39escalones en El eco de los libres, revista del Ateneo Jaqués

Desde el ámbito local al universal, con la libertad de expresión y la pluralidad como premisa, «El eco de los libres» -revista cultural del Ateneo Jaqués- estrena segundo número incluyendo un extenso dossier dedicado al Postismo, único movimiento vanguardista nacido en España, en el año 1945, fundado por Eduardo Chicharro, Carlos Edmundo de Ory y Silvano Sernesi; un «ismo» plástico-literario que, en plena dictadura franquista, tuvo la valentía y la modernidad de apostar por la libertad en la palabra para, posteriormente, ser censurado, ninguneado y ahogado por los más altos intereses de aquella España de posguerra gris y tenebrosa donde el incipiente Postismo representaba el más atrevido y luminoso destello de subsuelo. Además del citado dossier central, «El eco de los libres» conserva las secciones ya marcadas en aquel número inaugural que nació el pasado año y que definen al propio Ateneo Jaqués. Pues en la revista encontramos Literatura (poesía y relato), Arte, Fotografía, Periodismo, Artículos de variada temática, Memoria Histórica, Ámbito Social y Ciencia. Y es a través de estas secciones donde también encontramos el más marcado ámbito local de una revista nacida en Jaca pues, entre diversos universos, hallamos un estudio de Domingo Buesa sobre la presencia del Santo Grial en el Pirineo, una entrevista con el grupo folk aragonés Os Chotos, un artículo sobre el Hospital de Jaca y su plataforma ciudadana firmado por Mariano Marcén, una mirada en aragonés a la antropologia y la botánica por Rafel Vidaller, unas hermosas fotografías de rincones de Jaca obra de Gonzalo Jiménez  o una reseña sobre aquellos pastores que, en la primera mitad del siglo XX, tuvieron el valor de cambiar los pastos aragoneses y pirenaicos por las inabarcables llanuras norteamericanas, en un texto del escritor, realizador e investigador jaqués Carlos Tarazona. Pero un órgano de difusión cultural no debe estancarse en el localismo y por ello, a partir de este necesario ámbito regional, despega hacia la universalidad, desde la misma creación literaria -con textos inéditos de autores como Ángel Guinda, Emilio Gastón, José Gabarre, Elisa Berna o Iris Parra-, visitando el Hollywood de la época más dorada del cine (artículo de Alfredo Moreno) perdiéndonos por la Escocia oculta en un fascinante recorrido fotográfico guiados por la mano o el objetivo del pintor y fotógrafo Juan Luis Borra o adentrándonos en los sueños que mueven la mano de Pedro Sagasta sobre sus lienzos.

De cine y literatura, de elefantes y de surf.

Las de su salón eran, en expresión de Billy Wilder, las mejores butacas de California. John Huston, citado por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la época macarthista para ser interrogado, entre otras cosas, respecto a lo que allí ocurría, declaró que se trataba de una de las personas más hospitalarias y generosas que había conocido.

El hogar de Salomea Steuermann, Salka Viertel, en el 165 de Mabery Road, Santa Mónica, fue centro de acogida y encuentro de exiliados europeos, gente del cine e intelectuales de paso por Hollywood durante el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, algo así como lo que la mansión de Charles Chaplin (The House of Spain, en palabras de Scott Fitzgerald) supuso para los españoles que acudieron a la llamada de los grandes estudios para rodar talkies (las versiones de las películas en otros idiomas, práctica previa a la instauración del doblaje). Greta Garbo, Marlene Dietrich, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, André Malraux, Sergei M. Eisenstein, Billy Wilder, Sam Spiegel, Christopher Isherwood, Irwin Shaw, John Huston, James Agee, Katharine Hepburn, Norman Mailer… Todos ellos frecuentaron las tertulias dominicales en casa de los Viertel y se deshicieron en elogios cantando las alabanzas de su anfitriona, auténtica alma máter de aquella burbuja cultural surgida junto a las soleadas playas californianas.

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Berthold y Salka Viertel se instalaron en Hollywood atraídos nada menos que por B. P. Schulberg, entonces dueño de la Paramount, padre de Budd Schulberg, periodista y escritor célebre por ser autor del reportaje y la novela que dieron origen a La ley del silencio (Elia Kazan, 1954) y por ser la última persona que estuvo a solas con Robert Kennedy antes de su asesinato en 1968, y cuñado del agente de actores e intérprete Sam Jaffe, conocido por sus personajes en Gunga Din (George Stevens, 1939) o La jungla de asfalto (John Huston, 1950). Los Viertel formaron parte aquella oleada de profesionales y de intelectuales centroeuropeos que irrumpió en Hollywood en aquellos años, que tanto harían por el cine americano y que tan decisivos resultarían en el tránsito del mudo al sonoro. Ambos eran oriundos del Imperio austrohúngaro y pertenecientes al mundo de la cultura, la literatura, el teatro y el cine, Berthold como poeta y director cinematográfico y teatral, y Salka como actriz y guionista. Hija de un abogado judío, crecida en un ambiente acomodado, políglota y culto, Salka Steuermann comenzó su carrera de actriz a los 21 años, en 1910, y en Berlín, Viena, Dresde o Praga se codeó con Max Reinhardt, Bertolt Brecht, Oskar Kokoschka, Rainer Maria Rilke, Franz Kafka o su futuro marido, Berthold Viertel. Tras su llegada a Hollywood en 1928, Berthold trabajó para Paramount, Fox y Warner Bros. adaptando para el público alemán películas en lengua inglesa y colaborando con el maestro F. W. Murnau en los guiones de algunos de sus proyectos en América, como Los cuatro diablos (1928) y El pan nuestro de cada día (1930), antes de iniciar su propia carrera en Hollywood como director con un puñado de películas de las que la más estimables son las últimas, producidas en el Reino Unido, en especial Rhodes el conquistador (1936), epopeya protagonizada por Walter Huston (padre del guionista y director John Huston) sobre el famoso colonizador de África del Sur. Por su parte, Salka Viertel coescribió varios guiones y actuó en algunas películas (en general, talkies para el público alemán) como Anna Christie, adaptación de la obra de Eugene O’Neill en la que intervino junto a Greta Garbo. Precisamente, en 1931 fue Salka Viertel quien le presentó a Garbo a la escritora Mercedes de Acosta, con la que mantuvo una larga y accidentada relación sentimental.

Era lógico que al menos alguno de los tres hijos de la pareja, Hans, Thomas y Peter, se dejara imbuir del ambiente en que se movían sus padres. Peter, nacido en Dresde en 1920, heredó de ellos el compromiso con el cine y la literatura y también la querencia por una vida emocional algo más que agitada, la cual a su vez alimentaba sus propias actividades como guionista y narrador. Peter aparcaba su carrera de novelista para retomar su faceta de escritor de películas cuando las necesidades económicas apremiaban, en especial después de que su madre abandonara su carrera artística para recomponer un tormentoso matrimonio roto definitivamente en 1947. De este periodo es su primera colaboración con John Huston, habitual del salón de los Viertel (como su padre, Walter), en la película Éramos desconocidos (1949), una de las más ignoradas de la filmografía del director. Protagonizada por Jennifer Jones, John Garfield, Pedro Armendáriz, Gilbert Roland y un olvidado Ramon Novarro, trata de una conspiración para derrocar al tirano cubano Gerardo Machado. La importancia de este trabajo en la carrera de Viertel es que abre la conexión cubana con alguien que llegaría a ser en aquel tiempo y por varios años uno de sus mejores amigos, Ernest Hemingway.

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Graduado en 1941, Peter, que ya había escrito una primera novela, The canyon, a los 18 años y había colaborado, gracias a la amistad de Salka con David O. Selznick, en el rodaje de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), comenzó de inmediato a escribir para el cine, en concreto títulos como Sabotaje (Alfred Hitchcock, 1942) o el western Sin contemplaciones (Mark Robson, 1949). Tras el paréntesis que supuso la Segunda Guerra Mundial (se alistó en la Marina estadounidense para combatir a los japoneses en el Pacífico Sur antes de servir en Europa a la O.S.S., el antecedente de la C.I.A., gracias a su dominio del alemán), Peter siguió alternando la narrativa (su segunda novela, The line of departure, sobre sus experiencias bélicas, y la obra teatral The survivors, coescrita con Irvin Shaw, que Orson Welles quiso adaptar a la pantalla en los años sesenta para que la dirigiera su amigo Fernando Rey) con la escritura de guiones, que le reportó un encuentro y un reencuentro decisivos para su trayectoria: el encuentro, con el director Anatole Litvak, otro emigrado europeo, en el rodaje de Decisión antes del amanecer (1951); el reencuentro, con John Huston, que le pedirá ayuda para escribir los diálogos de La reina de África (1951), toda vez que el autor del guion, el escritor y crítico cinematográfico James Agee (otro parroquiano de la casa de los Viertel), no pudiera finalizar el encargo debido a sus problemas de alcoholismo.

La fama de Peter Viertel nace de un doble motivo. El paso a la posteridad de eso que tan pomposamente llamamos la historia del cine y de la literatura se lo debe a su mejor y más reconocida novela, Cazador blanco, corazón negro (1953), el relato de sus experiencias al lado de John Huston durante el rodaje de La reina de África llevado al cine con excelentes resultados por Clint Eastwood en 1990, después de que sucesivos tratamientos de guion (en manos de Burt Lancaster, James Bridges, Peter Bogdanovich o Burt Kennedy) hubieran pasado infructuosamente por media docena de despachos de Hollywood y de haberse barajado durante décadas múltiples repartos que terminaron en nada (Lee Marvin o Jack Nicholson, por ejemplo, para interpretar el papel de Huston). Por otro lado, suele citarse a Viertel como uno de los principales introductores del surf en Europa, desde luego mucho antes y más decisivamente que los Beach Boys.

Cecil Scott Forester, escritor británico nacido en El Cairo, publicó La reina de África en 1935. Dos años antes había aparecido su primer gran éxito, Orgullo y pasión, epopeya guerrillera durante la Guerra de la Independencia española (1808-1814) que en 1957 llevó al cine el productor-director Stanley Kramer, protagonizada por Cary Grant, Sophia Loren y Frank Sinatra; dos años después vería la luz la primera de sus obras sobre el navegante Horatio Hornblower, una saga sobre la marina británica en tiempos de Napoleón publicada a lo largo de veinte años, compuesta de una decena de novelas y media docena de relatos, también llevada al cine espléndidamente por Raoul Walsh en El hidalgo de los mares (Captain Horatio Hornblower, 1951). John Huston encontró en la novela de Forester aquello que hacía tiempo que andaba buscando, un proyecto que le permitiera rodar en escenarios auténticos, lejos del cartón piedra de los estudios de Hollywood, presentar su particular concepto de masculinidad, muy próximo al de Hemingway, basado tanto en la capacidad del hombre para enfrentarse y vencer a los desafíos de la vida en la naturaleza como en cierta misoginia (luego desmentida, o desmontada, en otras películas), defender su postura política ante fenómenos como el racismo o los procesos de descolonización de los viejos imperios europeos y, paradójicamente visto lo que vendría después, manifestar su hostilidad hacia la actitud depredadora del hombre blanco respecto al abuso de los recursos naturales. Huston de algún modo iba a convertir el proceso de filmación de La reina de África en una versión mejorada, y un tanto disparatada, de la visión idealizada de la vida como una aventura permanente que pretendía plasmar en su película.

Después de que James Agee, uno de los más reputados críticos cinematográficos de los años cuarenta, reconocido novelista y autor de guiones, fumador compulsivo y alcohólico nada anónimo, sufriera un ataque al corazón en mitad de su trabajo de escritura con Huston (faltaba encontrar una conclusión distinta a la de la novela de Forester, puesto que Agee y Huston estaban de acuerdo en darle un final feliz a la historia, y construir los diálogos a la medida del lucimiento artístico del reparto ya confirmado, Humphrey Bogart y Katharine Hepburn), el director recurrió a Peter y se lo llevó a Londres mientras la preproducción continuaba en Entebbe (la actual Uganda). La reina de África terminó siendo algo así como el producto artístico de un grupúsculo de la camarilla de Mabery Road en Santa Mónica: Sam Spiegel como productor, John Huston como director y coescritor y Peter Viertel ejerciendo de guionista remendón.

Para quien ha leído la novela y/o ha visto la película de Eastwood, las aventuras que rodearon la filmación de La reina de África son en buena parte conocidas: las dudas de Sam Spiegel sobre el proyecto, el mayor interés de Huston por adquirir escopetas de caza que por terminar el guion, su empeño de matar un elefante, el costoso traslado del equipo de rodaje a distintas localizaciones de las posesiones británicas en Kenia y Uganda y al Congo Belga, las presiones de la oficina Breen de Hollywood para hacer respetar en todo momento el código Hays, la escasez de agua potable y la inmunidad de John Huston y Humphrey Bogart a los trastornos estomacales sufridos por el resto del equipo gracias a su consumo de whisky como único líquido (a pesar de que Katharine Hepburn, ferviente antialcohólica debido a sus experiencias con Spencer Tracy, arrojó una buena cantidad de sus reservas al río), la labor de intendencia de Lauren Bacall, ‘Betty’, espléndida cocinera que hacía milagros con las latas de carne de cerdo, espárragos y alubias… Del diario de rodaje que Kate Hepburn llevó durante su periplo africano se extraen otras muchas anécdotas, algunas de ellas también trasladadas por Peter Viertel a la novela y por Clint Eastwood a la película: las inclemencias del tiempo, las invasiones de insectos y de reptiles, la malaria que afectó al equipo técnico (nueve de sus miembros fueron repatriados al Reino Unido), en especial al director de fotografía, el futuro director de películas Jack Cardiff, las repetidas ausencias de Huston para irse a cazar elefantes, la labor diplomática de Viertel, que al mismo tiempo que luchaba por acabar el guion servía de freno a las apetencias cazadoras de Huston, además de que sus intervenciones calmaban los ánimos de Bogart y Hepburn, pero también de Spiegel, ante cada plantón del director… Del libro de memorias de Huston, A libro abierto, en cambio, lo más relevante es una anécdota, seguramente falsa, sobre los cazadores contratados para abastecer de carne de antílope y mono al equipo de rodaje y la detención de uno de ellos acusado de haber provocado la desaparición de algunos vecinos de las aldeas cercanas que, se supone, habrían servido de “cerdos” o de “monos” en el puchero del rancho diario…

Harto de las tensiones, Viertel abandonó el rodaje sin terminar la película y regresó a Suiza, donde, tal vez para cauterizar las heridas abiertas en su maltrecha amistad con Huston, se lanzó a escribir Cazador blanco, corazón negro no sin antes cometer el error de retirar su nombre de los títulos de crédito de La reina de África, lo que le privó de la nominación al Óscar al mejor guion que sí obtuvieron John Huston y James Agee (acompañada de las de Hepburn a la mejor actriz, Bogart al mejor actor y de nuevo Huston al mejor director, aunque sólo Bogart consiguió el premio). Prudentemente, Viertel transformó los nombres de los personajes para evitar demandas por difamación pero después, comprobando lo inútil de tal intento de camuflaje en una historia de dominio público, buscó pseudónimos menos complicados: John Huston es John Wilson, y Peter Viertel es Peter Verrill. Los Bogart son los Duncan, y Kate Hepburn pasa a llamarse Kay Gibson. Ante su sorpresa, cuando Viertel voló a París, donde Huston rodaba Moulin Rouge, para enseñarle el manuscrito y ofrecerse a modificar aquellos aspectos que pudieran resultarle incómodos, el director no se mostró en absoluto molesto con su retrato en la novela; muy al contrario, se enorgullecía de verse convertido en personaje literario e incluso hizo aportaciones y sugerencias que Viertel incorporó al texto final. De hecho, este episodio zanjó las diferencias entre ambos, que retomarían su relación personal y volverían a colaborar juntos en los guiones de La burla del diablo (Beat the Devil, 1953) y El hombre que pudo reinar (The man who would be king, 1975). Del resto de implicados sólo Sam Spielgel se opuso a la publicación del libro y exigió cambios que suavizaran su perfil en la historia, especialmente el mal carácter y la escasa inteligencia con las que aparecía reflejado.

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La traducción a varios idiomas y el éxito de ventas no proporcionó a Viertel el crédito necesario para vivir de la literatura. Su madre, con su carrera cortada de cuajo y su reputación puesta en entredicho, no recibía ingresos regulares. Además, Peter se vio inmerso en el proceso de divorcio de su primera esposa, Virginia Ray (curiosamente antes había estado casada con Budd Schulberg), apodada ‘Jigee’, y que tan importante había para Peter durante su estancia africana y en el proceso de redacción de la novela. El resultado fue que tuvo que volver a escribir para el cine, y lo hizo de la mano de un viejo conocido, Ernest Hemingway (su amistad se había fortalecido en 1953, cuando Viertel acompañó al escritor en su primer viaje a España tras la guerra civil), en las adaptaciones a la pantalla de dos de sus obras, Fiesta (The sun also rises, Henry King, 1957) y El viejo y el mar (The old man and the sea, John Sturges, 1958), ambas maltratadas por sus respectivos productores y convertidas en monumentales fiascos para la 20th Century Fox y la Warner Bros., respectivamente. En 1959, Viertel se reencontró con el segundo, tras Huston, de los cineastas fundamentales en su vida, el ucraniano Anatole Litvak, con el que había trabajado en Decisión antes del amanecer (1951). Litvak lo reclamó para ayudarle con los diálogos de Rojo atardecer (The journey, 1959), pero Viertel obtuvo bastante más que un trabajo: allí conoció a Deborah Kerr, con quien contrajo matrimonio meses después. Peter Viertel siguió trabajando con Litvak –Un abismo entre los dos (Le couteau dans la plaie, 1962)– y con Huston, con el que se reconcilió definitivamente durante el rodaje de La noche de la iguana (The night of the iguana, 1964), en la que actuaba Kerr.

De nuevo en Suiza, Peter redujo su actividad cinematográfica, salvo en lo referente a su esposa, y se concentró al fin en su carrera novelística. El primer resultado, Love is bleeding, es una aproximación a la realidad española del momento que trasluce cada vez más interés y afecto por el país y sus circunstancias. Nunca publicada en España por su alto contenido crítico con la dictadura franquista, la novela hacía un minucioso y original recorrido por las experiencias vividas por Viertel en el seno de la cuadrilla de Luis Miguel Dominguín por las plazas de toros del país. Esta progresiva atracción por lo español hizo que los Viertel se mudaran definitivamente a Marbella, donde la muerte les sorprendió a ambos en 2007, con apenas semanas de diferencia. Fue allí, en Marbella, en una especie de reproducción a escala del hogar construido por los Viertel en Santa Mónica, donde Peter escribió otras novelas a caballo entre su procedencia norteamericana y su querencia por España, American skin y Loser deals, y donde tuvieron lugar las entrevistas con Clint Eastwood para la gestación de Cazador blanco, corazón negro, la película que da testimonio de la mayor y más importante aportación de Peter Viertel a la literatura y el cine.

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La construcción de una comunidad: el cine refunda América.

Artículo de un servidor en El eco de los libres, revista del Ateneo Jaqués, que se presenta en Zaragoza este jueves 29 de septiembre, a las 19:30 horas, en la sala «Mirador» del Centro de Historias de Zaragoza (Pza. San Agustín, 2). Intervendrán Marcos Callau (del tinglado del Ateneo), Raúl Herrero (editor, poeta, narrador, dramaturgo, pintor y artista polivalente), y un servidor (que hace lo que puede, y mal).

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La construcción de una comunidad: el cine refunda América.

Poco tiempo después del estreno de Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971), la reputada crítica cinematográfica Pauline Kael definía la película desde su tribuna de The New Yorker como “un decidido ataque contra los valores democráticos”. Y concluía su análisis en estos términos: “cuando ruedas una película con Clint Eastwood, desde luego quieres que las cosas sean simples, y el enfrentamiento básico entre el bien y el mal ha de ser lo más simple posible. Eso hace que esta película de género sea más arquetípica que la mayoría, más primitiva, más onírica. El medievalismo fascista posee el atractivo de un cuento de hadas”. Kael, que en los años setenta logró rehabilitar junto a Andrew Sarris la crítica cinematográfica, que por entonces (como hoy) había quedado subsumida en la deliberada y falsa identificación que los saldos de taquilla establecían entre lo más visto, lo más vendido y el cine de mejor calidad, convirtiendo a los críticos en meros corifeos de los publicitarios de los estudios, en aquellos años desarrolló un tremendo poder mediático de consecuencias ambivalentes. Por un lado, desempeñó un destacado papel en el descubrimiento de talentos como Martin Scorsese (su retórica sobre Malas callesMean streets, 1973- contribuyó a fijar los lugares comunes sobre cuya base se ha juzgado históricamente el cine de Marty hasta el día de hoy, el momento en que está encadenando sus peores películas); por otro, sin embargo, hizo alarde de una extrema miopía a la hora de valorar obras como la de Siegel o trayectorias completas de clásicos como John Ford, al que Kael aplicaba sistemáticamente un discurso similar que a Harry el sucio, como también lo hizo posteriormente respecto a las películas que dirigiera Clint Eastwood, en especial sus westerns. Kael, más temperamental, vehemente y llena de prejuicios que Sarris, y cuya egolatría la hizo tomar conciencia de su propio poder para usarlo indiscriminadamente en la consecución de sus objetivos particulares, terminó por perder el norte, dar rienda suelta a filias y fobias personales y ponerse al servicio interesado de estudios y productores a la hora de promocionar o atacar a determinados títulos, directores o intérpretes. No obstante, con el tiempo el cine de John Ford y de Clint Eastwood ha crecido al margen de los caducos comentarios destructivos de Kael, cuyo protagonismo, por otra parte, en el conjunto de la crítica cinematográfica de la década de los setenta, y especialmente en la era del Nuevo Hollywood, es asimismo innegable, como también lo es la huella que ha dejado en el oficio.

La puesta en el mismo saco por parte de Pauline Kael, por reduccionista y obtusa que sea, de las películas de John Ford y Clint Eastwood no es en modo alguno casual, ya que sus filmografías poseen abundantes y cruciales puntos en común más allá de la superficialidad de anotar la querencia de ambos por el western, el género americano por antonomasia. Sabida y reconocida es la influencia en el cine de Eastwood como director de sus mentores Sergio Leone y Don Siegel (en su cima como cineasta, Sin perdónUnforgiven, 1992-, él mismo lo hace constar expresamente en su dedicatoria del filme), pero no menos importante es la asunción por Eastwood de determinados planteamientos técnicos y temáticos profundamente fordianos. En primer lugar, y de forma no tan fundamental, en cuanto al control del material a rodar. John Ford, como prevención ante las cláusulas contractuales que otorgaban a los estudios la opción prioritaria sobre el montaje final de sus películas, desarrolló una infalible estrategia que le permitía dominar sus proyectos de principio a fin, consistente en rodar apenas el material estrictamente necesario para construir la película en la sala de montaje conforme a su concepción personal previa, sin la posibilidad de que la existencia de otro material extra descartado pudiera permitir nuevos montajes más acordes con la voluntad de los productores, los publicitarios o el público más alimenticio. Esto implicaba desplegar gran pericia técnica y maestría en la dirección, puesto que suponía filmar muy pocas tomas, prácticamente las imprescindibles para montar el metraje ajustándose al guión, con los riesgos que eso conllevaba pero también con los beneficios que suponía para el cumplimento de los planes y los presupuestos de rodaje, quedándose por debajo de los costes previstos en la gran mayoría de ocasiones. A cambio, John Ford obtenía justamente lo que buscaba: que su idea de la película fuera la única posible de componer en la sala de montaje; que con el material disponible no pudiera montarse otra película que la suya. Ford desarrolló esta costumbre incluso en sus trabajos para su propia productora, Argosy (fundada junto a Merian C. Cooper, uno de los codirectores de King Kong -1933-, tras la Segunda Guerra Mundial), aunque en este caso las razones económicas pesaban tanto como las creativas. Clint Eastwood adoptó desde el primer momento la misma resolución, a pesar de ejecutar sus proyectos dentro de los parámetros de su propia compañía, Malpaso, lo mismo que otros cineastas, de tono y temática diametralmente opuestos como Woody Allen, a fin de mantener el control de la producción y de obtener resultados acordes a las propias intenciones.

Pero la influencia de Ford va más lejos, y resulta más determinante, en los aspectos temáticos que en los técnicos, en los que la presencia soterrada de Don Siegel o Sergio Leone es mucho más decisiva. Al igual que Ford, en los westerns de Eastwood (lo que propicia la validez para ambos de la acusación de fascismo proveniente de críticos y espectadores miopes), pero también en algunos de sus dramas y cintas de acción, el director se limita en la práctica a desarrollar un único tema principal, que no es otro que la fundación y la construcción de una comunidad libre por parte de un grupo de individuos de diversa procedencia, nivel económico y condición social, con una serie de subtextos secundarios pero no menos importantes, como la falta de respuesta o de asistencia por parte de las autoridades a las necesidades reales de los ciudadanos y a sus demandas de justicia, libertad y derechos, y al desarrollo por parte de estos ciudadanos de mecanismos alternativos que suplan la desatención o el abandono o la indolencia que sufren por parte de sus responsables políticos. De este modo, ambos reflejan la realidad de cierta América idealizada, la de los peregrinos y los pioneros, a la vez que se manifiestan contra la incompetencia, la iniquidad o la corrupción de determinados poderes norteamericanos, es decir, al mismo tiempo que ofrecen el retrato de una América para nada ideal. Puede parecer llamativo atribuir estas intenciones a Ford, el gran cronista cinematográfico de la historia de los Estados Unidos, el gran patriota norteamericano, con un desaforado amor por la tradición, los rituales de comunidad y, hasta cierto punto, el militarismo, o a Eastwood, la encarnación del “fascista” Harry Callahan, ambos, Eastwood y Ford, simpatizantes –militantes incluso- del partido republicano, guardián de los postulados más conservadores de la sociedad americana. Pero esa precisión, a todas luces real, ayuda también a explicar en parte el contraste que supone la actitud de abierta oposición a la caza de brujas que, pese a sus inclinaciones republicanas, mantuvo Ford ante el maccarthysmo, así como el hecho de que Eastwood contara para Mystic River (2003) con dos de los actores, Sean Penn y Tim Robbins, demócratas confesos, que por entonces estaban sufriendo las iras mediáticas de la administración de George W. Bush y sus medios de comunicación afines (como el emporio Fox) a raíz de su postura pública sobre la invasión de Irak, y que fueron premiados con sendos Óscares por sus interpretaciones. Continuar leyendo «La construcción de una comunidad: el cine refunda América.»