Política para principiantes: Ciudadano Bob Roberts (Bob Roberts, Tim Robbins, 1992)

Bob Roberts (1992), Film-Review | Filmkuratorium

Tim Robbins ha manifestado en reiteradas ocasiones un interés muy vehemente por la política de su país, y en particular, desde una perspectiva progresista, por los riesgos de retroceso en derechos e instrumentalización de los mecanismos democráticos provenientes de parte de los sectores más conservadores del Partido Republicano y de los llamados neoliberales, en sus intentos por llevar a la práctica el manual de la Escuela de Chicago. Su conciencia política, muy mediática en especial durante el controvertido mandato de George W. Bush (2001-2009), le ha animado a participar en distintos proyectos ideológicamente militantes y comprometidos entre los que destaca su elección para debutar como guionista y director, esta sátira sobre la manipulación social y la explotación del populismo más desvergonzado que, además de servir de precursora a lo que han representado no pocos movimientos surgidos y acontecimientos acaecidos con posterioridad (no solo en los Estados Unidos), ataca directamente la línea de flotación de la política convertida en espectáculo publicitario, en discurso vacío construido a base de efectismos prefabricados por los medios de comunicación afines. En la tradición de cintas como El político (All the King’s Men, Robert Rossen, 1949) o Un rostro en la multitud (A Face in the Crowd, Elia Kazan, 1957), Robbins diseña la dinámica de auge y caída de una figura inicialmente ajena a la política que alcanza una alta notoriedad pública y un considerable apoyo social en su búsqueda egoísta de una posición de privilegio, que usa para ello una estrategia de comunicación edificada sobre la utilización de los recursos más primarios, de los trucos más bajos y facilones para atraer hacia sus propios fines de ascenso, prestigio y aprovechamiento a la gran masa anónima de votantes descontentos.

Bob Roberts (Robbins) es un discreto cantante folk cuyos discos suben en las listas de éxitos a medida que crece su actividad política en su proyecto de destronar al senador Brickley Paiste (Gore Vidal), y ocupar así su puesto como representante del estado de Pennsylvania. Su campaña, dirigida por dos individuos algo turbios, Chet MacGregor (Ray Wise) y, sobre todo, Lukas Hart III (Alan Rickman), al que se vincula tanto con la CIA como con los consejos de administración de corporaciones empresariales de comportamiento poco ejemplar y respetuoso con las normas, es una combinación de mítines de discurso populachero y conciertos en los que interpreta sus canciones -la música de la película está compuesta por David, el hermano del protagonista, guionista y director, formado en jazz y música étnica, y las canciones, letra y música, son obra del propio Tim Robbins-, coreadas y aplaudidas por el gran público como si fueran himnos religiosos e inevitablemente adornadas con unos textos que, desde un desprecio disfrazado de humor e ironía hacia los planteamientos propios de los sectores más progresistas, dan rienda suelta a las ideas ultraconservadoras y reaccionarias del candidato al Senado. El crecimiento de su opción de voto en las encuestas va de la mano de un supuesto escándalo de relaciones con menores del anciano senador Paiste, mientras que los medios dan una imagen moderna, dinámica, deportiva (Roberts es motorista y avezado practicante de esgrima) y desenfadada del candidato Roberts. Sin embargo, Bugs Raplin (Giancarlo Esposito), periodista de un medio prácticamente marginal, descubre y publica noticias acerca del desvío de fondos que elementos de la campaña de Roberts han realizado desde la dotación económica destinada a la construcción de viviendas sociales hacia la adquisición de aviones comerciales para una compañía aérea privada, lo cual amenaza la credibilidad y la ejemplaridad moral del emergente político cantante al poner de manifiesto la verdad sobre la personalidad y las intenciones del candidato y de sus adláteres. Las tareas por mantener su proyección ascendente se combinan con los esfuerzos para, primero, ningunear y luego acallar ese factor desestabilizador, cuyo efecto puede resultar incontrolable y devastador, lo cual va alterando igualmente el tono general, de la placentera complacencia inicial al enrarecimiento y el desquiciamiento progresivo de personajes y situaciones (como el episodio del resbalón en la moto).

La gran virtud de la película es también la fuente de su mayor carencia. El tono y el estilo elegidos para la narración es el de falso documental, la realización de un reportaje sobre la figura de Bob Roberts por parte del equipo de un canal de televisión, que le acompaña en sus viajes y en sus apariciones públicas, en sus debates, en sus reuniones con los colaboradores, a fin de hacer un retrato que los promotores de la campaña puedan rentabilizar electoralmente. Un hilo conductor que permite un acercamiento satírico, divertido y revelador, aunque igualmente exagerado y extenuante para el espectador, a lo que supone una campaña política, pero que al mismo tiempo es una lectura harto cínica, escéptica y, por tanto, también deprimente, de lo que implica la imparable (y el guionista Robbins aún no había visto hasta dónde se podía llegar) devaluación del sistema político americano (y, visto lo visto, no solo americano). Haciendo hincapié en la perspectiva populista y personalizando tanto en los nombres y apellidos, el argumento quizá descuida, sin embargo, ahondar en las tácticas y técnicas de campaña, apunta los problemas de manera algo más burda, torpe y superficial, como si fueran privativos de los personajes concretos involucrados y de una situación inventada y no vicios estructurales más allá de los ocasionales protagonistas, al modo de un diagnóstico correcto de una enfermedad inexacta, lo cual no resta un ápice de agudeza y valentía a la propuesta ni sorna al conjunto. A ello contribuye la aparición en pequeños papeles de amigos y personajes cercanos a Robbins (su pareja de entonces, Susan Sarandon, pero también Fred Ward, James Spader, Peter Gallagher, Helen Hunt, John Cusack, David Strathairn, Jack Black…), algunos de ellos en el papel de bustos parlantes de ridículos informativos televisivos (ridículos por su entrega al vacío de la información insustancial o por su forma de recrearse en el morbo sensacionalista), lo que hace de la búsqueda y observación del cameo otro aliciente añadido para la diversión del público.

Sin duda maniquea (el progresista Robbins dispara solo hacia un lado, la deriva neofascista de las políticas neocons norteamericanas, confirmada en lustros posteriores, no solo en lo que respecta a los Estados Unidos), la película pone de manifiesto las trampas del discurso conservador de los últimos años, la defensa de unos supuestos valores tradicionales combinada con la táctica de la extensión del miedo, la demonización de ideas políticas no coincidentes con las suyas, el uso en nombre de la libertad de herramientas que coartan esa misma libertad, la cesión de cuotas de esta en nombre de un mayor control disfrazado de seguridad, la normalización de planteamientos eminentemente sexistas y racistas supuestamente superados en décadas anteriores, y la vuelta de Dios y la religión a un lugar central en los debates públicos, y lo hace desde el humor socarrón y la parodia más lúcida, casi premonitoria, si se observa desde el punto de vista de los políticos grotescos que han sucedido a su antihéroe de ficción (de George W. Bush a Donald Trump, de Jair Bolsonaro a Boris Johnson, por no hablar de España y sus Autonomías). Lo que Robbins no vio venir es que las ideas políticas contrarias, aquellas con las que más se identifica, iban a sufrir una mutación semejante bajo los dictados de la cultura woke, el postureo en redes sociales y la utilización de valores y principios deseables y provechosos para la comunidad como forma de garantizar posiciones y privilegios particulares anclados en un populismo tanto o más rancio, edulcorado y sucio. La comedia de Robbins se asienta en el hecho de considerar a una parte del espectro político como una anomalía, una excepción, una excrecencia, un déficit que no afecta, sin embargo, a la esencia del sistema, por más que este lo permita, ampare o incluso pueda llegar a promoverlo y ampararlo. Tal vez al comprobar que esa anomalía, que esa excepción, se ha convertido en norma general y extensiva a los distintos bloques políticos, Robbins no tuviera más remedio que decantarse por el drama. Un drama más real y tangible que tiene a los sufridos ciudadanos por protagonistas y a los ciegos hooligans de unos y otros como cómplices.

Bob Roberts (1992)

Música para una banda sonora vital: Aguas oscuras (Dark Waters, Todd Haynes, 2019)

La versión de I Won’t Back Down de Tom Petty que interpreta Johnny Cash cierra esta película de Todd Haynes, probablemente la que en su filmografía más se ajusta a los cánones del drama más comercial y, por tanto, a los clichés y tópicos más corrientes en el cine de juicios. La historia, sencilla: un abogado (Mark Ruffalo) que busca ascender en la profesión y convertirse en socio del importante despacho para el que trabaja, descubre la conexión oculta entre el creciente número de muertes y enfermedades acaecidas en cierto condado con las dudosas actividades, desde el punto de vista medioambiental, de una de las corporaciones empresariales más grandes del mundo, de modo que en su búsqueda de la verdad pone en riesgo su futuro, su trabajo y su estabilidad familiar. Aunque se sigue con interés, también gracias al reparto, en el que destaca Tim Robbins, no puede uno sacudirse la sensación de «ya visto» y de previsibilidad que domina todo el metraje, aunque Johnny Cash consigue que el espectador con orejas se quede con un buen sabor de boca.

Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)

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En mi país la gente sabe que el gobierno realiza detenciones ilegales, sin derecho a abogado, permitiendo la tortura… La gente lo sabe, pero lo llaman con otro nombre: intervención coercitiva.

Tim Robbins

La pareja que antaño formaban Susan Sarandon y Tim Robbins pertenece al grupo de ciudadanos norteamericanos dotados de cierta autonomía intelectual que manifiestan un continuo cuestionamiento de la política interior y exterior de los Estados Unidos, país que dice ser el más poderoso del mundo y la primera y más cualificada democracia del planeta, a través de una constante demanda de libertad y derechos reales fundamentados en la seguridad social, la abolición de la pena de muerte, la desmilitarización, la extensión de derechos o una economía más social. En ocasiones, ambos han escogido en su trabajo personajes que les permitan mostrar las desigualdades y las profundas contradicciones de la sociedad americana; otras veces son ellos mismos los que diseñado productos a la medida del objeto de su denuncia. Es el caso de Abajo el telón (Cradle Will Rock, 1999), dirigida por Robbins e interpretada, entre otros, por Sarandon. En plena era necocon en cuanto a revisión e incluso retroceso de libertades, Robbins se acerca a un fragmento no muy conocido de la historia norteamericana, en particular, de los mandatos del santificado presidente Roosevelt en los años treinta. Se ha hablado, escrito y filmado mucho acerca de la “caza de brujas” de Joseph McCarthy en los cuarenta y cincuenta pero apenas se recuerda que en la segunda mitad de los treinta hubo un precedente que llenó de sospechas, persecuciones y ostracismos el mundo del espectáculo.

En 1936 las noticias sobre la guerra de España y la inminente contienda europea circulan por los ámbitos intelectuales del país, que no dudan de que como democracia tendrán que intervenir tarde o temprano contra el fascismo. Muy diferente es la opinión del poder económico y parte del poder político, que permiten la amplia implantación de un partido nazi norteamericano y la presencia de un importante lobby germanófilo formado entre otros por la familia Bush, cuna de presidentes, o la saga de los Kennedy, a cuyo joven John Fitzgerald hubo que inventarle a toda máquina un expediente de héroe de guerra en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial para acallar bocas y conciencias durante su carrera política. El país se encuentra saliendo de la crisis del 29 gracias al New Deal que, entre muchas otras cosas, incluye el Programa de Teatro Federal, un plan consistente en la subvención de montajes teatrales por todo el país con un doble objetivo, evitar o compensar el apático pesimismo del pueblo proporcionándole distracción y de paso dar trabajo a la innumerable cohorte de actores, técnicos, decoradores, carpinteros, bailarines, cantantes, autores y demás profesionales sin trabajo desde la caída de la bolsa y la casi total desaparición de la cultura del ocio. Son muchas las obras que se ponen en marcha y muchas las compañías que surgen, como el Mercury Theatre de Orson Welles, que representa una versión de Macbeth ambientada en el Caribe y con actores negros, y también la obra Craddle Will Rock, cuyo protagonista es un sindicalista enfrentado a la corrupción política. La película comienza en este momento, cuando desde el poder se inocula la sospecha de que hay elementos comunistas infiltrados en el Programa de Teatro Federal y se crean comisiones de diputados y senadores que interrogan, persiguen, denuncian y condenan a todo individuo susceptible de ser de izquierdas.

Hank Azaria interpreta al autor judío Mark Blitzstein, que con su joven esposa fallecida y el dramaturgo Bertolt Brecht como musas, crea un musical en el que un líder sindicalista se enfrenta y derrota a los grandes magnates económicos no sin antes convertirse en mártir. La obra, una vez que el autor se hace pasar por homosexual para evitar ser tildado de comunista, recibe la subvención del Programa de Teatro Federal, cuyos responsables es ese momento están siendo interrogados. A pesar de todo, el montaje sigue adelante y el productor consigue que la dirija uno de los mayores nuevos talentos de Broadway, un prometedor joven llamado Orson Welles (Angus MacFadyen). Construida como película coral, con un amplio número de personajes cuyas peripecias terminan por converger en dos grupos opuestos, en el mosaico que pinta Robbins hay de todo: parados que se simulan técnicos para obtener un empleo (Emily Watson), actores italianos enfrentados a los fascistas dentro de su propia familia (John Turturro), anticomunistas que no vacilan en denunciar a sus compañeros a cambio de trabajo (Bill Murray, Joan Cusack), aristócratas bienintencionadas que se ponen de parte de los obreros (Vanessa Redgrave), políticos incultos que toman al dramaturgo isabelino Christopher Marlowe por un peligroso comunista, ricos industriales que prestan apoyo económico a los fascistas (Philip Baker Hall) a cambio de obras de arte confiscadas a judíos y trasladadas ilegalmente gracias a la mediación de la embajadora de Mussolini (Sarandon)… Especialmente atractiva es la relación entre Nelson Rockefeller (John Cusack) y Diego Rivera (Rubén Blades), a quien contrata para pintar un fresco en el vestíbulo del Rockefeller Centre. Rivera pinta lo que lleva dentro, un mural revolucionario de lo más izquierdoso con Marx y Lenin presidiendo una pared plagada de alegorías sobre la decadencia de una cultura occidental, podrida a causa del capitalismo exacerbado. Cusack termina por despedirle y deshacer la obra a golpe de mazo. Ahí plantea Robbins el tema del artista mercenario (lo expresa el personaje de Rivera: “¿Tengo que pintar lo que él quiera porque recibo su dinero?”). La película incluso apunta de manera sutil una premonición, el primer contacto entre Orson Welles y William Randolph Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa que será objetivo de Welles en la genial Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Continuar leyendo «Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)»

La construcción de una comunidad: el cine refunda América.

Artículo de un servidor en El eco de los libres, revista del Ateneo Jaqués, que se presenta en Zaragoza este jueves 29 de septiembre, a las 19:30 horas, en la sala «Mirador» del Centro de Historias de Zaragoza (Pza. San Agustín, 2). Intervendrán Marcos Callau (del tinglado del Ateneo), Raúl Herrero (editor, poeta, narrador, dramaturgo, pintor y artista polivalente), y un servidor (que hace lo que puede, y mal).

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La construcción de una comunidad: el cine refunda América.

Poco tiempo después del estreno de Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971), la reputada crítica cinematográfica Pauline Kael definía la película desde su tribuna de The New Yorker como “un decidido ataque contra los valores democráticos”. Y concluía su análisis en estos términos: “cuando ruedas una película con Clint Eastwood, desde luego quieres que las cosas sean simples, y el enfrentamiento básico entre el bien y el mal ha de ser lo más simple posible. Eso hace que esta película de género sea más arquetípica que la mayoría, más primitiva, más onírica. El medievalismo fascista posee el atractivo de un cuento de hadas”. Kael, que en los años setenta logró rehabilitar junto a Andrew Sarris la crítica cinematográfica, que por entonces (como hoy) había quedado subsumida en la deliberada y falsa identificación que los saldos de taquilla establecían entre lo más visto, lo más vendido y el cine de mejor calidad, convirtiendo a los críticos en meros corifeos de los publicitarios de los estudios, en aquellos años desarrolló un tremendo poder mediático de consecuencias ambivalentes. Por un lado, desempeñó un destacado papel en el descubrimiento de talentos como Martin Scorsese (su retórica sobre Malas callesMean streets, 1973- contribuyó a fijar los lugares comunes sobre cuya base se ha juzgado históricamente el cine de Marty hasta el día de hoy, el momento en que está encadenando sus peores películas); por otro, sin embargo, hizo alarde de una extrema miopía a la hora de valorar obras como la de Siegel o trayectorias completas de clásicos como John Ford, al que Kael aplicaba sistemáticamente un discurso similar que a Harry el sucio, como también lo hizo posteriormente respecto a las películas que dirigiera Clint Eastwood, en especial sus westerns. Kael, más temperamental, vehemente y llena de prejuicios que Sarris, y cuya egolatría la hizo tomar conciencia de su propio poder para usarlo indiscriminadamente en la consecución de sus objetivos particulares, terminó por perder el norte, dar rienda suelta a filias y fobias personales y ponerse al servicio interesado de estudios y productores a la hora de promocionar o atacar a determinados títulos, directores o intérpretes. No obstante, con el tiempo el cine de John Ford y de Clint Eastwood ha crecido al margen de los caducos comentarios destructivos de Kael, cuyo protagonismo, por otra parte, en el conjunto de la crítica cinematográfica de la década de los setenta, y especialmente en la era del Nuevo Hollywood, es asimismo innegable, como también lo es la huella que ha dejado en el oficio.

La puesta en el mismo saco por parte de Pauline Kael, por reduccionista y obtusa que sea, de las películas de John Ford y Clint Eastwood no es en modo alguno casual, ya que sus filmografías poseen abundantes y cruciales puntos en común más allá de la superficialidad de anotar la querencia de ambos por el western, el género americano por antonomasia. Sabida y reconocida es la influencia en el cine de Eastwood como director de sus mentores Sergio Leone y Don Siegel (en su cima como cineasta, Sin perdónUnforgiven, 1992-, él mismo lo hace constar expresamente en su dedicatoria del filme), pero no menos importante es la asunción por Eastwood de determinados planteamientos técnicos y temáticos profundamente fordianos. En primer lugar, y de forma no tan fundamental, en cuanto al control del material a rodar. John Ford, como prevención ante las cláusulas contractuales que otorgaban a los estudios la opción prioritaria sobre el montaje final de sus películas, desarrolló una infalible estrategia que le permitía dominar sus proyectos de principio a fin, consistente en rodar apenas el material estrictamente necesario para construir la película en la sala de montaje conforme a su concepción personal previa, sin la posibilidad de que la existencia de otro material extra descartado pudiera permitir nuevos montajes más acordes con la voluntad de los productores, los publicitarios o el público más alimenticio. Esto implicaba desplegar gran pericia técnica y maestría en la dirección, puesto que suponía filmar muy pocas tomas, prácticamente las imprescindibles para montar el metraje ajustándose al guión, con los riesgos que eso conllevaba pero también con los beneficios que suponía para el cumplimento de los planes y los presupuestos de rodaje, quedándose por debajo de los costes previstos en la gran mayoría de ocasiones. A cambio, John Ford obtenía justamente lo que buscaba: que su idea de la película fuera la única posible de componer en la sala de montaje; que con el material disponible no pudiera montarse otra película que la suya. Ford desarrolló esta costumbre incluso en sus trabajos para su propia productora, Argosy (fundada junto a Merian C. Cooper, uno de los codirectores de King Kong -1933-, tras la Segunda Guerra Mundial), aunque en este caso las razones económicas pesaban tanto como las creativas. Clint Eastwood adoptó desde el primer momento la misma resolución, a pesar de ejecutar sus proyectos dentro de los parámetros de su propia compañía, Malpaso, lo mismo que otros cineastas, de tono y temática diametralmente opuestos como Woody Allen, a fin de mantener el control de la producción y de obtener resultados acordes a las propias intenciones.

Pero la influencia de Ford va más lejos, y resulta más determinante, en los aspectos temáticos que en los técnicos, en los que la presencia soterrada de Don Siegel o Sergio Leone es mucho más decisiva. Al igual que Ford, en los westerns de Eastwood (lo que propicia la validez para ambos de la acusación de fascismo proveniente de críticos y espectadores miopes), pero también en algunos de sus dramas y cintas de acción, el director se limita en la práctica a desarrollar un único tema principal, que no es otro que la fundación y la construcción de una comunidad libre por parte de un grupo de individuos de diversa procedencia, nivel económico y condición social, con una serie de subtextos secundarios pero no menos importantes, como la falta de respuesta o de asistencia por parte de las autoridades a las necesidades reales de los ciudadanos y a sus demandas de justicia, libertad y derechos, y al desarrollo por parte de estos ciudadanos de mecanismos alternativos que suplan la desatención o el abandono o la indolencia que sufren por parte de sus responsables políticos. De este modo, ambos reflejan la realidad de cierta América idealizada, la de los peregrinos y los pioneros, a la vez que se manifiestan contra la incompetencia, la iniquidad o la corrupción de determinados poderes norteamericanos, es decir, al mismo tiempo que ofrecen el retrato de una América para nada ideal. Puede parecer llamativo atribuir estas intenciones a Ford, el gran cronista cinematográfico de la historia de los Estados Unidos, el gran patriota norteamericano, con un desaforado amor por la tradición, los rituales de comunidad y, hasta cierto punto, el militarismo, o a Eastwood, la encarnación del “fascista” Harry Callahan, ambos, Eastwood y Ford, simpatizantes –militantes incluso- del partido republicano, guardián de los postulados más conservadores de la sociedad americana. Pero esa precisión, a todas luces real, ayuda también a explicar en parte el contraste que supone la actitud de abierta oposición a la caza de brujas que, pese a sus inclinaciones republicanas, mantuvo Ford ante el maccarthysmo, así como el hecho de que Eastwood contara para Mystic River (2003) con dos de los actores, Sean Penn y Tim Robbins, demócratas confesos, que por entonces estaban sufriendo las iras mediáticas de la administración de George W. Bush y sus medios de comunicación afines (como el emporio Fox) a raíz de su postura pública sobre la invasión de Irak, y que fueron premiados con sendos Óscares por sus interpretaciones. Continuar leyendo «La construcción de una comunidad: el cine refunda América.»

La tienda de los horrores – Howard, un nuevo héroe

A petición popular de Francisco Machuca.

Pues sí. Aquí tenemos a una buena moza a punto de consumar con un pato. Nada más lejos de la realidad, porque Howard, un nuevo héroe (Howard the duck, Willard Huyck, 1986) viene de la factoría George Lucas, y ya sabemos lo que eso significa: cine familiar convenientemente azucarado, almibarado y completamente desprovisto de cualquier controversia intelectual, sentimental o sexual. Tal es así, que Lucas y su director de turno, el tal Willard Huyck, irrelevante y convenientemente olvidado, tomaron el tebeo de la compañía Marvel y al personaje de Steve Gerber en los que se inspira la película y los vaciaron de cualquier pretensión trascendente o inteligente, y también de contenido sexual (si es que Marvel llega a tener de todas esas cosas), para configurar una comedia familiar blanca, con la ¿atractiva? novedad de un pato como protagonista principal. Pero ojo, no un pato cualquiera que cocinar a la naranja, sino un pato extraterrestre que se conduce con irreverancia dentro de los viejos clichés cómicos del «pez fuera del agua». O, en este caso, del pato fuera del estanque. Lo que no es moco de pavo; perdón, de pato.

Así que, aquí tenemos a Howard, un pato intergaláctico que llega a La Tierra por un error de laboratorio de su planeta de origen -ya sabemos que en los planetas remotos y desconocidos hay patos y que además se les ponen nombres anglosajones-, una pifia con un láser (igual lo que querían era asarlo a la parrilla) para luchar contra el doctor Jenin (caramba, su nombre es más raro que el de un pato venido de otro universo), que cuando elabora un complejo experimento para intentar devolver a Howard a su mundo queda atrapado por la energía maléfica del invento y se convierte en el Señor de las Tinieblas, el malo maloso. Eso sí, mientras tanto el pato no pierde el tiempo e intenta zumbarse a Beverly, la cantante de rock que le acoge en su casa. Porque, ¿quién no acogería en su casa a un pato interplanetario llegado de otra galaxia que habla inglés y que tiene un nombre inglés, y se lo llevaría a la cama para centrifugarle las plumas? La premisa de la película termina ahí. Bueno, y la película, aunque dure 111 interminables minutos de estupideces encadenadas.

Lo verdaderamente bochornoso de este asunto es su origen, nada menos que LucasFilm, la empresa de George Lucas vendida recientemente a Disney (otros que tal bailan), y su conclusión, nada menos que el nacimiento de Píxar (otros que, más allá de aciertos ocasionales, se las traen también). Algo bueno, no obstante, surgió del pato galáctico: George Lucas rozó la ruina, y gracias a eso dejó de embarcarse en proyectos similares. Contra lo que suele pensarse, la carrera mercadotécnica de George Lucas, una vez que abandonó su empeño de juventud de ser director de cine y se concentró en explotar comercialmente el legado de su primera trilogía de Star Wars a base de muñequitos y dibujos animados, no ha sido ni mucho menos un éxito. La primera piedra de toque, su primera comprobación de que no podía echarse a dormir y a cobrar en dólares mientras viviera, vino con el fracaso de recaudación de la última entrega de la saga de Han Solo, Leia, Luke, Yoda, Vader y compañía. Menos valorada por la crítica que sus dos entregas anteriores, el público tampoco respondió en la abrumadora mayoría en que lo hizo en los casos antecedentes, y la enorme inversión en el cierre de la historia, unida a la poca repercusión en la taquilla, supuso un relativo fiasco económico. Además de ello, había que añadir el multimillonario divorcio de Lucas por esas fechas, que lo dejó tieso como la mojama. Lo del divorcio se explica: como George Lucas diseñó los Ewoks de su última película mirándose al espejo, su esposa, al verlos en la pantalla, se dio cuenta realmente de con lo que se había casado, y naturalmente, se divorció.

Y ahí tenemos a George, que ha sobrevivido gracias al consumismo y al márketing del público menos preparado, porque como gestor comercial es un desastre (la ruina de su rancho Skywalker, que debía ser un lugar de promoción, estudio y gestación de nuevos cineastas de su cuerda, así lo prueba), buscando un proyecto para recuperar sus millonarias pérdidas. ¿Y cuál es? Pues el pato, ni más ni menos. Total, ¿qué supone invertir 34 millones de dólares de 1986 en una película de un pato follador extraterrestre? Una minucia para Lucas, genio de las finanzas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Howard, un nuevo héroe»

Música para una banda sonora vital – Intrusos (I)

Tradicionalmente, el cine, en su versión más comercialmente alimenticia, ha servido como vehículo de promoción de no pocas figuras musicales que, salvo contadas excepciones, jamás han conseguido lograr en el la pantalla el mismo grado de solvencia, calidad y reconocimiento que, presuntamente, han obtenido en sus carreras en la música. Frank Sinatra, Dean Martin o Bing Crosby, por citar tres casos excelsos, son excepciones muy excepcionales, valga la redundancia, pero lo habitual es que las películas «con cantante famoso» se parezcan más a los bodrios protagonizados por Elvis Presley o, en España, por Raphel, Rocío Dúrcal, El Dúo Dinámico, Manolo Escobar, Peret y compañía, o bien a excesos pop-psicodélicos como las apariciones cinematográficas de Mick Jagger o David Bowie en sus esplendorosas etapas de los 70.

Con el tiempo, en plena conmoción por la excesiva -y casi siempre perniciosa- influencia de los videoclips y de sus estéticas, carencias, vicios, abusos y perversiones en el lenguaje cinematográfico, el camino se ha tornado de ida y vuelta, y no pocas veces descubrimos a directores de cine a los mandos de videoclips de tal o cual grupo, de la misma forma que actores famosos o rostros conocidos se dejan caer por esas breves piezas promocionales de los discos de moda.

Así, Alan Rickman, espléndido actor británico conocido para el gran público por las sandeces de Harry Potter pero con una larga carrera en el cine, iniciada a finales de los 80 con su Hans Gruber de La jungla de cristal (Die hard, John McTienan, 1988), y que contiene títulos como Ciudadano Bob Roberts (Bob Roberts, Tim Robbins, 1992), Sentido y sensibilidad (Sense and sensibility, Ang Lee, 1995), Michael Collins (Neil Jordan, 1996), Love actually (Richard Curtis, 2003), El perfume: historia de un asesino (Das Parfum, Die Geschichte eines Mörders, Tom Tykwer, 2006), Sweeny Todd (Tim Burton, 2007) o Robin Hood, príncipe de los ladrones (Robin Hood: Prince of thieves, Kevin Reynolds, 1991), en la que compone un fenomenal sheriff de Nottingham que reúne en un solo personaje a todos los actores y caracterizaciones que le han dado vida en cada una de las anteriores versiones de esa historia, incluido el «malvado» tigre de la versión Disney… Especialmente memorables son sus duetos con Emma Thompson en la pantalla, actriz con la que ha repetido en varias ocasiones, y cuyo testimonio más desconocido es la oculta El beso de Judas (Judas kiss, Sebastian Gutierrez, 1999), en la que ambos encarnan a unos personajes que no tienen desperdicio, con un brillantísimo cruce de diálogos que rescata de la nada un rutinario y previsible thriller erótico.

Pues bien, Alan Rickman, en su mejor etapa profesional, aceptó acompañar a la vocalista y compositora de los escoceses Texas, Sharleen Spiteri, en el clip de In demand (2000), en el que se marcan un tango muy sui generis en una gasolinera…

Mis escenas favoritas – Mystic River

Aprovechamos el trailer de la emocionalmente compleja e intensa Mystic River, dirigida por Clint Eastwood en 2003, para invitar a los escalones presentes a una nueva edición del ciclo Libros Filmados, organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores y FNAC Zaragoza-Plaza de España, que tendrá lugar el próximo martes, 2 de noviembre, a las 18:00 h. En esta ocasión, junto a servidora, participarán Miguel Ángel Yusta y todo un hombre del Renacimiento, David Mayor.

Mystic River es una de las películas más aclamadas de la filmografía de Clint Eastwood, probablemente el último de los cineastas clásicos de Hollywood. Basada en la novela de Dennis Lehane, con guión de Brian Helgeland, se trata de un desgarrador drama de violencia contenida en torno a la relación discontinua de tres antiguos amigos de la infancia de nuevo reunidos a causa de un hecho luctuoso. Sobria, majestuosa, emotivamente devastadora, destaca principalmente por sus interpretaciones, a cargo del difícilmente igualable reparto que conforman Kevin Bacon (posiblemente su mejor papel), Laurence Fishburne, Laura Linney, Marcia Gay Harden, Eli Wallach y, por encima de todos, Tim Robbins y Sean Penn, ambos premiados con el Oscar al mejor actor de reparto y al mejor protagonista, respectivamente, en la correspondiente edición de los Premios de la Academia.

VI sesión del ciclo Libros Filmados, organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores y FNAC Zaragoza-Plaza de España. Martes, 2 de noviembre de 2010: Mystic River, de Clint Eastwood.

18:00 h.: proyección
20:15 h.: coloquio con Miguel Ángel Yusta, David Mayor et moi
21:15 h.: birras

Música para una banda sonora vital – Alta fidelidad

En esta simpática comedia romántica filmada por Stephen Frears en 2000 y basada en la novela de Nick Hornby, John Cusack da vida a Rob, propietario de una tienda de discos de Chicago que, además de relatarnos en clave de lista de éxitos sus más sonados fracasos amorosos, se mete a productor de un grupo de fanáticos del monopatín que intentan chorizarle elepés -con muy buen gusto, por cierto- en su tienda de vinilos de coleccionista.

Casi al final de la película, en la gala de presentación del disco en la que va a actuar como telonero el grupo de uno de sus empleados, el histriónico Barry (Jack Black), tan radical que llega a echar de la tienda a cualquiera que se atreve a preguntar por cualquier bodrio comercial de radiofórmula, Rob, recién reconciliado con su chica, se teme lo peor: las excentricidades de Barry y los continuos cambios de nombre del grupo, a cual más absurdo y ridículo, le dan tan mala espina que cuando suena la primera canción, una versión de Let’s get in on de Marvin Gaye, se queda boquiabierto hasta que no puede evitar sumarse a las entusiastas palmas y bailes de la concurrencia. Una película ligera y agradable, mucho más que el triste final de este genio del soul.

Y de propina, otro tema de los muchos que aparecen en la película (incluido su autor, en una aparición que emula la de Bogart en el clásico de Woody Allen Sueños de un seductor): The river, de Bruce Springsteen.