Relevo en el terror: El héroe anda suelto (Targets, Peter Bogdanovich, 1968)

«Soy un anacronismo. Mi tipo de terror ya no aterroriza a nadie», confiesa resignado Byron Orlok (Boris Karloff), veterana celebridad del cine de horror clásico, en el momento de anunciar su retiro de la profesión. En su debut en el largometraje, Peter Bodganovich sorprende triplemente: en primer término, por su lúcida intuición al reflejar en su película el contraste entre la desgastada ficción terrorífica clásica de Hollywood y los nuevos temores que afrontaba la sociedad norteamericana en la década de los sesenta, justamente en el año crucial de 1968, en plena escalada en la guerra de Vietnam, solo cinco años después del magnicidio del presidente Kennedy y el mismo año del asesinato de su hermano Robert y de Martin Luther King, cuando la violencia y el horror reales eran servidos diariamente en copiosas raciones en los informativos de máxima audiencia y dejaban obsoletos a los monstruos tradicionales; en segundo lugar, porque el juego metacinematográfico que plantea magistralmente el filme (Boris Karloff interpretando a un actor de películas de miedo que es trasunto de sí mismo, y cuya carrera se ilustra con imágenes de cintas protagonizadas por el propio Karloff) ilustra como pocas veces el fenómeno de cómo el cine se impregna de la atmósfera socioeconómica y cultural, de los estados de ánimo sociales, de las euforias, depresiones y paranoias que laten en su entorno en el momento de surgir; por último, porque un director criado en la factoría de Roger Corman se atreve a emular desde los Estados Unidos el fenómeno cinematográfico, por entonces ya algo pasado de moda, de la nouvelle vague (como Truffaut o Chabrol, Bogdanovich es crítico de cine y partidario de la teoría del autor), y lejos de presentar el sucedáneo de serie B al estilo de sus adaptaciones de Edgar Allan Poe que su mentor esperaba (se dice que la participación de Karloff venía impuesta porque este le debía a Corman dos días de contrato), y para el cual le había a autorizado a utilizar tomas descartadas de su película El Terror (The Terror, 1963), protagonizada por Boris Karloff, Jack Nicholson, Sandra Knight y Dick Miller, se presenta con un brillante y agudo guion original, coescrito junto a su pareja de entonces, Polly Platt, y (sin acreditar) Samuel Fuller, muy ligado a la actualidad y repleto de referencias cinematográficas de nivel: Howard Hawks, Orson Welles y Alfred Hitchcock, nada menos. 

La historia se mueve en una doble vertiente. Karloff hace de sí mismo, en un estadio no muy diferente a aquel por el que transitaba su mortecina carrera en ese instante, mientras que Bogdanovich se reserva un papel coprotagonista, el de joven director de películas de terror que le ofrece un último guion, alejado de los clichés y temas del género, que Orlok, sin embargo, se ha negado a leer, pero que, en teoría, posibilitaría su renacimiento, o reciclaje, para nuevos públicos en un cine de distinta categoría, al tiempo que sería una estupenda carta de presentación para el cineasta en ciernes (segundo juego metacinematográfico: ¿es ese guion, no identificado ni explicado al público, El héroe anda suelto?). La trama en la que Sammy, el director, intenta convencer a Orlok de que lea su guion y participe en la película discurre en paralelo a los avatares de Bobby Thompson (Tim O’Kelly), el típico chico americano de los sesenta, buen hijo, trabajador y amante de su mujer, un joven saludable y normal de trato afable y educado pero de vida anodina que, sin embargo, tiene fascinación por las armas (lleva consigo un arsenal de rifles, carabinas, fusiles, revólveres y pistolas, cuidadosamente colocado en el maletero de su Ford Mustang). Inspirado también en una figura real, la de Charles Whitman, un antiguo marine estadounidense que el 1 de agosto de 1966 mató a tiros a su madre y a catorce desconocidos, el personaje de Bobby, del que progresivamente se revela la carga de tensión latente que soporta, asesina a su esposa y a su madre en un arrebato, antes de embarcarse en una orgía de fuego y de sangre que, iniciada en los altos de un depósito de agua que da a una autopista, finaliza en un autocine, precisamente, en la sesión nocturna que proyecta uno de los clásicos de Orlok (de Karloff), El terror, con la anunciada presencia de su protagonista, en la que este considera que va a ser su última aparición pública. Un Karloff-Orlok que previamente, en la habitación de hotel en la que vive, se ha apoderado del espectador en dos momentos verdaderamente cautivadores y conmovedores, cuando, mirando directamente a cámara, regala al público una última muestra de su capacidad para atemorizar, utilizando los ojos, la inflexión de la voz, el gesto, antes de, en un zoom largo que desde un plano general que muestra a varios interlocutores alrededor de una mesa y va cerrándose en torno a su figura, relata una inquietante anécdota alegórica sobre la omnipotencia de La Muerte.

La dirección de Bogdanovich, apoyada en la estructura del guion, construye un solvente diálogo entre estas tramas paralelas, con las acciones criminales de Bobby punteando visualmente el discurso nostálgico y desesperanzado de Orlok, la muerte del terror clásico a manos de los horrores modernos, mucho más truculentos, violentos, mortíferos y próximos a la cotidianidad de los espectadores/ciudadanos, que confluyen en un mismo tiempo y espacio en el lugar en el que ficción y realidad se dan la mano, el autocine, donde no solo interaccionan sino que llegan incluso a identificarse. Así, aquellas tomas en las cuales la mira del fusil de Bobby ocupa la misma posición y desempeña la misma función que el objetivo de una cámara cinematográfica (el primer encuentro de Orlok y Bobby, a distancia, tiene lugar precisamente a través de la mira telescópica del nuevo rifle que este está adquiriendo), reflejando el proceso por el que la tentación homicida va configurándose y creciendo en el interior del muchacho, dan paso al clímax durante el que este dispara al público directamente desde la pantalla del autocine, ocupando el mismo plano que la película, desplazándola, suplantándola, erigiéndose en el auténtico terror ante el que chillar, removerse, temblar, huir. Todos menos Orlok, quien, asumiendo su icónico papel protagonista, en una identificación literal entre los planos de El terror que muestra la gran pantalla del autocine y su propia actuación en la secuencia clave para la resolución de Targets, o bien dándose por amortizado y en una tentativa de poner un final rápido a lo que prevé como una lenta y agónica decadencia en un forzado, lamentable y vergonzante anonimato, afronta al criminal exponiéndose a una muerte prácticamente segura, tal vez buscada como única salida digna concebible, como personaje y como ser humano.

La película plantea así un tejido de relaciones al modo de juego de espejos entre realidad y ficción, entre la condición de sujeto agente y la de observador pasivo, que alcanza su conclusión visual, llena de pesimismo, en el plano largo del autocine vacío de público, en la desolación de una explanada desierta de vida, de imaginación, de cine. Una película fascinante que hace de los Estados Unidos del momento una película real que es preciso observar sobrecogido, hasta el punto, quizá, de aterrorizarse.

 

 

Palabra de Nicholas Ray

(entrevista de Juan Cobos, Félix Martialay y Miguel Rubio para el número 120 de Film Ideal, publicado el 15 de mayo de 1963)

UN DIRECTOR POCO AMERICANO: NICHOLAS RAY

A veces tenemos la sensación de que usted no es un director muy americano —a pesar de que nos gusta mucho el cine de su país—; parece usted un director más europeo que americano. ¿Lo cree usted también?

—No, eso me sorprende tanto como me halaga el que me haya hecho esta pregunta directamente en español. Me sorprendió comprobar en mis primeros viajes a Europa que parecía existir una fuerte relación entre mi carácter y el de las gentes que encontraba aquí. Nunca me había dado cuenta de esto. Y lo que no puedo entender es de dónde me viene esa influencia. Conscientemente, no encuentro en el ambiente en que me crie ninguna fuerte influencia extranjera que pudiera operar en mi trabajo. Mi madre y mi padre nacieron en Estados Unidos. Siempre ha sido esto un misterio para mí, ya que yo crecí en una pequeña comunidad del «Middle West», en el Mississippi. He estado pensando en todo esto, y sólo encuentro como grandes influencias de mi niñez —digamos cuando tenía nueve años— el escuchar «jazz» en los barcos de vapor que recorren el río. Lo único cierto es que toda la herencia cultural de Estados Unidos es de origen extranjero. Por ejemplo, hemos tomado muy poco en nuestra formación cultural de los indios americanos, cosa que me sorprende, porque arquitectónicamente hicieron maravillas, llenas al mismo tiempo de la máxima sencillez. En cuanto a mí, lo cierto es que entré en contacto con los poetas americanos e ingleses antes de llegar a conocer a los europeos. Y lo mismo me sucedió con la literatura. Pero luego, de alguna forma, todo se incorpora en nosotros y nos da una personalidad. Lo que no hay es ningún detalle en particular, al menos que yo recuerde, y que pudiera justificar esa formación a la europea de que me hablan.

LA VIDA EN ESPAÑA

¿Por qué piensa quedarse a vivir en España? ¿Hay alguna razón por la que prefiera quedarse aquí, en vez de hacerlo en Roma, París o Londres? ¿Por qué está aprendiendo el idioma?

—En primer lugar, porque ya hemos vivido en Roma, París y Londres, y en segundo lugar, porque mi familia y yo encontramos el ambiente muy de nuestro agrado. Nos sentimos cómodos y nos entusiasma vivir aquí.

—Eso suena como si no le gustase la vida sofisticada.

—No me habitúo a esa clase de vida. De todas formas, no me gusta clasificar a las gentes por su forma de vivir. En cuanto a mi estudio del español, tengo que decir que el equipo español que ha trabajado conmigo en las dos películas que he hecho aquí era tan estupendo que me ha estropeado. Me pedían con tanta insistencia que estudiase, que me vi obligado a hacerlo; pero todo lo que he conseguido hasta ahora es una especie de español funcional telegráfico. Ahora, sin embargo, estoy estudiando regularmente, con profesor y libros. Pero ya saben ustedes que una cosa es lo que se aprende y se escribe en privado y otra muy diferente mantener una conversación. He de decir que es la primera vez que me divierte aprender un idioma.

—¿Cómo puede ejercer aquí su profesión?

—Trabajaré aquí, en España, como productor independiente —sin el respaldo de Bronston— en mis próximas películas, gracias a ciertos acuerdos que tengo firmados. Quizá mi tercer film también lo haga aquí; ya está casi decidido, pero… bueno… todavía no se puede hablar de él.

—Uno de ellos es Next Stop: Paradise. ¿Cuál son los otros dos?

—Del único que puedo hablar libremente es de Next Stop: Paradise. No es que exista ninguna complicación, pero sí tengo un acuerdo con mi socio de no discutir sobre este proyecto, por una razón particular, hasta más o menos final de mayo. En cuanto al primer proyecto, no quisiera hablar de él hasta que haya pasado un par de semanas trabajando con el guionista, porque quizá tenga que cambiar mis planes.

—¿Serán películas internacionales con grandes estrellas?

—No es necesario que sean grandes estrellas, porque no creo que las estrellas signifiquen mucho para el público. Creo, por el contrario, que las estrellas significan mucho para el distribuidor y el exhibidor, pero si hacemos buenas películas la gente irá a verlas sin tener en cuenta qué estrellas trabajan en ellas o si trabajan siquiera. Quizá una de las películas de más éxito actualmente en los Estados Unidos sea David and Lisa.

—Pero quizá esto —el que haya incluso figurado en las listas de mejores películas de Time— sea una especie de milagro que pocas veces sucede…

—No, eso no es un milagro. Puede llegar a ser tan normal como el que una película con grandes estrellas y mucho dinero sea un fracaso.

COLOSOS, PÉPLUM, BLOCK BUSTER

¿Por qué razón directores como usted, Anthony Mann, Robert Aldrich y otros directores que llegaron al cine en los años 50 y supusieron un nuevo ímpetu en Hollywood se dedican ahora a los blockbusters?

—Los hacemos porque eso es lo que pide el público. Y esto se hizo necesario hace ya algunos años. Era la única forma de combatir a la televisión, que estaba perjudicando muy seriamente el negocio cinematográfico en los Estados Unidos. Se vio que el film muy espectacular era necesario aunque quizá no para la totalidad de la producción. Era preciso para alejar a la gente de la pantalla televisiva, de sus hogares, de las comodidades del espectáculo gratuito. Al final esta corriente cambió, pero hubo un período en que los ingresos de taquilla se vieron muy afectados por la televisión. De todas formas, yo creo que la televisión sigue sin poder competir en absoluto con el cine, ya sea una película en blanco y negro, en color o un film espectacular.

—Sin embargo, hay personas, como Richard Brooks, que nunca han hecho un blockbuster

—Bueno, es probable que lo esté haciendo ahora con la historia de Joseph Conrad…

—¿Lord Jim?

—Sí.

—¿Cómo puede introducir sus sentimientos íntimos, sus conflictos personales tan importantes en sus películas, en el film de gran espectáculo?

—Creo que 55 Days at Peking les servirá de ejemplo.

—¿Cómo ha establecido el equilibrio entre las escenas íntimas y dramáticas de las embajadas y la violencia de las calles asaltadas por la pasión revolucionaria?

—No sé. Creo que es difícil decirlo; pero más o menos habrá un porcentaje de cincuenta y cincuenta por ciento, aunque quizá pensándolo mejor el porcentaje de escenas de carácter íntimo ocupe un sesenta o un sesenta y cinco por ciento. He reducido la violencia de las calles a aquello que es esencial para comprender el peligro en que se encontraban las personas que ocupaban entonces las delegaciones extranjeras en Pekín.

—¿Qué diferencia existe para usted entre preparar una película como Chicago, años 30 o Cincuenta y cinco días en Pekín?

—La preparación en el segundo caso es mucho más intensa, ya que las cifras son en todo muy superiores. Hay que tener en cuenta cuántas personas tienen que comer, a cuántas hay que transportar, el equipo técnico que se necesita…; todo esto tiene que calcularse con la misma precisión con la que uno prepara la escena…

—¿Y esto no afecta a su sistema nervioso?

—…Bueno, digamos que le pone un poco en tensión, sobre todo si no se ocupa de ello la persona a la que se ha contratado para que le libre a uno de esas preocupaciones. En Cincuenta y cinco días en Pekín me encontré con que la persona encargada de esta sección dimitió y yo tuvo que aceptar su dimisión. Así que durante seis semanas o quizá más he tenido que trabajar sin jefe de producción. Esto acaba destrozando los nervios a cualquiera.

LA NOUVELLE VAGUE

—¿Conoce la nouvelle vague francesa?

—Sí, algo conozco…—dice sonriendo.

—¿Qué le parece Alain Resnais?

—Tengo un gran aprecio por el talento de Resnais desde que un día, hace ya unos años, Truffaut —todavía no era director— y Charles Bistch me llevaron a una pequeña sala para ver Nuit et Brouillard. Me quedé sorprendido por el talento de quien había hecho aquel documental y les dije a los de «Cahiers»: éste es uno de los máximos talentos cinematográficos que he conocido en mucho tiempo… Hiroshima mon amour me gustó mucho.

—¿Y Marienbad?

—Es una película que creo que todo director debe ver.

—¿Quiere decir que es una película más para profesionales que para el público?

—Yo no diría eso… Tengo una pregunta particular que sólo haré a Resnais en la primera oportunidad en que nos encontremos, porque nunca nos hemos hablado aún. Tengo muchísimas ganas de ver su nueva película, realmente estoy deseoso de verla…

—¿Y Godard?

—Jean es un hombre de mucho talento, muchísimo. Yo siento mucho aprecio y admiración por la gente de «Cahiers du Cinéma», porque por mucho que les critiquen las gentes de otras revistas, en ese grupo hay personas como Chabrol, Truffaut, Godard, Rivette, Resnais, que van adelante y hacen estupendas películas. Tengo un gran cariño por todos ellos… Creo que es una pena que el término nouvelle vague se lo hayan aplicado a ellos, porque bajo esa etiqueta han nacido muchísimos films irresponsables; piensen que en un año se hicieron como noventa películas que no se podían estrenar. Pero la gente de «Cahiers» ha conseguido que sus películas se vieran y creasen un ambiente.

— En América dicen que esta gente experimenta demasiado y que no se puede jamás olvidar que el cine se hace para un público…

—¿Quién dice eso?

—Por ejemplo, Delmer Daves, cuando Marienbad fue candidata al Oscar. Las razones por las que no la seleccionaron es por ser una película demasiado encerrada en sí misma.

—Creo que eso sólo lo puede juzgar el público. No hay nadie que no haya tenido fracasos, y si se pudiera decir: «esta película es para todo el público», nunca cometeríamos errores. Es como esa persona que juega a la Bolsa, o que ni siquiera juega, sino que nos aconseja las acciones que debemos comprar. ¡Si supiese todas las respuestas, sería tan rico…! ¿Quién puede decir si una película tendrá éxito o no? El público es quien automáticamente lo determina y, por lo general, tiene un sentido especial para saber realmente en qué vale la pena que se gaste el dinero…

ITALIA

—¿Cómo ve el cine italiano, las aportaciones de Antonioni?

—Yo no generalizaría; junto a Antonioni están Fellini, Germi, y hay grandes diferencias entre ellos.

—La crisis actual del cine italiano parece ser debida a una falta de contacto con el público nacida de un olvido del cine como espectáculo o arte de masas…

—No tengo nada que decir sobre esto. Cuando cualquier sector de la industria cinematográfica tiene dificultades yo me siento preocupado… No puedo creer que con tantos talentos como tiene el cine italiano la crisis sea larga. Lo mismo me pasa con Hollywood. Y creo firmemente que España va a convertirse en un centro importantísimo de producción cinematográfica dentro del concierto mundial. Creo que en estos últimos meses han surgido unos diez o doce directores con nuevas obras y esto es maravilloso. No me gusta ver a nadie en dificultades y me siento muy contento cuando veo que hay nuevas oportunidades para otras personas y que el negocio cinematográfico es próspero. Dentro de unas semanas cinco o seis de las películas que he realizado van a proyectarse en la Escuela de Cine de Madrid; no son las cinco o seis que yo habría elegido, pero no tenemos otro remedio que dar éstas, porque son las únicas de las que hay copias. Quizá con esas películas yo he tenido más disgustos de los que los estudiantes encontrarán en su carrera cinematográfica, pero creo que es mejor mostrarle, para discutir, obras defectuosas que proyectar una película que ha sido un gran éxito desde todos los puntos de vista, porque entonces nuestro ojo crítico no sorprende tantas cosas. Yo intento, como ustedes, ver sobre todo aquellas películas que en la opinión del público han sido un fracaso y las estudio con mucho cuidado. Esto es mejor que estudiar las que han tenido éxito, para descubrir los motivos por los que una película fracasa. Creo que de ese modo es más fácil descubrir los cimientos del éxito. Luego conviene compararlas con las que han triunfado y descubrir las contradicciones, si las hay. Mientras preparaba y hacía mis últimas películas no he tenido tiempo de hacer esto, que considero muy conveniente. No tengo más que abril y mayo para ponerme al día en cine. Luego he de encerrarme a escribir otra vez. Creo que veré treinta o cuarenta títulos antes de empezar la preparación de mi nueva película. Por eso ustedes están en mejor situación que yo para estudiar estas cosas.

DOS SEMANAS ENTRE RAY Y MINNELLI

—¿Ha visto Dos semanas en otra ciudad?

—No. Creo que Minnelli pasó un momento muy difícil para hacerla. Lo sé porque yo leí dos versiones diferentes del guion y me di cuenta de que cualquiera que hiciese aquel film lo pasaría muy mal. En el caso de esta película colaboraron cuatro personas que anteriormente lograron juntas un gran éxito: Kirk Douglas, Minnelli, Houseman, como productor, y Schnee, como guionista. Esto demuestra que no hay una fórmula para el éxito. Conozco una frase famosa de un publicista americano, que al contestar a una encuesta dijo: «No hay ninguna fórmula establecida para el éxito, pero una cierta fórmula para el fracaso es insultar todos los días a la Policía.»

—¿Ha trabajado con John Houseman en el teatro?

—Sí; en el teatro, en el cine y en la radio.

—Parece como si le hubieran ofrecido dirigir Dos semanas en otra ciudad.

—Digamos que tuve la oportunidad de leer el guion.

—Es usted uno de los hombres más diplomáticos que hemos conocido en el mundo del cine. Los varios encuentros que hemos tenido en estos tres últimos años lo demuestran ampliamente.

—Yo diría que soy el menos diplomático de los directores…

—Lo que no comprendemos es cómo siendo tan diplomático puede llegar tan a menudo a estar en desacuerdo con sus productores…

ROSSELLINI

—Creemos que su visión del mundo es muy parecida a la de Roberto Rossellini. Ambos poseen una mirada espiritualista. ¿Qué piensa de Rossellini y de su cine?

—Desgraciadamente sólo he tenido una ocasión de tratar íntimamente a Rossellini. Una noche, en París, recorrimos la ciudad charlando. Nuestros puntos de vista coincidían mucho. En aquel tiempo él estaba casado con Ingrid Bergman. Los tres estuvimos hablando juntos toda la noche de nuestras experiencias particulares. Sus dos últimas obras no he podido verlas. Son muchas las películas que me quedan por ver, ya que Cincuenta y cinco días en Pekín me ha tenido muy alejado de ver cine. No tengo, de verdad, ningún comentario que hacer sobre el modo en que Rossellini y yo vemos el mundo.

—Lo que yo quería decir es que entre Rossellini y usted hay una forma semejante de mirar las cosas, de tratar a los personajes…

—Eso es algo que ustedes están en mejor posición que yo para observar.

—Pero usted conoce su obra. ¿Qué piensa del período que comienza después de los primeros éxitos neorrealistas, el período de los años 50, en que realiza una serie de obras defendidas ardientemente por la crítica francesa y despreciadas por la crítica italiana?

—Para empezar, a mí no me agradan las clasificaciones fáciles: realismo, neorrealismo, objetivismo… Creo que eso es mejor dejárselo a los filósofos de la lingüística y la semántica. Tampoco he seguido a fondo las diferentes actitudes de la crítica francesa y la italiana. En particular, porque siento aversión por las categorías y por las clasificaciones.

—Creo que hay ciertas sensaciones en sus películas que suponen como una especie de influencia del surrealismo…

—Bueno, eso ya es otra clasificación… Alguien me dijo eso mismo la otra noche de forma completamente diferente. Esa persona me aseguró que con frecuencia hay una referencia mística. Otra persona habló de surrealismo. Yo no sé cómo aislar cosas como éstas. Unas veces me siento influenciado fuertemente por los pintores expresionistas más que por los surrealistas. Pero es algo que sólo veo a posteriori, que no es deliberado por mi parte. Quizá está en la imagen poética de la escena. No puedo ser explícito en este sentido. De nuevo nos encontramos con algo reservado a toda persona que mira cuidadosamente y que ella misma debe determinar. No creo que a nadie se le ocurra pensar: «Aquí voy a ser surrealista, allí expresionista, aquí seré lírico y allá violento

—Pero a veces uno siente la sensación de hallarse ante ciertas premisas surrealistas en Johnny Guitar y en Rebelde sin causa. Hay como una especie de premonición mental que es surrealista. Por ejemplo, la secuencia del planetario en Rebel.

—Creo que, efectivamente, hay algo surrealista en la física. Desde luego, todos hemos visto cuando estudiábamos fotografías de los espacios siderales, y a mí me parecían surrealista. Pero es que la realidad es surrealista. Depende del punto de vista, del efecto que tenga sobre una persona. La mayoría de los jóvenes en la escena del planetarium en Rebel without a Cause no se sentían afectados por el mundo que acababa en el mismo sentido que Plato, el joven que tenía que esconderse detrás de la silla porque se encontraba muy solo en el mundo y el mundo no se acababa. Esta era su interpretación.

—Sí, en realidad creemos que su forma de ver la realidad es muy realista, es la parte que más nos interesa de su obra; pero hay una fuerza tal en los elementos que usted utiliza para aproximarse a la realidad que el resultado es muy sugerente y puede llevar más allá del realismo, aun siendo totalmente realista. Hay, por ejemplo, una gran diferencia entre las dos formas de concebir el realismo en Buñuel y en usted. En aquél los elementos surrealistas son más explícitos…

—Creo que Buñuel en Los olvidados hizo una notable introspección en la psicología de aquel momento, pero yo no llamaría a eso surrealismo. El film me gustó mucho, pero no lo llamaría un film surrealista. Creo que es una equivocación definir el arte. Decir: «La palabra es…». Esto nunca es correcto. Hay otra película suya que me gusta mucho, se llama Saturday Bus-ride o Net to a Holiday. Toda ella sucede en un autobús…

—…Subida al cielo

—Ese film sí que está mucho más cerca del surrealismo para mí que Los olvidados.

—Ahora que usted conoce España bien, ¿qué le parece la España que presenta Buñuel en Viridiana?

—No he visto la película y desde luego he oído muchas discusiones sobre el film. Tengo muchas ganas de verla, pero hasta ahora me ha sido imposible debido al mucho trabajo que he tenido.

JESSE JAMES

—Ha hablado usted antes de ciertas cosas que en todas sus películas le gustaría rehacer.

—En todas las películas hay cosas que me gustaría volver a rodar. Con They Live by Night me sucedió algo extraño: Hace cuatro años —o sea diez años después de haberla realizado— mi esposa y yo estábamos en una parte muy solitaria de los Estados Unidos, lejos de Hollywood, y mientras paseaba por el corredor, muerto de frío (es un sitio cerca de Canadá), se me ocurrió toda una secuencia de They Live by Night que con dos planos más habría quedado mucho mejor. Pero realmente esto me sucede con todo lo que he hecho en mi vida. Hay cientos de cosas que quisiera haber realizado de otra manera. Quizá haya un par de excepciones, pero no muchas.

—Creo que La verdadera historia de Jesse James es una de las películas que usted hoy podría hacer mucho mejor, pero quizá no le interese ya ese tema…

—Me interesaría si pudiera hacerlo como primero pensé: como una leyenda muy estilizada, dejando a un lado el planteamiento realista de la historia. Pero esto es lo que quería la Fox…

—Sin embargo, al final, con el ciego que se aleja dando nacimiento a la leyenda, consiguió salirse con la suya, imprimiendo sobre todo el film esa idea.

—No, no lo logré. Piensen que todo el film debería haber tenido ese aire de leyenda, de balada. Hay que aceptar las cosas como son.

LA MUJER. IDEALISMO Y MATERIALISMO

—Hay una especie de lucha en sus películas entre un cierto idealismo y un cierto materialismo que se resuelve siempre a favor del primero, de lo que nosotros llamaríamos espiritualismo o a favor del personaje enfrentado consigo mismo…

—Creo que esto es algo inevitable en quien quiere hacer cualquier tipo de enfrentamiento dramático; para mí es uno de los grandes problemas de nuestro mundo. El pragmatismo y el idealismo están enfrentándose, continuamente y pueden coexistir en la misma persona; lo que no sé es si debe haber un equilibrio entre los dos. Es una especie de drama, es el origen de nuestros conflictos, porque creo que todos estamos envueltos en las mismas luchas de comportamiento, comprensión, búsqueda…

—Pero en sus películas no se trata de un conflicto psicológico, sino moral…

—No creo que se pueda separar a los dos. Por ejemplo: un personaje puede tener convicciones morales muy firmes en las que siempre ha creído ciegamente con relación a un cierto modo de comportamiento, y, de repente, se contradice precisamente en aquello en lo que se sentía más seguro. Y comete un error que puede ser criminal o social. Pero nunca había pensado que esto le pudiera suceder a él. Entonces nos encontramos que no es su ética la que ha sido amenazada, sino su introspección psicológica. No creo que sean fácil de separar. Y aquí reside la base más poderosa del drama.

—En sus películas encontramos que la mujer actúa como catalizador moral, obligando a los hombres a que tomen una decisión en sus cuestiones vitales. ¿Quiere esto decir que para usted la mujer es más fuerte o más lúcida que el hombre?

—Responda como responda a esta pregunta siempre estaré descontento. Hay tantos clichés sobre esto que la verdad es que no sé qué responder.

—No sólo en Chicago, años 30 o Johnny Guitar, sino también en Rebel Without a Cause

—Sí, en este último film hay un momento de introspección cuando Natalie Wood le hace ver a James Dean que Plato les quiere como un padre y una madre, pero eso es sólo una cosa natural, instintiva no sólo en una mujer, sino en una muchacha, es el modo en que se la ha educado, sus preocupaciones. A una mujer se la enseña primero, durante un cierto período, a jugar con muñecos y luego sueña con cuidar de un niño. Ese es el punto que quería ayer demostrar en las Conversaciones de cine, o sea que Rebel Without a Cause es un film positivo, no negativo. Es un film que está estrechamente relacionado con la unidad de la familia, la necesidad de esa unión en el hogar. De todas formas, creo que no hay en mi cine un comportamiento especial de las mujeres. Pensando me doy cuenta de que en mi segundo y mi tercer films las mujeres son completamente diferentes en sus motivaciones, en sus, acciones, en su introspección; completamente diferentes.

CON Y SIN CAUSA

—En Chicago, años 30 el personaje de Robert Taylor comienza sin una causa por la que luchar y acaba teniendo un motivo para oponerse al mundo que representa Lee J. Cobb. En La verdadera historia de Jesse James, Jesse comienza con una buena causa que defender y acaba luchando por luchar, sin esa causa que justificó su lucha en un principio. Esto es bastante frecuente en su cine: los personajes que comienzan con una causa acaban sin ella y los que no tienen motivo de lucha acaban teniéndolo.

—Eso es cierto. Creo, sin embargo, que ésta es una cuestión que nos llevaría a una larga discusión filosófica sobre cuántas veces una persona empieza teniendo una causa que defender y llega a ser corrompido por esa misma causa, porque la mecánica de la causa o el entusiasmo ocupan el lugar de lo simplemente legítimo. Pero, sin embargo, esta acción y esta causa eran impulsivas y antisociales, porque la forma que llegó a tomar su causa estaba contra sus semejantes y tenía que terminar en la corrupción. Esto respecto a La verdadera historia de Jesse James. En cuanto a Party Girl, es obvio que el personaje que interpreta Robert Taylor al empezar su vida amaba la idea de ayudar a la humanidad. En el curso de lo que podríamos llamar su madurez se veía envuelto en una sociedad corrompida, el Chicago del final de los años veinte y el principio de los treinta, y por esta causa durante un período de su vida la corrupción le alcanzó. Luego viene un replanteamiento, una toma de conciencia, apoyado por el personaje de Cyd Charisse, que le hacía valorar nuevamente la mejor parte de su carácter, se alejaba del grupo de «gángsters» y recobraba su antigua reciedumbre de carácter. Estaba mejor equipado para luchar contra el mundo. Cuando Jesse James volvió siendo un muchacho todo lo que vio eran ofensas contra él, todo lo que quería era seguir sus impulsos de pelear contra los demás. Creo que no se puede generalizar en esto, pero lo que se plantea es el problema de la bondad en esas condiciones.

REY DE REYES

—¿Qué hay sobre Rey de reyes?

—Creo que es mejor no hablar de eso.

[Aquí, Nicholas Ray se dirige a Juan Cobos, con quien, como se dice al principio de la entrevista, había hablado ya el día anterior, y dice:]

—Me alegra mucho lo que me dijo ayer de que tras una segunda visión había encontrado la película muy superior.

JUAN COBOS.—Sí, fui a verla por segunda vez y comprendí que me equivoqué cuando escribí mi crítica. De todas formas creo que es bueno darse cuenta de que nos equivocamos, porque esto nos lleva cada vez a ver las películas con mayor atención. A medida que pasa el tiempo toda película buena nos obliga a verla varias veces antes de poder escribir algo válido, algo de lo que podamos responder.

NICHOLAS RAY.—Sí, a mí me pasa lo mismo con mi propia obra. Naturalmente, yo las he visto más a menudo de lo que ustedes lo hacen y siempre he tenido la sensación de querer rehacer en cada película ciertas cosas que no me gustan ya. Yo no creo que sea posible comprender todas las significaciones de un film con una sola visión.

—Para el personaje de María en Rey de reyes tuvo usted una excelente actriz en Siobbha MacKenna, y lo sorprendente en el personaje es que refleja siempre una María doméstica, muy diferente de la que durante siglos han reflejado los pintores; se podría decir que usted ha pintado una Virgen más cercana a la tierra mientras que los pintores la han reflejado siempre más celestial.

—Sólo María y Jesús estaban realmente en el secreto de la Divinidad de éste. Los dos tenían que sostenerse y María tenía que sostener, naturalmente, a los dos. La contradicción que usted observa con los pintores viene de que el pintor ha de seleccionar un solo momento particular, tal y como lo ve. En la película, por el contrario, los encontrábamos necesariamente representados tal y como nos parecía que tuvo que ser en aquellos tiempos. José tenía que continuar siendo carpintero. Y María era una mujer de su casa. En definitiva, teníamos que aferramos a una realidad funcional.

—¿Cómo eligió esa forma particular de rodar la unión de Jesús con María en el interior de la cocina, cuando llega Pedro?

—Para mí es una escena extraordinaria, me gusta muchísimo. Berenguer me prestó una ayuda muy valiosa utilizando unas lentes especiales que él había inventado y con las que pude tener foco en los dos personajes; por eso planteé la escena de esa forma, sabiendo ya que dispondría de dichas lentes. Manuel Berenguer me ayudó muchísimo en el logro de ese especial efecto que yo quería conseguir. Lo importante era destacar que en ese instante se llegaba a la realización del «momento», que era el tiempo, que había llegado lo que María y Jesús sabían que llegaría, lo que habían sabido siempre y que eran los únicos que lo sabían.

LA TÉCNICA

—¿Le sucede a menudo tener una idea y recurrir al ingenio de los técnicos que le secundan para poder realizarla, o suele usted saber el medio mecánico para lograrlo?

—Me ayudan muy a menudo; creo que a todos los directores les sucede lo mismo, como también es posible que sea detenido u obstaculizado por la negativa de los técnicos a secundarle. Pero he tenido mucha suerte, sobre todo, con la gente que trabaja conmigo en el plató; creo que mis equipos, sin excepción alguna, han sido tremendamente cooperadores con mis necesidades, también me ha ayudado mucho el hecho de haber trabajado anteriormente en todos los oficios del teatro. Esto, desde luego, siempre ayuda.

—Cuando usted fue a Hollywood con Elia Kazan para hacer Lazos humanos parece, según ha declarado Kazan, que él tenía un gran desconocimiento de la técnica cinematográfica.

—Kazan sabía más que yo…; sí, sabía mucho más que yo. Lo que pasaba con Kazan es que era muy agradable. Nuestras experiencias en el teatro habían sido muy similares, y de eso nos hicimos amigos, ya que los dos éramos actores y los dos sabíamos que queríamos llegar a la dirección; los dos fuimos gerentes teatrales; yo llegué a ser director técnico en el teatro mientras que Kazan, que es un poco mayor que yo, ya estaba dirigiendo y también había estado antes en Hollywood como actor. Sabía más de lo que apacentaba, lo que me parece muy simpático por su parte, pero tenía una forma estupenda de dejar que la gente le ayudase, y esto es algo que creo que aprendí de él. Es imposible para cualquiera de nosotros saberlo todo, es imposible para todo director llegar a ser cada uno de los personajes de su obra o de su película.

—Lo sorprendente es que siendo Kazan nuevo en el cine y viniendo de Nueva York le llevase a usted como ayudante en lugar de tomar un hombre con gran experiencia técnica en el cine. Porque suponemos, por lo que usted ha dicho, que desconocía la técnica cinematográfica…

—Yo, a mi vez, he hecho esto en agradecimiento a lo que hicieron conmigo. He llevado conmigo personas dándoles títulos de «directores de diálogo», «ayudantes personales»… porque me parecía que tenían posibilidad de llegar a ser guionistas o directores. Por ejemplo, cuando me llevé a Gabin Lambert a Hollywood desde su puesto de redactor-jefe en «Sight and Sound» como director técnico y ahora se ha convertido en un extraordinario guionista, muy solicitado por la industria. Algunos de los jóvenes que he llevado como directores de diálogo se han convertido en muy buenos directores. Es mi modo de corresponder a la oportunidad que me ofrecieron. Kazan y Houseman me dieron mis primeras oportunidades, junto con Dore Schary.

LA MÚSICA EN EL CINE

—Ayer hablábamos de la música de Tiomkin para Cincuenta y cinco días en Pekín. ¿Qué ideas tiene usted sobre la música de cine en general?

—Creo que cada película presenta problemas diferentes. Sé que el uso más normal es el de reforzar ciertas situaciones. Pero esto es un pensamiento a posterior. Yo, a menudo, intento preparar las secuencias teniendo en cuenta cierta música que tengo en la cabeza, pero no me importa nada cambiar de idea, porque la dinámica de la escena lo impone y uno puede cambiar estas ideas al hablar con el compositor. Generalmente he tenido mucha suerte con los músicos que han trabajado en mis películas, pero hay, naturalmente, algunas excepciones notables.

—Usted nunca ha hecho una comedia musical en el cine, ¿qué piensa del género?

—Espero hacer una algún día, incluso la tengo planeada, pero mis proyectos más inmediatos me separan de ese musical por lo menos hasta dentro de tres años y medio. La idea es apasionante, pero me llevará todo ese tiempo el ir preparando y madurando el proyecto. He comprado el tratamiento y tan pronto como encuentre el guionista ideal empezará a trabajar en el guion.

—¿Trabajó en el «Group Theatre»?

—No, nunca trabajé en el «Group Theatre»… El único del «Group Theatre» con quien mantenía relaciones era con Elia Kazan.

OTROS DIRECTORES

—¿Ha vuelto usted al teatro después de empezar en el cine?

—No. Mejor dicho, sí. Después de dirigir mi primer film monté un espectáculo musical. Luego regresé a Hollywood.

—Cuando trabajaba en el teatro en Nueva York, ¿conoció a Orson Welles? ¿Qué piensa de sus películas?

—Conozco su obra, aunque no le conocí entonces personalmente. El despacho de John Houseman y el mío estaban muy cerca el uno del otro cuando él estaba formando su compañía para el Federal Theatre y yo reunía actores para el mío, que era un teatro experimental. Luego yo me dediqué al «Living Newspaper», mientras que Houseman y Welles empezaron la primera producción de lo que fue luego el Mercury Theatre. Houseman me pidió que me uniera a ellos, pero no lo hice. Así que Orson y yo nunca llegamos a trabajar juntos ni a un contacto personal muy estrecho. Creo que Welles es la personalidad más grande que surgió de aquella generación teatral. Esto es indudable. Tiene un gran talento. Es un hombre extraordinario.

—¿Ha recibido usted influencias de otros directores? Por ejemplo, de la generación de los años treinta… ¿Le gusta Hawks?

—Me gusta mucho, posee el tipo de pulso cinematográfico que todo director debe tener. Ha hecho algunos de los mejores westerns de la historia del cine, un maravilloso musical, excelentes comedias, melodramas estupendos. Creo que es un director extraordinario. Es muy bueno.

—¿Le gusta Scarface?

—Hace mucho tiempo que no la he visto, pero recuerdo que en su momento me gustó muchísimo.

—¿Y Ford, le gusta?

—Me gusta muchísimo.

—Cuando era niño suponemos que iría mucho al cine, ¿no?

—No es que fuese mucho. IBA SIEMPRE.

—Quizá por esto cuando fue a Hollywood ya tenía un sentido del cine…

—Probablemente.

PELÍCULA IDEAL

—Hace unos años nos decía Mackendrick que lo primordial en cine era entretener y que lo demás debe darse por añadidura. ¿Está usted de acuerdo con esta premisa?

—Yo diría que deben sentirse interesados por lo que se cuenta para que así podamos alcanzar el objetivo superior que es hacerles participar en una experiencia vital. Entretener únicamente no es bastante. ¿Entretener con qué motivo? El payaso dice que su objeto en la vida es entretener. ¿Por qué? Los grandes payasos siempre nos dan algo más, nos conmueven.

—El problema, como antes decíamos, es que se va olvidando esta necesidad de entretener al público con el espectáculo que se le ofrece. Nosotros creemos que a través de historias que entretengan al espectador un autor —como usted, Anthony Mann, Hitchcock y otros— consigue dar una visión personal del mundo…

—Hitchcock es el hombre ideal en eso, como lo es discutiendo de cine, que es algo que he comprobado varias veces. Es brillante, divertido, él mismo se divierte, es un entretenedor nato, pero al mismo tiempo creo que es un hombre muy profundo. Insisto, dejando ahora a Hitchcock, en que hay que dar algo más que entretenimiento. De lo contrario, un payaso podría oscurecer a un director. El cine tiene que ser algo más —es un medio demasiado precioso— para malgastarlo…

—Pero si usted no tuviese esas dificultades económicas, ¿trabajaría de la misma manera?

—Lo qué haría serían películas considerablemente más baratas que mis dos últimos films, mucho más baratas…

—Usted ha dicho en alguna ocasión —no sé dónde— que su vida como director se completaría si llegase a hacer una película que le gustase a usted totalmente. ¿Cuál sería esa película ideal?

—No sé todavía cuál será y espero que nunca lo sabré. Creo que tiene uno que sentir esto ante cada película. Pensar que el film que está realizando será la película ideal. Hasta ahora yo creo que nunca lo he sentido. De todas formas creo que me citaron mal y que lo que yo he dicho de verdad es que sería feliz con hacer una película que tuviese menos de cien cosas que no quisiese repetir al volver a verla.

—Todos los que amamos su obra esperamos siempre que haga ese film totalmente suyo y redondo que presentimos llegará algún día a realizar…

—Algún día se lo podré ofrecer y así estaremos de acuerdo.

—Siempre encontramos en sus películas cosas que no responden totalmente a esa plenitud que esperamos de usted…

—Estoy de acuerdo con ustedes. Para mí la película más cercana a ese logro ha sido Rebel Without a Cause. Tengo un presentimiento muy profundo de que el film que preparo, Next Stop: Paradise, va a acercarse mucho a ese ideal.

[Hay un momento de pausa. Miguel Rubio reanuda la conversación.]

—Me gustaría muchísimo escribir un libro sobre usted, pero resulta dificilísimo captar los últimos significados de sus películas, tanto en un sentido formal como temático. Esta dificultad crítica quizá se deba a la simplicidad de sus medios expresivos o quizá a que ninguna de sus películas nos ha dado una visión total de su mundo.

—Temo mucho a las excesivas simplificaciones. Juzgar a un hombre me parece difícil. En lugar de juzgarle yo investigaría sobre él. Quizá, no sé… Quizá persigo algo demasiado difícil. Sé lo que me dice, porque yo también tengo esa misma sensación la mayor parte del tiempo. En todas las películas que he realizado hay trozos que me gustan, cosas que no cambiaría. Pero raramente tengo la sensación de haber alcanzado un logro absoluto…

MADUREZ

—Su caso como director es muy extraño. Resulta difícil hacer que acepten su categoría los aficionados españoles al cine. Están de acuerdo en que Anthony Mann es un estupendo director de westerns; admiten que Hitchcock hace como nadie las películas de misterio, pero cuando llegamos a hablar de usted con otros críticos de buen criterio, siempre niegan su calidad de autor, aun admitiendo que en ciertas películas hay buenos momentos… Nos sucede esto con usted y con Hawks…

—Lo de Hawks me extraña muchísimo, porque, salvo un par de excepciones, su carrera, ya muy larga, está llena de éxitos. Es uno de los directores más seguros del mundo.

—Quizá ahora que está usted entrando en la madurez nos resultará más fácil a sus exégetas defender su obra.

—(Lacónicamente.) Quizá…

—Hablando de la madurez, ¿nota usted que su personalidad va cambiando como les ha sucedido en gran parte a hombres como Hawks, Buñuel, Ford, Hitchcock? En las obras de estos hombres se nota ahora una visión más serena del mundo, quizá más esencial…

—A veces me siento muy inmaduro… y me gusta mucho sentirme así. No creo que nada pueda darse por hecho. Creo que la lección más importante para un director es observar atentamente a los niños. Niños de dos años que están siempre empezando a investigar las cosas, la primera vez que toca un trozo de madera, la primera vez que toca una planta, la primera vez que ve a un extraño, todo él está en guardia, alerta, observándolo todo, despierto, y nada lo da por sabido. Esta es una cualidad maravillosa que debemos conservar siempre: estar despiertos para aprender continuamente, uniendo esta cualidad a la madurez. Creo que con esta definición les resultará más fácil defenderme en el futuro.

Palabra de Jean-Luc Godard

Breve homenaje al controvertido director francosuizo, recientemente desaparecido, tan encomiable por su perpetua búsqueda de nuevos caminos expresivos como lastrado, en general hasta más allá de lo insufrible, por su querencia a sermonear políticamente al público desde la propaganda y el adoctrinamiento de su militancia.

«El cine es el fraude más bello del mundo».

«La fotografía es verdad. Y el cine es una verdad 24 veces por segundo».

«El que salta al vacío no le debe ninguna explicación a los que se paran a ver».

«Hasta ahora, desde poco después de la revolución bolchevique, la mayoría de los cineastas han asumido que saben cómo hacer películas. Al igual que un mal escritor no se pregunta si es realmente capaz de escribir una novela, cree que lo sabe. Si los cineastas estuvieran construyendo aviones, habría un accidente cada vez que uno despegara. Pero en las películas, estos accidentes se llaman Oscar».

«Escribo ensayos en forma de novelas, o novelas en forma de ensayos. Sigo siendo tan crítico como lo fui durante la época de Cahiers du Cinema. La única diferencia es que en lugar de escribir críticas, ahora las filmo».

«Ya sabes, lo más difícil es decirle a un amigo que lo que ha hecho no es muy bueno. No puedo hacerlo. Éric Rohmer tuvo el valor de decirme en la época de Cahiers que mi crítica de Extraños en un tren era mala. Jacques Rivette también podría decirlo. Y prestamos mucha atención a lo que pensaba Rivette. En cuanto a François Truffaut, no me perdonó que pensara que sus películas no valían nada. También sufrió por no terminar encontrando mis películas tan inútiles como yo pensaba que eran las suyas».

«Todo lo que se necesita en una película es un arma y una mujer».

«Hago películas para hacer que el tiempo pase».

«La alegría no produce buenas historias».

«Cada montaje es una mentira».

«El cine no es un arte que filma la vida, el cine está entre el arte y la vida».

«Toda historia debe tener un principio, un desarrollo y un final, pero no necesariamente en ese orden».

«No es posible obtener imágenes nítidas cuando las ideas son difusas».

«El arte solo nos atrae por lo que revela de nuestro yo más secreto».

«Me da lástima el cine francés porque no tiene dinero. Me da lástima el cine estadounidense porque no tiene ideas».

«Para mí el estilo es sólo el exterior del contenido, y el contenido, el interior del estilo, como el exterior y el interior del cuerpo humano. Ambos van juntos, no pueden ser separados».

«Tú no haces una película, la película te hace a ti».

«Se acabó. Quizás hubo un tiempo en que el cine podría haber mejorado la sociedad, pero ese tiempo se perdió».

«Bresson es para el cine francés lo que Mozart es para la música alemana y Dostoievski para la literatura rusa».

«Si el cine ya no existiera, sólo Nicholas Ray da la impresión de ser capaz de reinventarlo y, además, de quererlo».

Balada por el hijo desconocido: El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul, Bertrand Tavernier, 1973)

Un detalle llama la atención antes de afrontar el visionado del debut como director de largometrajes del cineasta francés Bertrand Tavernier: que, en su primera película, un plumilla de Cahiers du Cinéma recurra como coguionistas a los veteranos Jean Aurenche y Pierre Bost, destinatarios en los primeros tiempos de la revista de los dardos de los críticos autodenominados «jóvenes turcos», en particular de los de François Truffaut, por la supuesta artificiosidad y la primacía que en sus trabajos existía de lo literario sobre lo cinematográfico, para adaptar, precisamente, una obra literaria, la novela policíaca de Georges Simenon El relojero de Everton. Poco motivo para los reproches de Truffaut y compañía parece haber, sin embargo, en el guion final coescrito a tres bandas, que, lejos de la literalidad de la novela, registra notables cambios en la historia de este relojero (Philippe Noiret) cuya vida da un vuelco cuando la policía le informa de que su hijo ha cometido un asesinato (con posterioridad, Tavernier se inspiraría en Aurenche para su película SalvoconductoLaissez-passer, 2002-, ambientada en la Continental Films, la compañía alemana que producía películas en la Francia ocupada). De entrada, se traslada la acción a la Lyon natal del cineasta, lo que le permite introducir, además de una geografía reconocible y cotidiana que le resulta cómoda y asequible, ciertos elementos autobiográficos (pasajes concretos, espacios y personajes determinados) que otorgan autenticidad y verosimilitud realista al conjunto. Por otra parte, selecciona un prisma ideológico personal, fruto de la militancia izquierdista del director y del clima político del momento (la resaca de Mayo del 68 y de las desastrosas guerras coloniales francesas), si bien elude cargas las tintas en cuestiones políticas, quedan más bien como telón de fondo relativamente condicionante de la acción. Finalmente, se elimina el personaje de la esposa del relojero, adusta y desagradable, que apenas aporta nada al núcleo central del interés del director por la historia: el traumático descubrimiento por parte de un padre del hecho de que casi no conoce a la persona que hay detrás de la identidad superficial de su hijo, y de la enfermedad, personal y social, o personal como resultado de lo social, que revela este síntoma, la incomunicación.

Así es, no solo en cuanto a la relación padre-hijo, que conviven desde que la madre los abandonara muchos años atrás, pero cuyas vidas transcurren paralelas, ajenas a un verdadero entramado emocional, coincidentes en determinados puntos de la cotidianidad diaria más inmediata por simple inercia, más mecánica que afectiva, pero en el fondo distantes, lo mismo que socialmente los amigos de comidas y cenas, de cafés y copas, que se citan a las mismas horas y en los mismos sitios los mismos días de la semana, son compañía circunstancial y, del mismo modo, en buena parte ignorada, secreta, misteriosa, rutinaria. El costumbrismo un tanto desconcertante (por alejado de lo que pronto va a ser el tema central de la película) que Tavernier refleja al principio de la cinta, la sencillez en las relaciones, el retrato realista de la ciudad de Lyon y de las criaturas que habitan el distrito de Saint-Paul, pronto deja paso a una naturaleza bien distinta de las cosas que late bajo esa percepción limitada de los sentidos y del lugar común diario. Por una parte, el hecho criminal, que rompe una dinámica vital de una placidez casi sepulcral, casi automatizada, y que hace que el relojero, Michel Descombes, observe la vida desde una perspectiva muy distinta, menos tranquilizadora, menos autocomplaciente. Por otra, la convulsión que para él supone la irrupción en su vida de aquello que hasta entonces es mero espectáculo y tema recurrente (y demagógico) de tertulia de café: la política entendida como lucha de trincheras ideológica más allá del bombardeo continuo de propaganda televisiva, radiofónica y escrita, de opiniones y bravuconadas vertidas en el bar junto a una copa de coñac o un vaso de vino. Esto cambia la mirada del relojero Descombes, pero no el tono ni la forma de la película, que se mantiene dentro de esas mismas coordenadas de frialdad y sobria extrañeza que parece ajena a todo lo que ocurre, mera observadora, constatadora, más que parte implicada.

Ni la política ni la intriga criminal alteran la forma ni el fondo del film; estas líneas argumentales corren parejas al sentido último de la narración, el hallazgo por parte del padre de una personalidad ignorada en su hijo y el sentimiento naciente de la necesidad de reencontrarse, de reconciliarse, de reubicarse con él en una nueva realidad íntima reconfigurada, en un nuevo tipo de relación más acorde a lo que ahora ve, a lo que es la normalidad paternofilial desde una perspectiva adulta. En otras palabras, la necesidad de recuperar el tiempo perdido, de recuperar a quien su hijo verdaderamente es bajo ese desconocido con el que convive. La política, a partir del hecho de que la víctima era veterana de las campañas francesas en Argelia e Indochina y del clima social reinante en Lyon, las huelgas, concentraciones, manifestaciones y protestas (también en la empresa de Bernard), está presente a través de la tergiversación intencionada (por la excitación del morbo que a su vez lleva a la audiencia) que los medios de comunicación hacen de los hechos que rodean el caso, y que llegan incluso a salpicar a Michel cuando dos elementos de la extrema derecha atacan su local arrojando piedras contra el escaparate cuando él está dentro, lo que lleva después a una persecución y al ejercicio de la violencia descontrolada contra los agresores (es decir, asimilando a víctimas y verdugos). En lo que respecta a la intriga, a la averiguación policial de lo acontecido y al esclarecimiento de la culpabilidad de los hechos, la evolución de los acontecimientos y la aportación de nuevas circunstancias contribuye decisivamente al descubrimiento paterno de la verdadera naturaleza personal de su hijo, de modo que la perplejidad y el rechazo iniciales, se van transformando en un sentimiento de comprensión, de identificación, incluso de admiración: tal vez la política no sea más que una interesada cortina de humo y la verdad sea mucho más simple, el acoso de un individuo indeseable a una joven expuesta, y la defensa a ultranza que Bernard hace de ella hasta las últimas consecuencias. Es este punto resulta fundamental la figura del comisario (Jean Rochefort), que lejos de limitarse a la relación entre el padre del acusado y el policía que trata de demostrar su responsabilidad en los hechos y en la posibilidad de una condena, se hace profundamente humana, comprensiva, hasta melancólica, siendo el único caso en que realmente parece establecerse una auténtica comunicación entre dos personajes que se entienden aun sin hablar, a través de miradas, gestos y silencios, que son prácticamente un espejo el uno del otro, lo cual, a su vez, abre la puerta a uno de los temas predilectos de Tavernier en esta y otras películas, la relación del individuo con el aparato de Justicia de una sociedad.

Sin embargo, la película deja de lado los códigos convencionales del cine político y del thriller policial para centrar su interés en el aspecto humano y en el tema de la incomunicación, es decir, de la soledad, tratado de manera sutil. El padre, primeramente viéndose forzado a comunicarse con su hijo, finalmente se ve inclinado a ello por propia convicción, por un renacido deseo de tender puentes hacia él y de incorporarlo a su vida como algo más que una presencia habitual y común. Así, para el relojero el crimen y sus motivaciones, los mecanismos policiales y legales y las posibles consecuencias pasan a un segundo plano, y es el nuevo comienzo con su hijo, aun en la distancia, su único interés. Con predominio del tono realista y distante, aunque muy intenso, sobre los códigos del cine policial y sociopolítico, la película se zambulle, en un tono pausado, reflexivo, dando su tiempo a la progresiva fermentación de su sustrato moral con cada espera, con cada diálogo profundo entre relojero y policía, en los torbellinos interiores que llevan a los personajes a dilemas éticos, a posicionamientos morales, al ejercicio de lo que consideran justo, aunque esto conlleve el desafío a la legalidad y el enfrentamiento con los poderes establecidos y su concepto de justicia, a veces ilógica, carente de sentido, y a menudo demasiado inflexible, como el paso del tiempo, de la vida, que miden los relojes que arregla Michel Descombes y que para él, definitivamente, se ha roto.

Mis escenas favoritas: Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965)

¿Qué cineasta, aparte de Luis Buñuel, puede ser capaz de hacer una comedia acerca de un anacoreta cuyo único escenario es una columna solitaria en medio de un desierto? Ante la negativa de Buñuel a terminarla después de que la película fuera llevada al Festival de Venecia en su versión inicial de apenas cuarenta y dos minutos (por falta de presupuesto, lo que no impidió que cosechara cinco premios pero provocó de todos modos la salida de Buñuel del cine mexicano y su retorno definitivo a Francia), todos los directores tanteados por el productor Gustavo Alatriste para rodar un mediometraje de cuarenta y cinco minutos que sirviera de continuación y facilitara su distribución comercial -François Truffaut, Glauber Rocha, Marco Bellocchio, Michelangelo Antonioni, John Huston, Stanley Kubrick, Elia Kazan, Jercy Kawalerowicz, Vittorio De Sica, Orson Welles o Federico Fellini (el único al que Buñuel veía apropiado)- rechazaron el proyecto, aunque, retrasado su estreno, la película se exhibiera finalmente en muchos lugares junto a Una historia inmortal (Histoire immortelle, Orson Welles, 1968).

En todo caso, humor y teología, combinación explosiva para un mediometraje absolutamente imprescindible, burdo técnicamente a causa de la falta de medios (a pesar de contar en la fotografía con el gran Gabriel Figueroa) pero de una lucidez, profundidad y socarronería incomparables, coescrito por Buñuel junto al también aragonés Julio Alejandro. Ese grupo de monjes que se desconciertan al no saber si deben gritar «¡Viva Jesucristo!» o «¡Muera Jesucristo!» es una de las claves más «somardonas» del riquísimo y complejísimo universo del cineasta de Calanda.

¡Viva la apocatástasis!

A fondo con Néstor Almendros

Entrevista concedida por el más importante de los directores de fotografía españoles (por más que la inmensa mayoría de su carrera la desarrollara fuera del cine español) al mítico programa de televisión de Joaquín Soler Serrano. Una gran ocasión de conocer con su propia voz (y ese particular deje mexicano, italiano o francés, al pronunciar el castellano) las experiencias de este gran maestro de la luz en el cine.

Mis escenas favoritas: Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959)

El guion original de esta maravillosa cinta, uno de los capítulos fundacionales de la Nouvelle Vague, terminaba con una imagen de Antoine Doinel y su amigo René perdiéndose por entre las bulliciosas calles de París. Un hallazgo inesperado en la sala de montaje sustituyó ese final por el conocido, imágenes inolvidables fotografiadas por Henri Decaë y acompañadas por la música de Jean Constantin.

Antoine huye de un reformatorio en la costa de Francia y corre hacia la playa, hasta el mismo borde del océano. Entonces, agotado el camino, solo puede regresar. Ahí la imagen se congela súbitamente y presenta a Antoine a un tiempo confuso, tal vez temeroso, lleno de incertidumbres sobre el futuro, y también algo asombrado, como si el final de la película le hubiera sorprendido. «El cine es un arte indirecto… oculta tanto como revela”, explica Truffaut. Antoine, en realidad, es un muchacho más perdido que huido, no se trata de un joven díscolo, desobediente, insatisfecho, que celebra eufórico su escapada del penal donde cumple condena, sino de un niño de ánimo frágil que solo aspira a la supervivencia de la inocencia, que no conoce el afecto ni el amor, que busca con todas sus fuerzas querer y ser querido, siempre en el límite de romperse en mil pedazos definitivamente pero a la vez curtido, endurecido por el sufrimiento de sus sentimientos. Como todos los grandes finales, es solo otro principio, el de un Antoine que mira hacia un futuro incierto que es incapaz de descifrar, y cuya revelación ocupará una parte importante de la filmografía de su creador, de su alma, François Truffaut, quizá como única forma de explicarse a sí mismo.

¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.

«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).

Is Cinema Dead? A Tale Of Streaming Services, Piracy And ...

“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).

Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.

Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.

Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.

Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.

Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.

Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.

Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.

La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.

Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.

Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.

Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.

Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»

Cuentos de la caja tonta

MIRALLES: ¿Le gusta la tele?

LOLA: La veo poco.

MIRALLES: En cambio, yo la veo mucho. Mire, mire qué felices son. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época. Los que hablan pestes del futuro lo hacen para consolarse de que no podrán vivirlo. Es como esos intelectuales. Cada vez que oigo a alguien hablar horrores de la tele, sé que estoy delante de un cretino.

Soldados de Salamina (David Trueba, 2003)

 

All That Heaven Allows (1955) : TrueFilm

En justicia, la conclusión del bueno de Miralles (Joan Dalmau) tiene trampa: al vivir en un aparcadero de ancianos de la ciudad francesa de Dijon no ha de soportar la televisión española…; con todo, parece preferible cerrar filas con ilustres cretinos como Bette Davis (“La televisión es maravillosa; no sólo produce dolor de cabeza sino que además, en su publicidad, encontramos las pastillas que nos aliviarán”) y Groucho Marx (“Encuentro la televisión muy educativa; cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”).

Desde su origen el cine vio en la televisión una seria competidora para su hegemonía. Cuando la tele comenzó a utilizar la ficción para dotarse de contenidos el cine reaccionó exprimiendo al máximo sus cualidades frente al medio televisivo: CinemaScope, Vistavisión, Cinerama, formatos panorámicos y sistemas de color, historias localizadas en espacios abiertos para potenciar al máximo la fotografía de exteriores, superproducciones, estrellas en exclusiva, pantallas gigantes, salas confortables… Los agoreros del final del cine se equivocaron. Claro que la gente prefería quedarse en casa para ver gratis, o eso creían (y creen), programas y series, pero para los grandes espectáculos no había más alternativa que la ópera, el teatro o el cine, más asequible y popular. Con la televisión en color los mismos aguafiestas resucitaron los fantasmas de desaparición. Televisión y cine, en cambio, se repartieron los espacios, los productos, los públicos. La televisión suponía una nueva oportunidad para películas ya superadas, tanto para su visionado y aprecio por nuevas generaciones como para la obtención de una mayor e inesperada rentabilidad económica por parte de los estudios, lo que convirtió en inútil la hasta entonces comprensible y lucrativa práctica del remake, continuada sin embargo de manera absurda hasta la actualidad. Hoy, tras superar la amenaza de los reproductores caseros de vídeo y DVD gracias al nuevo y beneficioso mercado que han supuesto, y especialmente con el acceso prácticamente ilimitado a todo tipo de contenidos a través de Internet, se ve más cine que nunca, pero no en las salas. Las pantallas gigantes y los eficaces sistemas de imagen y sonido permiten disfrutar del cine en formato doméstico en excelentes condiciones de calidad. Al mismo tiempo, la televisión y el cine se han igualado tanto tecnológicamente que a menudo existen pocas diferencias entre una y otra, generalmente y por desgracia a la baja, no sólo en cuanto a los aspectos estéticos y artísticos; los hábitos de consumo televisivo alimentados por la mercadotecnia y la publicidad se han trasladado al cine y han producido generaciones enteras de consumidores de películas, no espectadores, incapaces de captar la diferencia entre entretenimiento (espectador activo) y pasatiempo (espectador pasivo), carentes de una auténtica educación audiovisual, deficiencia incrementada por la pérdida de referentes culturales, sobre todo literarios, merced a sistemas educativos atiborrados de teoría pedagógica pero muy poco preocupados por unos contenidos llenos de lagunas. Como sucede con la informática o Internet, la televisión constituye un invento soberbio, una de las claves del progreso de la humanidad en los últimos decenios. Su uso es lo que puede convertir el futuro en el radiante espacio de oportunidades que ve Miralles o en una realidad monótona y decadente. Si hablamos de la televisión de mayor audiencia, ese futuro puede ser un campo abierto a la chabacanería, la desinformación, la incultura y la ausencia de espíritu crítico.

Dejando aparte películas que, como Television Spy (Edward Dmytryk, 1939), retratan, aunque sea en clave de espionaje, el nacimiento de la televisión como hecho tecnológico, comedias musicales como Televisión (Hit Parade of 1941, John H. Auer, 1940) y caspa sentimental patria como Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), el medio televisivo ha proporcionado al cine abundante munición como pretexto para comedias –Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993)-, dramas –incluso almibarados y cursis, como Íntimo y personal (Up Close & Personal, John Avnet, 1996)- o el terror más agotador y previsible –REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)-, pero también como excelente vehículo de reflexiones sobre el medio audiovisual, el periodismo y la sociedad en que vivimos. Continuar leyendo «Cuentos de la caja tonta»

Un extracto de Hermosas mentiras (Limbo Errante, 2018)

«El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta en general en las películas. Autores, realizadores y productores tienen mucho cuidado de no perturbar nuestra tranquilidad, cerrando la ventana de la pantalla al mundo de la poesía. Prefieren proponer argumentos que son una continuación de nuestra vida cotidiana, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las penosas horas del diario trabajo. Todo eso sazonado por la moral habitual, por la censura gubernamental, la religión, el buen gusto y el humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad. Al cine le falta misterio.»

Luis Buñuel

(…) No es hasta el final de su famoso libro-entrevista cuando Alfred Hitchcock y François Truffaut abordan, paradójicamente, el problema del principio, de la primera escena, el por dónde, cómo y con qué empezar una película. A la pregunta del francés, el británico responde a la gallega, con un “depende”, antes de citar de forma somera algunos de los trucos empleados a lo largo de su filmografía y de concluir con una de sus maravillosas ironías: “En realidad, no hay ningún problema en “vender” París con la torre Eiffel en el plano de fondo o Londres con el Big Ben en profundidad”.

Ni el verbo, “vender”, ni el entrecomillado que le adjudica Truffaut en la transcripción son en modo alguno inocentes. Escoger esos monumentos por delante de otras opciones, si bien no comporta un problema, sí importa, y no poco. Implica elección y descarte, la toma de una decisión que obedece a una postura ética y estética, a una intencionalidad que marca y condiciona el contenido íntegro de lo que siga después. Lo que en su respuesta hace Hitchcock, gran publicista de sí mismo, es avalar una práctica particular desde la autoridad de su posición de aclamado cineasta y empresario multimillonario, justificar una opción personal ante un director de la nouvelle vague poco proclive a hacer de su ciudad natal materia de postal visual para turistas del cinematógrafo. No en vano, la filmografía hitchcockiana está repleta de lugares señeros utilizados como elemento de fondo de sus tramas (pistas de esquí suizas, molinos de viento holandeses, el Corcovado de Río de Janeiro, el quebequés castillo de Frontenac, la plaza Yamaa el Fna de Marrakech, el Golden Gate, el Bridge Tower londinense…) o, a la manera de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, 1933) y el Empire State, escenario determinante en su resolución (el Museo Británico, la Estatua de la Libertad, el Royal Albert Hall, el monte Rushmore…).

“Vender” París a través de un plano de la torre Eiffel puede suponer un problema si todo el mundo lo hace o aspira a hacerlo. Ahí están el culebrón para millonarios titulado Le divorce (James Ivory, 2003), presuntos musicales de qualité como Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) o el comienzo de Midnight in Paris (Woody Allen, 2011), publirreportaje que refleja un día entero a la manera de Walter Ruttmann en Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin, Die Symphonie der Großstadt, 1927) o de Dziga Vertov en El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), concentrado en los tres minutos de Si tu vois ma mère de Sidney Bechet. Si del París hollywoodiense se habla es ineludible acudir al hermoso rostro de Audrey Hepburn, en solitario (Sabrina, Billy Wilder, 1954) o junto a Fred Astaire en Una cara con ángel (Funny Face, Stanley Donen, 1957), Gary Cooper en Ariane (Love in the afternoon, 1957), Cary Grant en Charada (Charade, Stanley Donen, 1963) o William Holden en Encuentro en París (Paris-When it sizzles, Richard Quine, 1964).

Hollywood toma conciencia de su entrega al estereotipo y contraataca con una respuesta no menos tópica: la caricatura. El cineasta, con permiso de George Cukor, más ligado al planeta glamour, Blake Edwards, se ríe del París de postal acumulando las torpezas de Peter Sellers en El nuevo caso del inspector Clouseau (A shot in the dark, 1964); Billy Wilder blanquea de romanticismo frívolo el tráfico de sexo llevándose a decorados de estudio los hotelitos y cafés del barrio de Les Halles (batería de clichés: Hotel Casanova de la calle Casanova, cerca del mercado central, seguramente, donde Marlon Brando compraba la mantequilla para sus juegos con Maria Schneider…); el 007 más paródico, Roger Moore, corre tras la asesina Grace Jones en los exteriores de la torre Eiffel al inicio de Panorama para matar (A view to a kill, John Glen, 1985), en una larga secuencia que lo mismo sirve para el videoclip de Duran Duran que como spot publicitario del modelo de Renault del taxi que Bond destroza en la persecución. La irreverencia con los símbolos puede surgir de la comedia involuntaria: los extraterrestres invasores, pésimos estrategas, revelan una absurda preferencia por desintegrar monumentos inofensivos y carentes de valor táctico como la torre Eiffel o el Big Ben antes que las instalaciones militares terrícolas.

En su huida del lugar común, otros se fijan en cómo ruedan los autóctonos. París se ennegrece cuando Louis Malle encierra los pecados de Francia (la codicia, la traición, la lujuria, el adulterio, el asesinato, su desastrosa política colonial) en un ascensor en blanco y negro con hilo musical de Miles Davis. Ese jazz de tugurios, cuevas y garitos nocturnos que, en versión Duke Ellington y Louis Armstrong, alimenta a Paul Newman y Sidney Poitier en Un día volveré (Paris Blues, Martin Ritt, 1961). Jean-Pierre Melville traslada a El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967) la estética del noir clásico americano de los años cuarenta. En Frenético (Frantic, Roman Polanksi, 1988), dos réplicas de la Estatua de la Libertad roban el protagonismo a la omnipresente torre Eiffel: mientras esta aparece fragmentada en algunas tomas de fondo, la reproducción a escala de Liberty erigida en la angosta Isla de los Cisnes preside el desenlace, y otra mucho más pequeña, el típico souvenir para turistas, esconde el MacGuffin que desencadena la trama (alegoría pobretona, tratando la cosa de un secuestro). Más sombría y hermética es la fantasía de El sueño del mono loco (Fernando Trueba, 1989). El guionista Dan Gillis –heredero por línea divina del Joe Gillis (William Holden) de Billy Wilder– queda atrapado en una tenebrosa trampa durante el rodaje de la película maldita que él mismo ha escrito: París como escenario de un siniestro cuento infantil que desemboca en delirante pesadilla gótica.

De la filmografía mundial se extrae la ridícula conclusión de que la torre Eiffel es visible desde cualquier ventana, tras cualquier esquina, al fondo de cualquier calle, sobresaliendo de los tejados de todo edificio o entre los árboles de cualquier parque. En un tiempo en que las comunicaciones y la sociedad de la información han generado cambios sustanciales en la percepción del público, lo que antaño podía tomarse por un ingenioso y elocuente recurso narrativo hoy nos parece pobre, manido y facilón, pero ante todo innecesario. Así lo acredita Paris Je t’aime (2006), macedonia de cortometrajes rodados por directores de todo el mundo en distintos barrios de París, surgida en parte como reacción a ese cine de comienzos del siglo XXI que, en busca del abaratamiento de costes, se mudó a ciudades del Este de Europa como Belgrado, Budapest o Bucarest (en su día, “la París de los Balcanes”), donde se filmaron localizaciones que en pantalla pasaron sin apuros por auténticos exteriores de la ciudad del Sena.

En otras palabras, colocar un plano de la torre Eiffel en una película que transcurra en París ha terminado por convertirse en un cliché. En un “lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formularia”, tal como define el término, en su segunda acepción, el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.

François Truffaut resume hermosamente su idea de lo que es el cine: “mitad verdad, mitad espectáculo”. Para el poeta John Keats “la belleza es verdad; la verdad, belleza”. En sus filmes españoles, Alice Guy no solo rodó danzas gitanas y vistas de Sevilla que el espectador pudiera identificar con las guías de viajes y las revistas ilustradas, con los dibujos, las pinturas y los grabados, con las novelas por entregas o con el vodevil y las operetas populares. Su cámara retrató fábricas, almacenes y depósitos del puerto del Guadalquivir, igual que en Madrid no se limitó a registrar las multitudes agolpadas en el centro de la ciudad, los altos edificios, los transeúntes, los tranvías y los monumentos; también los humildes conglomerados de las afueras, el desorden urbano de casuchas insalubres y calles embarradas por las que transita un esforzado coche fúnebre.

Esta verdad de la que hablan Keats y Truffaut y que filmó Alice Guy no encaja en la vulgar subjetividad de las convicciones irrefutables, de las ideologías excluyentes, de las declaraciones de fe, los discursos partidistas o las soflamas interesadas. Su verdad es una realidad idealizada, la belleza entendida como el espectáculo de la vida. “Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como el ojo en el corazón de un poeta”, dice Orson Welles. El ser humano, sin embargo, necesita certezas. Ansía saber que sus sentimientos son algo más que el producto de ciertas reacciones químicas en el interior de su cerebro. Que sus principios, valores y creencias son legítimos e indispensables, dignos de ser respetados y adoptados por el resto del mundo. Que su comunidad es diferente, que está tocada por la gracia superior de la razón y la justicia, que merece la posteridad, alcanzar la trascendencia. El ser humano ama proclamar verdades, son el cimiento de su construcción como civilización. En caso de que no las haya o no las encuentre, de que lo hallado no le guste o no le convenga, las inventa, porque el ser humano, ante todo, quiere creer lo que le aprovecha, lo que aumenta su autoestima y aquieta su conciencia. “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda”, dice el periodista de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962).