Samuel Bronston en España

(artículo de Javier Memba publicado en Zenda el 25 de julio de 2021)

En el prólogo a Los dos Herreros: Cuando Hollywood brillaba en la Gran Vía (Modus Operandi) de Enrique Herreros (hijo), Eduardo Torres-Dulce se refiere al Madrid de Samuel Bronston. Porque, más allá de Las Rozas, la localidad madrileña donde este productor estadounidense montó sus míticos estudios, Samuel Bronston fue el principal impulsor de la cabalgata de los Reyes Magos del Madrid de 1964. Lo malo fue que aquellas navidades el alcalde era el conde de Mayalde. El propio Herreros —toda una institución en la pantalla autóctona— se recuerda en las páginas aludidas dentro del estanque del Parque del Retiro, vaciado al efecto. Trabajó allí junto a Pancho Kohner —el hijo de Paul Kohner, uno de los más reputados agentes artísticos del viejo Hollywood— en la preparación del desfile junto al Circo Aithoff. Mis mayores decían que aquella troupe, contratada para el rodaje de El fabuloso mundo del circo (Henry Hathaway, 1964) hizo de aquella cabalgata la mejor de cuantas se habían visto. Yo también supe de aquel Madrid porque en él fui el niño más feliz del mundo.

Y los mocosos —que se nos llamaba entonces— de la capital —huelga decir que totalmente ajenos al papel jugado por el conde de Mayalde en la represión franquista— solo sabíamos que en la tarde del cinco de enero nuestra ciudad se paralizaba para que viésemos pasar a los camellos de los Magos de Oriente llevando nuestros regalos. Ése era el Madrid de Samuel Bronston, tanto como el de Nicholas Ray, a quien Bronston trajo a España para dirigir dos de sus superproducciones.

Buena parte de aquella parada infantil, que por provenir de donde provenía, medio siglo después habría de ser objeto de la política del rencor y el buen rollito con las burlas y los escepticismos del consistorio de turno, fue obra de los técnicos de Samuel Bronston. Fue tanta la sintonía de este productor con el franquismo que el gobierno español le condecoró con la Gran Orden de Isabel la Católica en reconocimiento de los servicios prestados, como a Evita Perón unos años antes.

Pero no es menos cierto que ese afecto que le tuvo el régimen también fue el origen de la maldición que aún ahora pesa sobre Bronston en la historia del cine patrio. No hay que olvidar que dicha historia suele estar escrita por aquellos que obvian el exaltado estalinismo de Pablo Neruda —y un par de grandes poetas españoles de cuyo nombre no quiero acordarme—, incluso después de ser conscientes de que el Zar rojo había reprimido a mucha más gente, e igual de cruelmente, que el conde de Mayalde. Ante semejantes prejuicios y arbitrariedades, querer que la historia reconozca el papel jugado por las coproducciones internacionales rodadas en suelo español resulta como las célebres peras del olmo. Sin embargo, aquel cine rodado aquí fue la primera ventana al exterior que se abrió en la España de la autarquía y el aislamiento. Antes incluso que el turismo, el cine internacional aportó al país trabajo, cultura y cosmopolitismo. Permítame el lector unos someros apuntes sobre todo aquello.

Se dijo que la Metro trajo a España a Ava Gardner, para el rodaje de Pandora y el holandés errante (Albert Lewin, 1951), en aras de separarla de Frank Sinatra, ante lo escandaloso que estaba siendo el comienzo de la historia de la pareja. Pero la realidad fue muy distinta. Las leyes de la España autárquica obligaban a que una buena parte de los beneficios que las películas extranjeras obtenían en las taquillas autóctonas se quedasen en el territorio nacional. Así las cosas, las distribuidoras foráneas empezaron a producir cintas filmadas en nuestro país. Ése fue el verdadero motivo de que Lewin rodase la mayor parte de su revisión del mito de Pandora —una producción inglesa, aunque de la Metro, por cierto— en Tossa de Mar (Gerona). Y aquella fue la primera cinta que los extranjeros emplazaron en nuestra geografía.

La autarquía o el aislamiento internacional —como el lector prefiera— al que fue sometida a partir de 1946 una España maltrecha desde el 36, tocó a su fin en 1950. Ese año, además de Ava para ponerse a las órdenes de Lewin, nos visitó Rita Hayworth. Aquella era la España anterior a los planes de desarrollo, que tantos reportajes habrían de inspirar al No-Do que precedía a las proyecciones cinematográficas durante el franquismo. La gente se apretaba en los cines, y Rita Hayworth, pese a que su sensualidad al quitarse el guante en la secuencia más célebre de Gilda (Charles Vidor, 1946) había sido el escarnio de los sectores más carcas, gozó de un recibimiento que no fue muy a la zaga del que se le dispensó a Eva Perón en el 47. Entonces, aquellos que se apretaban en los cines vieron en la primera dama argentina la personificación de la ayuda rioplatense a la España del hambre.

Esos bloqueos, a los que tan a menudo someten las democracias a la población de los estados dictatoriales, en el caso del padecido por el nuestro tuvo su primera fisura en aquellas visitas de las estrellas de Hollywood de 1950. Los condes más distinguidos las llevaban al agasajo postinero de Chicote, a los tablaos flamencos, a la capea más divertida. Podría jurarse que en los toros, ya en Las Ventas, en las tardes de suerte del diestro, les decían aquello de “España y yo somos así” que, citando a Eduardo Marquina, soltaban a las damas los caballeros de antes.

Rita Hayworth vino a Madrid ya casada con Ali Solomone Khan, uno de los hombres más ricos del mundo. A buen seguro que sus coqueteos debieron de ser los justos. Ava Gardner, mucho más bohemia, cameló y se dejó camelar por los toreros. Hasta el punto de que Sinatra cogió el primer vuelo a Madrid apenas tuvo noticia de que Mario Cabré, compañero de Ava en el reparto de Pandora y el holandés errante, amén de matador y vate, había empezado a escribir el Dietario poético de Ava Gardner.

En fin… Lo que cuenta es que la llegada del cine estadounidense fue anterior al cuatro de noviembre de 1950, fecha en que la Asamblea General de las Naciones Unidas revocó la repulsa diplomática impuesta a nuestro país en el 46. Unos meses antes, Ava ya se divertía en la Feria de Abril. Una crónica publicada en El Alcázar, fechada en Sevilla el día dieciocho, da cuenta de sus visitas a las distintas casetas. Rita llegó a finales de noviembre, invitada por el conde de Villapadierna para admirar la yeguada más famosa de sus cuadras. Días después se fue entre aplausos, como había venido.

Ya en el 51, luego de que el cine diera a conocer las maravillas de España al mundo entero, se ponía en marcha el Ministerio de Información y Turismo, una de las carteras más recordadas, y a su modo eficaces, del franquismo. Ava se instaló en Madrid en el 55, cuando empezaba a hacer aguas su matrimonio con Frankie.

Y así fue como el amado Foro pasó a ser el Madrid de Ava Gardner, por tener en ella la representación meridiana del embrujo que nuestro país comenzaba a ejercer sobre los extranjeros. El big time madrileño de “el animal más bello del mundo”, que se llamaba en Hollywood a aquel milagro de la biología, se prolongó hasta el 68. Tras ser denunciada varias veces por Perón, su vecino en el exilio de El Viso, por los escándalos de su casa, la actriz decidió fijar su residencia en Londres. Veinte años después, en el Chicote y en el Villa Rosa de mi juventud, todavía se recordaban las juergas de Ava Lavinia Gardner.

La Besarabia que vio nacer al futuro productor en 1908 aún formaba parte del imperio ruso. Sus hagiógrafos de Las Rozas, la localidad madrileña donde Bronston abrió sus estudios —municipio donde nunca le olvidaron—, sostienen que pudo haber sido sobrino de León Trotsky. Lo rigurosamente cierto es que su familia, como tantas otras, abandonó su solar natal con las primeras matanzas de la revolución soviética. Se cuenta que en esa etapa parisina, que se diría preceptiva en el exilio de los rusos blancos, el joven Samuel —que en realidad era de origen moldavo— se matriculó en La Sorbona y comenzó a trabajar en la división francesa de la Metro.

Como tantos cineastas europeos, Bronston llegó a Hollywood poco antes de la guerra. En el 43 aparece acreditado como productor ejecutivo de la Columbia en Ciudad sin hombres, un drama en torno a las mujeres de unos reclusos debido a uno de los grandes artesanos del bajo presupuesto: Sidney Salkow. Ya con su propia marca, la Samuel Bronston Productions, puso en marcha un insólito apunte biográfico en Aventuras de Jack London (Alfred Santell, 1943), una obra menor. Bien distinto fue el caso de Un paseo bajo el sol (1945) uno de los grandes dramas bélicos de Lewis Milestone, que, en opinión de la crítica, es el mejor de los filmes producidos por Bronston.

A España llegó en 1959, con el respaldo financiero de la DuPont. Aquí encontró todo el apoyo oficial que, después de nueve años recibiendo al cine internacional con los brazos abiertos, el Régimen seguía brindando a las producciones internacionales. Para El capitán Jones, de John Farrow, Patrimonio Nacional puso a su disposición el Palacio Real de Madrid. Aquellas facilidades, sumadas a la diversidad de nuestros paisajes, los bajos costes de producción y la total ausencia de problemas laborales —el propio conde de Mayalde, en sus días al frente de la Dirección General de Seguridad, lo había dispuesto todo al respecto— hicieron que Bronston cimentase aquí su empresa, dedicada a la producción de cintas de mucho espectáculo.

A tal fin, adquirió los estudios Chamartín, en la avenida de Burgos, que pasaron a ser los estudios Bronston. Para el rodaje de exteriores compró unos terrenos en Las Matas, entonces una pedanía de Las Rozas. Rey de reyes (1961), su primera colaboración con Ray, fue la primera producción de los Estudios Bronston. Hablamos de un peplum bíblico en cuyo reparto se mezclaban Rita Gam (Herodías) y Carmen Sevilla (María Magdalena). Pero, sobre todo, había cientos de extras, vecinos de Las Matas y de medio Madrid, prestos a figurar en los planos de gran belleza plástica y mucho aparato que imaginaba Ray. Extras que, trabajando en el cine, ganaban en unas horas más que en una semana en cualquier otro sitio.

La fascinación de Bronston con España era tan grande que su siguiente producción fue El Cid. Dirigida en el 61 por el gran Anthony Mann, con Charlton Heston incorporando a don Rodrigo y Sophia Loren a doña Jimena, aquella cinta —una de las favoritas de Martin Scorsese— fue su gran éxito. Aquellos días, su sintonía con el Régimen era tan grande que fue a agasajar a las autoridades españolas con un documental sobre el Valle de los Caídos. Quién iba a decirle entonces que aquellas lisonjas habrían de proscribirle en la historia del cine patrio.

Los primeros problemas surgieron con el desmoronamiento de Ray durante el rodaje de 55 días en Pekín, cuando convirtió Las Matas en el Pekín de la China de la dinastía Qing que, en 1900, asistió al levantamiento de los bóxers. Empero las complicaciones de la filmación, tras el estreno, la nueva producción de Samuel Bronston, también protagonizada por Charlton Heston, fue un éxito de taquilla.

Pero La caída del imperio romano (1964), un peplum notable dirigido por Mann con un reparto en el que también destacaba Sophia Loren, entre Omar Sharif, Alec Guinness, James Mason y los vecinos de Las Rozas convertidos en paisanos del Foro, fue un fracaso. Bronston intentó enmendarlo trayendo a Madrid a John Wayne y a Rita Hayworth para protagonizar El fabuloso mundo del circo, mas su suerte ya estaba echada: fue un nuevo desastre económico.

Unas semanas después de ser distinguido con la Orden de Isabel la Católica, Pierre S. Du Pont le cortaba la financiación, y los estudios Bronston se declaraban en suspensión de pagos. Mientras España recibía a David Lean, y a todos los cineastas extranjeros que hicieron de nuestro país su plató de rodaje, con el mismo entusiasmo que a Bronston, el Régimen se olvidó del productor de El Cid, como hacía con cuantos empresarios le fallaban después de haberlos encumbrado. Tuvo que venderlo todo malamente, como se pierde lo poco que queda cuando las deudas le abruman a uno. Sus impagos le llevaron ante el juez. Malamente, también, consiguió producir un par de cintas menores. En el 73, quedó absuelto en los procesos.

Regresó a Estados Unidos arruinado y con los primeros síntomas del mal de alzhéimer. Su único empeño era hacer una de sus grandes cintas, de esas de mucho espectáculo, sobre Isabel la Católica. Nunca nos olvidó. Como nunca le olvidaremos los niños que conocimos el Madrid de Samuel Bronston. Mordió el polvo en el 94. Padeció el alzhéimer durante veinte años. En los pocos momentos de lucidez que la enfermedad le dejaba hablaba de su big time en España.

Orson Welles, acaso el más grande de los cineastas que rodaron aquí con asiduidad, y de los que más nos quisieron, dispuso que cuando llegase su hora sus cenizas quedasen entre nosotros. Se dice que se guardan en el cementerio de Ronda*. Bronston, naturalmente, pidió ser enterrado en Las Rozas. Y allí descansa. Tras el olvido injusto y arbitrario al que le llevaron las deudas y su sintonía con el anterior Régimen, Las Rozas le honra dando su nombre a una calle. En su lápida reza una cita del primer acto de Hamlet: “Era un hombre en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante”. Yo, desde mi recuerdo de la cabalgata del año 64, me permitiré añadir solo un deseo: que la tierra le sea leve. Aquel con que despedían a sus muertos los romanos.

*En realidad, en un pozo de la finca del torero Antonio Ordóñez (nota de 39escalones)

Cine de verano: El estudiante novato (The Freshman, Fred C. Newmeyer y Sam Taylor, 1925)

Junto con El hombre mosca (Safety Last!, Fred C. Newmeyer y Sam Taylor, 1923) y El hermanito (The Kid Brother, Ted Wilde, J.A. Howe y Lewis Milestone, 1927), se trata de una de las mejores y más populares comedias mudas de Harold Lloyd, el cómico mejor pagado de su tiempo. En este caso encarna a Harold Lamb, un recién llegado a la universidad que hace lo posible por adquirir notoriedad.

Vidas de película – John Ireland

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El canadiense John Ireland, nacido en Vancouver en 1914, pasa por ser, junto con Errol Flynn, uno de los actores mejor dotados de la historia de Hollywood (y no precisamente en lo que a cualidades dramáticas se refiere…). Sea como fuere, John Ireland atesora una extensísima carrera como actor de cine y televisión, en especial como villano, esbirro y matón en toda clase de producciones de cine negro, western y cintas bélicas.

Sin embargo, y tras sus comienzos como nadador en espectáculos acuáticos, su salto al teatro fue para interpretar nada menos que a William Shakespeare. Su primera película fue la bélica Un paseo bajo el sol (A walk in the sun, Lewis Milestone, 1945), y de inmediato pasó al otro género en el que trabajó asiduamente, el western, nada menos que con Pasión de los fuertes (My darling Clementine, John Ford, 1946). Además de participar en algunos de los hoy olvidados pero más que estimables primeros films noirs del cineasta Anthony Mann, Ireland apareció en las espléndidas Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948) y El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949), en ambas junto a la que se convertiría en su primera esposa, la actriz Joanne Dru (estuvo casado dos veces más, también con actrices). Junto a ella trabajó en cuatro películas más, sobre todo westerns, antes de su divorcio en 1957. La más memorable de aquellas cintas es El valle de la venganza (Vengeance valley, Richard Thorpe, 1951), junto a Burt Lancaster y Robert Walker.

En la siguiente década, formó parte de otro western basado en el famoso tiroteo de Tombstone, Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957), y es una de las más estimables presencias de la fenomenal Chicago, años 30 (Party girl, 1958) de Nicholas Ray. A partir de entonces apareció en películas de distinto nivel de calidad, aunque por lo general, cuando se trata de buenas producciones, en papeles cada vez menos importantes. Es el caso de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), 55 días en Pekín (55 days at Peking, Nicholas Ray, 1963), La caída del Imperio Romano (The fall of the Roman Empire, Anthony Mann, 1964), la nueva adaptación de Adiós, muñeca (Farewell my lovely, 1975) que dirigió Dick Richards, o, de manera mucho más curiosa, la célebre cinta erótica de trasfondo nazi Salón Kitty (Salon Kitty, Tinto Brass, 1976).

Desde entonces siguió participando en subproductos de toda clase hasta el año de su muerte, 1992, a causa de una leucemia.

 

Vidas de película – Robert Parrish

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A lo largo de una carrera irregular pero tremendamente personal, Robert Parrish (1916-1996) dirigió una veintena de películas, desde los primeros cincuenta hasta mediados de los setenta, dejando especial huella en el cine negro –Grito de terror (Cry danger) o El poder invisible (The mob), ambas de 1951- y el western –Historia de San Francisco (The San Francisco Story, 1952), Más rápido que el viento (Saddle the wind, 1958) o su celebrada Más allá de Río Grande (The wonderful country, 1959)-, pero también en una línea más particular que entremezclaba géneros y elementos muy diversos de manera solvente y efectiva -el bélico Llanura roja (The purple rain, 1954), Orgullo contra orgullo (Lucy Galiant, 1955), el documental, codirigido con Bertrand Tavernier, Mississippi Blues (1984) o la cinta al estilo de la nouvelle vague, rodada en Francia y, que sepamos, nunca estrenada en España, In the french style (1963)-. Más conocidas, aunque de peor nivel, son su contribución al accidentado rodaje de Casino Royale (1967) y Contrato en Marsella (The Marseille contract, 1974).

Atípico cineasta que genera sorpresas agradables con prácticamente cualquiera de sus títulos gracias a un estilo a un tiempo tremendamente personal e inusualmente atractivo, fue galardonado en nada menos que cuatro ocasiones con el Óscar de la Academia por su trabajo como montador, labor en la que trabajó para directores como John Ford, Robert Rossen, George Cukor, Lewis Milestone o Max Ophüls, entre otros. Antes de dedicarse al montaje, no obstante, ya había hecho sus pinitos como actor infantil junto a estrellas como Rofolfo Valentino, Charles Chaplin y Douglas Fairbanks, y como intérprete adolescente para cineastas de la talla de Cecil B. DeMille, Raoul Walsh o Allan Dwan.

Lo que se dice un auténtico «hombre de cine».

 

Vidas de película – Judith Anderson

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Aquí tenemos nada menos que a toda una Dama del Imperio Británico, la australiana Judith Anderson, excelente actriz con una filmografía muy breve que, a pesar de ello, ha dejado una huella imborrable entre la prácticamente inagotable galería de estupendos secundarios de la historia del cine, especialmente en su periodo clásico.

Frances Margaret Anderson, nacida en Adelaida en 1897, disfruta de un merecido hueco en la memoria cinéfila gracias a su personaje, que le valió la candidatura al Oscar, en Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), en la que interpretaba a la célebre ama de llaves de Manderley. Pero el resto de su carrera, muy larga y preferentemente dedicada a las tablas, depara otros títulos muy estimables y siempre en personajes de gran peso, como sucede en Laura (Otto Preminger, 1944), El extraño amor de Martha Ivers (The strange love of Martha Ivers, Lewis Milestone, 1946), junto a Barbara Stanwyck, Van Heflin y un debutante Kirk Douglas, Memorias de una doncella (The dairy of a chambermaid, Jean Renoir, 1946), Las furias (The furies, Anthony Mann, 1950), Los diez mandamientos (The ten commandments, Cecil B. DeMille, 1956), La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a hot tin roof, Richard Brooks, 1958), en la que interpretaba un magnífico duelo con su «esposo» Burl Ives, o Un hombre llamado caballo (A man called horse, Elliot Silverstein, 1970).

Dedicada sobre todo al teatro y, ya en sus últimos años, a la televisión, apareciendo en varias series como Santa Bárbara, Judith Anderson falleció en enero de 1992 a los 94 años.

Vidas de película – Akim Tamiroff

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Raramente suelen encontrarse imágenes del verdadero rostro de Akim Tamiroff, sin los aditamentos y particularísimas caracterizaciones, a veces realmente camaleónicas, con las que solía aparecer tradicionalmente en pantalla y que a menudo alteraban sustancialmente sus rasgos.

Nacido en Tbilisi, la capital de Georgia, por entonces ya dentro del imperio ruso, en 1899, estudió teatro con el mismísimo Stanislavsky antes de dar el salto a Estados Unidos y llegar a Hollywood ya a una edad considerable, la década de los años treinta. En esta primera época destaca su aparición en títulos como Tres lanceros bengalíes (The lives of a Bengal lancer, Henry Hathaway, 1935), con Gary Cooper y Franchot Tone, Deseo (Desire, Frank Borzage), 1936, de nuevo con Cooper y Marlene Dietrich, o El general murió al amanecer (The general died at dawn, Lewis Milestone, 1936), una vez más con Cooper y Madeleine Carroll. Su papel en esta película le valió una nominación al Oscar.

Su segunda nominación se produjo en los años cuarenta, por enésima vez al acompañar a Gary Cooper, y con Ingrid Bergman como improbable joven española en ¿Por quién doblan las campanas? (For whom the bells tolls?, Sam Wood, 1943). En esta década son importantes sus trabajos para Preston Sturges, como El gran McGinty (1940) y El milagro de Morgan Creek (1944), o para Billy Wilder, en Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), junto a Franchot Tone, Anne Baxter y Erich von Stroheim.

Pero sus interpretaciones más memorables tienen lugar junto a Orson Welles, codirector de Cagliostro (1949), basada en la obra de Alejandro Dumas, y también en Mr. Arkadin (1955) y, muy especialmente, en Sed de mal (Touch of evil, 1958) y El proceso (The trial, 1962), o su inacabada Don Quijote, en la cual interpretaba a Sancho Panza.

No termina en Welles la carrera de Tamiroff, que en los años cincuenta y sesenta apareció en filmes tan importantes como Anastasia (Anatole Litvak, 1956), Topkapi (Jules Dassin, 1964) o Lemmy contra Alphaville (Alphaville, Jean-Luc Godard, 1965).

Akim Tamiroff, casado una única vez con la actriz Tamara Shayne, falleció en 1972.

Un Melville imprescindible: La fragata infernal

Peter Ustinov, además de entrañable persona, excelente actor, y la mejor encarnación que ha tenido en la pantalla el Hercules Poirot de Agatha Christie, posee una breve pero estimable filmografía como director, iniciada en un periodo tan temprano como la década de los cuarenta, y finalizada en los ochenta, nada menos que con una producción yugoslava. Sus mejores películas como director, sin duda, son Pacto con el diablo (1972), enésima reunión de Elizabeth Taylor y Richard Burton, en la que Ustinov se reserva un goloso personaje, y sobre todo La fragata infernal (1962), en la que de nuevo las ansias de los traductores españoles por dejar su impronta de peliculeros de tercera cambian el título de la célebre obra de Melville Billy Budd por un engendro más propio de telefilmes basura o de peliculitas para adolescentes glotones de palomitas.

Un elemento externo a la propia película sirve para enmarcarla mejor en su contexto temático y temporal: el estreno, el mismo año, de la accidentada Rebelión a bordo, de Lewis Milestone. De hecho, La fragata infernal parece constituir una especie de revés en negativo de la famosa película erigida para mayor gloria del ego de Marlon Brando: la espectacularidad visual del filme protagonizado por Brando es aquí sustituida por los espacios angostos y opresivos y por las brumosas y oscuras atmósferas de unas aguas frías y gobernadas por el mal tiempo; los grandes espacios naturales de las islas del Pacífico nada tienen que ver con una narración situada íntegramente en los camarotes y la cubierta de un buque de guerra; el Technicolor aquí es un blanco y negro más bien sombrío merced a la fotografía de Robert Krasker; la abundante presencia de mujeres polinesias es aquí una atronante ausencia de personajes femeninos; la extremadamente alargada narración de Milestone (tres horas) no puede compararse con la narración escueta, directa, contundente, de Ustinov (de algo menos de dos horas); la majestuosa música de Borislau Kaper nada tiene que ver con la partitura compuesta por Anthony Hopkins (otro, obviamente) para el filme de Ustinov que, más allá del inevitable tema principal, ofrece melodías sutiles y minimalistas perfectamente engarzadas con los distintos episodios dramáticos de la trama.

Todo ello para la aproximación que esta producción británica hace a la obra de Herman Melville, Billy Budd, para contar la historia de un joven marinero de un barco mercante (Terence Stamp, nominado al Oscar al mejor actor de reparto -no se sabe por qué de reparto- por este papel) que es reclutado a la fuerza por un buque de guerra británico que lo intercepta en alta mar y que, en plena campaña napoleónica (nos encontramos en 1797, año del frustrado intento de Nelson de ocupar Tenerife, humillante derrota británica, convenientemente olvidada en Trafalgar Square y que al famoso almirante le costó un brazo), se dirige a las costas de España para mantener el bloqueo militar a la Europa ocupada por los franceses. Poco de esto, no obstante, impregna el drama principal de la película, dado que son las relaciones entre los tripulantes, la oficialidad y los marineros, las que cobran todo el protagonismo, en especial la de Billy con el mala sangre del maestro de armas (inconmensurable, como casi siempre, Robert Ryan). Continuar leyendo «Un Melville imprescindible: La fragata infernal»

Tensión y suspense a bordo: Morituri

En 1942 un carguero alemán parte de Japón con destino a Burdeos en un desesperado intento por transportar al frente europeo una gran cantidad de toneladas del imprescindible caucho que la Wehrmacht necesita para sus operaciones de los próximos meses, en los que se va a dilucidar el futuro inmediato de la guerra, con las inminentes batallas de El-Alamein y Stalingrado en el horizonte. La misión no es sencilla, porque consiste básicamente en cruzar el mundo de parte a parte a través de aguas enemigas, los océanos Pacífico y Atlántico. Sin embargo, los aliados tampoco andan muy sobrados del material, y habiendo tenido conocimiento del envío, aspiran a hacerse con él, con lo cual no les basta con acosar al barco o incluso atacarlo y hundirlo, ya que el protocolo de actuación germano incluye la oportuna colocación de varias cargas explosivas estratégicamente situadas en la estructura del buque que permitan su voladura en caso de riesgo inminente de captura por el enemigo. Por ello es preciso que un agente infiltrado consiga inutilizar esas cargas antes de que los destructores norteamericanos se lancen en la persecución del Ingo, el barco alemán del que dependen los abastecimientos de caucho de Hitler.

Admitiendo la debilidad argumental de la premisa, así como, en general, de los puntos de partida de la trama, cabe reconocer, sin embargo, que Morituri, dirigida en 1965 por Bernhard Wicki, autor, entre otras, de la magnífica El puente (1959), y codirector de la superproducción bélica El día más largo (1962), consigue sobradamente su objetivo, esto es, crear una historia de tensión y suspense no exenta de crítica política y existencial y de un profundo mensaje antibelicista, aderezado con un notable estudio psicológico en cuanto a la evolución de personajes y situaciones en un entorno cerrado dentro del amenazante marco de la Segunda Guerra Mundial y, en concreto, del frente del Pacífico. Lo que más interesa a Wicki y a su guionista, Daniel Taradash, inspirado en la novela de Werner Jörg Lüddecke, es la convivencia de personajes tan diferentes en un espacio único en el que se reúnen de manera obligatoria, sin escapatoria posible y sin opción de abandono, y en cómo los distintos acontecimientos introducen en sus vidas elementos de presión casi casi irresistibles que les mueven a comportamientos extremos, al límite de la vida o la muerte: el capitán del barco (Yul Brynner) es un hombre desencantado, alejado de fanatismos políticos y guerreros que, bajo sospecha de incapacidad debida a que su último barco fue hundido mientras él estaba borracho, es amenazado por el alto mando alemán con represalias sobre su hijo, oficial en un submarino en el Mar del Norte, en caso de fracaso en su misión; Crain (Marlon Brando), es un alemán de orígenes aristocráticos que tras desertar se ha escondido en India y que, descubierto por los británicos, es obligado por un general (Trevor Howard) a introducirse como pasajero entre la tripulación bajo la falsa identidad de un responsable político del partido nazi a fin de asegurarse la desactivación de las cargas; Kruse (Martin Benrath), un nazi convencido, junto a otros miembros de la tripulación, lamentan encontrarse lejos del frente en una misión residual; en cambio, una parte de la tripulación está constituida por prisioneros políticos e individuos bajo sospecha que están permanentemente vigilados y, por otro lado, ansiosos de escapar… Al puzzle se añaden unos invitados sobrevenidos: un submarino japonés que ha hundido un buque norteamericano traspasa sus prisioneros al carguero alemán, entre los que se encuentra Esther (Janet Margolin), una joven judía.

Más allá de las limitaciones narrativas del argumento (la debilidad de la premisa o de aspectos tales como la forma en que los británicos podrían conseguir introducir en un barco alemán anclado en territorio enemigo a un espía haciéndolo pasar nada menos que por responsable político del partido nazi), Wicki se maneja acertadamente en un triple aspecto. Continuar leyendo «Tensión y suspense a bordo: Morituri»

Mis escenas favoritas – Primera plana

The front page es una divertida y lúcida obra de teatro centrada en el mundo de la prensa y, en particular, en la denuncia de ciertos de sus vicios, como el amarillismo, el sensacionalismo y la manipulación interesada del lector, un fenómeno propio de cuando la prensa escrita era el principal vehículo de información para el público y extrapolable sin mucha dificultad al papel preponderante que la televisión desempeña en nuestras vidas.

Escrita por Charles MacArthur y el gran guionista Ben Hecht, que volcó en el texto buena parte de su propia experiencia profesional y vital, ha sido llevada al cine en múltiples ocasiones, siendo las más recordadas la de Lewis Milestone, Un gran reportaje, de 1931, Luna nueva, de Howard Hawks, de 1940, con el acierto de convertir el personaje de Hildy Johnson en mujer, interpretada por Rosalind Russell para acentuar su antagonismo con Walter Burns, un fenomenal Cary Grant, director de su periódico al tiempo que ex marido suyo, y, finalmente, la tardía versión de Billy Wilder, de 1974, con Walter Matthau y Jack Lemmon en los papeles principales (y que homenajea al propio Hecht en este diálogo). Una joya de la comedia, no del todo satisfactoria para Wilder, pero mordaz, irónica y contenedora de una crítica y una denuncia plenamente vigentes y aplicables a los medios de comunicación (prensa, televisión, radio o internet) que utilizan la información como trinchera partidista o como simple vehículo de atracción de la masa irreflexiva que renuncia a su condición de ciudadana y se limita a obrar como consumidora.

Para Hildy Johnson.

El extraño amor de Martha Ivers: melodramático cine negro

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Esta película de 1946 dirigida por el eficacísimo Lewis Milestone (Sin novedad en el frente, Arco de triunfo, La cuadrilla de los once, Rebelión a bordo…) es una de las cimas del cine negro americano de los años cuarenta. No es para menos si tenemos en cuenta la nómina de involucrados en el proyecto, desde los intérpretes hasta los productores, pasando por el guionista o el compositor de la música.

La historia, adaptada por Robert Rossen, nos presenta a tres antiguos amigos, Martha (Barbara Stanwyck, en un personaje hecho a medida para ella), Sam (Van Heflin) y Walter (Kirk Douglas, en su debut en la interpretación) que comparten un oscuro y sórdido secreto relacionado con un suceso desgraciado que tuvo lugar en su primera adolescencia y que ha forjado sus respectivos destinos: Sam abandonó la ciudad como polizón en el tren de un circo, Martha y Walter terminaron casándose (es opinable determinar quién salió peor parado…). Muchos años después, Sam vuelve a la ciudad: Martha ha aumentado la cuantiosa fortuna que heredó de su anciana tía fallecida años atrás (Judith Anderson, en otro personaje, breve pero implacable, que ni pintado en la senda del ama de llaves de Rebecca), mientras que Walter, hijo del antiguo tutor legal de Martha, es su flamante esposo y candidato a revalidar su mandato como fiscal del distrito. Como siempre sucede en estos casos, el regreso inesperado de una presencia del pasado remueve los cimientos del presente y amenaza cualquier esperanza de futuro. Las intenciones de Sam se reducen a solamente ir de paso, pero tras conocer a una chica recién salida de la cárcel y cruzarse con sus antiguos amigos, algo paranoicos por culpa de una existencia a la que se han visto anclados por un secreto irrenunciable, hacen que aparezcan en escena palabras como extorsión, adulterio, chantaje, amenazas o asesinato. Continuar leyendo «El extraño amor de Martha Ivers: melodramático cine negro»