Música para una banda sonora vital – Antón García Abril

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El aragonés (de Teruel) Antón García Abril es una figura fundamental en la música para cine y televisión en España. Esta faceta es posiblemente la menos importante en una carrera que atesora obras orquestales, música de cámara y obras vocales, una prolífica trayectoria que incluye la composición del Himno Oficial de Aragón por encargo de las Cortes aragonesas, pero seguramente es la que le ha proporcionado una mayor popularidad entre el gran públco. En su haber, casi dos centenares de títulos de películas y series de todo género, época y condición, entre ellas esos famosos dabadabas propios de las ligeras comedias de los años sesenta dirigidas por Pedro Lazaga, Sor Citroën (1967) y El turismo es un gran invento (1968) y sus inefables Buby girls

Probablemente (bueno, seguro) estas piezas no son una muestra representativa de la auténtica calidad de su trabajo. Para acercarse a la verdadera medida de su valía, nada mejor que escuchar al propio García Abril y quedarse con una de sus partituras más conocidas, una de esas que se inserta en el ADN de los españoles de cierta edad como parte de sus recuerdos, de su nostalgia, de propia vida. Tal es el poder de la música de los más grandes.

Una de Basil Holmes y Nigel Watson: Sherlock Holmes frente a la muerte (Roy William Neill, 1943)

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Mucho antes de que el insípido Guy Ritchie confeccionara sus mamarrachadas sacrílegas con los inmortales personajes de sir Arthur Conan Doyle, el atípico director Roy William Neill dirigió nada menos que catorce películas entre 1939 y 1946 basadas en las aventuras de Sherlock Holmes y el doctor Watson, en todos los casos protagonizadas por la más inolvidable dupla de intérpretes que jamás los ha encarnado, en pantalla grande o pequeña: Basil Rathbone (con permiso de Peter Cushing, que no le anda lejos) y Nigel Bruce [Nuestro aplauso, en todo caso, para la BBC por su respetuoso tratamiento del universo holmesiano en su reciente actualización televisiva, tanto o más próxima a la naturaleza de las andanzas detectivescas de la pareja que la serie ochentera de Granada TV].

Roy William Neill es un director curioso. En su haber, más de cien películas entre Gran Bretaña y Estados Unidos, más de un tercio de ellas en el periodo mudo, y casi siempre dentro de los géneros de intriga y suspense, terror o aventuras. Algo que parecía venirle impuesto desde su nacimiento: venido al mundo como Roland de Gostrie e hijo de un oficial de la marina mercante, Neill nació en un barco en plena travesía, cerca de las costas de Irlanda. A pesar de una obra tan prolífica, su posteridad cinematográfica se ha debido principalmente, casi podría decirse que únicamente, a la serie de películas de Holmes y Watson. Sus rasgos distintivos como cineasta son una gran eficacia narrativa (películas por lo general, muy breves, que no superan casi nunca la hora y media de metraje, o que a veces incluso sobrepasan por muy poco la hora, pero tratadas con excelente ritmo y pulso), un cuidado extremo por la puesta en escena, con rodajes muy económicos y ajustados a los planes de trabajo y un talento muy notable para la creación de atmósferas de misterio y suspense. En sus adaptaciones de Conan Doyle, en particular, tiende a simplificar la psicología de los personajes, especialmente la de Watson, al que reduce a la caricatura que se ha hecho más popular, la de una mente sencilla, llana, destinada únicamente a admirar la capacidad de deducción de su amigo y a ofrecerle ayuda «material», contribuyendo así decisivamente a que la memoria sentimental colectiva de millones de lectores haya identificado a Watson con su caracterización y su estética cinematográficas. Neill, además de dotar a las historias del consabido humor inglés, repleto de sarcasmos, ironías y diálogos y réplicas chispeantes, también suele conservar el hilo general de las historias conforme a los relatos de Conan Doyle, si bien en no pocas ocasiones introduce notables variaciones, a veces de tipo narrativo por una mera cuestión de eficiencia cinematográfica, y  en ocasiones a raíz de otra de sus características como adaptador holmesiano: retrasa temporalmente el contexto en el que tienen lugar las aventuras de sus protagonistas para acercarlos a la actualidad de los años treinta y cuarenta. De hecho, a menudo el cuerpo central del relato literario se altera convenientemente para ajustarlo a la realidad histórica y política del momento del rodaje, introduciendo tramas de espionaje o resonancias bélicas propias de la Segunda Guerra Mundial. Como resultado de todo este proceso de traslación que, sin embargo, a diferencia de Guy Ritchie, captura y mantiene la esencia de la creación de Conan Doyle, hay de todo: cintas coyunturales y modestas pero también películas excelentes como La garra escarlata (Sherlock Holmes and the scarlet claw, de 1944 o, del año siguiente, El caso de los dedos cortados, también titulada Sherlock Holmes y la mujer de verde (The woman in green), importante, además, porque supone la culminación -completamente alejada del original literario- de la relación Holmes-Moriarty. A medio camino entre una y otra, esta Sherlock Holmes frente a la muerte (también llamada Sherlock Holmes desafía a la muerte o, simplemente, Desafiando a la muerte), adapta a su manera el relato titulado El ritual de los Musgrave.

De inmediato captamos las diferencias entre el relato original, que constituye uno de los fracasos de Holmes como detective, y la adaptación cinematográfica: el misterio básico se mantiene, el ritual que un antepasado de los Musgrave, contemporáneo del rey Carlos II, impone a sus descendientes en el momento de cumplir la mayoría de edad, y que consiste en la lectura de una fórmula escrita en un viejo pergamino que en realidad oculta un secreto de signo monetario y de incalculable valor. Continuar leyendo «Una de Basil Holmes y Nigel Watson: Sherlock Holmes frente a la muerte (Roy William Neill, 1943)»

El desmitificador: Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991)

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La acusada impersonalidad de Ridley Scott como cineasta viene normalmente acompañada de un empeño ansioso y desmesurado, coreado por parte de la prensa «especializada», por ser considerado autor, como si la categoría de director comercial no le bastara y deseara verse a sí mismo dentro del particular Olimpo que para muchos supone ser catalogado como «artista». De ahí que en su cine se perciban fundamentalmente dos características: la primera, una notable falta de capacidad para articular un universo creativo propio y, como resultante de ello, la necesidad de tantear aquí y allá en los distintos géneros sin insertarse en ninguno y de acudir repetidamente a fuentes ajenas con las que elaborar una arquitectura temática, narrativa y dramática pretendidamente particular; la segunda, un esteticismo -que no estética- que basa su fuerza en los efectismos, en «marcas de identidad» visuales que se repiten una y otra vez de película a película, entre tonos y géneros de lo más dispar, y que, carentes por lo general de sentido narrativo, de valor simbólico, metafórico o artístico alguno (por no hablar de puesta en escena), suelen quedarse en eso, en mero entorno decorativo, simple escenario aséptico que permita al espectador identificarle, reconocerle allí donde la fuerza de sus historias carece de todo punch y donde acusa la falta de coherencia y la solidez de un discurso propio . En ocasiones, esto le resulta suficiente: el público generalista a menudo acoge con benevolencia y agrado sus propuestas, por más demenciales que éstas puedan ser a veces. Por lo común, en cambio, y más allá de sus primeros aciertos, siempre mezcla de elementos ajenos -los duelos a espada de Joseph Conrad, la mixtura entre ciencia ficción y cine de terror o cine negro de los años 40- sus obras, en conjunto, se acercan más al trabajo videoclipero de su desafortunado hermano Tony que a la trayectoria de un cineasta de empaque.

Ejemplar en este sentido es Thelma & Louise (1991), una de sus más celebradas  películas y, probablemente, la mejor recibida después del estupendo periodo inaugural del director (del 77 al 82) a pesar de resultar profundamente esquemática, facilona y superficial, o por eso mismo. A ello han contribuido, y no poco, ciertos planteamientos de corte feminista que, sorprendentemente, ven en la película un vehículo apropiado para la reivindicación de sus, por lo común, justas y convenientes reclamaciones, sin que, bien mirado, haya excesivas motivaciones para ello durante los 127 minutos de metraje. Pero, más allá de postulados propagandísticos cogidos muy por los pelos, la película no deja de ser una traslación canónica y previsible, como en cualquier road movie que se precie, de la idea de viaje como metáfora del proceso de aprendizaje, conocimiento y liberación física y mental de los personajes respecto a ellos mismos, en interacción mutua y frente al mundo que los rodea. Una fórmula, en el caso de Scott, que le vale para creer que con eso ya tiene suficiente para terminar de montar una historia, cuando en realidad se trata únicamente de un planteamiento que no llega a desarrollar con acierto.

En este caso, el punto de partida viene establecido por el deseo de dos mujeres -Thelma (Geena Davis), una chica sencilla y algo ingenua casada con un auténtico bicho, un tipo violento y rudo que la ningunea, la esclaviza y la maltrata, de obra y de pensamiento, y Louise (Susan Sarandon), más veterana y sabia, que mantiene una relación satisfactoria con un tipo que la comprende y la apoya (Michael Madsen) pero cuyas coordenadas de vida, un día a día prisionero entre la casa y el trabajo en una hamburguesería, la ahogan sin cesar- de permitirse una escapada de ese mundo estrecho y gris que las atenaza. En el descapotable de Louise, parten para regalarse unos días de descanso, tranquilidad y comprensión mutua. Pero algo se tuerce: en una parada en un bar de carretera, un vaquero fanfarrón, machista y tosco, una fotocopia del marido de Thelma en realidad, después de tontear juntos en la pista de baile intenta violarla en el aparcamiento, y la temperamental Louise lo mata de un disparo. De este modo, la inocente escapada de fin de semana se convierte en una huida urgente con una única -porque así lo quiere, y por nada más, el guión de Callie Khouri- resolución posible, mientras que, por un lado el marido de Louise, y por otro el agente del FBI encargado del caso (Harvey Keitel), intentan, respectivamente por afecto conyugal y por sincera simpatía con las fugitivas y una honda comprensión de sus motivaciones, que las cosas se reconduzcan. Ahí radica la principal objeción a la «lectura» feminista del film: Continuar leyendo «El desmitificador: Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991)»

Ese otro cine español: A un dios desconocido (Jaime Chávarri, 1977)

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El cine español, mal que les pese a algunos, sigue siendo, en conjunto, en términos históricos y tomado al peso, una de las principales, de las más importantes y estimables cinematografías del mundo. Aunque en La1 de TVE no se enteren y sigan programando cine franquista los sábados por la tarde (y no digamos ya en el resto de canales televisivos generalistas, donde, excepto las novedades de estreno en televisión de los últimos dos o tres años que esos canales están obligados a producir por ley, y por tanto a difundir como materia de negocio para recuperar la inversión, ningún cine español tiene cabida a excepción de, como siempre, La2, en canal temático de las excepciones), y a pesar de que la comparación, por ejemplo, entre los títulos con más candidaturas y galardones en los últimos premios Goya y cualquiera de las cuatro películas finalistas en la categoría a mejor película europea debería hacernos enrojecer de vergüenza, lo cierto es que la cinematografía «nacional», o como se llame ahora, atesora una buena cantidad de joyas que, en general, permanecen ocultas al gran público por culpa de la torpeza, la miopía, el desinterés o la imbecilidad manifiesta de quienes tienen las posibilidades de programarlo y, cuando esto ocurre debido sin duda a algún accidente, de quienes deberían o deberíamos verlo (uno se encuentra no pocas veces con absolutos cretinos que se niegan a ver cine español -entendido en sentido amplio, autonomías más o menos díscolas incluidas- por su origen, sin más; la estupidez en forma de prejuicio es universal e inagotable). Una de estas pequeñas gemas es A un dios desconocido (fantástico título, por cierto), dirigida por el irregular (como casi todos los directores de su generación) Jaime Chávarri en 1977.

Una película sin duda valiente, estilosa y curiosa, por su tema (o, mejor dicho, sus temas) y por su tratamiento, en particular la pericia con la que Chávarri logra construir con solidez una obra más que estimable a pesar de no contar con una línea argumental clara, con una trama sometida a las reglas de principio, nudo y desenlace. Producida por Elías Querejeta, con guión escrito a medias con el propio Chávarri, la historia se concentra en dos momentos temporales. El primero de ellos en Granada, en el mes de julio de 1936: José es el hijo del jardinero de la casa de los Buendía, amigos de la familia García Lorca (de hecho, Federico comparte a menudo juegos, siestas y melodías de piano en los jardines de los Buendía). Junto a Pedro (José Joaquín Boza) y Soledad (Ángela Molina) suele recorrer los jardines, o refugiarse en ellos, o transitar de noche por las distintas estancias de la casa. Una de esas noches, Pedro, que hace a todo, después de haber seducido a Soledad, hace lo propio con el joven José… Otra noche, un grupo de hombres trajeados y armados con escopetas, cuyas implicaciones resultan ignoradas por los jóvenes, que viven al margen de la política y de los sucesos del país, penetra en el jardín en busca del padre de José, que intenta huir, pero es asesinado. El segundo momento temporal traslada al espectador al presente (del 77): José (un inmenso Héctor Alterio, premiado en San Sebastián por su interpretación), de profesión mago, homosexual de cincuenta años cumplidos, hace un alto en sus espectáculos para regresar a Granada. Una fuerza imperiosa le lleva a hacer el viaje, a reencontrarse con Soledad (Margarita Mas) y recuperar el recuerdo de aquellos años, una vez que Federico y Pedro ya hace tiempo que han muerto. Al mismo tiempo, José comparte en Madrid estas memorias sentimentales con Mercedes (Mercedes Sampietro), y especialmente, aunque de manera truncada, interrumpida, anhelante incluso, con su amante Miguel (Xavier Elorriaga), un hombre algo más joven con aspiraciones políticas en un momento clave de la transición y con el que no termina de solidificar su relación debido a una tercera persona, Clara (Rosa Valenty), con la que Miguel parece mantener una estrecha amistad, si no algo más. El resto de la vida de José, solitaria y triste, lo ocupan su vecina del piso de abajo, Adela (María Rosa Salgado) y su hijo adolescente, y su compañera de espectáculo, Ana (Mirta Miller), que le sirve de asistente y ocasional objeto de sus mágicos trucos.

La película no se limita a hacer memoria nostálgico-crítica del pasado político-social reciente en España, como es común mayoritariamente en el cine producido por Querejeta en aquellos años, sino que al mismo tiempo expone con desnudez y mirada compasiva la soledad absoluta de un hombre desorientado, perdido, de futuro incierto, que busca precisamente en su pasado personal sus propias huellas, pistas que le permitan averiguar quién es y hacia dónde va (magnífica la sugerencia de ese tren eléctrico en miniatura que ocupa una habitación entera de la casa de José, y que, puesto al límite de velocidad por este mientras realiza su circuito cerrado, una curva sin principio ni final, termina por descarrilar). Continuar leyendo «Ese otro cine español: A un dios desconocido (Jaime Chávarri, 1977)»

Berlanga cruza el charco: La boutique (1967)

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Dentro de la filmografía del maestro Luis García Berlanga, La boutique, igualmente titulada Las pirañas (1967), constituye uno de sus films menos valorados y reconocidos, a pesar de que contiene buena parte de las notas características de su cine y a lo largo de su escasa hora y media de metraje abundan los momentos de humor ácido e irreverente, sobre todo respecto a los convencionalismos sociales pequeñoburgueses. Quizá porque se trata de una coproducción con Argentina rodada en exteriores bonaerenses, en un tiempo en que estos intercambios eran mucho menos frecuentes, en España la cinta ha quedado subordinada a otros títulos del director mucho más populares o ligados al imaginario colectivo español, pero se trata de una película estimable cuyo visionado proporciona una aproximación distinta pero igualmente satisfactoria al universo berlanguiano. No puede ser de otra forma siendo responsables de su guión tanto el director como el grandísimo Rafael Azcona.

Buenos Aires. Ricardo (Rodolfo Bebán), un modesto hombre de negocios que es socio de una empresa del sector naval, vive un matrimonio gris y anodino con su joven y bonita esposa Carmen (Sonia Bruno). Por eso emplea la mayor parte de su tiempo libre en las carreras de coches (su coche particular va permanentemente decorado con los logotipos, dorsales y anuncios que luce en las carreras) y con algún que otro affaire a espaldas de su mujer. Carmen se aburre en casa, y en los momentos que pasa junto a Ricardo, éste acusa los esfuerzos desempeñados en todas sus otras actividades y se muestra cansado, hastiado o, directamente, se duerme (magnífica secuencia la del cine, donde Ricardo se dispone a dar una cabezada sobre el hombro de su vecino de butaca, un señor que devora su pastelillo de chocolate y que no es otro que el propio Berlanga). Pero Luisa (Ana María Campoy), la madre de Carmen, que se huele la tostada de lo que pasa, idea un plan para que el matrimonio de su hija salga a flote: le cuenta a Ricardo que Carmen sufre una enfermedad incurable y que le queda poco tiempo de vida, y que, por tanto es su deber como marido «endulzarle» sus últimos meses prestándole atención, mimándola, obedeciendo todos sus caprichos y haciéndola lo más feliz posible. Ricardo deja sus líos y quita tiempo a su trabajo para dárselo a Carmen, que asiste extrañada a la metamorfosis, pero que se aprovecha de ella. Para que cumpla su sueño y viva entretenida sus últimos meses, Ricardo accede a empeñarse hasta las cejas para abrir una ‘boutique’ que ella regentará, y ese no es más que el principio de sus problemas: no sólo empiezan a acumularse las deudas, los impagos y las letras protestadas, algunas tan absurdas como la operación a la que Carmen se somete para aumentarse el tamaño del busto, sino que Carmen empieza a flirtear con el decorador que ha supervisado el montaje de la tienda, un tipo culto, educado, sofisticado, con dinero (es decir, todo lo que ha Ricardo le falta). Cuando comprueba que ella empieza a frecuentarlo demasiado, incluso mintiéndole, Ricardo desarrolla una doble actitud: por un lado, la sigue, obsesivo, patológicamente celoso, mientras que por otro pone sus ojos en Piti (Marilina Ross), la joven dependienta de la tienda, a la que se propone seducir. Enterada Carmen del equívoco provocado por su madre, y dispuesta a seguir aprovechándose de él para sujetar a su lado a Ricardo de por vida, a éste no se le ocurre otra solución que idear un crimen infalible, perfecto…

Este planteamiento de comedia negra, repleta de sarcasmos e ironías aunque más convencional, alejada de las cintas corales y los famosos planos-secuencia superpoblados, una de las vertientes más celebradas del cine de Berlanga, sirve al director y a Rafael Azcona para presentar uno de sus temas favoritos, la observación de los rituales matrimoniales de la clase media, especialmente sus vicios y debilidades, Continuar leyendo «Berlanga cruza el charco: La boutique (1967)»

Parada en ‘Marty’ (Delbert Mann, 1955)

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El autobús de la una y media

A fuerza de hablar de amor, uno llega a enamorarse. Nada tan fácil. Esta es la pasión más natural del hombre.

Blaise Pascal

Un tipo tosco y grandullón cruza la calle sin mirar. De día no podría haber puesto ni la punta del pie en el asfalto sin que una catarata de coches se le viniera encima, pero de madrugada, aunque sea sábado, en el barrio todos duermen. O casi todos, porque Clara acaba de llegar a casa y esta noche va a tardar lo suyo en conciliar el sueño. Nuestro hombre camina a grandes pasos, con las manazas en los bolsillos y la americana de su traje azul sin abotonar, dejando oscilar la corbata a los lados de su prominente estómago con cada zancada, cada una más larga y rápida a medida que se acerca a la parada del autobús. Es tarde, llegará a casa pasadas las dos y ha de madrugar mañana para recibir a su tía Catherine, que va a instalarse con él y con su madre en la vieja casa familiar, e ir después todos juntos a misa de diez. Pero para nuestro hombre todavía es temprano: llevaba demasiados años esperando este momento y cuando por fin ha llegado no parece que la espera haya sido tan larga y cruel. Su dentadura irregular dibuja una sonrisa ingenua y pícara. Incapaz de contener la energía que se desborda en su interior, empieza a dar vueltas arriba y abajo de la parada del autobús hasta que no puede más, golpea de un manotazo la chapa metálica y salta a correr entre el tráfico de la avenida gritando en busca de un taxi que le lleve a casa lo antes posible. Aunque no tiene sueño, y tanto él como quienes le observan saben que no va a pegar ojo en toda la noche…

Puede que esta secuencia de Marty (Delbert Mann, 1955) sea una de las manifestaciones de pura alegría mejor logradas en una película. Sin palabras, a través de los torpes movimientos de un actor demasiado grande y de modales ásperos, Ernest Borgnine, probablemente el principal exponente de esbirro del cine clásico –pérfido sargento en De aquí a la eternidad (From here to eternity, Fred Zinnemann, 1953), forajido en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), matón presuntuoso en Conspiración de silencio (Bad day at Black Rock, John Sturges, 1955) o fiel escudero de Pike (William Holden) en Grupo salvaje (The wild bunch, Sam Peckinpah, 1969), entre muchas otras-, poco acostumbrado por tanto a encarnar a idealistas héroes románticos, Mann consigue trasladar al espectador la sensación de un estado de euforia íntimo y no obstante compartido y comprendido por todos. No es para menos: durante la hora anterior Marty, un carnicero de Brooklyn tímido y bonachón bien entrado en los treinta al que todo el mundo recuerda que ya debería estar casado y tener familia como sus hermanos pequeños, no ha hecho sino lamentarse por no haber podido encontrar el amor y proclamar su decisión de no pensar más en ello, de no volver a interesarse por ninguna chica para que evitar que le hagan daño, para no sufrir nunca más. Y de repente, una noche de sábado, cuando pensaba quedarse en casa viendo la tele con Angie (Joe Mantell) tomando unas cervezas, todo ha cambiado. En un salón de baile al que ha ido para no desairar a su madre ha conocido a una chica (Betsy Blair) no muy guapa, cierto, pero sencilla, dulce y agradable que, aunque ha estado a punto de echarlo todo a perder cuando ha intentado besarla, parece encontrarse a gusto en su compañía y quiere ir con él al cine mañana. A diferencia de otras veces y de otras chicas que se han limitado a emplear la diplomática fórmula de una prometedora nueva cita futura para quitarse de encima a un pelmazo, Clara parece sentirlo en serio. Se lo ha dicho en casa, cuando han hecho un alto para coger dinero y cigarrillos, y se lo ha repetido ante el portal, cuando no se han atrevido a besarse y se han despedido como viejos conocidos, dándose la mano. Ha quedado en llamarla después de misa. Es para correr, como poco, tras un taxi.

La escena puede considerarse una versión estática y en seco de otra de las mejores manifestaciones de alegría que ha dado el cine en toda su historia: Don Lockwood (Gene Kelly), estrella del cine mudo, acaba de acompañar a casa a la dulce Kathy (Debbie Reynolds) y justo entonces comprende que está enamorado, que toda la fama, el éxito y el dinero que disfruta no le sirven de nada sin ella. Obviamente, la exaltación de su amor no puede ser otra que el más inolvidable número musical de todos los tiempos, la mayor píldora de vitalidad y de optimismo jamás filmada, un derroche de magia y fuerza que ni todos los efectos especiales inventados o por inventar podrían emular ni en mil años. Pero claro, en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), todo es posible. De todos modos, mejor que el pobre Marty se haya limitado a perseguir un taxi porque en materia de baile tiene dos pies izquierdos. A él le resulta suficiente un gesto mecánico que encierra buena parte del valor que pretende transmitir la escena. En la reacción de Marty hay dos planos, el aparente, su incontenible euforia, el poder de una pasión recién nacida, el nerviosismo, la evacuación de una tensión acumulada durante años de fracasos y decepciones, y el subliminal, el detalle de tomar un taxi para volver a casa cuando apenas unos minutos antes advertía de que apenas tenía tres pavos en el bolsillo y cuando se debate en la duda de si comprar el negocio a su jefe, para lo cual necesita un crédito de ocho mil dólares y ahorrar todo lo que pueda para una hipoteca de setenta verdes al mes. En la cotidiana sencillez de tomar un taxi en vez de esperar al autobús Marty demuestra que las preocupaciones económicas acaban de pasar a un segundo plano, que Clara asciende el último escalón al pódium, y quizá también que necesita a alguien a quien contarle todo eso antes de acostarse; el taxista resulta mucho más indicado que el barman, además de cobrar por escuchar, te lleva a casa y no te levantas con resaca a la mañana siguiente. Y también es más elegante que, como el teleñeco Tom Cruise en Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), berrear en plan energúmeno el estribillo de Free Fallin’ de Tom Petty mientras aporrea el volante del coche. Continuar leyendo «Parada en ‘Marty’ (Delbert Mann, 1955)»

Cine en fotos – Buñuel verdugo

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Esta imagen corresponde a Llanto por un bandido (Carlos Saura, 1964), aproximación cinematográfica, convenientemente retocada, a la biografía del famoso bandolero José María «El Tempranillo» escrita por su director, el aragonés Carlos Saura, y Mario Camus. La película, además de salirse de los cánones simplistas y folclóricos del habitual cine de bandolerismo, contiene el tributo del oscense a su colega, mentor y maestro de Calanda, Luis Buñuel, que aparece como verdugo en la escena de ejecución que abre la película, y que fue en buena parte cortada por la censura.

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Como muestra, este vídeo que recoge el momento, aunque el autor del vídeo, y no la censura, es el responsable del abrupto corte que pasa de los créditos a otra cosa.

La genuina, la mejor: La gran estafa (Charley Varrick, Don Siegel, 1973)

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Walter Matthau existe mucho más allá de la comedia. Si sus primeros pinitos tuvieron lugar en el western en compañía de Burt Lancaster o Kirk Douglas, con el tiempo logró componer un buen puñado de personajes tirando a canallas, cínicos, duros, violentos, a los que sabía dotar del registro adecuado en interpretaciones inmensas, magníficas. Una de ellas es la del atracador de bancos Charley Varrick en la película del mismo título, conocida en España como La gran estafa (Don Siegel, 1973), muy superior a las que, con el mismo nombre (y con Richard Gere teñido o con el añadido «americano» en el título y diseñadas para premio) han sido estrenadas por estos lares en los últimos años. La denominación original de la película nos indica ya que trata primordialmente de un personaje, el protagonista, un tipo que debe hacer ingeniería delictiva para salvar la peligrosa situación en la que un atraco como otro cualquiera, pero que en el fondo no lo es, le pone por pura casualidad.

Amanece en Tres Cruces, un pueblo de Nuevo México: sale el sol, pasa el lechero y el repartidor de periódicos, empieza a hacer calor, la gente desayuna, sale a pasear al perro, a tender la ropa, a hacer la compra, camino del colegio o del trabajo… La vida tranquila y paciente de cualquier pequeña localidad rural del Oeste americano civilizado. Un coche se detiene ante el banco del pueblo. Lo conduce una mujer madura llamada Nadine (Jacqueline Scott), que lleva a su marido, un venerable anciano con aspecto de profesor universitario y que tiene una pierna rota (Walter Matthau), a hacer un cobro. Lo que ocurre es que el cobro es más bien un desvalijamiento, labor en la que le ayudan otros dos clientes del banco previamente introducidos en él. La cosa se complica porque la policía se huele lo que pasa, hay disparos y muertos, y Charley y sus compinches tienen que huir. Los contratiempos no terminan ahí, porque Varrick (ya desprovisto de su disfraz) y su compañero Harman (Andrew Robinson, que un par de años antes dio vida a Scorpio, el asesino que perseguía por San Francisco el detective Harry Callahan que Clint Eastwood interpretó también para Don Siegel) descubren que, mientras que su botín supera los setecientos cincuenta mil dólares, el banco sólo ha declarado el robo de apenas mil trescientos pavos. ¿Y el resto? Pues como bien sospecha Varrick, se trata de dinero del crimen organizado, camuflado en un banco cualquiera, listo para ser blanqueado, disimulado. Así, Varrick y Harman no sólo deberán escapar de la policía, sino también de Maynard Boyle (John Vernon, poderosa presencia de ojos azules y aspecto duro y sin escrúpulos en el cine criminal y el western de aquellos años), el responsable de ese dinero sucio, y de su enviado, Molly (Joe Don Baker), un matón profesional.

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La película transita en sus 111 minutos por las maniobras de Varrick para lograr su huida, en parelelo a la persecución que Molly emprende tras sus huellas, extorsionando, violentando o torturando a todo aquel que pueda dar alguna razón de su paradero, las gestiones de Boyle para averiguar si el ladrón estaba de acuerdo con el director del banco para robar a la Mafia entre ambos, y también, en menor medida, con menos protagonismo, la investigación policial sobre el atraco. En lo que a Varrick se refiere, Siegel juega oportunamente la carta de la elipsis y la anticipación. Continuar leyendo «La genuina, la mejor: La gran estafa (Charley Varrick, Don Siegel, 1973)»

Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

pajarita_AAE_39Artículo de un servidor en el último número de la revista Imán, de la Asociación Aragonesa de Escritores.

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos, se coló, recitado como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa con toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río (el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall!, 1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo, con preocupante afición por la ponzoña, situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España, pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

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