Diálogos de celuloide – Baby Doll (Elia Kazan, 1956)

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BABY DOLL: Bueno, ya le dije a mi papito que no estaba todavía lista para casarme y mi papito le dijo a Archie Lee que no estaba lista y él le prometió a mi papito que esperaría a que yo estuviera lista.

SILVA: Entonces, ¿el matrimonio se pospuso?

BABY DOLL: No, la boda no. Nos casamos, mi papito nos dio en matrimonio.

SILVA: ¿Pero usted no dijo que Archie Lee esperaría?

BABY DOLL: Sí, después de la boda… esperó.

SILVA: ¿A qué?

BABY DOLL: A que yo estuviera lista para casarme.

SILVA: ¿Cuánto tuvo que esperar?

BABY DOLL: ¡Oh, todavía está esperando! Por supuesto, hicimos un trato de que… yo… bueno, quiero decir que le dije que estaría lista cuando cumpliera veinte años. Es decir, estuviera lista o no…

SILVA: ¿Es decir, mañana?

BABY DOLL: Ahá.

SILVA: Y usted está… ¿estará lista mañana?

BABY DOLL: Depende.

SILVA: ¿De qué?

BABY DOLL: De que nos devuelvan los muebles o… no creo.

SILVA: ¡¡¡Su marido suda más que nadie y ahora comprendo por qué!!!

Baby Doll. Elia Kazan, con guión de Tennessee Williams (1956).

Imitando a Hitchcock: Vestida para matar (Dressed to kill, Brian de Palma, 1980)

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Es sabido que en sus inicios Brian de Palma se dedicaba básicamente a plagiar («homenajear», como se dice ahora, especialmente cuando lo hace Quentin Tarantino) el cine de Alfred Hitchcock. Si en Fascinación (Obsession, 1976), fusilaba fundamentalmente, aunque no sólo, De entre los muertos (Vertigo, 1958), incluso contratando a Bernard Herrmann para la música de la película, de hecho su última partitura para el cine, en Vestida para matar (Dressed to kill, 1980) se dedica a pisar punto por punto el guión de Psicosis (Psycho, 1960): tenemos una rubia estupenda (Angie Dickinson) que, tras una escena calentorra inicial, sirve de guía para la trama hasta que el argumento cambia súbitamente, tras un hecho violento ocurrido más o menos a la media hora de metraje (de un total de 103 minutos), y gira hacia otro aspecto mucho más truculento; está la pareja que investiga y el policía (Dennis Franz) que indaga, y por haber hay incluso una secuencia en la que el psiquiatra de turno lo explica todo, y que recuerda mucho la que encarna Simon Oakland. Por supuesto, como es lógico, el núcleo de la historia se centra en un asesino travestido con crisis de identidad, que se transmuta en su «otro yo» femenino para cometer sus crímenes (con navaja, no con cuchillo de cocina, pero qué más da…). Por no faltar, no falta ni un «homenaje» (este sí) a la famosa escena de la ducha, aunque en ese caso se trate de una secuencia erótica y no de asesinato (sigue constituyendo un plagio hitchcockiano, de todos modos, el hombre que afirmaba la conveniencia de filmar las escenas de amor como si fueran de asesinato, y las de asesinato como si fueran escenas de amor).

El guión tampoco destaca por una gran originalidad. De hecho, transita por los lugares comunes de las películas con asesino en serie, es decir, la averiguación de su identidad y el riesgo constante de ver a los protagonistas convertidos en objeto de sus macabras tendencias. De Palma añade al cóctel una alta carga erótica mucho más explícita que en el cine hitchcockiano (la secuencia inicial de la ducha, con Angie Dickinson en el esplendor de su madurez física; la segunda secuencia, de cama; el encuentro sexual en el taxi; todo lo que rodea al personaje de Nancy Allen, una prostituta de lujo; el «onírico» asesinato de la enfermera del centro psiquiátrico…) y el despliegue de un gran talento en las secuencias de suspense, por lo demás tampoco especialmente originales (destacan la secuencia de la persecución en el metro, en la que Nancy Allen se ve triplemente acosada: el psicópata, los pandilleros que quieren propasarse con ella y un agente de policía abiertamente hostil, y, sobre todo, la espléndida secuencia del museo, con Dickinson perseguida-perseguidora del tipo con el que quiere echar una cana al aire). Pero, bajo el envoltorio superficial, por mejor tratado que esté ocasionalmente, subyace bien a la vista la plantilla narrativa de Alfred Hitchcock, que De Palma en el fondo no hace nada por ocultar o disimular.

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Más allá de los aciertos parciales en el diseño de la atmósfera y en la construcción del suspense, o de la pericia técnica para jugar con el espacio, el principal problema de la película tiene una doble dimensión. En primer lugar, de verosimilitud: Continuar leyendo «Imitando a Hitchcock: Vestida para matar (Dressed to kill, Brian de Palma, 1980)»

Música para una banda sonora vital – El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much, Alfred Hitchcock, 1956)

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Un golpe de platillos, la clave del misterio de esta película de Alfred Hitchcock, un autoremake de su previo filme de mediados de los años treinta, escondida en la partitura de The storm clouds, de Arthur Benjamin. Nubarrones de tormenta… y de plomo.

La tienda de los horrores – Intriga extranjera (Foreign intrigue, Sheldon Reynolds, 1956)

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Más bien, cagarro extranjero. Personalísimo proyecto del, por otra parte, discretísimo Sheldon Reynolds (que se encarga aquí de producir, coescribir y dirigir, nada menos…), Intriga extranjera (Foreign intrigue, 1956), ideada a partir de una serie televisiva del mismo título también con Reynolds a los mandos, falla a todos los niveles. Tanto es así, que a alguien se le debió olvidar que se trataba de una película, no de una serie, y que no había capítulo posterior en el que se resolviera todo. Porque el gran problema de la película, el único importante a decir verdad, es que el argumento se queda en el aire, en suspenso, flotando en el fundido en negro que cierra el filme.

La cinta bebe del cine de espionaje clásico (homenajea explícitamente a Carol Reed y Orson Welles o a Alfred Hitchcock, entre otros) para contar una historia situada en «exóticas» localizaciones europeas, que se enreda a cada paso y que en teoría debería ir a alguna parte, tanto en la trama principal, los misterios que rodean la muerte de un enigmático multimillonario en la Costa Azul y los secretos de su pasado como turbio negociante durante la Segunda Guerra Mundial, como en la subtrama romántica que protagonizan Robert Mitchum y la sueca Ingrid Thulin (aquí llamada Tulean, no se sabe por qué). El caso es que Mitchum da vida a Dave Bishop, un periodista a sueldo del susodicho millonario, para el que ha ideado una completa vida ficticia que explique ante la opinión pública dónde pudo, verosímil y legítimamente, originarse su fortuna. Tras su repentina muerte, agonizando en brazos de Bishop, tanto la esposa (Geneviéve Page) del fallecido (una esposa legal pero meramente aparente en lo afectivo) como su médico personal, un abogado vienés que se dice depositario de una documentación del fallecido y un agente enviado por la compañía de seguros insisten extrañamente en averiguar si el finado pronunció algunas últimas palabras antes de morir. Intrigado por el significado de este hecho, Bishop viaja a Viena para averiguar el contenido del sobre depositado allí por su patrón. Se da inicio así a una intriga europea (de la Costa Azul a Viena, de allí a Estocolmo y otros lugares de Suecia, y algún que otro lugar más antes de dejarlo todo colgado cuando le tocaba el turno a Londres) que atrapa y absorbe, y que merecía sin duda, no mejor resolución, sino al menos una resolución cualquiera que no dejara al espectador con cara de tonto.

La dirección, efectiva aunque sin nervio, sirve adecuadamente al propósito narrativo, el mero entretenimiento detectivesco salpicado de acción y romance. La ambigüedad de los personajes, aunque pésimamente establecida en el caso de la mujer del muerto, que más parece una psicopáta que una intrigante, y cuya postura inicial con sus sucesivos cambios sobre la marcha queda sin explicar, alimenta el misterio y hace avanzar la acción, y el guión utiliza todos los resortes a su alcance para mantener la atmósfera de suspense, aunque con demasiadas lagunas y cabos abiertos para permitir que el público haga pie en algún punto. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Intriga extranjera (Foreign intrigue, Sheldon Reynolds, 1956)»

Autodestrucción masiva: El quimérico inquilino (Le locataire / The tenant, Roman Polanski, 1976)

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Tras su estudio/homenaje sobre Los Ángeles en Chinatown (1974), Roman Polanski regresa a Europa para adaptar a la pantalla la primera novela de Roland Topor, una historia que se ajusta como un guante al gusto del cineasta franco-polaco por las atmósferas densas y enrarecidas, por los ambientes crecientemente crispados y amenazantes. Para Polanski supone además un plus de atrevimiento y de riesgo, ya que, sabida su hitchcockiana afición por mostrarse ocasionalmente delante de la cámara, en esta ocasión se reserva el dificilísimo desafío de encarnar al sencillo y humilde Trelkovsky, un hombre corriente que no sospecha que el simple (y a la vez complicado) hecho de alquilar un apartamento en París es el primer paso de un accidentado camino hacia su autodestrucción.

Con producción francesa pero filmada en inglés (excepto aquellas secuencias de grupo con actores franceses), con un reparto que combina viejas glorias de Hollywood (Melvyn Douglas, Jo Van Fleet, Shelley Winters) y secundarios locales (Isabel Adjani, Claude Dauphin, Bernard Fresson, Claude Piéplu), Polanski asume con solvencia (también interpretativa) el complicado reto de trasladar a la pantalla el insano y retorcido universo literario de Roland Topor, escritor proveniente del surrealismo y posteriormente miembro fundador del Grupo Pánico junto a Fernando Arrabal y Alejandro Jodorowsky. Con guión de su colaborador habitual, Gérard Brach, Polanski nos sumerge en la historia de Trelkovsky, un oscuro y modesto oficinista que alquila un apartamento en un tenebroso y enigmático edificio parisino que ha quedado libre después de que su anterior inquilina intentara suicidarse arrojándose por la ventana. La paulatina obsesión del joven Trelkovsky por este suceso, la extraña relación con su comunidad de vecinos, invariablemente pintorescos, excéntricos, enrevesados y misteriosos, lo inhóspito del edificio, la atracción que siente por Stella (Adjani), amiga de su antecesora en el apartamento a la que ha conocido durante una visita al hospital, y una serie de incomprensibles episodios y alucinados fenómenos que empieza a vivir en primera persona, desembocan en un estado febril que termina alcanzando la forma de una idea paranoica: sus vecinos conspiran para llevarle a un desesperado estado de demencia y conseguir que él también se lance por la ventana.

Recibida en su día con división de opiniones (en algún caso extremo incluso a pedradas y escupitajos), despreciada e incomprendida, elevada hoy a la siempre discutible y controvertida categoría de film de culto, la película logra traducir a desasosegantes y hechizantes imágenes el nacimiento y desarrollo de una paranoia autodestructiva, no desencadenada conforme a las canónicas reglas de la relación causa-efecto en la línea del thriller psicológico clásico, sino como acumulación de factores internos (del personaje) y externos (crisis de valores, de modo de vida, soledad, preocupación por el futuro, deshumanización de la sociedad…) que conducen a Trelkovsky a la disolución de su propia identidad y a la asunción de una realidad espectral, alucinatoria, encarnada en su imagen mental de la anterior inquilina fallecida, y que le arrastra delirantemente a seguir (por partida doble) sus pasos. Continuar leyendo «Autodestrucción masiva: El quimérico inquilino (Le locataire / The tenant, Roman Polanski, 1976)»

Cine en fotos – El otro lado del viento (The other side of the wind), filme inédito de Orson Welles

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Dirigiendo a un joven actor en 1997, mencioné para animarle que me recordaba a James Cagney; el chaval no tenía ni idea de quién estaba hablando. Hacia el final de 2002, le dije a otro actor de veintitantos años que tratase la escena más livianamente, «más a lo Cary Grant», dije, y el resultado fue una reacción de absoluta extrañeza. ¡Y estos eran actores!, gente del mundo del espectáculo cuyo trabajo debería consistir en reconocer los grandes éxitos conseguidos en el campo que han escogido. El público joven (…) parece que no sólo ignora todo totalmente de todo esto, sino que además parece no tener prácticamente ningún interés por cualquier película realizada antes de los ochenta o los noventa. Los clásicos de los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta podrían estar en sánscrito por lo que a ellos respecta. Las películas mudas no merece la pena ni mencionarlas. El blanco y negro está maldito. Los grandes nombres del pasado (…) no significan nada para los espectadores jóvenes. El hecho de que se estén perdiendo placeres indescriptibles, de que existen abundantes tesoros de maravillosas, enriquecedoras y edificantes experiencias esperándoles no parece entrar dentro de la esfera de su consciencia.

(…)

La mayoría de las películas actuales sencillamente no son tan buenas como las películas de antes, ni de lejos, pero intenten decirle eso a los jóvenes que no tienen ni la más remota idea de con qué pueden comparar la producción actual.

(…)

Es un legado tan rico que permitir su desaparición, su descenso a las tinieblas, me parece una eliminación criminal de la belleza de un importante logro de la humanidad. (…) En la pantalla, muchos de estos inolvidables actores aún respiran, aún aman, aún provocan abundantes risas y lágrimas. ¿Por qué dejar que su brillo se apague cuando tienen tanto que ofrecer?

Las estrellas de Hollywood. Peter Bogdanovich (2004).

La tienda de los horrores – Misterio en la isla de los monstruos (Juan Piquer Simón, 1981)

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Pensando en Terence Stamp y Peter Cushing, las más célebres presencias en este infame subproducto, cabe preguntarse: ¿qué es peor? ¿Formar parte del elenco artístico de tamaño bodrio como los nombres más ilustres y, por tanto, como principales reclamos de cara a la taquilla? ¿O compartir reparto con Ana Obregón…? La duda persiste tras el horrendo visionado de Misterio en la isla de los monstruos (1981), adaptación-afrenta de la obra de Julio Verne que forma parte de esa variante del cine español que son las coproducciones de acción, aventura o guerra con pretensiones, y que, como le ocurre a la pareja protagonista, hace aguas por todas partes.

Por lo visto, en la isla de marras hay un yacimiento de oro de no te menees, que es a lo que echar mano el amigo Taskinar -o Skinner, ni en el nombre la película se pone de acuerdo…- (Terence Stamp). Cuando sus hombres se encuentran en proceso de descubrir dónde se halla el filón, decide marcharse para volver más adelante a buscarlo (!), dando así origen a la trama: en Londres, la titularidad de la isla se subasta públicamente, y en dura pugna, el filántropo y magnate de la navegación, William T. Kulderup (Peter Cushing), se hace con ella. Como su protegido, el guaperas-bollycao de turno (Jeff Morgan) está ansioso de aventuras (de todo tipo) antes de contraer matrimonio con la «protegida» de Kulderup (la Obregón, en un personaje que prolonga el mejunge de nombres: Meg Hollaney o Meg Calderón, según se sienta británica o española, como Gibraltar…), su protector lo envía junto al profesor de baile de ella (más ¡!), interpretado por Thomas Artelect, un hombre despistado, desastroso, miedica y cachondón, a la isla en cuestión, para que descubra mundo, se foguee y tal y cual. Cuando el barco naufraga y la tripulación huye, el mozo recio y el profesor de baile, ya náufragos, llegan a la isla como pueden. Esta resulta ser un lugar inhóspito en el que sobreviven criaturas prehistóricas, hay caníbales, y además sobre ella surca la amenaza de un grupo de hombres enmascarados y armados, ataviados a la manera árabe, que van tras el oro…

Flaco favor hace la película a la novela de Verne, publicada en 1882, Escuela de Robinsones, a lo largo de sus innecesarios 99 minutos. No solo la realización es rutinaria y desmañada, no solo el acabado es vulgar e incluso zarrapastroso (tiros esbafados, música chirriante, estética cutre…), sino que las interpretaciones van de lo bochornoso a lo irrelevante, especialmente vergonzosa en el caso de Stamp, que pone caras solemnes todo el tiempo, como si estuviera necesitado de un antidiarreico. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Misterio en la isla de los monstruos (Juan Piquer Simón, 1981)»

Fin del sueño: Cowboy de medianoche (Midnight cowboy, John Schlesinger, 1969)

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Tal vez solo un director británico podía filmar una Nueva York que ya no era Nueva York, una América que había dejado de ser América, que no respondía a la imagen idílica del sueño americano y en la que el admirativo apodo de «la ciudad que nunca duerme» se recubría de sórdido dramatismo. Tal vez por eso se trate de la única película inicialmente calificada X (luego, con los premios, la decisión se reconsideró y se le otorgó una R) que ha obtenido el premio Óscar a la mejor película (además de a la mejor dirección y al mejor guión adaptado, obra de Waldo Salt, perseguido en su día por el senador McCarthy, a partir de la novela de James Leo Herlihy).

Cowboy de medianoche (Midnight cowboy, 1969) supone el acta de defunción del sueño americano dentro de la corriente del llamado Nuevo Hollywood (1967-1980), y no es casualidad que represente el debut de un director inglés en la capital mundial del cine. Aunque la apuesta cinematográfica de Schlesinger, las relaciones entre los personajes por encima del estilo narrativo, es el motor principal de la historia, los protagonistas poseen un enorme valor simbólico: de un lado, el inocentón Joe Buck (Jon Voight, en su despegue como intérprete), tan inocente como la América previa a la guerra de Vietnam, sumergida en valores religiosos y conservadores, autocomplaciente en su sociedad plácidamente consumista a pesar de los cadáveres que iba sembrando a su alrededor, dentro y fuera del país, un lavaplatos de un pueblo asqueroso de Texas que decide emigrar a Nueva York para ganarse la vida en el mundo de la prostitución masculina (en la mayoría de las reseñas se menciona que va a «hacer fortuna», a «seducir mujeres», a «vivir de las mujeres»…; Joe va a prostituirse, ni más ni menos, como indica el título de la película, una expresión en jerga que alude al hombre que se prostituye), ya que cree que su carisma, su atractivo físico, sus aires pueblerinos y su trasnochado disfraz de vaquero de circo barato o de atracción de feria serán suficiente carta de naturaleza para ello; por otra parte, el mugriento Enrico «Ratso» Rizzo (Dustin Hoffman, en lo más alto de la cresta de su particular ola de éxito), un estafador (inolvidable el episodio con el predicador…), carterista y golfo callejero, tísico y tullido, que malvive entre la repugnancia de un antiguo edificio sentenciado a la demolición por las autoridades de la ciudad. El encuentro de ambos no es más que el colofón del trayecto tragicómico que lleva a Joe de Texas a quedarse sin casa y sin dinero en la gran ciudad, engañado y tomado por tonto por todos (desde la mujer a la que toma por su primera clienta y que termina sacándole 20 de sus escasos dólares al chico con el que, tras las primeras penurias, consiente en concederle sus favores sexuales y que luego dice no tener con qué pagarle). En medio del desastre, en cambio, nacerá la amistad, la complicidad en la desgracia, y de ahí un nuevo proyecto de vida, una nueva ilusión, que no obstante sufre dos condicionantes amargos: el primero, las perturbadoras y entrecortadas visiones del pasado que sacuden a Joe, un episodio sexual de carácter violento que padeció junto a una antigua novia (interpretada por la hija del guionista Waldo Salt), y que incluyó un capítulo de abusos sufridos por ambos (de ahí que Joe contara ya con ciertas experiencias antes de su deriva nocturna callejera en los círculos gays de la ciudad); en segundo lugar, la enfermedad de Rizzo, la enfermedad en cierto modo de América, que solo puede encontrar alivio en Florida, luminoso y paradisíaco escenario para la jubilación de los estadounidenses de las clases acomodadas.

Esta Nueva York pesimista y desesperada es examinada con sentido crítico por Schlesinger como paradigma del conjunto de los Estados Unidos y, por extensión, de la deshumanizada sociedad capitalista. Continuar leyendo «Fin del sueño: Cowboy de medianoche (Midnight cowboy, John Schlesinger, 1969)»

Sobre 39estaciones (Eclipsados, 2011)

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Casi cuatro años después, todavía colea…

Texto de Juan Antonio Moreno (que no es familiar de quien escribe, a pesar de la coincidencia de apellido), tras su lectura:

39 ESTACIONES DE ALFREDO MORENO

HISTORIA DEL SÉPTIMO ARTE

Por

Juan Antonio Moreno

Crítico de cine y de arte

Autor de “Cine en corto” y “Miradas en corto”

Alfredo Moreno mantiene desde 2007 el imprescindible blog 39 escalones-Reflexiones desde un rollo celuloide, en el que hace un amplio recorrido por todos los temas relacionados con el cinematógrafo. Analiza películas, libros, bandas sonoras y, especialmente, guiones de cine. Es, por tanto, un gran especialista que además, colabora en prensa escrita, radio y televisión.

En su libro 39 estaciones, Moreno nos propone estaciones que acogen una parte sustancial de la historia del cine. La erudición de Alfredo Moreno, su pulso narrativo y su brillantez expositiva, nos contagian la emoción de una serie de películas que conforman una página sobresaliente del cine.

Así, Alfredo comienza el trayecto con los orígenes y fija su retina en el hombre de la expresión triste, que tanto hizo por la sonrisa. El culmen, “Candilejas”, y el maestro Chaplin. Cortometrajes- origen del cine- que han dejado huella perenne y estación cinematográfica a la que siempre hay que regresar.

El autor aragonés recorre otras estaciones del séptimo arte y visita al genio Lubitsch, ensalzando su categoría artística. También habla de Cesare Zavattini y la verdad del cine, expresada en el neorrealismo italiano.

Moreno se detiene en la mirada poética a la tierra celta, a “Innisfree” del gran John Ford, quien en “El hombre tranquilo” rinde homenaje a ese cine que transmite sentimiento y verdad.

El cine del mago del suspense, Alfred Hitchock y sus obsesiones por los personajes femeninos, consecuencia de una vida atormentada por la rigidez de su educación y el simbolismo, fetichismo y crítica social de nuestro Luis Buñuel son desgranados con sabiduría por la mirada certera de Alfredo.

En otras estaciones del libro Moreno nos acerca a la poética de Satyajit Ray, a la brillantez y mordacidad de Billy Wilder. Nos regresa a Stanley Kubrick y a “2001, una odisea en el espacio”, en la que se fija el origen de la violencia.

Apunta el experto maño el magisterio indiscutible de Howard Hawks, de Joseph L. Mankiewicz y su imprescindible “La huella”. Pero el trayecto no se detiene y la sabiduría de Moreno se pone de manifiesto en cada análisis que realiza. Como el que hace del incombustible John Huston o de Ridley Scott o el de la profundidad intelectual de Akira Kurosawa.

Otros grandes del cinematógrafo nos acompañan en las páginas de este delicioso tratado: Federico Fellini, Francis Ford Coppola, Woody Allen, Clint Eastwood, Tim Robbins, Manoel de Oliveira y Wong Kar-Wai, entre otros muchos.

Alfredo Moreno expone, y es cierto, que hoy se ve más cine que nunca, pero en internet, no en las salas. Y, por tanto, se pierde la magia del cine como acto social.

39 Estaciones se configura pues, como un extraordinario mosaico sobre la historia de la cinematografía. De estilo ágil y ameno, este libro es un brillante manual que se adentra en las miradas de unos cineastas que buscaron y buscan algo que contar: transmitir la pasión por la imagen y la palabra.

Lo que hace Moreno, cual director, en primer plano, es acercar al lector lo más sustancioso de la historia del séptimo arte, convirtiendo la lectura de estas estaciones en un libro absolutamente necesario y totalmente recomendable.