Diálogos de celuloide – Dos hombres y un destino

ETTA PLACE: Butch, si te hubiese conocido antes a ti, ¿nos hubiéramos comprometido?

BUTCH: [Pausa] Montas en mi bicicleta. Y eso, en algunos países árabes, es igual que estar casados.

Butch Cassidy and the Sundance Kid. George Roy Hill (1969).

Música para una banda sonora vital – Lalo Schifrin

Uno de los más reconocidos compositores de cine y televisión es este argentino, algunas de cuyas melodías no sólo han traspasado el mundo cinematográfico, sino que se han instalado ya como parte esencial de la música popular. Nos quedamos con dos de sus trabajos más recordados, las bandas sonoras de Bullit, de Peter Yates (1968), donde la música acompaña a una de las mejores secuencias de apertura con títulos de crédito de todos los tiempos, y de la televisiva Misión Imposible, luego convertida en serie de películas con la sintonía «actualizada» por la sección de ritmo del grupo de rock irlandés U2. Se trata de una interpretación en vivo, en un concierto en París.

Mis escenas favoritas – Matrimonio de conveniencia

La filmografía del australiano Peter Weir vale mucho la pena en su conjunto. Películas rentables y con buenas críticas vienen acompañadas de productos más comerciales, populares e irregulares, en una carrera cuyos altos (como La última ola, Gallípoli o El año que vivimos peligrosamente, las tres hechas en Australia) vienen compensados con algún que otro bajo, casi todos hechos en Hollywood. Es el caso de Matrimonio de conveniencia (Green card, 1990), cuya trama, muy previsible, está de vez en cuando sembrada de momentos estimables, como la secuencia del piano, con Depardieu machacando su curiosa música experimental…

Música para una banda sonora vltal – Alatriste

Uno de los elementos más apreciables de Alatriste (Agustín Díaz Yanes, 2006) es la excelente banda sonora compuesta por uno de los más prolíficos y excelsos compositores del cine español reciente, Roque Baños.

Alatriste forma parte del estimable catálogo de películas online que Mediaset España ofrece para su visionado, y que además comprende, en servicio de pago por visión, un buen puñado de apreciables títulos como Todos estamos invitados (Manuel Gutiérrez Aragón, 2008), la dupla de Steven Soderbergh sobre Che Guevara (Che: el argentino y Che: guerrilla, ambas de 2008), la exitosa El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006), Ágora (Alejandro Amenábar, 2009), Celda 211 (Daniel Monzón, 2009) o la osada Verbo (Eduardo Chapero-Jackson, 2011). Una buena oportunidad de disfrutar de algunos de los títulos más importantes y renombrados del cine español reciente sin interferencias publicitarias, en calidad H-D y prácticamente a la carta. Igualmente, ofrece en visionado gratuito interesantes series online como Spartacus, Mujeres desesperadas o Mentes criminales.

Pero, a lo que estamos. Roque Baños es un excelente músico que con Alatriste y muchos otros títulos (Carreteras secundarias, la saga Torrente de Santiago Segura, Goya en Burdeos o El séptimo día de Carlos Saura, o su trabajo para las películas de Álex de la Iglesia) se ha vuelto un nombre imprescindible de la música de películas.

Mis escenas favoritas – El rey del juego

Magistral secuencia de El rey del juego (The Cincinnati Kid, Norman Jewison, 1965), con todos los prolegómenos y la preparación de la espectacular partida final, con su tensión creciente en tono sereno y pausado que contiene y desarrolla las bases de la inminente intriga resolutoria de la trama. El reparto es magnífico: Steve McQueen, Edward G. Robinson, Karl Malden, Tuesday Weld, Ann-Margret, Joan Blondell, Ripo Torn, Jack Weston, Cab Calloway y Jeff Corey, entre muchos otros. Una obra maestra.

Las reglas de poker descubierto o poker de Montana consisten en jugar poker de 5 cartas. La primera se reparte tapada, decidiendo el jugador si la destapa o no, repartiendo tapada o no, según su decisión, la carta siguiente. Solo puede haber una tapada, no hay descartes, y las apuestas se hacen de la misma manera que en el poker clásico.

¿Te dejas engañar por un farol?

Mis escenas favoritas – Los profesionales

Son unos hijos de puta.

Sí, señor. Pero lo nuestro es de nacimiento; usted se ha hecho a sí mismo.

Excepcional instante de Los profesionales (The professionals, 1966), magistral western de Richard Brooks con un espléndido reparto (Lee Marvin, Burt Lancaster, Jack Palance, Robert Ryan, Claudia Cardinale, Woody Strode, Ralph Bellamy…), una fotografía excepcional de Conrad Hall, una bellísima música de Maurice Jarre, y una combinación de un riquísimo texto literario y un buen número de magníficas secuencias de acción que construyen una película amarga, nostálgica, sobre la pérdida y el desencanto. También hay quien ha querido ver en ella una crítica velada a la escalada militarista norteamericana en Vietnam que sucedió al asesinato de Kennedy. Momentazo.

Teatro de la soledad: Confidencias (1974)

Al final de su carrera, Luchino Visconti todavía conservaba prácticamente intacta su capacidad para combinar una minuciosa puesta en escena con su característico poderío visual y la consecución de un estilo cinematográfico muy literario, casi teatral, tan grandioso y solemne como intimista y cercano. Aunque su última obra es El inocente (L’Innocente, 1976), sin duda es Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974), a la vista de su biografía personal y los temas y tonos empleados a lo largo de su filmografía, la que puede considerarse su testamento cinematográfico y artístico, el resumen de todos los contradictorios puntos de vista personales y profesionales que salpican su vida y su obra.

A pesar de que Visconti negara repetidamente que el Profesor (Burt Lancaster) fuera un personaje autobiográfico, su porte distinguido, sus modales aristocráticos, su entorno vital y su postura ante los problemas del Hombre y del mundo no parecen del todo ajenos al perfil del cineasta-aristócrata italiano. Este Profesor vive el retiro de su jubilación alejado del mundo en su lujoso pero decadente palacio de Roma, solamente acompañado por su personal de servicio, compuesto por dos criadas. Sus intereses se reducen a la lectura de obras clásicas, la contemplación de obras de arte y la concentración en sus pensamientos. No quiere mezclarse con el mundo, no soporta a la gente, la música, los ruidos, las prisas y la agitación de la vida moderna. Su caserón parece un mausoleo, un catafalco, una nave varada en el tiempo, en un pasado barroco o neoclásico, con sus salones alfombrados, repletos de librerías llenas de ejemplares, tapices, frescos, cuadros, pinturas, armas antiguas, bustos, retratos y toda la imaginería decimonónica en la que se adivina un pasado de esplendor y riquezas hoy muy venidas a menos. Esa tranquilidad se rompe con la llegada de una vulgar y ordinaria marquesa, Bianca Brumonti (Silvana Mangano), cuya intención es alquilar la planta del palacio que el Profesor (del que en ningún momento llegaremos a conocer su auténtico nombre) no utiliza y mantiene cerrada a cal y canto. Sintiéndose obligado a recibirla, quizá por su condición de marquesa y, por tanto, por cierta deuda fundamentada en el espíritu de cuerpo, el Profesor declina su oferta, pero los modales toscos, avasalladores, su capacidad para arrastrar todo lo que la rodea a su terreno, junto con la oportuna intervención de su hija Lietta (Claudia Marsani) y su novio Stefano (Stefano Patrizi), consiguen que el Profesor ceda bajo determinadas condiciones a la ocupación del piso. Lo que no sabe el Profesor, es que, bajo la pantalla de alquilar la vivienda para su hija y su novia, la marquesa quiere instalar en él a su «protegido», Konrad (Helmut Berger), joven aparentemente frívolo, díscolo, vividor, holgazán y huraño. Pronto el Profesor empieza a arrepentirse de su decisión: aquello que tanto odia, lo que abomina, tener que mezclarse con la gente de su tiempo, escuchar sus ruidos, oír sus gritos, sus pasos por la escalera, sus golpes, soportar sus problemas y avatares cotidianos, se convierte en el pan de cada día. Pero, extrañamente, siente internamente cierta simpatía por aquellas personas que han desembarcado en su vida tan aparatosamente, se identifica en algunos de sus comportamientos, en especial en algunos rasgos que descubre en el joven Konrad, lo cual le lleva a dejarse arrastrar en cierto modo por el caos en que convierten su vida, al mismo tiempo que se destapa la nostalgia y los recuerdos de una juventud perdida, de un pasado luminoso y bello, vuelven a él implacables, dolorosos, para hacerle darse cuenta de que se equivocó al haber apostado por su soledad.

La película se construye sobre una serie de duplas (bueno, en un momento dado se convierten en terceto…) que acentúan los contrastes entre los temas y puntos de vista escogidos por Visconti. En primer lugar, entre el mundo presente y el pasado rememorado con nostalgia. El Profesor aborrece las convenciones, las formas, los intereses de la vida de su tiempo, y por ello encuentra placer, reposo, la tranquilidad que tanto ama en las pinturas y los libros del pasado, un pasado recreado con ternura y armonía, con melancolía y sensibilidad a flor de piel. Este amor por el pasado encierra una trampa: el Profesor odia el presente porque no quiere sus problemas, sus dilemas, la necesidad de tomar decisiones sobre un mundo que rechaza. Los problemas del pasado ya están enunciados, estudiados, comprendidos y resueltos, para bien o para mal. Se puede volver a ellos para conocerlos, pero sin dramas, sin jugarse la vida en ello. No quiere que los conflictos de otros perturben su presente, sus memorias, sus rutinas. El miedo, por tanto, suple a la comodidad. Es el temor, inseguridad, la duda sobre su capacidad para estar a su altura lo que le hace encerrarse en un mundo intelectual hecho a la medida de sus necesidades y querencias. Cuando, gracias a la frescura y espontaneidad de Lietta (y a sus apetitos), el Profesor introduzca en ese nostálgico mundo personal el recuerdo de las mujeres de su pasado -Dominique Sanda y Claudia Cardinale, en vaporosas, breves, casi espectrales secuencias de tintes fellinianos-, súbitamente perderá la acostumbrada comodidad y se pervertirá en sus recuerdos el carácter de refugio ante la llegada de un dolor, de un sentimiento de pérdida, de la convicción de que su soledad, que él siempre creyó deseada, es forzosa, y por tanto, como decisión racional fue un error, y como resultado de su vida, un fracaso. Por tanto, su memoria, sus recuerdos, ya no le servirán ante la nueva situación creada por sus vecinos. Continuar leyendo «Teatro de la soledad: Confidencias (1974)»

La tienda de los horrores – El motorista fantasma

Pues no, El motorista fantasma no es el título de la autobiografía de Nicolas Cage, aunque bien podría serlo; no sabemos en qué grado se considera motero, pero sí que es un fantasmón de la peor especie de entre todos los que han aparecido en la pantalla de cine, o incluso fuera de ella. Sin embargo, en justicia, la última tienda de la temporada tiene que estar dedicada, y por todo lo alto, a quien más momentos de gloria ha dado, y seguirá dando, a esta sección escrita desde la perplejidad y la mala leche. En este caso, para juntar el hambre con las ganas de comer, tenemos a Cage protagonizando una horrorosa adaptación -una más- del mundillo del tebeo norteamericanoide, en concreto de su matriz principal, la Marvel, que tanta bazofia convertida en filme ha copado en las carteleras de medio mundo a golpe de talonario y de vaciado de neuronas.

Johnny Blaze (Nicolás Jaula) hace un pacto con el diablo (Peter Fonda, cuya filmografía transcurre entre moto y moto), así, como quien no quiere la cosa, el día que se entera de que su padre está mortalmente enfermo, para protegerle a él y de paso a su joven y virginal novia, Roxanne (Eva Mendes). Como, a diferencia de los diablos de verdad, los de los Consejos de Administración (o de Ministros), el diablo de los tebeos tiene palabra y cumple los pactos, le exige a Johnny que haga su parte, que consiste, básicamente, en la busca y captura de demonios díscolos, de diablillos corruptos (¿¿¿¿¡¡¡¡!!!!????). Claro que eso lo hace por las noches, porque en «prime-time» el tío es un temerario acróbata de motos que, como tiene bula con Luzbel, no teme hacer las insensateces más bestias a lomos de su burra porque no tiene nada que perder excepto una vida que depende de los deseos del demonio. Vamos, lo que se dice una vida agitada.

La película pronto rompe con la mayor de las expectativas que despierta. El motivo estético del filme, cómo las llamas devoran al personaje cada vez que se cabrea, especialmente su cabezón, y que llevan a desear que en algún momento lo frían vuelta y vuelta, en plan barbacoa, y que se retire del negocio, se ve traicionado al instante, porque los retoques digitales flamígeros, que parecen pintados con rotulador fosforito, resultan tan vacíos y acartonados que no llegan ni a mascletá. Así que, asumiendo que Cage sobrevivirá a la retahíla de mamarrachadas y delirios que componen el guión, vale la pena concentrarse en el cúmulo de paridas que acumulan los ciento cinco minutos de metraje de esta castaña motorizada. La premisa inicial parece ser elevar un monumento a la sandez hecha cine, pero además regodeándose de ello. La abrumadora mayoría de los diálogos, postizos, con una solemnidad de cartón piedra, pronunciados con toda seriedad, rigor y dramatismo pero de una profunda naturaleza de corte absurdo, ridículo, risible, hacen pensar en si Mark Steven Johnson no es un cachondo mental y se ha dedicado a hacer una parodia del cómic, y no una adaptación con pretensiones e ínfulas serias.

Elementos a considerar «favorablemente»: alguna que otra escena de acción, aunque casi todas son una fantasmada de las que no se permiten ni las de James Bond; la presencia de Eva Mendes, perchero que solo puede aportar eso, presencia física, porque como actriz habrá que juzgarla el día que haga algo que se pueda calificar como actuación; algún que otro diálogo con el que carcajearse gracias a su patetismo y su estupidez intrínsecas; por último, la fastuosa ridiculez de algunos de sus momentos, situaciones e imágenes. La caracterización de Peter Fonda no es la menor de ellas, pero es que la permanente cara de asomado de Nicolas Cage, la inexistencia de una trama ordenada y contada con cierta gracia, la escasez de momentos verdaderamente dramáticos o cómicos, y la tontería general que imprime el conjunto, rebozada de una solemnidad de baratillo, convierten al film en una colección de fotogramas, efectos especiales y dibujos de cómic que despierta un asombro -en negativo- difícil de digerir. Cage pocas veces ha estado más odioso (el título lo tiene la película Ojos de serpienteSnake eyes-, Brian de Palma, 1998), la Mendes, como si no, Fonda, que parece una silueta de cartón piedra de su personaje envejecido de Easy rider, y la atmósfera general, ese mundo de espectáculos ambulantes, las carreteras desérticas, las noches cerradas cruzadas por llamaradas y la persistencia de las hogueras, que casi hacen de la película la noche de San Juan, contribuyen a crear lo que los matemáticos llaman un conjunto vacío.

Una chuminada realmente imposible de tragar, de la que, en la mejor tradición del cine reciente, se ha hecho una secuela, probablemente más estúpida, inútil e intrascendente que ésta, que ya es decir. Con todo lo dicho, el mayor pecado, sin embargo, viene de la traición que la película supone a la idiosincrasia del tebeo, a su espíritu de rebeldía, a su irreverencia, a su voluntad por ofrecer personajes e historias que contravengan los tópicos, que resulten complejos, contradictorios, que buceen en las dudas y contradicciones del ser humano. La película vacía la historia de cualquier connotación racional o cerebral, la despoja de todo valor o ideario y la convierte en un producto de acción y efectos especiales ramplonamente convencional, simplón, facilón, ligero y olvidable. Peor que una adaptación de un tebeo a la pantalla es aquella que no sabe adaptar y que se limita a caricaturizar.

Acusados: todos
Atenuantes: el humor involuntario
Agravantes: el humor involuntario
Sentencia: culpables
Condena: introducción de cerillas de chimenea empapadas en queroseno por el conducto rectal y degustación a punta de pistola de varios kilos de tabasco, chile, guindillas y demás picantes y erosionantes digestivos…

La última película: John Wayne

Si ya acreditamos en su día en esta sección la falsedad de la leyenda urbana sobre el supuesto epitafio de Groucho Marx (aquello de «Perdone que no me levante»), hoy toca desmontar otro error muy extendido, en este caso sobre la tumba del «Duke», John Wayne, el rostro más carismático del western clásico, cuyo nombre «civil» era Marion Robert Morrison.

Amante de las mujeres hispanas, Wayne contrajo matrimonio en tres ocasiones, todas ellas con mujeres sudamericanas: Josephine -Josie- Alicia Saenz, Esperanza Baur y Pilar Palette. Padre de siete hijos, los más conocidos son Patrick, también actor, y Aissa, que escribió un libro de memorias basado en sus recuerdos de su padre. Amante de México y de la cultura hispana e hispanoamericana en general, cuando ya se acercaba su final a causa de un cáncer irreversible, Wayne pidió a Pilar que añadiera a su sepultura, que debía ser anónima y dispuesta en un lugar apartado, las palabras «Feo, fuerte y formal», en español. La creencia muy extendida de que esto fue llevado a cabo tal cual viene desmentido por la imposición de la familia de Wayne -o de sus familias- de enterrarlo en el cementerio de Pacific View Memorial Park, en Newport Beach, California, el lugar de su última residencia. Tras veinte años sin ningún añadido, se colocó una placa alusiva a sus películas en la que se lee lo siguiente:

Tomorrow is the most important thing in life. Comes into us at midnight very clean. It’s perfect when it arrives and it puts itself in our hands. It hopes we’ve learned something from yesterday.

(El mañana es lo más importante de la vida. Penetra en nosotros como una noche de luna clara y limpia. Es sensacional cuando llega y se pone en nuestras manos. Espera que hayamos aprendido algo del ayer.)