Mis escenas favoritas: Loca academia de policía (Police Academy, Hugh Wilson, 1984)

Después de casi cuarenta años, cabe preguntarse cómo la saga Loca academia de policía pudo llegar a ser tan popular y taquillera, hasta el punto de que en diez años se realizaran siete entregas. Hoy, a la vista de algunos fragmentos (resulta realmente difícil soportar las películas completas, no digamos ya si se hace un intento a partir del tercer episodio), la inevitable pregunta que viene a la cabeza es si estas películas tienen menos cine que gracia. En cualquier caso, supuso un enorme trampolín para la carrera de algunos de los intérpretes que pasaron por ella, como Steve Guttenberg, Kim Cattrall o incluso Sharon Stone, de igual modo que concedió una fama efímera a rostros hasta entonces desconocidos.

Los únicos momentos de humor realmente estimables, tampoco demasiados, se concentran en las dos primeras películas. Uno de los más recordados tiene que ver con el bar de ambiente gay La ostra azul, indisoluble del tema que suele acompañar sus apariciones en pantalla, El Bimbó de Georgie Dann.

Palabra de Buster Keaton

«Un cómico hace cosas raras. Un buen comediante hace cosas divertidas».

«El silencio es de los dioses, solo los monos charlan».

«La cosa más simple, ejecutada demasiado rápida o demasiado lentamente, pueden tener los efectos más desastrosos».

«Si una persona más me dice que esto es como en los viejos tiempos, juro que voy a saltar por la ventana».

«¿El humor? No sé lo que es el humor. En realidad cualquier cosa graciosa, por ejemplo, una tragedia. Da igual».

«No hace mucho, un amigo me preguntó cuál era el mayor placer que tengo de pasar toda mi vida como actor. Ha habido tantos que tuve que pensar en eso por un momento. Entonces dije: como todo el mundo, me gusta hacer feliz a una multitud».

«El público ha «crecido» y desea en el momento presente hallazgos cómicos más refinados. Evidentemente, se siguen apreciando las caídas graciosas y las tartas de crema porque es humor en acción, pero hay que presentarlas con una originalidad que casi las renueve».

«Nací dentro del mundo del espectáculo. Mis padres hacían números de variedades. A los cuatro años me hice profesional. Y a los veintiuno decidí probar suerte en otra faceta del espectáculo y le pedí a nuestro representante que viera lo que podía hacerse».

«Una película cómica se ajusta, por así decirlo, con la misma precisión que los engranajes de un reloj. (…) Muchas escenas de la mayor comicidad se han malogrado completamente para el público por interpretarse con demasiada precipitación».

«El amor no se ve tampoco en la vida real, está en la frase subordinada, en el bajo de la falda, en el dobladillo del pantalón. Se ve mejor cuando no está».

«Dicen que la pantomima es un arte perdido. Nunca ha sido un arte perdido y nunca lo será, porque es muy natural».

Música para una banda sonora vital: La pelirroja indómita (Strange Lady in Town, Mervyn LeRoy, 1955)

Frankie Laine es toda una institución en las bandas sonoras del western. En este caso interpreta el tema central de esta curiosa película del Oeste en torno a los esfuerzos de una mujer (Greer Garson) por ejercer la medicina en la ciudad de Santa Fe, en competencia con otro médico (Dana Andrews). Aunque el argumento se adereza con otros elementos más propios del género, la película destaca principalmente por la dirección de LeRoy, la curiosa mezcla de western y drama romántico, la espléndida música de Dimitri Tiomkin y el Cinemascope a todo color de Harold Rosson. Y por un detalle más que en otros westerns más reputados suele pasar de largo: los apaches hablan español.

Cine en fotos: Rock Hudson

El hombre esencialmente gris, o del tipo Rock Hudson, es un perfecto catálogo de ausencias, y sobresale más por lo que no es que por lo que es. A saber, no es duro, no es blando, no es divertido, no es serio, no es audaz, no es timorato, ni frío, ni seductor… y no siendo nada de esto, resulta complicado averiguar qué es realmente. Lo más que se puede uno aproximar a él es que, no siendo tampoco ni salado ni dulce, viene a acercarse peligrosamente a lo soso. Suele tener, sin duda, lo que se llama buena planta, y como ella, una planta, se comporta en no pocas ocasiones.

A pesar de su grisura, el hombre Hudson tiene la virtud de que puede maquillarla durante un cierto tiempo, y así, por unos instantes, podría hacerse pasar por el modelo Grant, pero inmediatamente cualquier gesto delatador lo vuelve a colocar en su sitio, esto es, un Gigante de entretiempo.

Le ocurre al hombre Hudson algo parecido a lo que le ocurrió a los Beatles, que se disolvió a finales de los sesenta y que, como ellos, una vez disuelto ganó gloria futura, pero la historia siempre lo acabará dejando en un lugar ciertamente melodramático.

Y es ahí, en el melodrama, en el único género cinematográfico en el que usted lo podrá colar con una cierta garantía. Mínima, pero cierta. En películas como Solo el cielo lo sabe o Escrito sobre el viento, donde adquiere entre los tonos pastel de Douglas Sirk un más que aceptable color que oponer a su gris esencial. En cambio, con la comedia, que tal y como se dijo funcionaba para todo el mundo, con él será poco menos que fatal, pues películas como Pijama para dos le harán sentirse tan ridículo como un pollo mojado.

(Oti Rodríguez Marchante, Tres para la dos. Editorial Nickel Odeon, 1992)

Una plantilla para Coppola: Drácula (Dracula, John Badham, 1979)

En distintas entrevistas promocionales de su Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), e incluso después, su director, Francis Ford Coppola, ha relatado el origen de su interés por este mito del vampirismo y manifestado su particular perspectiva del personaje y la importancia temática y narrativa del amor frustrado como eje explicativo de sus acciones, hasta el punto de que su operística adaptación del clásico del autor irlandés (tan fiel e infiel a la novela como casi todas las demás, aunque intentara legitimar su teórico mayor ánimo de exactitud en su aproximación a la obra incluyendo el nombre del autor en el título; en este aspecto, cabe reivindicar la versión de Jesús Franco de 1970 como la más literal respecto a la novela) gira precisamente en torno a este prisma, el exacerbado romanticismo de un monstruo que navega por el tiempo a la busca de una réplica exacta de su enamorada perdida como forma de sobrellevar o redimir su diabólica condenación eterna. Sin embargo, a la vista de este pequeño clásico de las películas de Drácula estrenado en 1979, cabe preguntarse si las fuentes de inspiración del italoamericano no serían menos personales y más de celuloide ajeno, ya que la película de Badham no solo apunta ya en líneas generales la estructura romántica de la cinta de Coppola, sino que este llega a hacer en su adaptación citas literales a su predecesora. Al margen de estas cuestiones accesorias, la película de Badham se erige en necesario eslabón entre la vieja tradición de las adaptaciones cinematográficas de las obras de teatro inspiradas en la novela de Stoker y el avance de los nuevos tratamientos temáticos y estilísticos surgidos con posterioridad, en la que es la filmografía más amplia y diversa de la historia del cine sobre un personaje de ficción nacido de la literatura.

Como la célebre adaptación de Tod Browning con Bela Lugosi (o su versión española, dirigida por George Melford y protagonizada por el cordobés Carlos Villarías, rodada al mismo tiempo), el origen del proyecto está en las tablas del teatro, en este caso, de Broadway, y también, como sucedió en el caso de Lugosi, compartiendo protagonista, Frank Langella, que estaba recibiendo magníficas críticas por su actuación en la pieza escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela de Stoker. Langella (también sonaron para el papel Harrison Ford e incluso Clint Eastwood) aceptó el papel con dos condiciones: no verse obligado a protagonizar ninguna campaña publicitaria con el disfraz y no rodar ninguna secuencia sanguinolenta de carácter explícito. Las intenciones del director, que venía de apuntarse el gran éxito de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), eran conservar la estética del diseño del vestuario y los decorados de Edward Gorey en la obra de Broadway, así como homenajear a la película de 1931, para lo cual se proponía rodar en blanco y negro. Fue el mismo estudio que produjera aquel clásico de terror, sin embargo, así como sus socios de la Mirisch Corporation, los que negaron tal posibilidad y exigieron que la fotografía de Gilbert Taylor adquiriera colores muy vivos y saturados (de nuevo surge la sombra de la inspiración de Coppola), extremo corregido con posterioridad en las ediciones para el mercado doméstico y destinadas a los pases televisivos, en las cuales la fotografía es más apagada, casi de tonos monocromáticos, tal como Badham había concebido la película originalmente. La importancia que el director concedía al aspecto visual venía subrayada por la contratación de Maurice Binder, diseñador de los créditos de la mayoría de las películas de James Bond hasta la fecha, para la creación de los momentos onírico-fantásticos que combinan sombras y rojos fuertes y que suceden a ciertas acciones del vampiro, así como por una puesta en escena de tintes góticos (la abadía de Carfax, el manicomio, la mansión) en la que predominan los colores cálidos y los dorados, los negros, los blancos y los grises oscuros, con alguna nota de colores chillones como contraste. La guinda la pone la vibrante y enérgica partitura de John Williams, bendecido entonces tras la gran repercusión de sus partituras previas para La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Superman (Richard Donner, 1978).

La historia, que en esencia no varía sustancialmente a la narrada en la novela más allá de la introducción del componente romántico, sí altera el contexto temporal (se lleva la historia desde la era victoriana al año 1913, lo cual genera ciertas incoherencias psicológicas o de fondo entre el simbolismo último de una historia de vampiros en relación con la sociedad de su tiempo) y el rol y la colocación de determinados personajes, así como la supresión de otros, en relación con el argumento de Stoker, como ya sucediera con la famosa adaptación de Terence Fisher de 1958 con Christopher Lee y Peter Cushing: la prometida de Jonathan Harker (Trevor Eve) no es Mina (Jan Francis) sino Lucy (Kate Nelligan), que además es hija del doctor Seward (Donald Pleasence, que rechazó el papel del cazavampiros Van Helsing porque lo consideraba demasiado próximo a sus últimos papeles en las películas de John Carpenter); por su parte, Mina es hija nada menos que del doctor Abraham Van Helsing (Laurence Olivier). A diferencia de Fisher, que se llevó la historia a la Alemania del Nosferatu de Murnau, Badham sí lleva a la historia a Inglaterra, pero lo hace desde el principio, suprimiendo todo el tradicional prólogo del accidentado viaje y la estancia de Jonathan Harker en Transilvania, comenzando en el naufragio del barco que lleva al conde Drácula desde Varna hasta la costa de Cornualles. Por otro lado, la película está llena de homenajes a las versiones anteriores: además de la explicación del significado de la palabra ‘Nosferatu’, hay alusiones directas a instantes y diálogos de las películas previas, como ese de Lugosi que, cuando le ofrecen de beber durante una cena de gala, dice aquello de «yo nunca bebo… vino».

La película combina la sobriedad formal con puntas de siniestra espectacularidad, como el reencuentro de Van Helsing con su hija una vez muerta esta o la huida de Mina por la ventana del manicomio, por no mencionar el logrado clímax final, un desenlace novedoso muy elaborado y presentado con solvencia. Estos contrastan con la intimidad del conde y Lucy, de un notable lirismo romántico (hasta el extremo de que el vampiro, en cierto momento, renuncia a su presa y apuesta por el amor y, se supone, el sexo…) que se torna en ceremonia terrible cuando, en escenas posteriores en interacción con otros personajes, se dejan notar en la joven las señales y el progreso de conversión a su nuevo estado de «no muerta». Con todo, esta lectura básica de la figura del vampiro, su simbolismo como crítica al puritanismo y las hipocresías de la sociedad victoriana, sobre todo en materia sexual (un tipo que sale solo por las noches, que hace de la promiscuidad virtud, que practica una vida completamente disoluta y cuyas preferencias se dirigen a la satisfacción oral de sus más bajos instintos, un tipo al que se combate con agua bendita, oraciones, hostias consagradas y crucifijos…), queda algo desdibujada por el contraproducente traslado de la historia a los albores de la Primera Guerra Mundial. El discuso subterráneo, premonitorio de los horrores que habrían de venir, pierde fuerza en comparación con el cambio de contexto social que implica un salto de veinte años: las duplicidades sociales del reinado de Victoria, trasladados con acierto a toda la novela gótica, de terror e incluso de detectives (James, Stevenson, Conan Doyle…), uno de sus motores de alimentación y suministro continuo de munición narrativa, no son las mismas que las de la Inglaterra prebélica, lo que genera ciertas inconsistencias en el significado último y crucial que tuvo la figura del vampiro en su tiempo.

No obtante, nada de esto altera en lo sustancial la eficacia narrativa ni la efectividad de la propuesta de Badham, quizá no tan reputada como otras adaptaciones pero comparable a las más conocidas en cuanto al acabado final. Badham, que justo después se marcaría el tanto de la que quizá sea la mejor película de su trayectoria, Mi vida es mía (Whose Life Is It Anyway, 1981), se centró más tarde en exitosos productos para el público juvenil –Juegos de guerra (War Games, 1983), Cortocircuito (Short Circuit, 1986)- antes de diluirse en películas de tercera clase y en capítulos para series de televisión. La conclusión de su Drácula, la capa del vampiro arrastrada por el viento, mientras el rostro de Lucy pasa del alivio por la liberación de su maldición a la paz interior, y de ahí a una sonrisa equívoca y ambigua que bien puede insinuar tanto su inminente vampirización total como la posibilidad de una secuela, tal vez fuera más bien una premonición del propio Badham acerca de su carrera como cineasta.

En un suspiro: cómo se hizo El Arca Rusa (In One Breath: Alexander Sokurov’s Russian Ark, Knut Elstermann, 2003)

Documental que aborda el complicado rodaje de El arca rusa (Russkiy kovcheg, Aleksandr Sokúrov, 2002), coproducción entre Rusia, Alemania, Dinamarca y Finlandia (eran otros tiempos), hito cinematográfico del siglo XXI: dos mil actores y figurantes, localizaciones en treinta y tres estancias diferentes del museo Hermitage, participación de tres orquestas tocando en directo, una única escena. El hilo conductor, un aristócrata francés del siglo XIX, el marqués de Coustine, que se pasea por el museo Hermitage de San Petersburgo en lo que también es un viaje en el tiempo que le lleva a coincidir con personajes de tres siglos de la historia rusa. 96 minutos rodados en un solo plano con una cámara digital de alta definición que despertaron aplausos y alabanzas prácticamente unánimes ante la superación del desafío técnico y creativo que implicaba una propuesta tan radical. El documental repasa el proceso de producción y rodaje de esta película monumental con la que Sokúrov también se planteaba cuál es el papel de Rusia y de su cultura en Europa, sin duda una cuestión de plena vigencia.

Mis escenas favoritas: La última película (The Last Picture Show, Peter Bogdanovich, 1971)

 

Anarene, Texas, años 50. Tres jóvenes amigos, Sonny, Duane y Jacy, son adolescentes insatisfechos y aburridos que encaran el final de sus años jóvenes y el nacimiento de las responsabilidades de la edad adulta. A su alrededor, el desolado entorno de un pueblo moribundo, últimos resquicios del lejano Oeste, un tiempo estancado que transcurre entre un salón de billar, un café abierto toda la noche y una vieja sala de cine que proyecta Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948). Una obra maestra sobre la frustración, la traición y la pérdida, sobre las promesas incumplidas, las certezas destruidas y las seguridades inexistentes. Todo ello, en el espléndido blanco y negro de Robert Surtees.

 

 

Wilder contra sí mismo: El héroe solitario (The Spirit of St. Louis, Billy Wilder, 1957)

Esta película de Billy Wilder es una de las seis de entre su filmografía que él mismo afirmó desear no haber rodado. Un filme de lo más atípico en su trayectoria, tanto por su tema, el relato de la hazaña de Charles Lindbergh en la primera travesía aeronáutica sin escalas sobre el océano Atlántico, acaecida en 1927, que abrió nuevos caminos al tráfico áereo, como por su protagonista, alejado de los habituales antihéroes wilderianos sumidos en crisis personales y de identidad, más bien al contrario, otro de esos ejemplos, tan queridos por el cine norteamericano, de genios espontáneos, de seres dotados de una inteligencia y una astucia naturales, instintivas, nada intelectuales, que contribuyen a asentar el discurso liberal de la persecución y el logro de los sueños como marca de éxito y realización personal, reconocimiento social y triunfo colectivo del sistema político y socioeconómico que lo hace posible. Coescrita, como era corriente en Wilder, con otros guionistas, en este caso Charles Lederer y Wendell Mayes a partir del libro en el que el propio Lindbergh narró su proeza, la película, que rompe la insulsa narración lineal con una ingeniosa aunque algo descafeinada desestructuración a base de flashbacks, cuenta el periplo aéreo de Linbergh, desde la concepción del proyecto, la búsqueda de financiación (proporcionada por un grupo de hombres de negocios de San Luis, entonces incipiente ciudad industrial de Misuri; de ahí el nombre con que es bautizado el avión), el diseño y la adquisición del aparato necesario y el desarrollo concreto del vuelo, a lo largo de treinta y seis horas sin compañía, sin dormir y mal abrigado y alimentado, entre Nueva York y el aeródromo parisino de Le Bourget, donde acudieron a recibirlo unas doscientas mil personas. La cinta omite los otros episodios vitales del aviador que prolongaron su acreditada fama a lo largo y ancho del planeta, solo comparable a la de notables celebridades de su tiempo como Charles Chaplin o Rodolfo Valentino: el posterior secuestro y asesinato de su hijo tras el pago del rescate, y sus aplausos al nazismo, que afearon bastante el carácter de su relevancia pública.

Otra característica que aleja la película de la obra de Wilder son las carencias de chispa e ingenio en el guion, aunque no de humor, si bien este, salvo con cuentagotas, en episodios muy concretos contados como ventanas al pasado (el primer avión de Lindbergh y sus intentos por ganarse la vida como piloto) y en someros diálogos y unos pocos elementos de puesta en escena (la presentación inicial de los periodistas que aguardan a que se inicie el gran viaje), resulta algo más burdo y menos elaborado de lo acostumbrado en las vitriólicas historias wilderianas. Este hecho, unido a la ausencia de suspense -por más que el guion introduzca elementos de riesgo en el proyecto, el conocimiento del público del éxito de la expedición desactiva cualquier efecto de incertidumbre o intriga en el espectador-, hace que la película discurra de manera descompensada y plomiza hasta completar algo más de dos horas y cuarto de metraje que solo esporádicamente fluyen con agilidad y ritmo, parte de los cuales transcurren además en fragmentarios monólogos interiores del protagonista, presentados en una machacona voz en off, que ralentizan y estancan la narración, entre los que también, para que el espectador entienda qué esta ocurriendo en cuanto a las incidencias técnicas del viaje, el personaje se ve obligado a verbalizar circunstancias que, volando solo, tal vez no debieran traspasar el espacio de su reflexión interna. Por otra parte, la película aparece igualmente descompensada en lo que se refiere al peso de los personajes; el protagonismo de Lindbergh acapara todas las secuencias, todas las escenas, dejando a los secundarios como meros acompañamientos, dramáticamente necesarios pero más bien como parte del mobiliario argumental, comparsas o frontones hacia los que Lindbergh dirige la pelota de sus diálogos para que retornen rebotados. Situaciones carentes de conflicto, más allá de las acciones iniciales para conseguir un avión, hipotéticas crisis sin incertidumbre real, el guion se limita a una exposición temporal, aunque desordenada, de las actividades que llevaron a Lindbergh a la consecución de su logro, a la aparición de ciertas dificultades y a la explicación de sus maniobras, personales o técnicas, según el caso, para superarlas.

Otros elementos hacen, sin embargo, que valga la pena el visionado de la película. En primer lugar, la dirección artística. Producida por Warner Bros., Leland Hayward y la propia compañía de Billy Wilder (como resultado de su situación personal, siempre en el filo, de sus obligaciones contractuales y de los reveses críticos o de taquilla de sus anteriores proyectos más recientes), la película multiplica las localizaciones de meticulosa elaboración y recreación en correspondencia con los años veinte, desde los despachos a los talleres y los hangares, lo cual, unido al sistema de color Warner Color y al Cinemascope, proporcionan una riqueza y una vistosidad que se amplifica notablemente en las tomas exteriores, no tanto en los campos de aviación como en las imágenes que ilustran los distintos trayectos emprendidos por Lindbergh, en particular el sobrevuelo de Irlanda o las composiciones del avión sobrevolando las montañas, los campos verdes o el mar. Aderezados con unos efectos especiales que valieron una nominación al Oscar, esta vertiente visual tiene su eclosión en la llegada a París y la recreación de su observación nocturna desde el aire, la ciudad toda iluminada, más que nunca la Ciudad de la Luz. En el haber de la película, asimismo, la labor de dirección de Wilder, un cineasta al que se suele aplaudir por la escritura de los guiones, el diseño de personajes y situaciones y el tono general (literario o incluso sociológico) de sus historias, pero del que generalmente no se reivindica su faceta técnica. En esta película, desprovisto de otra clase de intereses más próximos a su naturaleza personal, Wilder se atreve a explorar terrenos inusuales en su trayectoria, y a buscar soluciones técnicas hasta cierto punto impropias de su labor habitual para contar satisfactoriamente, desde un punto de vista que debe alternar el intimismo con la espectacularidad, una historia cuyo desenlace se conoce antes de ver la película. Por último, como tercer foco de interés de la cinta, la voluntariosa interpretación de James Stewart como Lindbergh (a pesar de ese artificioso rubio oxigenado), aunque el guion le obligue a representar un extenso arco de edades (el actor contaba entonces con cuarenta y nueve años de edad para interpretar a un hombre de veinticinco, del que además representaba sus aún más remotos orígenes como aviador a edad todavía más temprana); obligado a soportar el peso de la película, a menudo incluso en largas secuencias en que es su voz en off la que acompaña su mímica de pilotaje, Stewart sale airoso de las dificultades imprimiendo un vigor y una convicción a su interpretación que sostiene y salva el acartonamiento general. El actor se desenvuelve con solvencia en un entorno que, hasta cierto punto, le es familiar o conocido, dada su experiencia adquirida como piloto en la Segunda Guerra Mundial, a lo largo de más de veinte misiones como comandante de un bombardero B-24, que a su vez le ocasionaron un desgaste anímico y personal que él supo utilizar después de la guerra e incorporar a sus personajes para adquirir nuevos registros interpretativos. Puntos de atención para una historia irregular aunque no carente de interés, en la que Wilder, sin embargo, preferiría no haber invertido un largo año de su vida.

Música para una banda sonora vital: Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing, Kenneth Branagh, 1993)

Sigh No More Ladies es la hermosa canción que de inmediato se asocia a esta excelente adaptación de la comedia amorosa de William Shakespeare, de la época en que Kenneth Branagh emulaba a Laurence Olivier en sus aproximaciones a la obra del dramaturgo inglés, sin duda la mejor etapa de su carrera como actor-director. La historia es conocida: el príncipe don Pedro de Aragón (Denzel Washington) regresa victorioso de una batalla, acompañado de su hermano bastardo Juan (Keanu Reeves), de Benedicto (Kenneth Branagh) y de Claudio (Robert Sean Leonard), un joven florentino que ha sido colmado de honores por el gran valor mostrado en el combate. Para reponerse de los esfuerzos bélicos, son recibidos con gran agasajo por el caballero Leonato, que vive con su hija Hero (Kate Beckinsale) y su sobrina Beatriz (Emma Thompson) en una paradisíaca villa de la campiña siciliana (Mesina), entonces parte de la Corona de Aragón. La música de la película está compuesta por Patrick Doyle.

Mis escenas favoritas: Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, 1982)

Momento cumbre de Frank Galvin (Paul Newman), en su proceso de rehabilitación personal y profesional, próximo al clímax de esta excelente película escrita por David Mamet a partir de la novela de Barry Reed, probablemente la última gran película de juicios del cine norteamericano. Interpretaciones soberbias y una fotografía de Andrzej Bartkowiak inspirada en Rembrandt para el relato de un caso de indemnización civil a raíz de un error médico cometido en un hospital propiedad de la Archidiócesis de Boston. Grandezas y miserias de la abogacía y del sistema judicial cuando entran en el terreno de los poderes fácticos.