Cine de papel: Michael Curtiz, Errol Flynn y Olivia de Havilland, la aventura hecha cine

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1. Robín de los bosques (The adventures of Robin Hood, William Keighley y Michael Curtiz, 1938). Dice la cara posterior del programa de mano: … si «Robín de los Bosques» viviera en nuestros días, usaría arcos y flechas construidos por «Hermes», S.L. Marca Registrada. Fabricación de artículos para deporte, atletismo y gimnasia. Productor nacional Núm. 4286. Sección de Ebanistería y carpintería. Cº Cabaldós, 35, Zaragoza. Tel. 21.54.

2. La carga de la brigada ligera (The charge of the light brigade, Michael Curtiz, 1936). Dice la cara posterior del programa de mano: PROXIMAMENTE EN EL CINE DORADO. Estreno de la impresionante superproducción Warner Bros. LA CARGA DE LA BRIGADA LIGERA. ERROL FLYNN – OLIVIA DE HAVILLAND. DIRECCIÓN MICHAEL CURTIZ. Un poema de amor que hizo variar la ruta de un Imperio. Empresa Quintana S.A.-Representante E. Marín. Artes Gráficas Zaragozanas.

Ese otro cine español: A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963)

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El debut en la dirección del poco prolífico Francisco Pérez-Dolz, A tiro limpio (1963), constituye un estimable ejemplo de asunción de influencias cinematográficas foráneas, si bien adaptadas a los modos y maneras nacionales, para confeccionar un producto solvente y con empaque que, olvidado por el gran público a causa de esa campaña más o menos inconsciente de desprestigio que sacude desde siempre al cine español, protagoniza también uno de los pocos casos de remake en el cine patrio. No obstante, la nueva versión realizada por Jesús Mora en 1998 resulta notablemente inferior y pasó lógicamente desapercibida, algo que no es de extrañar si tenemos en cuenta además la desmemoria que rodea a su original. Sin embargo, la película de Pérez-Dolz no carece de virtudes cinematográficas ni de valores narrativos en un guión que logra bordear la censura de la dictadura para mostrar a las claras, algo más que insinuados, distintos tabúes para la política y la moral oficiales del momento.

El argumento y la estética del film lo enmarcan en el cine negro, en el subgénero de organización y ejecución de atracos y posterior ajuste de cuentas entre los involucrados. El protagonismo corresponde a la banda criminal, y la óptica particular al personaje de Román (José Suárez), típico delincuente de poca monta que se ve metido en un asunto que le supera y que termina por costarle algo más que una simple caída en desgracia, mientras que la policía queda como instancia neutra, una institución despojada de cualquier visión coercitiva asociable a una dictadura militar que se limita a ser brazo ejecutor de una justicia concebida como venganza recubierta de tintes éticos y morales. Este aspecto, el moral, no es poca cosa en la película, puesto que la muerte que sobreviene a algunos de los personajes posee una carga simbólica, ya sea la redención, ya un merecido castigo, en función de cuáles ha sido sus distintos comportamientos, sus diferentes maneras de pensar, de actuar y de sentir, a lo largo del metraje.

Pero, como se ha dicho, uno de los puntos fuertes del guión es su osadía al retratar el mundo que rodea a los protagonistas. Román es el encargado de unos lavaderos públicos de Barcelona en el que se adivina un reciente pasado criminal. Después de un violento asalto en un garaje que, en cierto modo recuerda a los esbirros de Hemingway en The killers, acuden a él Martín (Luis Peña, toda una institución en la interpretación cinematográfica del cine clásico español) y un matón francés, Antoine (Joaquín Navales), que acaban de llegar desde el sur de Francia, con intención de formar una banda para un par de atracos. De inmediato, se insinúa de manera más que evidente una primera relación «peligrosa» en el guión: a Román y a Martín les une un pasado político relacionado con el exilio republicano, quizá algún tipo de camaradería de armas ligada a alguna acción de resistencia antifranquista o de lucha soterrada contra la dictadura. Esta vertiente queda solamente apuntada, no se desarrolla ni influye en adelante en la trama, pero condiciona las relaciones de Martín y Román y explica en parte la presencia de Antoine. Este personaje aporta otra caracterización inusual en el cine español de entonces: su atracción por las muchachas jóvenes. A este respecto, no sólo el guión contiene una repentina, obsesiva y parcialmente correspondida obsesión de Antoine por la casquivana «novia» de Román (María Asquerino), sino que esta tendencia psicopática del personaje queda plasmada expresamente en la secuencia en la que observa significativamente a las jugadoras de un partido de baloncesto. Como se ha apuntado, el personaje de María Asquerino, Marisa, resulta igualmente valiente, ya que queda claro desde el primer momento que es una mujer que vive de alternar con hombres, y que además Román se ha lucrado, o se lucra, en algún momento de ello. La relación de atracción y repulsión que mantienen indica asimismo el obvio tira y afloja entre una prostituta y su chulo.

Los límites del guión aún llegan más lejos en tres campos más. Continuar leyendo «Ese otro cine español: A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963)»

La evolución de los efectos especiales en el cine

Cortesía del capitán Morales.

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Un vídeo estupendo que rinde tributo cronológico a los más importantes hitos en el desarrollo de los efectos especiales, un elemento tecnológico del cine sin el cual el componente de ilusión y fantasía que le es inherente no sería lo mismo. Una pieza estupenda como vìdeo, claro.

Porque hablar de «evolución» tiene sus peligros. Primero, porque algunos de los recursos que muestran las imágenes son modernos, sí, pero no precisamente evolución (el horror de efectos visuales de Indiana Jones y la última cruzada, por ejemplo, que ya eran viejos y malos cuando se estrenó), como el hecho de que los efectos digitales canten tanto o más, para mal, que las antiguas transparencias del cine clásico, y segundo, porque no cabe hablar de evolución aisladamente desde el punto de vista técnico. Unos efectos especiales que no posean contenido narrativo, que no vayan estrechamente ligados al significado «literario» de un guión, al tema de una película, no representan en el fondo evolución ninguna. O lo son de forma meramente técnica, pero no cinematográfica. Es decir, simple efectismo. Escaparate vacío. Pero su uso correcto, sin abusos ni mero exhibicionismo tecnológico, desde los trucos más sencillos y habituales a los más grandiosos y espectaculares, han hecho del cine lo que es, una vida a la carta llena de infinitas posibilidades.

Música para una banda sonora vital – Contra la pared (Gegen Die Wand, Fatih Akin, 2004)

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Dura, difícil, pesimista y sombría pero igualmente bella, poderosa, esperanzada y sugestiva, esta multipremiada (Oso de Oro en Berlín, Premio a la Mejor Película Europea, Goya a la Mejor Película Europea, entre muchos otros…) coproducción germano-turca dirigida por Fatih Akin, crónica de desarraigo, choque cultural, hiperrealismo social y supervivencia de dos almas perdidas, Cahit y Sibel, dos alemanes de origen turco que han renunciado a luchar por la vida hasta que se erigen en mutua tabla de salvación, está construida sobre un juego de contrastes, no sólo visuales (sordidez y poesía, denuncia y romance, fracaso frente a ilusión) sino también musicales, jugando entre los ritmos modernos de las noches de Hamburgo y las tradicionales composiciones de Estambul. Así, Akin puntúa el drama de pequeños respiros musicales de Selim Sester y su Orquesta que nos transportan temporalmente al Bósforo, hermosos temas de reminiscencias otomanas cuyas letras nos dan un nuevo prisma desde el que observar a los protagonistas, al tiempo que ayudan a situar su drama, que no es otro que el de la desubicación, personal y cultural, el hecho de sentirse extranjero en cualquier sitio, incluso en la vida misma.

Ese otro cine español: Silencio en la nieve (Gerardo Herrero, 2011)

Abrimos una nueva sección cuyo objeto es ocuparnos de ese otro cine español menos recordado, reivindicado, conocido o reconocido, pero que merece igualmente atención. Y es que, además de los estrenos cacareados por la publicidad televisiva (los horrendos apellidos vascos, por ejemplo, una de las peores películas españolas que se recuerdan), el cine «de qualité» de los años setenta, o el Cine de Barrio de la televisión pública (aunque quién lo diría) los sábados por la tarde, más allá de Almodóvares y Amenábares, hay un extensísimo patrimonio cinematográfico que contiene de todo, también alguna que otra obra maestra, y que contribuye a hacer de la cinematografía española, sin complejos, una de las principales de la historia del cine mundial, por cantidad y por calidad a todos los niveles, como se irá viendo.

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Para empezar, sin embargo, abrimos fuego con una película que no es ni mucho menos redonda pero cuyo entorno narrativo la hace destacar por encima de sus coetáneas: Silencio en la nieve, adaptada a partir de una novela de Ignacio del Valle (que no he leído) titulada El tiempo de los emperadores extraños (2006) con guión de Nicolás Saad, nos traslada nada menos que al frente ruso de la Segunda Guerra Mundial, a las peripecias de la División Azul española en el frente de Leningrado durante el duro invierno de la batalla de Stalingrado. La cinta se abre precisamente así, con un letrero informativo-explicativo sobre qué fue la División Azul, a la que se refiere como contingente español enviado por Franco para combatir el comunismo, integrado por «voluntarios falangistas y veteranos de la guerra civil». Notable falta de concreción, por tanto, que omite -aunque en la película este espectro de combatientes sí queda plenamente sugerido- la participación de aquellos «voluntarios forzosos» que tuvieron que alistarse para expiar «culpas» propias o ajenas (como fue el caso, por ejemplo, del cineasta Luis García Berlanga o del actor Luis Ciges). Dejando aparte este detalle, nos imbuimos de lleno en una sección de los dieciocho mil soldados españoles, en la cual se están produciendo unas extrañas muertes: varios soldados aparecen asesinados siguiendo una especie de ritual y, tatuado a sangre sobre el pecho, un verso de una inquietante cancioncilla infantil: «mira que te mira dios, mira que te está mirando, mira que vas a morir, mira que no sabes cuándo». La investigación es encargada a uno de los soldados, Arturo Andrade (Juan Diego Botto, mucho mejor que en sus papeles de más jovenzano), ex policía, se supone que durante el gobierno republicano («culpa» que estaría purgando en el frente), que es asistido por el sargento de su compañía de intendencia y sacrificio de animales (Carmelo Gómez), un tipo rudo comprometido ideológicamente con el régimen. La investigación les lleva a través del oscuro submundo de la División: infiltrados comunistas, traidores quintacolumnistas que en realidad colaboran con los rusos, o quizá masones que han trasladado sus ritos ceremoniales a las heladas estepas rusas, o puede que, simplemente, algún loco… La investigación policial se entremezcla así con aspectos ideológicos, religiosos y sociales (el contacto con los refugiados rusos, por ejemplo, romance incluido) que conforman un puzle que tanto sirve para presentar la situación de aquellos soldados abandonados a su suerte como de metáfora de la situación española de entonces dentro de las propias fronteras. El escenario resulta de lo más sugerente: un cruel y sangriento frente bélico entre dos ejércitos que responden a planteamientos ideológicos irreconciliables, por tanto una lucha a muerte, en la que las esvásticas, las cruces de hierro y los uniformes de la Wehrmacht vienen completados, como así fue, con banderas de aguilucho, de Falange, partidas de tute y camisas azules. Resulta verdaderamente curioso e ilustrativo, y por ello es encomiable, ver a actores españoles interpretando a otros españoles de entonces ataviados con uniforme nazi, mezclados con los alemanes, interaccionando con ellos, contra un enemigo común, y sin ninguno de los matices patrioteros y nacionalistoides que recubrían anteriores acercamientos a este entorno durante los años cuarenta o cincuenta del pasado siglo. La música de Lucio Godoy, y la sombría fotografía de Alfredo Mayo, contribuyen a crear esta interesante atmósfera.

Lamentablemente, hasta ahí las buenas noticias. Por desgracia, la realización resulta poco atrevida, renuncia a explorar las distintas posibilidades del relato, sigue -suponemos- la literalidad de la novela allí donde quizá cinematográficamente le convendría obviarla, y termina por resultar plana, previsible y autocomplaciente. Los aspectos argumentales no salen mejor parados: dentro de lo interesantísimo del marco de actividad de los personajes, la historia deriva en los clichés más propios del thriller mediano de inspiración norteamericana, en la que esos aspectos políticos, militares, ideológicos, históricos, quedan en total segundo plano (algunos desaparecen por entero); el añadido del romance, discontinuo e impreciso, entre el español y la rusa de turno, queda igualmente postizo y superficial, además de facilonamente sentimental y obvio, lo mismo que algunas situaciones en las que intenta captarse el ambiente de la tropa, su estado de ánimo, sus remedios contra el aburrimiento, el desarraigo y la soledad. Para colmo, el nivel interpretativo es extraordinariamente irregular, y encontramos caracterizaciones solventes (además de los protagonistas, Víctor Clavijo o Sergi Calleja) junto a otras mediocres y alguna definitivamente ridícula, aunque lo forzado de muchos diálogos recubre todas las actuaciones de un barniz de poca convicción.  Pero quizá el problema más grave viene de que el descubrimiento de la clave, el misterio que responde todas las preguntas, un hecho violento del pasado que explica lo sucedido, y que es revelado de una manera bastante indirecta y chapucera, sin que tenga que ver lineal o cronológicamente con el transcurso de las investigaciones que se han ido produciendo, de tal manera que si tal o cual episodio cambian de orden en el metraje, la película podría terminar a los cuarenta minutos sin aportar nada nuevo.

Cabe, por tanto, alabar la valentía y la ambición de Gerardo Herrero, la elección de la novela para su traslación al cine, su creíble recreación del frente (con buen despliegue de escenarios, armas, vehículos, utensilios, etc.; incluso el añadido final, una batalla -más bien escaramuza con participación de un carro de combate soviético- que pone la coda al relato, aun desangelada por la necesaria limitación de los medios de producción de nuestro cine, es bastante resultona), el buen inicio y el inquietante y prometedor desarrollo inicial que cuenta, sugiere y anuncia en distintos niveles de lectura. El defecto reside en el guión, en la artificiosidad dramática del conjunto, en la mala colocación de las piezas del rompecabezas y en la nula naturalidad de la mayoría de los intérpretes junto a lo impostado de no pocas situaciones (con otras bastante logradas, como la secuencia del «juego»). Una intriga ligera en un entorno denso cuya mixtura, por tanto, no termina de cuajar, pero cuyo visionado, tampoco nada perjudicial, sirve para acercarnos, al menos en parte, a un periodo de la historia de España y al trocito de vida de miles de españoles que por lo general no reciben la atención -como sucede con todo nuestro pasado reciente- que probablemente merecen. El remate, las fotografías reales de miembros de la famosa División que acompañan a los créditos, resulta sobrecogedor. Lástima que la trama de misterio y el suspense de la investigación no queden a la misma altura, porque podría haberse tratado de una película mucho más importante.

Cine en fotos – Groucho y yo (1972)

Retrato de Groucho Marx (1890-1977), por Richard Avedon en 1972. Dos años después, Groucho recibió un Óscar por el conjunto de su obra.

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Creo que todos los comediantes llegan a serlo por tanteo y por error. Esto era ciertamente verdad en los viejos días de las variedades y estoy seguro de que aún lo es hoy. La pareja corriente consistía en un actor serio y en otro bufón. El actor serio cantaba, bailaba, o hacía ambas cosas a la vez. Y el actor cómico imitaba unos cuantos chistes de otros artistas y sacaba otros pocos de los diarios y de las revistas cómicas. Luego se dedicaban a actuar en pequeños teatros de variedades, en clubs nocturnos y salas de fiestas. Si el cómico tenía inventiva, gradualmente iba descartando los chistes robados y los que ya habían pasado de moda e intentaba presentar algunos propios. Con el tiempo, si tenía algo de talento, acababa por emerger del personaje vulgar que había empezado a ser para transformarse en una personalidad distinta y propia. Esta ha sido mi experiencia y también la de mis hermanos, y creo que lo mismo les ha ocurrido a la mayor parte de los actores cómicos.

Calculo que no existen ni un centenar de comediantes de primera fila, hombres o mujeres, en todo el mundo. Son material mucho más escaso y valioso que todo el oro y las piedras preciosas del planeta. Pero, como hacemos reír, no creo que la gente comprenda verdaderamente lo necesarios que somos para que conserve su equilibrio. Si no fuera por los breves momentos de respiro que damos al mundo con nuestras tonterías, éste conocería suicidios en masa en cantidades que podrían compararse favorablemente con la mortalidad de los conejos de Noruega.

(…)

Cuando un actor cómico interpreta un papel serio, siempre me produce una profunda pena ver cómo los críticos lanzan histéricamente al aire sus sombreros, bailan por la calle y abruman al actor con sus felicitaciones. Siempre me ha intrigado el hecho de que tal cosa provoque el asombro y entusiasmo de los críticos. Apenas existe ningún cómico vivo que no sea capaz de realizar una gran actuación en un papel dramático. Pero hay muy pocos actores dramáticos que puedan desempeñar un papel cómico de una manera destacada. David Warfield, Ed Wynn, Walter Huston, Red Buttons, Danny Kaye, Danny Thomas, Jackie Gleason, Jack Benny, Louis Mann, Charles Chaplin, Buaster Keaton y Eddie Cantor son todos cómicos de primera fila que han interpretado papeles dramáticos, y muestran  casi unanimidad en decir que, comparada con el esfuerzo de hacer reír, una actuación dramática es como dos semanas de vacaciones en el campo.

Para convencerte de que esta opinión no es exclusivamente mía, he aquí las palabras de S.N. Behrman, uno de nuestros mejores dramaturgos:

-Cualquier escritor teatral que se haya enfrentado con la tremenda dificultad de escoger actores para una obra, les dirá que el actor capaz de interpretar una comedia es el tipo que interesa. La intuición del cómico llega a lo más profundo de una situación humana, con una precisión y una velocidad inalcanzable por cualquier otro medio. Un gran actor cómico realzará la obra con una inflexión de voz tan diestra como el movimiento de la muñeca de un maestro de esgrima.

No obstante, los críticos siempre quedan sorprendidos.

Groucho y yo (Julius Henry Marx, Ed. Tusquets, 1972).

Música para una banda sonora vital – Nueve semanas y media (Nine 1/2 weeks, Adrian Lyne, 1986)

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Es la tercera ocasión en la que Joe Cocker aparece por esta sección, un tipo que se ha hecho grande gracias a sus eficaces versiones de canciones de éxito (Bob Marley o Lovin spoonful, entre otros, aunque su mayor mérito reside en haber mejorado a Los Beatles, que ya es decir). Su tema más archiconocido, You can leave your hat on, es de hecho una reinterpretación de un tema de Randy Newman (habitual compositor de cintas animadas de Disney; menudo contraste…) para esta película de Adrian Lyne que lanzó al estrellato sexual a Kim Basinger, le metió la tontería en la cabeza a Mickey Rourke (hasta los extremos actuales, que parece que desayuna neumáticos todos los días) y que, en resumidas cuentas, a pesar de su carga erótica y del morbo que promete, no deja de ser una película profundamente retrógrada y conservadora, por no hablar de que la cosa en su conjunto es bastante más que soft. De ella, con el tiempo, ha quedado una fama inmerecida, una restricción para menores de 18 años, una famosa escena de strip-tease, y un tema para los restos que, además, tiene un valor añadido: permite adivinar cuántos gilipollas sueltos hay en cualquier bar a altas horas de la noche.

Y de propina, más Joe Cocker, esta vez versionando al gran Ray Charles en su fenomenal Unchain my heart. Temazo.

Vidas de película – Robert Parrish

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A lo largo de una carrera irregular pero tremendamente personal, Robert Parrish (1916-1996) dirigió una veintena de películas, desde los primeros cincuenta hasta mediados de los setenta, dejando especial huella en el cine negro –Grito de terror (Cry danger) o El poder invisible (The mob), ambas de 1951- y el western –Historia de San Francisco (The San Francisco Story, 1952), Más rápido que el viento (Saddle the wind, 1958) o su celebrada Más allá de Río Grande (The wonderful country, 1959)-, pero también en una línea más particular que entremezclaba géneros y elementos muy diversos de manera solvente y efectiva -el bélico Llanura roja (The purple rain, 1954), Orgullo contra orgullo (Lucy Galiant, 1955), el documental, codirigido con Bertrand Tavernier, Mississippi Blues (1984) o la cinta al estilo de la nouvelle vague, rodada en Francia y, que sepamos, nunca estrenada en España, In the french style (1963)-. Más conocidas, aunque de peor nivel, son su contribución al accidentado rodaje de Casino Royale (1967) y Contrato en Marsella (The Marseille contract, 1974).

Atípico cineasta que genera sorpresas agradables con prácticamente cualquiera de sus títulos gracias a un estilo a un tiempo tremendamente personal e inusualmente atractivo, fue galardonado en nada menos que cuatro ocasiones con el Óscar de la Academia por su trabajo como montador, labor en la que trabajó para directores como John Ford, Robert Rossen, George Cukor, Lewis Milestone o Max Ophüls, entre otros. Antes de dedicarse al montaje, no obstante, ya había hecho sus pinitos como actor infantil junto a estrellas como Rofolfo Valentino, Charles Chaplin y Douglas Fairbanks, y como intérprete adolescente para cineastas de la talla de Cecil B. DeMille, Raoul Walsh o Allan Dwan.

Lo que se dice un auténtico «hombre de cine».