar las riendas de la propia vida antes de que entre en su declive. En este sentido, la fotografía de Carlo Di Palma, de colores tenues, con ocasionales contrastes fuertes y reveladores claroscuros, resulta óptima, en particular durante la crucial secuencia del apagón, cuando, a la luz de las velas, como si el día o la iluminación eléctrica supusieran algún tipo de cortapisa, de imposibilidad para la intimidad más sincera, nacen las confidencias, las confesiones, los verdaderos sentimientos que normalmente se disimulan o se ocultan, por pudor, por miedo, por debilidad. El tratamiento de la luz va acompañado de los fluidos y significativos movimientos de cámara y la planificación, cómo los personajes comparten o no plano según el tenor de cada conversación, de cada aspiración, cómo la cámara recoge un plano general o se cierra sobre un rostro concreto, cómo registra los espacios iluminados o capta las sombras como expresión de los temores e incertidumbres que amenazan sus vidas. Los tres actos se estructuran en secuencias compartidas, duelos interpretativos entre dos personajes, estratégicamente repartidos a lo largo del breve metraje (apenas ochenta minutos), una auténtica sucesión de tours de force que van tejiendo poco a poco el complejo puzle de relaciones personales y de elementos del pasado que confluyen en ellas y las condicionan.

Mención aparte merecen los diálogos, más solemnes y trascendentales de lo que en Allen suele ser habitual (de nuevo, se palpa la huella dramática de Chéjov), menos naturales y espontáneos y en su inmensa mayoría desprovistos de cualquier rastro del humor propio del cineasta, excepto en algunas de las réplicas de Diane y Lloyd (en especial, cuando este cuenta cuándo se conocieron, al compartir un taxi por casualidad, una frase concisa que destapa las carcajadas). Y es que el humor descacharrante de Allen, salvo en estas ocasiones puntuales, se disfraza esporádicamente de ironía, nada más, cede el espacio a la amargura y la nostalgia de lo anhelado y no vivido, a la tendencia a la introspección, la reflexión y la melancolía triste que impone el final de septiembre y la entrada en el otoño. En este aspecto, la película contrasta con la otra estrenada por el director ese mismo año, lo que acredita la capacidad de Woody Allen para moverse en registros diferentes (en contra de quienes afirman que «siempre hace la misma película) en su prolífica producción, sobre todo en los años ochenta (¿qué cineasta de cualquier época puede atesorar, en una misma década y haciendo una película por año, y a veces más de una, una filmografía de tal calibre de interés y calidad?), y también su alto grado de desempeño como cineasta, adaptándose en la forma al estilo preciso para cada título sin apartarse de su autenticidad como creador. A este respecto, a pesar de ser su filme menos taquillero, Allen colocó Septiembre como una de sus películas predilectas: “es la película que, en mi opinión, he rodado mejor que ninguna otra. Lo he hecho con más sofisticación porque estábamos todos metidos en aquella casa, con la cámara en constante movimiento, y pasaban un montón de cosas fuera de cámara; nunca había rodado así en mis primeras películas”. Y sin embargo, posteriormente, en 2014, llegó a afirmar: «si tuviera que volver a rodar una película, sería Septiembre«. Y aunque es una película absurdamente infravalorada y habitualmente ignorada, puede que a la tercera fuera, por fin, la definitiva.

Cine en fotos: Ingrid Bergman

94 ideas de Ingrid Bergman | ingrid bergman, cine, actrices

La infancia de Ingrid Bergman fue muy dura. Perdió a su madre a los tres años, a su padre a los catorce, y a la tía con la que fue a vivir solo seis meses después. Tímida patológica, no obstante, debutó en el cine como extra en 1933, y ya como actriz de reparto al año siguiente. Durante el rodaje en Alemania de El pacto de los cuatro (Die vier Gesellen, Carl Froelich, 1938), Joseph Goebbels intentó reclutarla para que hiciera películas para el III Reich, pero, tras el éxito internacional de Intermezzo (Gustav Molander, 1936), ella prefirió, siguiendo a Greta Garbo (al igual que ella, también había sido admitida muy joven como alumna de la Real Escuela de Teatro Dramático), saltar a Hollywood. El resto es historia del cine.

Alfred Hitchcock presenta: Hitchcock, Selznick y el final de Hollywood (Hitchcock, Selznick and the End of Hollywood, Michael Epstein, 1998)

Excelente documental que repasa la relación entre el director británico y el productor norteamericano y explica alguna de las claves del funcionamiento y de la extinción del Hollywood clásico.

El espejismo del amor: No me digas adiós (Goodbye again, Anatole Litvak, 1961)

Una novela de Françoise Sagan está en el origen de este drama romántico dirigido por Anatole Litvak en 1961. Paula, una parisina madura (lo que por entonces se consideraba madurez, pues el personaje ha cumplido los cuarenta años; Ingrid Bergman tenía 46), trabaja como decoradora y está profundamente enamorada de Roger (Yves Montand), hombre de edad que tiene una excesiva pasión por las jovencitas, con las que arregla encuentros excusándose en continuos viajes de negocios derivados de su profesión, ejecutivo de ventas de una fábrica de tractores y maquinaria. En uno de sus encargos como decoradora conoce al joven hijo de su clienta, Philip (Anthony Perkins, premiado en Cannes y con el David de Donatello por su interpretación), un inexperto abogado de apenas 25 años que se enamora fulminantemente de ella, y que desde el primer momento la acosa para sacarle una cita. La resistencia inicial de la mujer coincide con el desinterés cada vez más patente en Roger y con el descubrimiento de sus escarceos continuos. De modo que su primera oposición se va diluyendo en la alocada espontaneidad del muchacho, que desprecia todas las convenciones y todos los supuestos inconvenientes de su hipotética relación, y gracias al cual se siente rejuvenecer. Sin embargo, cuando Roger ve peligrar en serio la que creía una relación consolidada con Paula, se propone reconquistarla y eliminar a Philip del triángulo amoroso. Paula, dividida entre la estabilidad y la aventura, entre la conveniencia y la pasión, se siente prisionera emocional de una situación repleta de trampas y peligros, el primero y principal de ellos, la soledad.

Estimable adaptación pilotada por Anatole Litvak, cineasta judío de origen ucraniano al que los sucesivos avatares de la Europa de entreguerras terminaron por arrastrar desde Alemania y Francia hasta Hollywood, donde, a lo largo de una carrera de cuatro décadas, despuntó por sus historias dramáticas situadas en ambientes refinados y elitistas, de argumentos poderosos y contextos ricos y complejos protagonizados por personajes con carencias emocionales, además de por sus comedias y algún que otro melodrama criminal colindante con el cine negro. Sus ambientes, siempre sofisticados y próximos a la aristocracia y a la alta burguesía, están meticulosamente construidos, con un gusto y un cuidado heredados con toda probabilidad de su trabajo como asistente de dirección de Max Ophüls durante su etapa francesa. El confort económico no viene acompañado del sosiego emocional, y los personajes ven complicada su plácida existencia por una serie de vaivenes sentimentales en los que está en juego la verdadera naturaleza de la vida, su esencia alejada de las comodidades materiales, insuficientes a todas luces para curar las enfermedades del alma y del corazón. En el caso de Paula, se enfrentan dos formas de vivir contrapuestas, encarnadas por hombres distintos, encrucijada que se complica todavía más debido a un doble peso adicional: el egoísmo propio y los dictados de la conveniencia social. Sumida en un auténtico dilema, sacudida lo que hasta entonces era una vida sencilla y placentera, se ve de repente inmersa en una crisis de cuyo resultado depende el resto de su existencia, todo su futuro. Para Philip, sin embargo, Paula supone el descubrimiento del amor, un amor juvenil, impulsivo, idealizado, en el que las decepciones y los contratiempos no existen como posibilidades; el «aquí y ahora», propio de la juventud, lo invade todo. Roger, no obstante, se ve herido en su orgullo masculino con la pérdida de una posesión más preciada de lo que creía, que no temía perder porque la consideraba segura, refugio entre sus aventuras ocasionales pero continuadas. Paula opta, decide sobre la base del amor que cree auténtico, verdadero, seguro, eterno. Continuar leyendo «El espejismo del amor: No me digas adiós (Goodbye again, Anatole Litvak, 1961)»

75 aniversario de Casablanca (Michael Curtiz, 1942)

Casablanca no es, con toda seguridad, la mejor película de la historia del cine. Sí es, con toda probabilidad, la más grande. Todo se ha dicho, todo se ha escrito, todo se ha visto, y sin embargo, nada es suficiente para definirla, para abarcarla, para explicarla por entero. José Luis Garci, cinéfilo ejemplar y ejemplarizante, lo intentó, cuando la película cumplía 50 años, en el breve documental que se incluye a continuación, emitido en el programa ¡Qué grande es el cine!, de Televisión Española, al que tantos debemos tanto.

El mito cumple 75 años. Por decir algo, porque los mitos no tienen edad.

Cuando la comedia romántica era comedia y romántica: Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958)

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Aquí tenemos al gran Cary Grant dejándose las articulaciones en plena efervescencia danzarina al estilo escocés en la deliciosa Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958), magnífica comedia romántica, coprotagonizada por la no menos grande Ingrid Bergman, que responde adecuadamente a lo que constituye la esencia del género, esto es, el choque amoroso de dos personalidades antagónicas, a priori con objetivos e intereses contrapuestos, y que se enfrentan, a través de situaciones agridulces que combinan humor y drama, al triunfo de sus mutuos sentimientos. En este caso, todo ocurre bajo la batuta del gran maestro del musical Stanley Donen, y ese amor del director por el musical impregna de algún modo todo el metraje en cuanto a estilo, composición de planos y secuencias, ritmo y, obviamente, el magistral tratamiento de la descacharrante escena en la que Grant se deja llevar, de manera un tanto incoherente respecto a lo que su personaje ha reflejado en los minutos previos, por los alegres acordes de la tradicional música de las Highlands.

Anna Kalman (Bergman) es una célebre actriz ya madura que está viviendo una crisis personal. El desencanto que le produce su soledad le priva del estímulo y de la pasión de la interpretación, por lo que vive sus días entre Mallorca y su casa de Londres. Sus últimos intentos por entablar una relación sentimental han fracasado, y se encuentra ante una desoladora perspectiva de envejecimiento en soledad, sin que la compañía de sus grandes amigos, los Munson, Alfred (gran Cecil Parker) y Margaret (Phyllis Calvert), le sirvan de consuelo. Ellos se empeñan en lograr que haga vida social, que no pierda la esperanza ni la alegría, pero cada vez lo tienen más difícil. Eso, hasta que una noche Alfred acude al piso de Anna junto a Philip Adams (Cary Grant), toda una personalidad de los negocios internacionales que Alfred, empleado del Gobierno británico, quiere reclutar para la OTAN, y al que pretende agasajar durante el breve tiempo que pasa en Londres. Lo cual incluye la impartición de una conferencia y una cena institucional para la que Anna, que en seguida se ha encandilado del buen mozo, resulta la acompañante más adecuada… Desde ese instante, la atracción mutua se convierte en amor, y las barreras entre ambos, sin embargo, no dejan de crecer: Philip vive en París y Anna en Londres; él no tiene ninguna intención de aceptar ese empleo en la OTAN, y ella, que ha vuelto a actuar, debe salir de gira; o, el más importante: él está casado y, aunque está tramitando el divorcio, los trámites en Estados Unidos se están alargando demasiado…

La película de Donen, esquemática en cuanto a planteamiento, como corresponde al género, cuenta como mejor baza con unos intérpretes sublimes: Bergman está espectacular en su madurez, ya a punto de pasar a un segundo plano en cuanto a importancia y relevancia en Hollywood (desde entonces espaciaría mucho más sus apariciones cinematográficas, a veces con directores de poco renombre y en proyectos de escasa trascendencia, hasta volver por la puerta grande gracias al otro Bergman, Ingmar, en la producción alemana Sonata de otoño, de 1978), y Grant explota a fondo la cumbre de su mejor momento profesional (por decir algo, porque ese «mejor momento» llevaba prolongándose veinte años, y todavía duraría un lustro más), justo antes de alzarse definitivamente con la obra maestra Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), en un papel con ciertas similitudes al de Philip Adams de Indiscreta. Ambos despliegan un recital de humor y sensibilidad para componer dos personajes sólidos y creíbles, imperfectos seres humanos que atesoran múltiples defectos y debilidades, pero cuya fortaleza y determinación en momentos puntuales resulta imbatible. Junto a ellos, los Munson, funcionan como espejo y contrapunto: el matrimonio veterano que se las sabe todas, a la vez cómplices y antagonistas, que sobreviven con humor y sarcamos a los pequeños desencuentros diarios. Especialmente, las apostillas irónicas de Alfred a casi todo lo que ocurre resultan especialmente apreciables, muestra perenne del llamado «humor inglés». Continuar leyendo «Cuando la comedia romántica era comedia y romántica: Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958)»

Vidas de película – Conrad Veidt

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¿No recuerda a algo esta caracterización del gran actor alemán Conrad Veidt en El hombre que ríe (The man who laughs, Paul Leni, 1928)? ¿Es quizá como Joker, el personaje de Batman? ¿O se parece más a esa imagen breve, apenas décimas de segundo, que por dos veces introduce la presencia explícita del diablo, como dos flashes alucinatorios, en el metraje de El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973)? El cine mudo lo inventó casi todo. Los sonidos, las voces, lo completaron y lo enriquecieron (a veces); en los últimos tiempos lo saturan, lo emboban. Pero el cine, lo que es el cine, ya estaba allí antes de que Al Jolson abriera la boca. En todo caso, en lo que a Conrad Veidt se refiere, al gran público le dice más esta otra imagen.

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El famoso mayor Strasser de Casablanca (Michael Curtiz, 1942) era un alemán de origen judío nacido el 22 de enero de 1893 en la ciudad de Potsdam, localidad cercana a Berlín que fue sede de una de las conferencias aliadas a tres bandas después de la Segunda Guerra Mundial.

Exceptuando su papel en el gran clásico de Curtiz, lo más importante de la carrera de Veidt transcurre en la Alemania de la UFA, en especial su personaje de Cesare en la obra maestra de Robert Wiene El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920), pero también sus apariciones en Diferente a los demás (Anders als die Andern, Richard Oswald, 1919), una de las primeras películas en hacer un retrato amable de las relaciones homosexuales, en las primeras versiones de la dupla La tumba india (Das indische Grabmail, 1921), vueltas a filmar por Fritz Lang en los años cincuenta, y en otros títulos míticos de la época como Las manos de Orlac (Orlacs Hände, Robert Wiene, 1924), que cuenta con dos versiones estadounidenses, una de ellas con el también alemán Peter Lorre, El hombre de las figuras de cera (Des Waschsfigurenkabinnett, Paul Leni, 1924), en la que aparece junto al gran Emil Jannings y a un actor luego convertido en más que notable director, William Dieterle, o El estudiante de Praga (Student von Prag, Henrik Galeen), remake -¡¡ya!!- de una película de 1913.

Emigrado a Estados Unidos desde finales de los años veinte, lo mismo que uno de sus directores más recurrentes, Paul Leni, trabajó para Alan Crosland y junto a John Barrymore en El vagabundo poeta (The beloved rogue, 1927) y para Leni en la obra arriba citada, en 1928.

Junto a Casablanca, sus papeles más memorables en Hollywood son como Jaffar en la producción británica El ladrón de Bagdad (The thief of Bagdad, Michael Powell, Tim Whelan y Ludwig Berger, 1940) y en Un rostro de mujer (A woman’s face, George Cukor, 1941), junto a Joan Crawford y Melvyn Douglas, remake de la película sueca de 1938 dirigida por Gustaf Molander y protagonizada por Ingrid Bergman.

La muerte prematura de Veidt, acaecida en 1943 a causa de un infarto de miocardio, le impidió desarrollar una carrera más prolífica en Hollywood y también disfrutar de su gran éxito de público gracias a la inmortal Casablanca.

 

Vidas de película – Akim Tamiroff

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Raramente suelen encontrarse imágenes del verdadero rostro de Akim Tamiroff, sin los aditamentos y particularísimas caracterizaciones, a veces realmente camaleónicas, con las que solía aparecer tradicionalmente en pantalla y que a menudo alteraban sustancialmente sus rasgos.

Nacido en Tbilisi, la capital de Georgia, por entonces ya dentro del imperio ruso, en 1899, estudió teatro con el mismísimo Stanislavsky antes de dar el salto a Estados Unidos y llegar a Hollywood ya a una edad considerable, la década de los años treinta. En esta primera época destaca su aparición en títulos como Tres lanceros bengalíes (The lives of a Bengal lancer, Henry Hathaway, 1935), con Gary Cooper y Franchot Tone, Deseo (Desire, Frank Borzage), 1936, de nuevo con Cooper y Marlene Dietrich, o El general murió al amanecer (The general died at dawn, Lewis Milestone, 1936), una vez más con Cooper y Madeleine Carroll. Su papel en esta película le valió una nominación al Oscar.

Su segunda nominación se produjo en los años cuarenta, por enésima vez al acompañar a Gary Cooper, y con Ingrid Bergman como improbable joven española en ¿Por quién doblan las campanas? (For whom the bells tolls?, Sam Wood, 1943). En esta década son importantes sus trabajos para Preston Sturges, como El gran McGinty (1940) y El milagro de Morgan Creek (1944), o para Billy Wilder, en Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), junto a Franchot Tone, Anne Baxter y Erich von Stroheim.

Pero sus interpretaciones más memorables tienen lugar junto a Orson Welles, codirector de Cagliostro (1949), basada en la obra de Alejandro Dumas, y también en Mr. Arkadin (1955) y, muy especialmente, en Sed de mal (Touch of evil, 1958) y El proceso (The trial, 1962), o su inacabada Don Quijote, en la cual interpretaba a Sancho Panza.

No termina en Welles la carrera de Tamiroff, que en los años cincuenta y sesenta apareció en filmes tan importantes como Anastasia (Anatole Litvak, 1956), Topkapi (Jules Dassin, 1964) o Lemmy contra Alphaville (Alphaville, Jean-Luc Godard, 1965).

Akim Tamiroff, casado una única vez con la actriz Tamara Shayne, falleció en 1972.

Diálogos de celuloide – Casablanca (IV)

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UGARTE: Vaya. ¿Sabes, Rick? Le hablaste a ese banquero como si toda tu vida hubieses dominado la banca.

RICK: ¿Y cómo sabes que no fue así?

UGARTE: Oh, por nada. Pero al verte por primera vez en Casablanca, pensé que…

RICK: ¿Pensaste que…?

UGARTE: Que sólo digo tonterías… ¿Puedo? Es una pena lo de esos correos alemanes, ¿verdad?

RICK: Una verdadera pena. Ayer simples funcionarios, y hoy tan sólo heroicos caídos.

UGARTE: La verdad es que eres muy cínico, Rick, si me permites que te lo diga.

RICK: Te lo permito.

UGARTE: Gracias. ¿Tomas una copa conmigo?

RICK: No.

UGARTE: Olvidé que nunca bebes con los clientes… Póngame otro, por favor… Me desprecias, ¿verdad, Rick?

RICK: Si alguna vez pensara en ti, probablemente sí.

UGARTE: Pero, ¿por qué? Ah, quizá por la índole de mis negocios. Pero piensa en esos pobres refugiados. Si no fuera por mí, se morirían esperando. Al fin y al cabo, yo les proporciono los visados que tanto desean.

RICK: Por un precio, Ugarte, por un precio…

UGARTE: Piensa en esos pobres diablos que no pueden pagar lo que Renault les pide. Yo se los doy por la mitad. ¿Y por eso he de ser un parásito?

RICK: No me importan los parásitos; sólo los que actúan de un modo bajo y rastrero.

UGARTE: Después de esta noche me retiro del negocio, Rick. Por fin me voy de aquí, me voy de Casablanca.

RICK: ¿Quién te consiguió el visado, Renault o tú mismo?

UGARTE: Yo mismo. Mis precios son mucho más razonables. ¿Sabes lo que es esto, Rick? Algo que tú nunca has visto. Salvoconductos firmados por el general De Gaulle. No pueden ser rescindidos ni investigados. Un momento. Esta noche los voy a vender por más dinero del que he soñado en toda mi vida, y entonces… ¡adiós a Casablanca! ¿Sabes, Rick? Tengo muchos amigos en Casablanca, pero por alguna razón sólo confío en ti a pesar de tu desprecio. ¿Querrás guardármelos, por favor?

RICK: Cuánto tiempo.

UGARTE: Una hora o así. Tal vez algo más.

RICK: No los quiero aquí toda la noche.

UGARTE: No te preocupes por eso. Guárdamelos, por favor. Sabía que podía confiar en ti. Ah, camarero. Espero a unas personas. Si preguntan por mí, estaré aquí mismo. Rick, esta vez espero haberte impresionado. Si me disculpas, voy a compartir un poco de mi buena suerte con tu ruleta.

RICK: Aguarda un poco. Verás: corre el rumor de que los correos muertos llevaban unos salvoconductos.

UGARTE: ¿Sí? Yo también lo he oído. Pobres diablos.

RICK: Tienes razón, Ugarte. Sí que estoy un poco impresionado.

Casablanca. Michael Curtiz (1942).

 

 

Vidas de película – Val Lewton

Vladimir Leventon nació el 7 de mayo de 1904 en Yalta (Ucrania), ciudad que pasaría a la posteridad cuatro décadas más tarde por ser uno de los lugares de encuentro de Stalin, Roosevelt y Churchill en su labor de estrategia contra Hitler.

Sobrino de la estrella de teatro y del cine mudo Alla Nazimova (quien le sugirió el cambio de nombre), junto a su madre y su hermana se afincó en Estados Unidos a partir de 1909. Curtido en Nueva York como periodista y escritor de relatos y novelas (al parecer manejaba una amplia gama de pseudónimos a través de los cuales ocultar una prolífica producción de obras y títulos en los más variopintos géneros), su salto a Hollywood se produjo, como en tantos otros casos, de la mano de David O. Selznick, que se lo llevó a California para trabajar como guionista y montador, a menudo bajo el nombre de Carlos Keith. Durante este tiempo, no solo colaboró con Selznick para llevar a Estados Unidos a Ingrid Bergman o Alfred Hitchcock, sino que también colaboró en la supervisión de guiones de obras maestras tales como Historia de dos ciudades (A tale of two cities, Jack Conway, 1935) o Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming, 1939). Sin embargo, la falta de libertad bajo las órdenes de Selznick y las ansias de crear productos propios sin tutelas ni decisiones superiores le llevaron a aceptar la oferta de RKO para convertirse en supervisor de la producción de su serie B.

En esta faceta destacaría irreversiblemente, derivando en un fenomenal productor de películas de terror, intriga y misterio con presupuestos limitados, y tutelando los trabajos de directores como Mark Robson, Jacques Tourneur o Robert Wise. En títulos como La mujer pantera (Cat people, 1942), Yo anduve con un zombi (I walked with a zombie, 1943) o El hombre leopardo (The leopard man, 1943), Lewton dejó clara su capacidad como creador de atmósferas sugerentes, opresivas, absorbentes e incómodas, que en sus películas tenían más importancia que los giros de guión forzados o la exposición gratuita del morbo o de la violencia desagradable.

Además de esta excepcional tripleta de filmes de serie B, Lewton produjo también para Mark Robson La séptima víctima (The seventh victim), El barco fantasma (The ghost ship), ambas de 1943, La isla de los muertos (Isle of the dead, 1945) o Bedlam (1946), estas dos últimas con Boris Karloff. Con Karloff y Robert Wise, montador de algunas de sus mejores obras, también produciría El ladrón de cadáveres (The body snatcher, 1945). Wise dirigiría también la continuación de una de las mejores obras de Lewton, La maldición de la mujer pantera (The curse of the cat people, 1944), y, el mismo año, el bélico de época Mademoiselle Fifi. Tras esta fértil época en la producción, Lewton dejaría la RKO y trabajaría en estudios como Universal o Columbia.

Val Lewton falleció el 14 de marzo de 1951, a punto de cumplir 47 años, tras un ataque cardíaco.