Teatro de fantasmas: Chuka (Gordon Douglas, 1967)

El infravalorado Gordon Douglas vuelve en este western a la fórmula empleada en su anterior Solo el valiente (Only the Valiant, 1951), una historia con referencias a la «trilogía de la caballería» de John Ford, pasada por el prisma de Howard Hawks: la acumulación en un puesto fronterizo de caballería de una heterogénea galería de personajes obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, mientras se hallan sometidos a una letal amenaza exterior, en este caso el inminente ataque de los guerreros arapahoes. Basada en una novela de Richard Jessup -suya es también la obra de la que parte la espléndida El rey del juego (The Cincinnati Kid, Norman Jewison, 1965)- adaptada por él mismo, en esta ocasión las variantes añadidas provienen de la estructura de flashback y del hecho de que tanto los oficiales como los soldados que componen la guarnición han sido destinados allí como resultado de la aplicación del régimen disciplinario resultante de un consejo de guerra. Producida por Paramount Pictures con un presupuesto no precisamente holgado, y al contrario que su magnífica Río Conchos (1964), rodada fundamentalmente en interiores en los que se han construido el fuerte (la escasa parte de él que se ve) y sus aledaños, lo mismo que en Solo el valiente, la película, a pesar del dinamismo de su trama, por lo demás algo tópica, no logra sacudirse la artificiosa atmósfera de escenario teatral o de plató televisivo al concentrar la inmensa mayoría de su metraje (también algo prolongado para la brevedad de la premisa: 105 minutos) en una porción de terreno muy concreta: el frontal y el reverso de las puertas de acceso al fuerte, el patio reducidísimo en torno al cual se erigen cuadras, establos, alojamientos y dependencias de los oficiales, y los exiguos interiores de estos. Lejos, por tanto, salvo en el acompañamiento de los créditos iniciales, de la explotación de la épica del paisaje y las grandes bandas sonoras propias del género, la película se conforma como un modesto estudio de personajes en una situación límite.

Ese comienzo, aderezado con las oportunas tomas de exteriores, créditos en letras de un rojo vivo y la música grandilocuente de Leith Stevens, va precedido de un prólogo que sirve para dar paso al planteamiento del filme dentro de las coordenadas del llamado western «pro-indio». Un destacamento de caballería ha llegado a un fuerte destruido y saqueado, presumiblemente por los indios, en el que todos sus defensores son dados por muertos. El hallazgo entre los restos de un revólver de pertenencia reconocible da pie a reconstruir, gracias al testimonio de un jefe arapahoe capturado, la historia de Chuka, un pistolero que, en su marcha a través de la nieve y la ventisca, se topa con unos arapahoes que celebran un funeral (exterior rodado a su vez en estudio); su protagonista, una probable víctima del hambre que azota a unos indios que sufren particularmente las duras condiciones de un invierno de temperaturas extremas. Dándose cuenta de la situación, el pistolero comparte sus escasas provisiones con los indios antes de continuar su camino, que le lleva a encontrarse con una diligencia que tiene roto el eje delantero, y cuyos ocupantes se exponen a un ataque arapahoe. Cuando este llega, sin embargo, se encuentran con Chuka, que se ha unido a los viajeros: la anterior buena acción de este salva al grupo, que puede seguir su ruta hacia el fuerte. Allí se establece un drama con distintas vertientes argumentales que se cruzan entre sí: Chuka choca de inmediato con el coronel Valois (John Mills), autoritario y ordenancista, antiguo oficial del ejército británico condenado por su afición al alcohol, y, sobre todo, con su subordinado y máximo valedor, el sargento Hahnsbach (Ernest Borgnine), que ya sirviera bajo sus órdenes en las filas británicas y cuya lealtad ciega se basa en un oscuro episodio compartido en el pasado, cuando ambos estaban destinados en Sudán. El segundo oficial, el mayor Benson (Louis Hayward), introduce en el fuerte, con ayuda de un grupo de soldados afines a sus turbios gustos e intenciones, mujeres indias de las que abusa sin contemplaciones. Más afinidad tiene Chuka con el explorador Lou Trent (James Whitmore), que venía como tirador en la diligencia, en la que también viajaban dos ciudadanas mexicanas, Verónica Keitz (Luciana Paluzzi), un antiguo amor del pasado de Chuka, cuando trabajaba en un rancho como peón, y su sobrina, prometida en matrimonio, Helena Chávez (Victoria Vetri). Todos ellos, junto a la mínima guarnición militar, se enfrentan a la inevitable amenaza de los arapahoes, que solo quieren hacerse con las provisiones del fuerte (víveres, herramientas, pertrechos, armas, munición) para poder sobrevivir al invierno. Es la negativa de Valois a compartir o entregar estos bienes lo que justifica la acción de los indios que, nada sanguinarios y reacios de natural a una rebelión, no tienen otra salida que atacar, conquistar el fuerte y tomarlos por la fuerza si no quieren asistir al exterminio de su pueblo. El personaje de Chuka se constituye así en vértice y oráculo de lo que ocurre y va a ocurrir, y como tal, tanto generador como punto de confluencia de la trama y las subtramas de la cinta.

A partir de un guion de tan cerradas posibilidades, la puesta en escena es de manual. Sometido a las estreches de los decorados, Douglas hace lo posible por dotar de dinamismo a una historia concentrada en un espacio muy limitado, fragmentando este o trasladando la acción a ubicaciones más concretas dentro de él: el despacho del coronel, el comedor, el pajar, la escalera que flanquea el portón principal del fuerte, escenario tan angosto y diminuto que toda la acción transcurre en un margen de muy escasos metros. El suspense, por lo demás escaso dado que se conoce de antemano el destino del fuerte, se circunscribe a una única circunstancia principal, cuándo y cómo atacarán finalmente los indios una posición que, de normal, sería fácilmente defendible gracias a la cercanía de otras fortificaciones militares de la frontera, pero que ahora se ve en peligro mortal al haber sido rodeada y cortadas sus comunicaciones. Hilo completado con débiles subtramas secundarias, la aclaración de las razones de la animadversión de Valois y Hahnsbach por Chuka, el eventual desenlace del renacido romance entre este y Verónica, y la conclusión que tendrá el inevitable asalto, que está clara dados los pocos efectivos con los que cuenta Valois, las razones y el número que impulsan a los indios y la resolución de la que ya ha informado el prólogo, pero que aún depara un último giro no del todo sorprendente, aunque tampoco complaciente. Como muchas de las historias de Hawks, la película se centra en las relaciones entre los personajes mientras aguardan un estallido que amenaza su supervivencia, pero lo limitado de las opciones del guion y lo demorado del metraje hacen que la tensión no se repercuta adecuadamente en el espectador. No obstante, Douglas logra dar con algunas soluciones imaginativas, como la que protagoniza una de las amantes indias de Benson introducida subrepticiamente en el fuerte, o aquella con la que finaliza el episodio de la incursión que hace Chuka en el cercano poblado arapahoe (igualmente filmada en interiores), donde se reencuentra con Trent y descubre qué sucedió con la patrulla de tres hombres enviada a recabar información y, en su caso, pedir ayuda en alguno de los fuertes próximos. Igualmente, se permite algún alarde técnico, como la llegada de la diligencia al fuerte, cuando caballos y vehículo entran en él pasando por encima de la cámara, que gira sobre sí misma para mostrar la llegada a las puertas y, en el mismo plano, la entrada al patio del fuerte.

En suma, una película mucho más interesante en su planteamiento y primer desarrollo que en su clímax y su desenlace, que se va volviendo progresivamente tópica y previsible a medida que la acción avanza, el pasado de los personajes se revela (en particular, la relación de antaño entre Verónica y Chuka) y las pequeñas situaciones personales se van resolviendo (el romance retomado, el antagonismo con Hahnsbach, la búsqueda de una heroica redención por Valois, el castigo debido a las acciones de Benson, el conato de sedición de los soldados más cobardes…), y cuyo mayor lastre viene constituido por una puesta en escena en exceso teatral y televisiva, en la que la meritoria fotografía a todo color de Harold Stine choca con los decorados, las recreaciones de exteriores en interiores y los telones pintados que confieren al conjunto una estética de lo más pobre que termina afectando a la acción: solo se entiende así que un asalto a un fuerte tenga lugar por un único punto, en ataque frontal, exponiéndose los guerreros a un número enorme de bajas, y que la defensa, aun así ejercida con torpeza, responda a esa misma limitación. Sin embargo, la película posee un registro desde el cual todo lo que acontece alcanza un interés más que notable, y es el punto a partir del cual los personajes se saben muertos si se obcecan, como les impone Valois, en la resistencia: su condición de muertos vivientes, de fantasmas en vida, de seres que se saben ya resignados a un final dramático, y que sin embargo siguen luchando. La plasmación de una necesidad, la de saber encarar la muerte con independencia de que esta ocurra o no de manera violenta a manos de los indios en un fuerte fronterizo o, tal vez, mientras se asiste como espectador a la proyección de un western interesante aunque, en última instancia, fallido.

Cine de verano: También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, Werner Herzog, 1970)

Los reclusos de una especie de centro de internamiento, situado en la isla canaria de Lanzarote, se rebelan contra la autoridad y empiezan a destruirlo todo para provocar al responsable de la institución, que tiene a uno de ellos retenido. Perversa alegoría sobre la humanidad con forma de comedia negra, su personaje central funciona como la encarnación de los siete pecados capitales, mientras los rebeldes que luchan entre ellos para conseguir territorio y comida son cada vez más crueles. Se dice que, dado el caos que estaba suponiendo el rodaje, Herzog prometió a su reparto, compuesto enteramente por actores no profesionales con acondroplasia, que se arrojaría desnudo sobre un campo de cactus si lograban finalizar la filmación. Y, según se cuenta, cumplió su palabra.

Diálogos de celuloide: El expreso de Chicago (Silver Streak, Arthur Hiller, 1976)

SHERIFF: ¿Qué puedo hacer por usted?

GEORGE: Quiero denunciar un asesinato.

SHERIFF: ¿Eh?

GEORGE: Un hombre ha sido asesinado en el expreso de Chicago y hay una chica que corre grave peligro. Hay que detener el tren.

SHERIFF: Un momento. ¿Dice que han matado a un hombre?

GEORGE: Sí.

SHERIFF: ¡VAYA! Nunca habíamos tenido aquí un asesinato. Siéntese, tome una taza de café. Sírvase usted mismo. Vamos con los hechos. ¿Cómo se llama usted?

GEORGE: Corwell. George Caldwell. Soy de Los Ángeles.

SHERIFF: … «Los Ángeles», muy bien. ¿Quién ha sido asesinado?

GEORGE: En realidad, han sido dos. El primero se llamaba Bob Sweet. Era un agente federal.

SHERIFF: ¿Un agente federal?

GEORGE: Sí. El segundo era un hombre llamado Reese. Le maté yo.

SHERIFF: ¿Le mató usted?

GEORGE: Si, él mató a Sweet.

SHERIFF: ¿Porque Sweet era un federal?

GEORGE: No, porque le confundió conmigo.

SHERIFF: Reese mató a Sweet y usted mató a Reese.

GEORGE: Exacto. Con un fusil de arpón.

SHERIFF: Con un, ¿con un qué?

GEORGE: Yo cogí el revólver de Sweet, pero se me cayó y tuve que usar un fusil de arpón. ¿No cree que deberíamos avisar a alguien?

SHERIFF: Espere, espere. ¿Dice que mató a Reese con un arpón?

GEORGE: Sí, él iba a dispararme a mí.

SHERIFF: Con un arpón.

GEORGE: No, con una bala; él mató al profesor.

SHERIFF: ¿Quién mató al profesor?

GEORGE: ¡Reese!.

SHERIFF: Reese mató a Sweet.

GEORGE: Y al profesor.

SHERIFF: Ya son tres.

GEORGE: Oh, sí, claro, lo olvidé. El profesor fue asesinado anoche. ¿No podríamos dejar eso para más tarde?

SHERIFF: Ummm. ¿No hay ninguno más?

GEORGE: ¿Ninguno más qué?

SHERIFF: Asesinado.

GEORGE: No, no, pero podría haberlo pronto si no detenemos el tren. Coja el teléfono y llame a sus superiores. Dígales que yo tengo las cartas de Rembrandt. Por ellas han asesinado al profesor.

SHERIFF: ¿Era un federal?

GEORGE: ¿Quién?

SHERIFF: Ese tal Rembrandt…

GEORGE: ¡REMBRANDT ESTÁ MUERTO!

SHERIFF: Ya son cuatro. Escuche, ¿seguro que no se está inventando todo esto? Soy un agente de la ley y tengo mejores cosas que hacer que escuchar tonterías [suena un teléfono]. Ése es mi teléfono rojo. Ahora procure poner en claro sus ideas porque cuando vuelva quiero respuestas claras y concretas, ¿entendido?. Y empezaremos por el que mató a Rembrandt.

(guion de Colin Higgins)

Círculo de fuego: Antes de la lluvia (Before the Rain – Pred Dozdot, Milcho Manchevski, 1994)

En el comienzo de esta aclamada película de Milcho Manchevski (que tantas y tan altas expectativas despertó, prácticamente todas defraudadas a partir de su segunda película, hasta el punto de la súbita, progresiva e imparable disolución de su carrera), coproducción entre Macedonia, Francia y el Reino Unido, el director macedonio establece visualmente cuál es la estructura y el fondo narrativo de la cinta: en un homenaje directo al comienzo de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), unos niños ponen a luchar a dos tortugas en el centro de un círculo que han creado con ramas y palos, azuzando a la una contra la otra, empujándolas y agarrándolas de sus caparazones, antes de prender fuego a las ramas y palos y completar así un círculo de muerte. De este modo, en dos breves tomas, Manchevski sitúa temática y narrativamente la película: en primer lugar, el esqueleto circular del guion, construido sobre historias cruzadas -tan de moda durante los noventa y hasta bien entrados los dos mil- de círculos concéntricos que convergen al comienzo y al final del metraje; en segundo término, las imágenes aluden simbólicamente al fondo de la historia, la guerra enconada, de difícil resolución, en un mundo que ha estallado en llamas. Estructurada en tres partes, Palabras, Rostros e Imágenes, la historia entreteje las evoluciones de distintos personajes en la recién independizada república de Macedonia en el contexto de la guerra de los Balcanes, en una atmósfera de odio y depuración étnica y racial.

El primero de los segmentos es el visualmente más logrado, y también al que mejor se ajusta la música compuesta por Anastasia para la película. La fotografía de Manuel Teran crea hermosas composiciones de exteriores, aprovechando la morfología montañosa y el perfil del monasterio medieval recortado junto al lago, mientras que en los interiores saca enorme partido al ceremonial ortodoxo griego, a la modesta suntuosidad de los iconos y la iluminación con velas y cirios, a la solemnidad ceremonial del culto y al entorno tranquilo, semioscuro y silencioso de la vida monacal. En este escenario, un joven monje que ha hecho voto de silencio (Grégoire Colin) se ve en la tesitura de contravenir las severas normas de la comunidad para esconder y proteger a una muchacha albanesa, de fe musulmana, perseguida por una brigada de ciudadanos armados de una localidad próxima. Mintiendo a sus superiores al tiempo que oculta a la chica, la presión de ambas situaciones se hace insostenible y conduce a un final pesimista en el que el odio y se impone sobre la razón y la fe, la intransigencia sobre la compasión y la caridad. Las esperanzas del monje se vuelcan entonces en reunirse en Londres con un tío suyo, un famoso y premiado fotoperiodista. En la segunda de las historias, una fotógrafa de una agencia de prensa londinense (Katrin Cartlidge) lucha por superar la crisis personal que se deriva tanto del alejamiento de su marido (Jay Villiers) como de los deseos de su colega y amante (Rade Serbedzija) de retornar a Macedonia; cuando se reúne con su marido para intentar poner fin a sus problemas, de un modo u otro, se ven súbitamente interrumpidos y amenazados por un episodio irracional y violento que prueba que las armas y la guerra tienen los tentáculos muy largos y pueden llegar a cualquier parte en todo momento; en el último de los fragmentos, el fotógrafo, de retorno a su país de origen, se encuentra con una realidad muy distinta a la que dejó atrás: los pueblos prácticamente en ruinas, su casa medio derruida, barrios enteros desiertos y muy deteriorados, y comunidades que antaño vivían en paz y armonía, separadas, incomunicadas, armadas, preparada una para expulsar a los que considera extraños, lista la otra para defenderse a cualquier precio; en este contexto, reencontrarse con amigos «del otro» lado, con su descendencia, como la muchacha albanesa del primer capítulo, y tratar de recuperar a un antiguo amor, conllevan un enorme riesgo, y mantener la cordura implica pagar el más alto precio ante el absurdo abismo de la guerra.

El atractivo visual y el gusto del director por la composición de planos y el uso del escenario que rigen en el primer capítulo no se trasladan al episodio londinense, plano y anodino, de estética artificiosa y ritmo apresurado. El nudo central del drama, el triángulo amoroso entre la fotógrafa, su amante y su marido encajan mal con la resolución, un tanto caprichosa y traída por los pelos, por más que se comprenda la tesis que subyace sobre ella, si bien la conexión con el primero de los fragmentos está bien hilada, aunque truncada e inconclusa por las circunstancias. Estéticamente, la película decae, tanto por la menos inspirada fotografía como por el diseño frío y aséptico de los interiores, que en el restaurante dan incluso sensación de precariedad. El tono visual remonta en el último capítulo, si bien su tema es principalmente la desolación, y esta idea se traslada a los interiores y exteriores escogidos. Una desolación doble, la de los campos sin cultivar o las casas abandonadas como metáfora de la campana de incomunicación e incomprensión que se ha extendido sobre las comunidades macedonia y albanesa, antaño bien avenidas. En ese contexto, cualquier intento por un miembro de una de las partes por tender puentes, de la clase que sean, con la otra, recibe los recelos de ambas, si no acusaciones de traición, con las consecuencias fáciles de prever.

La película gozó en su momento de una excelente acogida crítica y de público, sin duda sensibilizados a causa de las imágenes que diariamente podían contemplarse en los informativos de todo el mundo y de la accesibilidad de su tesis central, por sabida que sea nunca improcedente, y que gira en torno a la idea de los estragos que puede causar la guerra, más allá de las banderas y los himnos patrióticos, de los maximalismos ideológicos o raciales, en las historias particulares de las personas, de sus familias, sus amigos y su modo de vida. La guerra como hecho absoluto y fenómeno universal, que afecta a todo y a todos aunque su localización geográfica sea la de un lugar poco relevante cuyos habitantes no importan a nadie, y que convierte en bestias irracionales incluso a las personas más justas, amigables y cabales, aun dentro de la propia familia. La película, con todo, ha sufrido el impacto de los treinta años transcurridos, y aunque las tres historias conservan la potencia de su fondo dramático y su capacidad de conmoción, visual y narrativamente la construcción de su entrelazado se ha revelado como una maniobra de guion artificiosa y algo postiza. Una película más de fragmentos, de partes, que de la totalidad, en la que brillan planos e instantes concretos por encima del conjunto, a la manera de la propia carrera de Manchevski, que siguió incidiendo en historias temporalmente fragmentadas e interconectadas sin la fortuna ni el éxito de este primer trabajo suyo, en media docena de películas y una serie de televisión. El desenlace del personaje del fotógrafo, en este punto, resulta casi un augurio irónico.

Cine de verano: Grito de piedra (Schrei aus Stein, Werner Herzog, 1991)

Partiendo de una idea del alpinista italiano Reinhold Messner, con quien ya filmara el documental La montaña luminosa en 1984, el cineasta alemán lleva a la pantalla la historia de la rivalidad entre dos montañeros, una veterana celebridad que ha conquistado los catorce picos que superan los ocho mil metros (Vittorio Mezzogiorno) y un alpinista deportivo que ha ganado el mundial de escalada indoor (Stefan Glowacz), por la conquista de la cima del Cerro Torre, en la Patagonia argentina, en paralelo a su lucha por el amor de la misma mujer (Mathilda May). Al mismo tiempo, un ambicioso cronista deportivo (Donald Sutherland), se hace con la exclusiva para la retransmisión del evento a nivel mundial. Hermosas imágenes de la alta montaña hostil y salvaje, fotografiadas por Rainer Klausmann, acompañadas de la música de Sarah Hopkins, Ingram Marshall, Atahualpa Yupanqui y Richard Wagner. Completan el reparto Brad Dourif, Al Waxman, Lautaro Murúa, Chavela Vargas y Volker Prechtel.

Cine de verano: La millonaria (The Millionairess, Anthony Asquith, 1960)

Muy irregular comedia, escrita por Wolf Mankowitz y Riccardo Aragno a partir de la obra teatral de George Bernard Shaw, en la que una joven italiana, rica y de buena posición (Sophia Loren), derrocha maridos y dinero en toda clase de lujos. Su materialista visión del mundo y del amor cambia radicalmente cuando conozca al doctor indio Ahmed el Kabir (Peter Sellers), que atiende a las clases más desfavorecidas de Londres en una clínica de los barrios bajos. Algunos momentos inspirados de comedia se combinan con no poca cursilería romántica y varios gags que ya no funcionaban cuando fueron concebidos y ejecutados, pero que el paso del tiempo ha vuelto por completo obsoletos. Dos notas de interés predominante: el abogado que interpreta Alastair Sim, el mejor personaje de la película y el que más humor negro destila, y, en la versión doblada al castellano, el hallazgo de la voz de Alfredo Landa en boca de un personaje secundario.

Relevo en el terror: El héroe anda suelto (Targets, Peter Bogdanovich, 1968)

«Soy un anacronismo. Mi tipo de terror ya no aterroriza a nadie», confiesa resignado Byron Orlok (Boris Karloff), veterana celebridad del cine de horror clásico, en el momento de anunciar su retiro de la profesión. En su debut en el largometraje, Peter Bodganovich sorprende triplemente: en primer término, por su lúcida intuición al reflejar en su película el contraste entre la desgastada ficción terrorífica clásica de Hollywood y los nuevos temores que afrontaba la sociedad norteamericana en la década de los sesenta, justamente en el año crucial de 1968, en plena escalada en la guerra de Vietnam, solo cinco años después del magnicidio del presidente Kennedy y el mismo año del asesinato de su hermano Robert y de Martin Luther King, cuando la violencia y el horror reales eran servidos diariamente en copiosas raciones en los informativos de máxima audiencia y dejaban obsoletos a los monstruos tradicionales; en segundo lugar, porque el juego metacinematográfico que plantea magistralmente el filme (Boris Karloff interpretando a un actor de películas de miedo que es trasunto de sí mismo, y cuya carrera se ilustra con imágenes de cintas protagonizadas por el propio Karloff) ilustra como pocas veces el fenómeno de cómo el cine se impregna de la atmósfera socioeconómica y cultural, de los estados de ánimo sociales, de las euforias, depresiones y paranoias que laten en su entorno en el momento de surgir; por último, porque un director criado en la factoría de Roger Corman se atreve a emular desde los Estados Unidos el fenómeno cinematográfico, por entonces ya algo pasado de moda, de la nouvelle vague (como Truffaut o Chabrol, Bogdanovich es crítico de cine y partidario de la teoría del autor), y lejos de presentar el sucedáneo de serie B al estilo de sus adaptaciones de Edgar Allan Poe que su mentor esperaba (se dice que la participación de Karloff venía impuesta porque este le debía a Corman dos días de contrato), y para el cual le había a autorizado a utilizar tomas descartadas de su película El Terror (The Terror, 1963), protagonizada por Boris Karloff, Jack Nicholson, Sandra Knight y Dick Miller, se presenta con un brillante y agudo guion original, coescrito junto a su pareja de entonces, Polly Platt, y (sin acreditar) Samuel Fuller, muy ligado a la actualidad y repleto de referencias cinematográficas de nivel: Howard Hawks, Orson Welles y Alfred Hitchcock, nada menos. 

La historia se mueve en una doble vertiente. Karloff hace de sí mismo, en un estadio no muy diferente a aquel por el que transitaba su mortecina carrera en ese instante, mientras que Bogdanovich se reserva un papel coprotagonista, el de joven director de películas de terror que le ofrece un último guion, alejado de los clichés y temas del género, que Orlok, sin embargo, se ha negado a leer, pero que, en teoría, posibilitaría su renacimiento, o reciclaje, para nuevos públicos en un cine de distinta categoría, al tiempo que sería una estupenda carta de presentación para el cineasta en ciernes (segundo juego metacinematográfico: ¿es ese guion, no identificado ni explicado al público, El héroe anda suelto?). La trama en la que Sammy, el director, intenta convencer a Orlok de que lea su guion y participe en la película discurre en paralelo a los avatares de Bobby Thompson (Tim O’Kelly), el típico chico americano de los sesenta, buen hijo, trabajador y amante de su mujer, un joven saludable y normal de trato afable y educado pero de vida anodina que, sin embargo, tiene fascinación por las armas (lleva consigo un arsenal de rifles, carabinas, fusiles, revólveres y pistolas, cuidadosamente colocado en el maletero de su Ford Mustang). Inspirado también en una figura real, la de Charles Whitman, un antiguo marine estadounidense que el 1 de agosto de 1966 mató a tiros a su madre y a catorce desconocidos, el personaje de Bobby, del que progresivamente se revela la carga de tensión latente que soporta, asesina a su esposa y a su madre en un arrebato, antes de embarcarse en una orgía de fuego y de sangre que, iniciada en los altos de un depósito de agua que da a una autopista, finaliza en un autocine, precisamente, en la sesión nocturna que proyecta uno de los clásicos de Orlok (de Karloff), El terror, con la anunciada presencia de su protagonista, en la que este considera que va a ser su última aparición pública. Un Karloff-Orlok que previamente, en la habitación de hotel en la que vive, se ha apoderado del espectador en dos momentos verdaderamente cautivadores y conmovedores, cuando, mirando directamente a cámara, regala al público una última muestra de su capacidad para atemorizar, utilizando los ojos, la inflexión de la voz, el gesto, antes de, en un zoom largo que desde un plano general que muestra a varios interlocutores alrededor de una mesa y va cerrándose en torno a su figura, relata una inquietante anécdota alegórica sobre la omnipotencia de La Muerte.

La dirección de Bogdanovich, apoyada en la estructura del guion, construye un solvente diálogo entre estas tramas paralelas, con las acciones criminales de Bobby punteando visualmente el discurso nostálgico y desesperanzado de Orlok, la muerte del terror clásico a manos de los horrores modernos, mucho más truculentos, violentos, mortíferos y próximos a la cotidianidad de los espectadores/ciudadanos, que confluyen en un mismo tiempo y espacio en el lugar en el que ficción y realidad se dan la mano, el autocine, donde no solo interaccionan sino que llegan incluso a identificarse. Así, aquellas tomas en las cuales la mira del fusil de Bobby ocupa la misma posición y desempeña la misma función que el objetivo de una cámara cinematográfica (el primer encuentro de Orlok y Bobby, a distancia, tiene lugar precisamente a través de la mira telescópica del nuevo rifle que este está adquiriendo), reflejando el proceso por el que la tentación homicida va configurándose y creciendo en el interior del muchacho, dan paso al clímax durante el que este dispara al público directamente desde la pantalla del autocine, ocupando el mismo plano que la película, desplazándola, suplantándola, erigiéndose en el auténtico terror ante el que chillar, removerse, temblar, huir. Todos menos Orlok, quien, asumiendo su icónico papel protagonista, en una identificación literal entre los planos de El terror que muestra la gran pantalla del autocine y su propia actuación en la secuencia clave para la resolución de Targets, o bien dándose por amortizado y en una tentativa de poner un final rápido a lo que prevé como una lenta y agónica decadencia en un forzado, lamentable y vergonzante anonimato, afronta al criminal exponiéndose a una muerte prácticamente segura, tal vez buscada como única salida digna concebible, como personaje y como ser humano.

La película plantea así un tejido de relaciones al modo de juego de espejos entre realidad y ficción, entre la condición de sujeto agente y la de observador pasivo, que alcanza su conclusión visual, llena de pesimismo, en el plano largo del autocine vacío de público, en la desolación de una explanada desierta de vida, de imaginación, de cine. Una película fascinante que hace de los Estados Unidos del momento una película real que es preciso observar sobrecogido, hasta el punto, quizá, de aterrorizarse.

 

 

Música para una banda sonora vital: Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham One Two Three, Joseph Sargent, 1974)

David Shire pone la música de este estupendo thriller de secuestros que combina acción e intriga con un refinado sentido de la comedia negra.

A Dios rogando: El rapto (Rapito, Marco Bellocchio, 2023)

La última, hasta la fecha, película del veterano cineasta italiano Marco Bellocchio mantiene la apuesta por una de las constantes de su amplia y variada filmografía: el cuestionamiento de la ética de las instituciones de poder. En este caso, circunstancia siempre en cierto punto arriesgada cuando se trata de un creador transalpino, el foco de atención es la Iglesia Católica personalizada en el papa Pío IX a través de un hecho real acaecido en 1858, la separación forzosa, a instancias del papado, de un niño de siete años, Edgardo Mortara, del resto de su familia, de religión judía, a partir del conocimiento que se tiene del hecho de que ha sido bautizado clandestinamente, sin el consentimiento de sus padres, y como consecuencia de la ley canónica, que impide que un católico permanezca bajo la tutela de una familia que no profesa esta creencia. El suceso tiene lugar en Bolonia, entonces parte de los Estados Pontificios, el territorio que, bajo la forma política de reino, gobernaba el papa como monarca absoluto hasta que el proceso de unificación italiana limitó sus dominios a la ciudad de Roma y, tras los acuerdos de Letrán de 1929, a los límites de la Ciudad del Vaticano. De ahí que, en contra de lo que dice el mismo título de la película, y a diferencia de lo que afirma la mayoría de sinopsis y reseñas que hablan de ella, no se trate de la crónica de un secuestro (aunque su realización y efectos puedan considerarse equiparables), sino del pormenorizado y extenso (en el tiempo) relato de las infaustas repercusiones que la aplicación de una norma basada en postulados religiosos de legitimidad y justicia más que dudosas, por partidistas y excluyentes, máxime cuando parten de la Inquisición, puede tener en la vida de los ciudadanos comunes, y de las escasas o nulas herramientas de que estos disponen para oponerse a un poder arbitrario y despótico, por más revestido de dignidades espirituales y oropeles políticos que se muestre.

La habilidad del guion de Susanna Nicchiarelli, Edoardo Albinati, Daniela Ceselli y el propio Bellocchio consiste en ligar los acontecimientos que afectan a la familia Mortara y a la comunidad judía de Bolonia con las pinceladas que contextualizan los hechos respecto al largo proceso de unificación italiana, y que hacen que un caso inicialmente privado, el enfrentamiento de una familia con el poder estatal, se convierta en un conflicto internacional cuando Bolonia pasa al reino de Italia y Edgardo permanece en los Estados Pontificios. En paralelo, la película se ocupa del tratamiento psicológico del protagonista como vértice de sus relaciones con quienes lo acogen, el papa y sus agentes, y los compañeros de la escuela vaticana, así como de los efectos que tanto en él como en su familia tiene la separación obligada. Edgardo, todavía una mente sin formar, sufre un rápido y comprensible síndrome de Estocolmo que le lleva a encajar demasiado bien en su nuevo entorno, mientras que su padres sufren su ausencia y, o bien maniobran en busca de ayuda (jurídica, política y religiosa, dentro de su comunidad, lo que genera incluso intentos ilegales de recuperación del pequeño), o se dejan caer en la depresión y la frustración. Pero esta fortaleza del argumento contiene igualmente su debilidad estructural. Aunque la película se muestra sólida y enérgica en la narración de la detención del niño, su traslado forzado a Roma, la ausencia que deja en su familia y las distintas acciones que esta intenta para recuperarlo, todo ello bajo una adecuada atmósfera de drama y pesadilla de tintes casi kafkianos que alimenta un suspense absorbente plagado de incertidumbres, en el aspecto histórico queda demasiado deudora del tránsito temporal señalado a base de irritantes letreros que marcan el paso de los años y su relación con el proceso de unificación de Italia. Ahí es donde el tratamiento flojea, puesto que se alude de oídas a condicionantes de la situación -el eco que tiene el episodio de Edgardo entre los gobiernos extranjeros y la prensa internacional; por ejemplo, el apoyo inicial de Napoleón III de Francia y su posterior cambio de posición-, mientras que en otros aspectos la película renuncia progresivamente a la complejidad y deriva hacia el maniqueísmo. Así, apuntes psicológicos inicialmente esbozados -la duplicidad que experimenta Edgardo, por un lado, su aceptación del statu quo, y por otro, el extrañamiento de su familia; la ambivalencia del muchacho y el papa en su relación personal, ese acercamiento y ese afecto que quedan, no obstante, mediatizados por la voluntad y el férreo dominio del pontífice- quedan repentinamente simplificados y reducidos al antagonismo de buenos y malos desde la base del rechazo a todo fanatismo religioso y a toda imposición de poder, mientras que la carga dramática sufrida por la familia adquiere tintes de folletín, en episodios como, por ejemplo, el reencuentro entre Edgardo y uno de sus hermanos, soldado del ejército de Italia durante la entrada de las tropas en Roma, o bien durante la enfermedad de la madre y el desenlace que esta circunstancia tiene en relación con las posibilidades de encaje del muchacho en su familia.

La película, sin embargo, aunque truncada como melodrama, conserva en todo momento una exquisita pulcritud formal que se beneficia tanto de los escenarios escogidos, interiores (los palacios vaticanos, las dependencias gubernativas, las oficinas diplomáticas, las instancias judiciales) y exteriores (las recreaciones de las calles y plazas decimonónicas de Roma y Bolonia o el tráfico fluvial, algo justas, no obstante, en cuanto a medios, cuando se trata de reflejar instantes socialmente convulsos, ya sean manifestaciones, algaradas violentas o la presencia de los soldados), como del tratamiento de la fotografía, de la dirección artística y del vestuario, que remarcan adecuadamente la suntuosidad y la abundancia de la corte papal y lo que implica el contraste entre la vida teóricamente dedicada a la dimensión espiritual en un marco de riquezas materiales y escenarios repletos de obras de arte, lo cual, a su vez, simboliza la dualidad entre los buenos propósitos alimentados por la fe y la aplicación autoritaria del rodillo de poder terrenal. El trabajo de cámara y el guion contribuyen decisivamente a crear una serie de viñetas de hermosa factura técnica y mensaje de contundente calado, en secuencias de contenido onírico -como la de Edgardo y el Cristo que tanto le impresiona- o en frescos en movimiento de estimable composición formal y apreciable textura plástica, que sirven al fin de mostrar la grandeza avasalladora del poder vaticano frente a los insignificantes ciudadanos anónimos, en contraste con el devenir de la narración y cómo estas posiciones se invierten a medida que Italia se impone sobre su adversario papal, en un cine de mundos, estructuras sociales y concepciones mentales y morales que desaparecen, próximo a la óptica de Visconti. El excelente tratamiento formal no va a acompañado, por tanto, de un desarrollo dramático equiparable, que a lo largo del extenso metraje (quizá demasiado) de dos horas y cuarto va decantándose desde un planteamiento rico y contradictorio de dinámicas de fe y pensamiento encontradas, hacia la simplicidad de posturas maniqueas inamovibles solo rota en una escena que resulta algo caprichosa de tan abrupta, lo que no impide que la película se erija en pertinente testimonio de tolerancia y oposición el dogma y al autoritarismo, más en un tiempo en que, en la propia Italia particularmente, pero también fuera de ella, estos recordatorios no van resultando ociosos.