Música para una banda sonora vital: Rocky (John G. Avildsen, 1976)

La progresiva degeneración de la saga Rocky, acaparada por Sylvester Stallone, a menudo hace olvidar que la primera entrega era un drama bastante digno y bien hecho, con una buena dirección y un guión muy tópico y repleto de épica de tercera cuya mejor virtud eran algunos diálogos concebidos por el propio Stallone. Naturalmente, los Oscar a mejor película y mejor director que logró son una completa broma si la comparamos con su principal competidora de aquel año, Taxi Driver, o con otros clásicos del boxeo, incluso de su misma década. Lo que queda para los restos, sin duda, es la música de Bill Conti, más que apropiada para insuflar ánimos en estos días tan difíciles.

Magos del shock latente (fragmento del libro Méliès, Libros del Innombrable, 2017)

(de Alfredo Moreno)

Él[*] sólo suministraba la ilusión. Ahí es donde el cine se pone divertido. Utilizas espejos, eres como un mago sacando conejos de chisteras.

Billy Wilder.

 

Georges Méliès no inventó el cinematógrafo; hizo mucho más que eso: inventó el cine.

La figura de Méliès emergió, como el héroe de un antiguo serial de aventuras, en el instante justo, en el momento crucial para salvar al cine de una muerte prematura, de una desaparición en exceso temprana. Consumido el efecto sorpresa, acostumbrada la masa que durante los primeros tiempos había abarrotado las proyecciones a la continuada observación de insulsas escenas de la vida cotidiana o de impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento, los hermanos Lumière, convencidos de las nulas posibilidades comerciales del cinematógrafo, pretendieron emplearlo como instrumento puramente técnico al servicio exclusivo del conocimiento científico y de los avances tecnológicos. En la otra orilla del Atlántico, la implacable avaricia de Thomas A. Edison había sembrado de férreos y costosísimos derechos económicos la explotación del cine en la Costa Este (propiciando así el inminente descubrimiento de Hollywood) y reducido su condición a la de mera atracción de feria, objeto de clandestino y casi onanista disfrute para todo espectador que, siempre de uno en uno, se introdujera en una barraca de madera, tras una manta que oficiara de precario biombo o en la trastienda de un colmado o de una farmacia para escrutar a través de un agujerito cual Norman Bates espiando a Marion Crane en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) un puñado de anodinos fragmentos de película de escasa trascendencia.

En este contexto precozmente decadente, George Méliès irrumpió con el entusiasmo de un visionario, con la clarividencia de un iluminado, para inventar el cine. No el cinematógrafo sino el cine, el ritual, la liturgia de ir al cine. El cine como concepto, el pacto silencioso entre cineasta y público, ese contrato implícito que une al creador con el destinatario de sus fantasías en cuyas cláusulas se acuerda que el autor construirá de la nada todo un universo ficticio de hermosas mentiras que jugará a hacer pasar por reales, que el espectador aceptará creer mientras dure la proyección sin preguntarse cómo o por qué, renunciando a resolver el misterio, a dejarse revelar el truco. A partir de una inagotable imaginación y de un inmenso bagaje de conocimientos técnicos y artísticos sobre el mundo del teatro, las variedades, la magia y el ilusionismo, con espíritu pionero, pleno del candor y de la ingenuidad que también le son propios, con el hambre del descubridor de nuevos horizontes, con la convicción absoluta de que el cine era precisamente la más importante de las artes al comprenderlas todas, Méliès dotó al nuevo medio de uno de sus ingredientes primordiales, de su componente definitivo, hoy más que nunca en cuestión: la ilusión. En su cine, la sorpresa agotada en sí misma y progresivamente diluida por efecto de la repetición se vio arrinconada por la magia, por el hechizo del juego, de la combinación de imágenes, por la ansiedad de saber qué vendría después, en cada plano, tras cada secuencia. La sorpresa cedió su sitio al asombro. Méliès dio a luz eso que Cabrera Infante denominó shock latente, y que de sus películas pasó a Buster Keaton y a Un perro andaluz (1929) o La edad de oro (1930) de Luis Buñuel, que moldeó la personalidad artística de Orson Welles, que impregnó la filmografía de Alfred Hitchcock, quien le raspó el elemento maravilloso para racionalizarlo, estructurarlo según cierta lógica (convenientemente eludida cuando le convenía) y hacerlo su estilo bautizándolo como suspense, que influyó en Ingmar Bergman y en Andrei Tarkovski, en el neorrealismo italiano, en Federico Fellini, en la nouvelle vague y, a través de todos ellos, en su producto natural, Woody Allen (aunque su fórmula se adereza con no pocas gotas de esencia de Billy Wilder, Bob Hope y Groucho Marx).

De niño, Georges Méliès ya mostraba innatas aptitudes para el dibujo, la pintura, la caricatura y la escultura, así como una acusada inclinación por el teatro, los decorados y la puesta en escena. Desde los siete años, cuando empezó a recibir una educación clásica y de base literaria en el parisino Liceo Michelet, alternó sus estudios con su pasión por los guiñoles y el diseño de escenas fantásticas (primigenios storyboards) que transcurrían en paisajes extraños, en palacios de ensueño o en atmósferas de pesadilla. Al regreso del servicio militar, durante el que persistió en el dibujo y se lanzó de lleno a la pintura, sus ansias artísticas se vieron momentáneamente frustradas: opuesto a que ingresara en la Academia de Bellas Artes, su padre le obligó a emplearse en el negocio familiar, una fábrica de zapatos de lujo. Con ello, papá Méliès proporcionó involuntariamente a su hijo la segunda vertiente de su poliédrica personalidad cinematográfica, el gusto, la atracción por la maquinaria. Interesado desde siempre por los engranajes y la utilería asociados al mundo del teatro, en la fábrica de zapatos Méliès, en el número 5 de la calle Taylor del distrito 10 de París, Georges se ejercitó en el mantenimiento y la reparación de las máquinas de la empresa, desarrollando una pericia que le permitió perfeccionar algunas de ellas, mejorar su rendimiento y alargar su vida útil, destreza que resultaría fundamental en su carrera como cineasta total.

[*] Se refiere a Alexander Trauner, director artístico de El apartamento (The apartment, 1960), también colaborador de Marcel Carné, Jean Grémillon u Orson Welles, entre otros.

Información sobre el libro.

Diálogos de celuloide: M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931)

Foto de Peter Lorre - M, El vampiro de Düsseldorf : Foto Peter ...

HANS BECKERT: ¡Qué queréis que haga…! ¿Qué puedo hacer yo…? ¿Es que no creéis que es terrible lo que llevo dentro…? ¡Este fuego, esa voz, esta tortura…! Tengo que circular por las calles huyendo constantemente… Hay alguien que me persigue… ¡Y soy yo mismo…! ¡Me persigo… en silencio! Pero yo le oigo.. ¡¡Sí!! A veces me parece… que yo mismo corro detrás de mí y quiero escapar de mí mismo… ¡pero no puedo… no puedo escapar! He de continuar mi camino porque si no me alcanzará… ¡Tengo que correr… correr por las calles sin fin…! ¡Y quiero… quiero escapar…! Y detrás de mí corren los fantasmas de las criaturas… nunca se apartan de mí… nunca… Siempre están ahí… ¡Siempre! ¡Siempre! ¡Siempre! Solo tengo una solución: ¡¡¡matar!!!… Y ya no me doy cuenta de nada más… Luego sale la noticia en todos los periódicos… y leo, y leo el suceso… y me pregunto al leerlo: ¿He hecho yo eso? ¡Y no puedo recordarlo…! ¡Vosotros no podéis comprender lo que significa llevar en el interior dos voces como yo llevo, gritando… gritándome constantemente. ¡No lo hagas! ¡Mata! ¡No lo hagas! ¡Mata! Y las voces siguen enloqueciéndome… ¡Y no quiero impedirlo… pero no puedo evitarlo…! ¡¡No puedo…!! ¡¡No puedo…!! ¡¡No puedo…!!

(guión de Thea von Harbou y Fritz Lang)

Mis escenas favoritas: Enrique V (Henry V, Kenneth Branagh, 1989)

El rey Enrique V de Inglaterra (Kenneth Branagh) recuenta los muertos y carga con el cadáver de un joven soldado (Christian Bale) en el campo de batalla de Agincourt (o Azincourt), episodio decisivo de la Guerra de los Cien Años y de la tragedia de William Shakespeare, momento que eclosiona con el tedeum compuesto por Patrick Doyle, Non nobis domine.

Cine en fotos: Fritz Lang

Los mil ojos de Fritz Lang |

«El título [M en alemán, sin el subtítulo El vampiro de Düsseldorf] procedía de cuando ponen marca de tiza en el hombro de Lorre; y, por supuesto, en toda mano hay una M natural. Pero en cierto momento íbamos a titular el filme Mörder unter uns: un título que fue robado más tarde, y usado para la primera película alemana que se hizo después [de la Segunda Guerra Mundial: Die Mörder sin unter uns, Wolfgang Staudte, 1946]. De cualquier forma, yo quería rodarla en los hangares Zeppelin: había rodado ya allí, y conocía al hombre que los dirigía. Se llamaba Wehner, pero tenía las cejas muy espesas, así que yo lo llamaba Uhoo, que en alemán significa búho grande. Éramos muy amigos. Fui y le dije: «Mira, me gustaría alquilar otra vez el lugar». Él dijo: «No, no queremos alquilártelo». Dije: «¿Por qué no?». Dijo: «Tú sabes». Le dije: «¿Qué quieres decir con «tú sabes»? No seas estúpido, Uhoo, tengo mucho que hacer». Dijo: «No, no. Y, de paso, creo que no deberías hacer esta película». «¿Qué?», le dije. Dijo: «Sí, creo que no deberías hacer esta película. Tú sabes por qué. Herirás los sentimientos de muchos que son importantes. Será my malo para ti». Dije: «Dime, ¿por qué una historia sobre un asesino de niños heriría los sentimientos de nadie? No hay historia de amor, te lo garantizo». Él dijo: «¿Qué? ¿Sobre qué trata esta historia?». Dije: «¡Sobre un asesino de niños!». Y en ese momento le agarré de la solapa y noté algo, le di la vuelta y allí estaba una esvástica; era miembro del partizo nazi. Y creían -ciegamente- que el título Asesino entre nosotros quería decir una película contra los nazis».

Fritz Lang en BOGDANOVICH, Peter, Fritz Lang en América (ed. Fundamentos, 1991).

M” (1931), de Fritz Lang

Música para una banda sonora vital: Tommy (Ken Russell, 1975)

En 1975 el inclafisificable Ken Russell llevó al cine la no menos inclasificable ópera-rock de The Who, con el grupo interpretando papeles relevantes, además del concurso de otras figuras de la música como Tina Turner, Elton John o Eric Clapton, y de consagrados actores como Oliver Reed, Ann-Margret, Robert Powell o Jack Nicholson. La historia es lo de menos: un niño traumatizado al asistir al asesinato de su padre a manos del amante de su madre, pierde la vista, el oído y el habla, lo que no es obstáculo para que, más crecidito, se convierta en una figura mundial del pinball. Casi nada.

Eyesight To The Blind es el tema que interpreta Eric Clapton, y que adorna la secuencia de ese extraño ritual de la iglesia «marilynmonroeniana», uno de los sucesivos y gloriosos excesos de la película.

Mis escenas favoritas: All That Jazz (Bob Fosse, 1979)

Bob Fosse se autorretrata sin contemplaciones, medias tintas ni paños calientes en este oscuro musical extrañamente premonitorio, que contiene uno de los finales más impactantes y sugerentes de su género, una de las más alegóricas y bellas representaciones de la muerte de la historia del cine.

Cuentos de la caja tonta

MIRALLES: ¿Le gusta la tele?

LOLA: La veo poco.

MIRALLES: En cambio, yo la veo mucho. Mire, mire qué felices son. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época. Los que hablan pestes del futuro lo hacen para consolarse de que no podrán vivirlo. Es como esos intelectuales. Cada vez que oigo a alguien hablar horrores de la tele, sé que estoy delante de un cretino.

Soldados de Salamina (David Trueba, 2003)

 

All That Heaven Allows (1955) : TrueFilm

En justicia, la conclusión del bueno de Miralles (Joan Dalmau) tiene trampa: al vivir en un aparcadero de ancianos de la ciudad francesa de Dijon no ha de soportar la televisión española…; con todo, parece preferible cerrar filas con ilustres cretinos como Bette Davis (“La televisión es maravillosa; no sólo produce dolor de cabeza sino que además, en su publicidad, encontramos las pastillas que nos aliviarán”) y Groucho Marx (“Encuentro la televisión muy educativa; cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”).

Desde su origen el cine vio en la televisión una seria competidora para su hegemonía. Cuando la tele comenzó a utilizar la ficción para dotarse de contenidos el cine reaccionó exprimiendo al máximo sus cualidades frente al medio televisivo: CinemaScope, Vistavisión, Cinerama, formatos panorámicos y sistemas de color, historias localizadas en espacios abiertos para potenciar al máximo la fotografía de exteriores, superproducciones, estrellas en exclusiva, pantallas gigantes, salas confortables… Los agoreros del final del cine se equivocaron. Claro que la gente prefería quedarse en casa para ver gratis, o eso creían (y creen), programas y series, pero para los grandes espectáculos no había más alternativa que la ópera, el teatro o el cine, más asequible y popular. Con la televisión en color los mismos aguafiestas resucitaron los fantasmas de desaparición. Televisión y cine, en cambio, se repartieron los espacios, los productos, los públicos. La televisión suponía una nueva oportunidad para películas ya superadas, tanto para su visionado y aprecio por nuevas generaciones como para la obtención de una mayor e inesperada rentabilidad económica por parte de los estudios, lo que convirtió en inútil la hasta entonces comprensible y lucrativa práctica del remake, continuada sin embargo de manera absurda hasta la actualidad. Hoy, tras superar la amenaza de los reproductores caseros de vídeo y DVD gracias al nuevo y beneficioso mercado que han supuesto, y especialmente con el acceso prácticamente ilimitado a todo tipo de contenidos a través de Internet, se ve más cine que nunca, pero no en las salas. Las pantallas gigantes y los eficaces sistemas de imagen y sonido permiten disfrutar del cine en formato doméstico en excelentes condiciones de calidad. Al mismo tiempo, la televisión y el cine se han igualado tanto tecnológicamente que a menudo existen pocas diferencias entre una y otra, generalmente y por desgracia a la baja, no sólo en cuanto a los aspectos estéticos y artísticos; los hábitos de consumo televisivo alimentados por la mercadotecnia y la publicidad se han trasladado al cine y han producido generaciones enteras de consumidores de películas, no espectadores, incapaces de captar la diferencia entre entretenimiento (espectador activo) y pasatiempo (espectador pasivo), carentes de una auténtica educación audiovisual, deficiencia incrementada por la pérdida de referentes culturales, sobre todo literarios, merced a sistemas educativos atiborrados de teoría pedagógica pero muy poco preocupados por unos contenidos llenos de lagunas. Como sucede con la informática o Internet, la televisión constituye un invento soberbio, una de las claves del progreso de la humanidad en los últimos decenios. Su uso es lo que puede convertir el futuro en el radiante espacio de oportunidades que ve Miralles o en una realidad monótona y decadente. Si hablamos de la televisión de mayor audiencia, ese futuro puede ser un campo abierto a la chabacanería, la desinformación, la incultura y la ausencia de espíritu crítico.

Dejando aparte películas que, como Television Spy (Edward Dmytryk, 1939), retratan, aunque sea en clave de espionaje, el nacimiento de la televisión como hecho tecnológico, comedias musicales como Televisión (Hit Parade of 1941, John H. Auer, 1940) y caspa sentimental patria como Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), el medio televisivo ha proporcionado al cine abundante munición como pretexto para comedias –Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993)-, dramas –incluso almibarados y cursis, como Íntimo y personal (Up Close & Personal, John Avnet, 1996)- o el terror más agotador y previsible –REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)-, pero también como excelente vehículo de reflexiones sobre el medio audiovisual, el periodismo y la sociedad en que vivimos. Continuar leyendo «Cuentos de la caja tonta»

Música para una banda sonora vital: Un, dos, tres… al escondite inglés (Iván Zulueta, 1969)

Tengo tu amor, de Fórmula V, es uno de los temas «protovideoclipeados» incluidos en esta parodia musical dirigida por Iván Zulueta en 1969. Tan fresca en su día como acartonada hoy (aunque mantiene la calidez de sus colores y algún que otro logrado momento), destaca por su tratamiento sardónico del mercado «persa» de la música (ya entonces), por algunos de los temas y de los grupos que recoge, y también por la autoparodia que José María Íñigo, gurú patrio de estas cosas en aquel entonces, hace de sí mismo. No menos importante es comprobar en esta película de dónde ha sacado (o copiado) Pedro Almodóvar buena parte de su personalidad como creador.

Y de propina, Esa mujer (That Woman), de los Pop Tops, que prácticamente cierra la película.

Cómo se hizo Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959)

Breve documental sobre esta joya del cine de Alfred Hitchcock, conducido por Eva Marie Saint, coprotagonista de la película.