Cine con hielo: A la conquista del Polo (À la conquête du Pôle, George Méliès, 1912)

Aventuras heladas libremente basadas en la obra de Julio Verne y llevadas a la pantalla por un George Méliès que por aquel entonces ya había entrado en decadencia, incapaz de competir frente a las grandes producciones que ya llevaban años gestándose a ambos lados del Atlántico con sus pequeñas, simpáticas e ingenuas películas todavía imbuidas de la inocencia y la blancura de los tiempos de los pioneros del cine. Méliès se retiraría finalmente en 1914, llevándose consigo buena parte de los centenares de títulos que escribió, produjo, dirigió e interpretó (entre muchas otras labores de producción). El resto es historia.

Para saber más:

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ISBN: 978-84-92759-99-6

Biblioteca Golpe de dados

Ensayo/Cine

Rústica

20 x 13,50 cm

302 págs.

APFA – APFB – BGF

Georges Méliès (1861-1938), uno de los pioneros del cine, tal vez el pionero de los pioneros. Gracias a su perseverancia, personalidad y condición de ilusionista imprimió a sus películas un estilo característico, heredero de la fantasmagoría y el teatro de lo increíble. La magia, el misterio, la ilusión se fundían en unas escenografías sorprendentes, que él mismo diseñaba, y que transportaban al espectador a la irrealidad, al sueño, a parajes que recorren desde el cielo con sus astros hasta el mundo subterráneo con sus diablos y esencias. Si bien Méliès se dedicó a otros géneros, como la comedia o el drama, sus películas de viajes fantásticos permanecen en la memoria del espectador para siempre. Se tiene a Le voyage dans la Lune (Viaje a la luna, 1902) por su obra más recordada. Con este volumen Libros del Innombrable rinde homenaje al artista que tanto nos cautiva. Para tal fin hemos recabado una solvente y principal tripulación. Juan Luis Borra ha iluminado las páginas del libro con sus dibujos y el diseño de portada. Por otro lado, contribuyen los actores: Raúl Herrero, Bruno Marcos, Alberto Ruiz de Samaniego, Jesús F. Pascual Molina, Silvia Rins, Carlos Barbarito, Aldo Alcota, Laia López Manrique, Antonio Fernández Molina, Iván Humanes, Alfredo Moreno, Tomás Fernández Valentí y Diego Civilotti García. Cada nauta ha glosado, recreado, analizado, expuesto o profundizado en aspectos de la obra y la vida de Méliès.

Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)

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Abraham Polonsky es uno de los guionistas y directores más políticamente significados del cine norteamericano. Intelectual neoyorquino, comunista de los de carnet del partido, amigo de juventud del músico Bernard Herrmann, dio sus primeros pasos como autor de ensayos y novelas antes de firmar por la Paramount, aunque no empezó a escribir guiones para el estudio hasta después de la Segunda Guerra Mundial, durante la que sirvió en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, en sus siglas en inglés), el antecedente de la CIA. Autor de argumentos para Mitchell Leisen, Robert Rossen o Don Siegel, entre otros, debutó como director en la excelente La fuerza del destino (Force of Evil, 1948) antes de ver su carrera truncada tras su negativa a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas y su inclusión en la lista negra de Hollywood. Después de sobrevivir escribiendo guiones bajo pseudónimo, retornó a la dirección de películas en Hollywood, en este caso en el seno de los estudios Universal, con este western que, como todas sus obras, destaca por su compromiso ideológico y político.

La película recupera un hecho real acaecido en California en 1909 para denunciar el racismo, la persecución y el genocidio indio sobre el que se asentaron los pilares para la construcción identitaria de los Estados Unidos. Willie Boy (Robert Blake), un joven indio paiute, sale de la cárcel y regresa a su reserva, en el entorno de San Bernardino y Palm Springs, al encuentro de Lola (una Katharine Ross teñida de negro y más que bronceada), la joven que ama pese a la oposición del padre de ella y cuyo rapto y fuga motivó su captura y entrada en prisión. Condenados a repetir el mismo error, esta vez tras un hecho sangriento, Willie Boy y Lola inician una huida desesperada, perseguidos por la patrulla encabezada por el sheriff Cooper (Robert Redford) y de la que forman parte veteranos cazadores de indios como Calvert (Barry Sullivan) o el patán Hacker (John Vernon). La persecución viene a romper la dinámica de dependencia sexual que existe en la relación entre Cooper y Liz (Susan Clark), la joven médico que trabaja como administradora de la reserva paiute, y sobre todo siembra de incertidumbre la visita a las cercanías de Howard Taft, 27º presidente de los Estados Unidos, para la que se ha desplegado un importante dispositivo de seguridad. Presionada por esta circunstancia, la patrulla busca capturar a Willie Boy con rapidez y contundencia, pero la astucia y la habilidad del indio no dejan de dificultarles el trabajo y prolongar su aventura. Las dudas, los contratiempos y el cada vez mayor despliegue de fuerzas en su contra hacen mella en la relación entre Lola y Willie, pero no hacen desistir al indio, que se resiste a ser de nuevo enviado a la cárcel.

Willie Boy ejerce así de antecedente de personajes como el Ulzana de Robert Aldrich o el John Rambo de la novela de David Morrell y la película de Ted Kotcheff, el hombre incomprendido, inadaptado, rechazado y temido sobre el que se inicia una batida de persecución, pero Polonsky, autor también del guión, emplea la historia del fugitivo paiute como altavoz para denunciar el exterminio de los indios americanos y el racismo existente entre la población blanca con respecto a los nativos. Así, todos los enclaves paiutes en los que Willie Boy espera recibir apoyo y ayuda aparecen despoblados, en estado de abandono, un completo vacío que aboca a la pareja en fuga a la soledad y al fracaso. En el otro bando, las referencias despectivas, el odio y el continuo recordatorio de viejos tiempos en los que la caza del indio era el principal deporte del Oeste y una forma de prestigiarse ante otros exploradores y cazadores blancos, enlaza con un tiempo, el del rodaje, en el que Estados Unidos finalizaba la década de la lucha por los derechos civiles, predominantemente los de la minoría negra, pero que lo dejaba casi todo pendiente para los llamados nativoamericanos. Ello no obsta para que la película desarrolle un progresivo sentimiento de identificación entre Willie Boy y el sheriff Cooper, un papel atípico de antihéroe cínico y desencantado para un Robert Redford que se encontraba en pleno trampolín al estrellato, y que, siempre deseoso de alimentar su conciencia política e intelectual, interpretó este personaje más matizado que el Sundance Kid que lo convirtió en una referencia en Hollywood de Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969). Una identificación que cristaliza en el desenlace, en el que se produce una aproximación entre uno y otro que desemboca en el reconocimiento mutuo a través tanto de la violencia como de los deseos de Cooper de preservar de la prensa y de la explotación mediática y la humillación pública la captura y la figura de Willie. Continuar leyendo «Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)»

Mis escenas favoritas: Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955)

En el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, que coincide con la fecha en que los soviéticos liberaron el campo de concentración de Auschwitz, recuperamos algunos fragmentos de esta imprescindible obra maestra del documental, en un tiempo en que, por desgracia, cabe más que nunca recordar dónde nos llevan los totalitarismos identitarios y los integrismos ideológicos de uno y otro lado. La película, rodada diez años después del final de la Segunda Guerra Mundial, se construye a base de lentos travellings en color sobre la arquitectura despoblada de los campos de exterminio, donde la hierba vuelve a brotar, y con imágenes de archivo (en blanco y negro, rodadas en 1944) que reconstruyen la inimaginable tragedia que sufrieron los prisioneros así como las causas y las consecuencias de la tragedia, desde la llegada al poder del nazismo y la deportación de los judíos hasta el juicio de Nuremberg. La consigna es nunca olvidar.

Cine en corto: El televisor (Narciso Ibáñez Serrador, 1974)

Hubo un tiempo en que el cine influía positivamente en la forma de concebir y ejecutar la ficción televisiva, a diferencia de hoy, en que es la mediocridad de la ficción televisiva la que poco a poco ha ido impregnando de vulgaridad la forma cinematográfica. Si en España hablamos de ficción en el cine y la televisión es obligado reparar en Narciso Ibáñez Serrador. El televisor es uno de los episodios de la época en color de la serie Historias para no dormir, y resulta de lo más ilustrativa y premonitoria de lo que aquel, en principio, inocente aparatito lleno de posibilidades de formación, información y entretenimiento ha termiando significando en nuestra vida «moderna».

Mis escenas favoritas: El crack Dos (José Luis Garci, 1983)

Germán Areta es mucho Areta. Una vez superada la prueba de la primera entrega, Landa ya no vovería a correr el riesgo de resultar risible encarnando al detective cinematográfico español por antonomasia.

Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)

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En mi país la gente sabe que el gobierno realiza detenciones ilegales, sin derecho a abogado, permitiendo la tortura… La gente lo sabe, pero lo llaman con otro nombre: intervención coercitiva.

Tim Robbins

La pareja que antaño formaban Susan Sarandon y Tim Robbins pertenece al grupo de ciudadanos norteamericanos dotados de cierta autonomía intelectual que manifiestan un continuo cuestionamiento de la política interior y exterior de los Estados Unidos, país que dice ser el más poderoso del mundo y la primera y más cualificada democracia del planeta, a través de una constante demanda de libertad y derechos reales fundamentados en la seguridad social, la abolición de la pena de muerte, la desmilitarización, la extensión de derechos o una economía más social. En ocasiones, ambos han escogido en su trabajo personajes que les permitan mostrar las desigualdades y las profundas contradicciones de la sociedad americana; otras veces son ellos mismos los que diseñado productos a la medida del objeto de su denuncia. Es el caso de Abajo el telón (Cradle Will Rock, 1999), dirigida por Robbins e interpretada, entre otros, por Sarandon. En plena era necocon en cuanto a revisión e incluso retroceso de libertades, Robbins se acerca a un fragmento no muy conocido de la historia norteamericana, en particular, de los mandatos del santificado presidente Roosevelt en los años treinta. Se ha hablado, escrito y filmado mucho acerca de la “caza de brujas” de Joseph McCarthy en los cuarenta y cincuenta pero apenas se recuerda que en la segunda mitad de los treinta hubo un precedente que llenó de sospechas, persecuciones y ostracismos el mundo del espectáculo.

En 1936 las noticias sobre la guerra de España y la inminente contienda europea circulan por los ámbitos intelectuales del país, que no dudan de que como democracia tendrán que intervenir tarde o temprano contra el fascismo. Muy diferente es la opinión del poder económico y parte del poder político, que permiten la amplia implantación de un partido nazi norteamericano y la presencia de un importante lobby germanófilo formado entre otros por la familia Bush, cuna de presidentes, o la saga de los Kennedy, a cuyo joven John Fitzgerald hubo que inventarle a toda máquina un expediente de héroe de guerra en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial para acallar bocas y conciencias durante su carrera política. El país se encuentra saliendo de la crisis del 29 gracias al New Deal que, entre muchas otras cosas, incluye el Programa de Teatro Federal, un plan consistente en la subvención de montajes teatrales por todo el país con un doble objetivo, evitar o compensar el apático pesimismo del pueblo proporcionándole distracción y de paso dar trabajo a la innumerable cohorte de actores, técnicos, decoradores, carpinteros, bailarines, cantantes, autores y demás profesionales sin trabajo desde la caída de la bolsa y la casi total desaparición de la cultura del ocio. Son muchas las obras que se ponen en marcha y muchas las compañías que surgen, como el Mercury Theatre de Orson Welles, que representa una versión de Macbeth ambientada en el Caribe y con actores negros, y también la obra Craddle Will Rock, cuyo protagonista es un sindicalista enfrentado a la corrupción política. La película comienza en este momento, cuando desde el poder se inocula la sospecha de que hay elementos comunistas infiltrados en el Programa de Teatro Federal y se crean comisiones de diputados y senadores que interrogan, persiguen, denuncian y condenan a todo individuo susceptible de ser de izquierdas.

Hank Azaria interpreta al autor judío Mark Blitzstein, que con su joven esposa fallecida y el dramaturgo Bertolt Brecht como musas, crea un musical en el que un líder sindicalista se enfrenta y derrota a los grandes magnates económicos no sin antes convertirse en mártir. La obra, una vez que el autor se hace pasar por homosexual para evitar ser tildado de comunista, recibe la subvención del Programa de Teatro Federal, cuyos responsables es ese momento están siendo interrogados. A pesar de todo, el montaje sigue adelante y el productor consigue que la dirija uno de los mayores nuevos talentos de Broadway, un prometedor joven llamado Orson Welles (Angus MacFadyen). Construida como película coral, con un amplio número de personajes cuyas peripecias terminan por converger en dos grupos opuestos, en el mosaico que pinta Robbins hay de todo: parados que se simulan técnicos para obtener un empleo (Emily Watson), actores italianos enfrentados a los fascistas dentro de su propia familia (John Turturro), anticomunistas que no vacilan en denunciar a sus compañeros a cambio de trabajo (Bill Murray, Joan Cusack), aristócratas bienintencionadas que se ponen de parte de los obreros (Vanessa Redgrave), políticos incultos que toman al dramaturgo isabelino Christopher Marlowe por un peligroso comunista, ricos industriales que prestan apoyo económico a los fascistas (Philip Baker Hall) a cambio de obras de arte confiscadas a judíos y trasladadas ilegalmente gracias a la mediación de la embajadora de Mussolini (Sarandon)… Especialmente atractiva es la relación entre Nelson Rockefeller (John Cusack) y Diego Rivera (Rubén Blades), a quien contrata para pintar un fresco en el vestíbulo del Rockefeller Centre. Rivera pinta lo que lleva dentro, un mural revolucionario de lo más izquierdoso con Marx y Lenin presidiendo una pared plagada de alegorías sobre la decadencia de una cultura occidental, podrida a causa del capitalismo exacerbado. Cusack termina por despedirle y deshacer la obra a golpe de mazo. Ahí plantea Robbins el tema del artista mercenario (lo expresa el personaje de Rivera: “¿Tengo que pintar lo que él quiera porque recibo su dinero?”). La película incluso apunta de manera sutil una premonición, el primer contacto entre Orson Welles y William Randolph Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa que será objetivo de Welles en la genial Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Continuar leyendo «Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)»

Música para una banda sonora vital: El hombre de Mackintosh (The MacKintosh Man, John Huston, 1973)

Maurice Jarre compone la partitura de este tibio thriller de espionaje escrito por Walter Hill y dirigido por John Huston, en el que lo mejor, música aparte, es la interpretación de un James Mason que, como siempre, borda la encarnación de tipos diabólicamente retorcidos.

 

Mis escenas favoritas: Algunos hombres buenos (A Few Good Men, Rob Reiner, 1992)

El sobrevalorado Aaron Sorkin logra una de sus pocos grandes aciertos en esta recordada secuencia de este drama jurídico-militar que, por otra parte, no puede ocultar sus carencias y trampas morales y políticas bajo la cortina del thriller de investigación y el falso cuestionamiento de la actuación de las cloacas políticas de Washington al tiempo que se apunta al discurso neoliberal conservador del momento. Jack Nicholson y la frase «¿ordenó usted el Código Rojo?» poseen ya un pequeño espacio en la historia del cine de juicios merced a este tour de force dramático.

Domesticación a la americana: Jóvenes prodigiosos (Wonder Boys, Curtis Hanson, 2000)

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De esta película de Curtis Hanson apenas se recuerda únicamente Times Have Changed, el tema de Bob Dylan que incluye la banda sonora y que en clave subterránea parece dialogar con su célebre éxito The Times They Are a-Changin’, uno de los más vigentes símbolos de la «contestataria contracultura» norteamericana de la década de los sesenta. Y en cierto modo es así, puesto que la película, como el hecho de que una canción del antaño «rebelde» Dylan terminara adornando una producción de un gran estudio de Hollywood (Paramount, en este caso), trata en realidad, aunque cabe pensar que involuntariamente, sobre ese proceso de domesticación generalizada que de la América de la cultura undergound, la revolución sexual, el antimilitarismo, el feminismo, el ecologismo y la profundización en los derechos civiles derivó en los ochenta hacia el neoliberalismo más salvaje, la liberalización económica total, la mercadotecnica absoluta, la publicidad omnipresente, la consideración de todos y cada uno de los aspectos de la vida como bienes mercantiles, el éxito y la popularidad como máxima cima de la realización individual y la proclamación de los valores de la América de los años cincuenta como la mejor de las Américas posibles, dinámica en la que continuamos y que se ha ido filtrando al resto de Occidente a través de las obras de ficción más comerciales. Y la película llega a coincidir en este punto, decimos, involuntariamente, porque, como tan a menudo sucede, juega a simular el discurso contrario, la vuelta a la independencia de pensamiento, a la libertad creativa, a la búsqueda de la originalidad, de una mirada concreta y personal del mundo ajena a condicionantes socioeconómicos y modas recaudatorias, a través de una perspectiva tan intelectual como sentimental y de un tono de drama ligero y comedia negra y agridulce, pero cuya conclusión no deja lugar a engaños ni espejismos.

La clave está en utilizar como protagonista a un personaje caótico, desastrado, inadaptado, sociópata, y reconducirlo al redil de la corrección, aunque los vericuetos que deba recorrer incidan momentáneamente en el desorden y la anarquía. Tocar fondo para tomar impulso, hundirse para renacer, sobrevivir, reaccionar, o mejor dicho, rectificar. Un profesor de literatura en una universidad del Este, Grady Tripp (Michael Douglas) es, además de un adicto a la marihuana, una vieja promesa literaria (su novela, La hija del pirómano, fue todo un bombazo editorial en su día) que siete años después de su debut se ve inmerso en una especie de bloqueo inverso: no es que se vea impedido a la hora de afrontar la escritura sino lo contrario, lo hace obsesiva, enfermiza, compulsivamente, prolongando hasta la extenuación y creando interminables ramificaciones de un borrador que supera ya holgadamente el millar de páginas y cuya finalidad, desarrollo y conclusión ni siquiera se atisba. Coincidiendo con el «Festival de las Palabras» organizado por su facultad, una especie de simposio literario en el que novelistas de éxito (como quien se hace llamar Q, interpretado por Rip Torn) conviven con estudiantes y jóvenes promesas, su editor (Robert Downey Jr.), que también anda en horas bajas y a punto de perder su empleo, le visita para interesarse por el estado del manuscrito, al tiempo que uno de los estudiantes de Grady, James (Tobey Maguire), un muchacho igualmente inadaptado, casi autista, que apenas se mezcla con sus compañeros, del que se mofan y se ríen, se revela asimismo como sorprendente escritor de una magnífica primera novela, todavía sin publicar. El rechazo al joven, unido a su talento, despierta en Grady sentimientos paternales, el deseo de tutelar las tribulaciones de James, de encauzar sus pasos, incluso cuando estos adquieren tintes más que grotescos: la muerte casi accidental del perro del decano de la facultad, un estudioso del matrimonio entre Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, y la «desaparición» de la colección particular de este de una prenda que Marilyn lució precisamente el día de su boda con la estrella del béisbol. Pero la gran complicación vital que sacude la vida de Grady son las mujeres: recién abandonado por su tercera esposa (como las anteriores, una antigua estudiante mucho más joven que él), mantiene una relación adúltera, súbitamente aún más retorcida, con la mujer del decano (Frances McDormand), mientras recibe las atenciones de una joven y atractiva alumna que se aloja en la habitación de alquiler que oferta en su casa (Katie Holmes).

A pesar de basarse en el libro con tintes autobiográficos de Michael Chabon, Chicos prodigiosos, quien abordaba su propia experiencia durante la escritura de una novela de más de mil quinientas páginas que nunca llegó a publicarse, la película sirve a ese propósito de reconciliación con el mundo por parte de un personaje marginal descarriado que resume todos los tópicos en su caracterización: desastrado (viste ropa vieja y arrugada), mal afeitado y peor peinado, fumador de marihuana, bebedor sin límite y mal comedor, frustrado y desencantado de su profesión y atascado en su vocación, y pésimo a la hora de relacionarse con sus colegas y, sobre todo, con sus amantes. Haciendo suyo, en cambio, uno de los principios más conservadores de la sociedad americana, sus problemas empiezan a removerse, para resolverse, cuando adopta un punto de vista paternal, cuando ejerce de padre virtual y, a la postre, de esposo y padre real. Es decir, cuando se hace agente responsable. La vida Grady encuentra así su orden y su sitio, esto es, su realización, su lugar en el mundo, su armonía vital. La pose intelectual, cultural (filtrada a través del empleo de citas célebres, anécdotas de personajes famosos del cine y la literatura, referencias a obras y autores, o incluso sugeridas mediante la música, por no hablar del recurso a la marihuana o del hecho de que en el país del automóvil la esposa del decano posea un Citroën y una joven aspirante a escritora con voz propia conduzca un Renault 5), humorística y «alternativa» o «independiente» se ve una vez más así domesticada, retornada a la seguridad del rebaño y de los lugares conocidos y aceptados como deseables: el amor, la pareja, la familia, el éxito personal y la superación de los traumas propios a través del cumplimiento de un rol predeterminado en la sociedad. Todos los personajes, de alguna manera, sufren alteraciones en ese proceso que, mediante la desnaturalización de su ser previo, considerado a priori como tóxico o disfuncional, incompleto, improductivo, los convierte en seres sociales y, sobre todo, en solventes agentes económicos. De este modo, la película, con un sólido guión de Steve Kloves bien estructurado, con no pocos logros dramáticos y humorísticos (un humor negro que siempre esquiva el mal gusto) y un buen puñado de diálogos brillantes, una puesta en escena centrada en reproducir ese ambiente académico e intelectual ligado al mito de la «gran novela americana» y unas interpretaciones solventes, en particular Douglas, Maguire y McDormand, procura un entretenimiento inteligente y a ratos reflexivo que, salpicado de comicidad, paradójicamente renuncia a explotar su inteligencia hasta el último extremo en aras de conservar un principio moral que se considera superior, y que poco o nada tiene que ver con la independencia, la rebeldía y el hallazgo de una voz y un pensamiento propios, sino con la sumisión acomodaticia, el plegamiento al mercado y a los mandatos sociales, el utilitarismo y la asunción de los valores socioeconómicos predominantes como vehículo para el éxito y la realización personales. La domesticación, en suma, el gran éxito del sistema capitalista a través de la cultura enlatada.

Música para una banda sonora vital: Degüello, de Dimitri Tiomkin

Suele atribuirse a Ennio Morricone y a sus partituras para Sergio Leone la introducción de guitarras españolas, trompetas y campanas en la música del western. No obstante, Dimitri Tiomkin, compositor ucraniano emigrado a Hollywood tras el crack del 29 (después de pasar por Berlín, Londres y Nueva York) y gran enamorado de la música norteamericana, ganador de cuatro premios Óscar y nominado otras once veces, compuso para Río Bravo (Howard Hawks, 1959) Degüello (o, como la describe Ricky Nelson en la película, La canción del degüello), tema que habrían tocado los mexicanos del general Santa Anna en el asedio a la misión de San Antonio de Béjar durante la guerra de independencia de Texas, iniciando la senda de composiciones de aire mexicano para las películas de frontera seguida después, entre otros, por Elmer Berstein y, por supuesto, por Morricone en sus creaciones para el spaghetti-western. Un año después, Tiomkin la introdujo nuevamente en la banda sonora de El Álamo (John Wayne, 1960).