A Dios rogando: El rapto (Rapito, Marco Bellocchio, 2023)

La última, hasta la fecha, película del veterano cineasta italiano Marco Bellocchio mantiene la apuesta por una de las constantes de su amplia y variada filmografía: el cuestionamiento de la ética de las instituciones de poder. En este caso, circunstancia siempre en cierto punto arriesgada cuando se trata de un creador transalpino, el foco de atención es la Iglesia Católica personalizada en el papa Pío IX a través de un hecho real acaecido en 1858, la separación forzosa, a instancias del papado, de un niño de siete años, Edgardo Mortara, del resto de su familia, de religión judía, a partir del conocimiento que se tiene del hecho de que ha sido bautizado clandestinamente, sin el consentimiento de sus padres, y como consecuencia de la ley canónica, que impide que un católico permanezca bajo la tutela de una familia que no profesa esta creencia. El suceso tiene lugar en Bolonia, entonces parte de los Estados Pontificios, el territorio que, bajo la forma política de reino, gobernaba el papa como monarca absoluto hasta que el proceso de unificación italiana limitó sus dominios a la ciudad de Roma y, tras los acuerdos de Letrán de 1929, a los límites de la Ciudad del Vaticano. De ahí que, en contra de lo que dice el mismo título de la película, y a diferencia de lo que afirma la mayoría de sinopsis y reseñas que hablan de ella, no se trate de la crónica de un secuestro (aunque su realización y efectos puedan considerarse equiparables), sino del pormenorizado y extenso (en el tiempo) relato de las infaustas repercusiones que la aplicación de una norma basada en postulados religiosos de legitimidad y justicia más que dudosas, por partidistas y excluyentes, máxime cuando parten de la Inquisición, puede tener en la vida de los ciudadanos comunes, y de las escasas o nulas herramientas de que estos disponen para oponerse a un poder arbitrario y despótico, por más revestido de dignidades espirituales y oropeles políticos que se muestre.

La habilidad del guion de Susanna Nicchiarelli, Edoardo Albinati, Daniela Ceselli y el propio Bellocchio consiste en ligar los acontecimientos que afectan a la familia Mortara y a la comunidad judía de Bolonia con las pinceladas que contextualizan los hechos respecto al largo proceso de unificación italiana, y que hacen que un caso inicialmente privado, el enfrentamiento de una familia con el poder estatal, se convierta en un conflicto internacional cuando Bolonia pasa al reino de Italia y Edgardo permanece en los Estados Pontificios. En paralelo, la película se ocupa del tratamiento psicológico del protagonista como vértice de sus relaciones con quienes lo acogen, el papa y sus agentes, y los compañeros de la escuela vaticana, así como de los efectos que tanto en él como en su familia tiene la separación obligada. Edgardo, todavía una mente sin formar, sufre un rápido y comprensible síndrome de Estocolmo que le lleva a encajar demasiado bien en su nuevo entorno, mientras que su padres sufren su ausencia y, o bien maniobran en busca de ayuda (jurídica, política y religiosa, dentro de su comunidad, lo que genera incluso intentos ilegales de recuperación del pequeño), o se dejan caer en la depresión y la frustración. Pero esta fortaleza del argumento contiene igualmente su debilidad estructural. Aunque la película se muestra sólida y enérgica en la narración de la detención del niño, su traslado forzado a Roma, la ausencia que deja en su familia y las distintas acciones que esta intenta para recuperarlo, todo ello bajo una adecuada atmósfera de drama y pesadilla de tintes casi kafkianos que alimenta un suspense absorbente plagado de incertidumbres, en el aspecto histórico queda demasiado deudora del tránsito temporal señalado a base de irritantes letreros que marcan el paso de los años y su relación con el proceso de unificación de Italia. Ahí es donde el tratamiento flojea, puesto que se alude de oídas a condicionantes de la situación -el eco que tiene el episodio de Edgardo entre los gobiernos extranjeros y la prensa internacional; por ejemplo, el apoyo inicial de Napoleón III de Francia y su posterior cambio de posición-, mientras que en otros aspectos la película renuncia progresivamente a la complejidad y deriva hacia el maniqueísmo. Así, apuntes psicológicos inicialmente esbozados -la duplicidad que experimenta Edgardo, por un lado, su aceptación del statu quo, y por otro, el extrañamiento de su familia; la ambivalencia del muchacho y el papa en su relación personal, ese acercamiento y ese afecto que quedan, no obstante, mediatizados por la voluntad y el férreo dominio del pontífice- quedan repentinamente simplificados y reducidos al antagonismo de buenos y malos desde la base del rechazo a todo fanatismo religioso y a toda imposición de poder, mientras que la carga dramática sufrida por la familia adquiere tintes de folletín, en episodios como, por ejemplo, el reencuentro entre Edgardo y uno de sus hermanos, soldado del ejército de Italia durante la entrada de las tropas en Roma, o bien durante la enfermedad de la madre y el desenlace que esta circunstancia tiene en relación con las posibilidades de encaje del muchacho en su familia.

La película, sin embargo, aunque truncada como melodrama, conserva en todo momento una exquisita pulcritud formal que se beneficia tanto de los escenarios escogidos, interiores (los palacios vaticanos, las dependencias gubernativas, las oficinas diplomáticas, las instancias judiciales) y exteriores (las recreaciones de las calles y plazas decimonónicas de Roma y Bolonia o el tráfico fluvial, algo justas, no obstante, en cuanto a medios, cuando se trata de reflejar instantes socialmente convulsos, ya sean manifestaciones, algaradas violentas o la presencia de los soldados), como del tratamiento de la fotografía, de la dirección artística y del vestuario, que remarcan adecuadamente la suntuosidad y la abundancia de la corte papal y lo que implica el contraste entre la vida teóricamente dedicada a la dimensión espiritual en un marco de riquezas materiales y escenarios repletos de obras de arte, lo cual, a su vez, simboliza la dualidad entre los buenos propósitos alimentados por la fe y la aplicación autoritaria del rodillo de poder terrenal. El trabajo de cámara y el guion contribuyen decisivamente a crear una serie de viñetas de hermosa factura técnica y mensaje de contundente calado, en secuencias de contenido onírico -como la de Edgardo y el Cristo que tanto le impresiona- o en frescos en movimiento de estimable composición formal y apreciable textura plástica, que sirven al fin de mostrar la grandeza avasalladora del poder vaticano frente a los insignificantes ciudadanos anónimos, en contraste con el devenir de la narración y cómo estas posiciones se invierten a medida que Italia se impone sobre su adversario papal, en un cine de mundos, estructuras sociales y concepciones mentales y morales que desaparecen, próximo a la óptica de Visconti. El excelente tratamiento formal no va a acompañado, por tanto, de un desarrollo dramático equiparable, que a lo largo del extenso metraje (quizá demasiado) de dos horas y cuarto va decantándose desde un planteamiento rico y contradictorio de dinámicas de fe y pensamiento encontradas, hacia la simplicidad de posturas maniqueas inamovibles solo rota en una escena que resulta algo caprichosa de tan abrupta, lo que no impide que la película se erija en pertinente testimonio de tolerancia y oposición el dogma y al autoritarismo, más en un tiempo en que, en la propia Italia particularmente, pero también fuera de ella, estos recordatorios no van resultando ociosos.