Música para una banda sonora vital: McVicar (Tom Clegg, 1980)

Roger Daltrey, del célebre grupo The Who, protagoniza esta película basada en el libro autobiográfico del delincuente británico John McVicar, responsable del guion junto al director, Tom Clegg. Una historia que transita por los lugares comunes del thriller carcelario y del criminal enfrentado a la sociedad que además busca una última oportunidad para redimirse y huir, y que cuenta con la música de Daltrey y The Who (productores de la película) como una de sus mejores bazas. Por ejemplo, este Free Me que abre la película.

 

Diálogos de celuloide: El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Shaffner, 1968)

«Este será mi último informe antes de que lleguemos a nuestro destino. Hemos
colocado los dispositivos automáticos y estamos a merced de los computadores. Mis
compañeros duermen profundamente dentro de las cámaras y yo me acostaré
enseguida. Dentro de una hora hará seis meses que partimos de Cabo Kennedy. Seis meses en el profundo espacio, es decir, según el Sistema Solar. Según la teoría del
doctor Hasslein sobre el tiempo en un vehículo que viaja casi a la velocidad de la luz,
la tierra ha envejecido cerca de 700 años, en tanto que nosotros apenas hemos
envejecido. Puede que así sea. Lo más probable es que los hombres que nos
ordenaron hacer este viaje hayan muerto y desaparecido. Ustedes, los que me
escuchan ahora, son de otra generación, y espero que mejor que la nuestra. No siento
tener que dejar atrás el siglo XX, pero hay algo más aún: no se trata de nada científico,
es totalmente personal. Visto desde mi asiento todo aparece muy distinto. El tiempo
pasa y el espacio no tiene límites. En las personas no existe el yo. Me siento solo,
totalmente solo. Decidme: ¿acaso los hombres, esa maravilla del Universo, esa
gloriosa paradoja que me ha mandado a las estrellas, siguen combatiendo contra sus
hermanos, dejando morir de hambre a los hijos de sus vecinos?»

(guion de Michael Wilson y Rod Serling a partir de la novela de Pierre Boulle)

Buñuel agasajado en Hollywood, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Con motivo de la presencia de Luis Buñuel en Hollywood para promocionar el estreno americano de El discreto encanto de la burguesía (1972), George Cukor le ofreció una comida en su casa de Beverly Hills. Entre la asistencia, los presentes en la foto: Robert Mulligan, William Wyler, el anfitrión George Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière, Serge Silberman, Billy Wilder, George Stevens, el invitado de honor, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian. Fuera de la foto de grupo, John Ford. Fuera de la comida por motivos de salud, pero visitado por Buñuel al día siguiente, Fritz Lang. De todo ello hablamos en La Torre de Babel de Aragón Radio, la radio pública de Aragón.

Mis escenas favoritas: El discreto encanto de la burguesía (Le Charme discret de la bourgeoisie, Luis Buñuel, 1972)

Uno de los fragmentos más conocidos de esta obra maestra (otra más) del aragonés Luis Buñuel. En ella se concitan algunos de sus temas y obsesiones más personales (homenaje al Tenorio incluido), más a menudo tratados en sus películas, junto con alguno de sus sueños más repetidos (el encontrarse ante el inmenso auditorio de un teatro y desconocer el papel que debe representar).

Diálogos de celuloide: La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, Woody Allen, 1975)

“Amar es sufrir, para evitar el sufrimiento, se debe no amar. Pero entonces se sufre por no amar. Luego, amar es sufrir, y no amar es sufrir. Sufrir es sufrir. Ser feliz es amar. Ser feliz es, por tanto, sufrir. Así, para no ser feliz, se debe amar, o amar para sufrir, o sufrir de demasiada felicidad. Espero que estéis tomando nota».

(guion de Woody Allen)

Receta burguesa: Pollo al vinagre (Poulet au vinaigre, Claude Chabrol, 1985)

Una pequeña ciudad de provincias próxima a la frontera suiza es el ecosistema escogido por Claude Chabrol para su enésimo retrato, incisivo y ácido como es marca de la casa, acerca de las miserias e hipocresías de la clase burguesa francesa. El vehículo, una intriga de suspense de múltiples ramales con tributos hitchcockianos (a Psicosis, a La ventana indiscreta, a La sombra de una duda, a Pero… ¿quién mató a Harry?, tal vez los más evidentes), además de algún otro guiño al cine clásico (a Otto Preminger, por ejemplo), que permite a Chabrol zambullirse en aquello que más le interesa: el misterio de las apariencias, el secreto oculto tras los aires de respetabilidad y la preminencia social, la mugre barrida bajo la alfombra y los cadáveres durmientes en el armario o enterrados en el jardín de atrás. Una historia en la que nadie es retratado con complacencia ni indulgencia, tampoco los inocentes (si es que hay algún personaje que pueda considerarse así), ni mucho menos la policía, teórica defensora del inmaculado orden erigido sobre esos valores burgueses que, no obstante, no pueden disociarse de su particular carga siniestra por mucho que sumergirla constituya el primero de sus mandatos de clase.

Una glamurosa fiesta de cumpleaños sirve de prólogo y avanzadilla. En ella nos enteramos de que algunos miembros selectos de las fuerzas vivas locales, el notario Lavoisier (Michel Bouquet), el doctor Morasseau (Jean Topart) y el carnicero Filiol (Jean-Claude Bouillaud), tienen entre manos algún tipo de negocio turbio al que se refieren como «el asunto Cuno», el cual, sin embargo, parece contar con la oposición de la esposa de Morasseau (Josephine Chaplin) y de su amiga Anna (Caroline Cellier). Poco después, concluida la fiesta al amanecer no sin antes de que un joven rubio utilice una llave para dejar su sello personal en la carrocería de uno de los lujosos coches de los asistentes, sabemos que Louis Cuno (Lucas Belvaux) es el joven cartero del pueblo, y que vive con su madre impedida (Stéphane Audran), atrapada en su silla de ruedas, en una vieja casa de las afueras, una casa que, precisamente, es el objeto de interés inmobiliario de la sociedad formada por los tres próceres de la ciudad. En su empeño por hacerse con la propiedad, los socios utilizan medios legales (intentos frustrados de expropiación), presiones personales (ofertas de compra y realojamiento) y modos y maneras próximos a la extorsión (acoso, amenazas, pequeños hurtos y desperfectos), pero no logran salirse con la suya. Sus últimos esfuerzos «diplomáticos» coinciden en el tiempo con un hecho sorprendente: según su marido, la repentinamente ausente Delphine Morasseau ha partido a la vecina Basilea sin advertir de ello a nadie, ni siquiera a su estrecha amiga Anna, por tiempo indefinido. Por otro lado, las represalias del joven Cuno ante la insistencia de sus potenciales compradores le llevan a cometer una imprudencia de fatales consecuencias, cuya sombra planea sobre él durante el resto del metraje. Esta es la primera hebra de una red de mentiras y secretos que recorre la ciudad y afecta prácticamente a cada personaje, y que, ante las sospechas de crimen, viene a desenmarañar el inspector de policía Lavardin (Jean Poiret).

Y hay una buena cantidad de misterios que amenazan con entorpecer su labor: la naturaleza de las relaciones de dependencia mutua, casi (o sin casi) de extremos enfermizos, entre madame Cuno y su hijo (cuyas excéntricas aficiones compartidas incluyen, entre otras cosas, abrir las cartas dirigidas a la gente prominente de la ciudad antes de que lleguen a su destino); el extraño matrimonio Morasseau y su no menos rara ama de llaves; los múltiples y heterogéneos amores de Anna Foscarie; el misterioso amante, llamado «Tristán» (Jacques Frantz), de madame Morasseau; Henriette (Pauline Lafont), la joven empleada de Correos que desea al joven cartero; André, el barman (Albert Dray) que lleva el desayuno a domicilio a cierta persona; la aparición de un coche accidentado con un cadáver incinerado en su interior… E incluso el propio Lavardin, personaje nada plano, de métodos en exceso expeditivos y violentos para un policía pero de afinada inteligencia y aguda intuición, aficionado a los huevos fritos con pimentón y a saltarse el código ético y legal de su profesión, un personaje tan querido para Chabrol que gozaría de independencia y personalidad propia dentro de su obra cinematográfica.

Tres elementos formales destacan en el conjunto. En primer lugar, el trabajo de cámara de Chabrol, ese objetivo furtivo que, como algunos personajes, permanece al acecho, sigue, indaga, husmea tras los pasos de los personajes, a su espalda, por las ventanas, detrás de las cortinas, por las rendijas de las puertas. A través de ella, el espectador asiste a los acontecimientos como un elemento más del paisaje urbano, como un vecino que observa tranquilamente desde la protección de los visillos de su ventana. En segundo término, relacionado con la anterior, la atmósfera que Chabrol otorga a la ciudad. Un núcleo urbano de pequeño tamaño, sin llegar a ser un pueblo, al que los vacíos de calles y locales desiertos y los silencios, en particular durante la noche, confieren un aire de extrañamiento, casi de asfixiante claustrofobia a pesar de tratarse de un cúmulo de casas a cielo abierto, diseminadas entre la amplitud de arboledas, campos y jardines. Por último, unos diálogos que, como la propia estructura del guion, no se mueven en línea recta ni resultan concretos ni explícitos; su sinuosa construcción sobre la base de alusiones, insinuaciones, frases a medias, sobrentendidos e ironías, proporciona sin embargo un amplio prisma de perspectivas a partir de las cuales el espectador sigue la historia sin dificultad y con pleno conocimiento y percepción de cómo son cada uno de los personajes, qué quieren, cuáles son sus virtudes (los que las atesoran) y sus defectos (todos los tienen, y no menores). En particular, destaca el uso simbólico que Chabrol hace del espacio, ya sea la semivacía oficina de Correos, separada por una reja del público potencial (que casi nunca entra), la casa de los Cuno con sus tres niveles (primera planta, con el dormitorio de la madre; planta calle, con la cocina y el comedor; sótano, con su laboratorio personal en el que conservan los expedientes de la gente de la ciudad que tiene algo de interés); la frialdad acristalada del consultorio médico; el caótico taller de escultura de madame Morasseau; y el hecho de que el amplio jardín de su mansión esté sembrado de estatuas muertas, réplicas huecas de los aires clásicos, como los personajes de esa ciudad que viven todavía aspirando a mantener su capa de respetabilidad y distinción, y que cuentan con un protagonismo importante y elocuente en la resolución de, al menos, uno de los misterios principales. Aunque los personajes, empero, no son estatuas, sí ejercen como tales en el jardín de la burguesía francesa de mediados de los años ochenta, grandes extensiones verdes y algo descuidadas, devoradas por las malas hierbas y las malezas, cubiertas de hojas secas y cercadas por verjas oxidadas, en las que sobresalen aquí y allá figuras antaño blancas y suaves que hoy se muestran cubiertas de musgo, agrietadas, amputadas, inclinadas, caídas, destrozadas y, finalmente, vacías por dentro y contagiadas del salvajismo propio del entorno agreste que ha ido creciendo a su alrededor.

Música para una banda sonora vital: Woodstock (Woodstock – 3 Days of Peace & Music, Michael Wadleigh, 1970)

El documental sobre el famoso festival de Woodstock, que reunió en agosto de 1969 a medio millón de personas en Bethel, Nueva York, contiene un puñado de actuaciones memorables (The Who, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Joe Cocker…) además de una radiografía de la logística, la organización y el desarrollo de los conciertos y de la vida diaria en comunidad de cientos de miles de jóvenes (y de su convivencia con los lugareños, mucho menos problemática de lo que podría pensarse) durante tres días de paz y música, como reza el subtítulo original. Entre las actuaciones, Soul Sacrifice, del mexicano Carlos Santana.

Diálogos de celuloide: La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, Woody Allen, 1975)

Natasha: Es una situación muy complicada, prima Sonja. Yo estoy enamorada de Alexei. Y Alexei quiere a Alicia. Alicia es la amante de Lev. Lev ama a Tatiana. Tatiana ama a Simkin. Simkin me quiere a mí. Y yo quiero a Simkin, pero de un modo distinto a Alexei. Alexei quiere a Tatiana como a una hermana. La hermana de Tatiana quiere a Trigorian como a un hermano. El hermano de Trigorian es el amante de mi hermana, que le gusta físicamente, pero no espiritualmente.

Sonja: Natasha, se está haciendo tarde».

(guion de Woody Allen)

La muerte del sueño: El inocente (L’Innocente, Luchino visconti, 1976)

En su última película, Luchino Visconti no se reprime en la representación gráfica y simbólica de la que fuera una de las constantes en su trayectoria como cineasta, la paulatina decadencia de la aristocracia y la definitiva desaparición del antiguo orden social al que él mismo pertenecía. A partir de una novela de Gabriele D’Annunzio, Visconti se introduce por última vez en ese fastuoso universo de oropeles, riquezas y rígidas normas sociales, y también de hipocresías, traiciones y fracasos, de grandes teatros, de lujosos palacios, de bailes de gala y suntuosas cenas de etiqueta desde la lúcida, escéptica y desesperada perspectiva de quien es consciente de que se trata de un mundo en descomposición, de una muerte anunciada. En ese estertor de clase, lo común es, sin embargo, mirar hacia otro lado, negar la evidencia, revolverse, sobreactuar, agarrarse con uñas y dientes a una concepción mental y moral de la vida que hace aguas por todas partes, que se diluye en la nada del tiempo perdido, y, así, los personajes luchan, sufren, estallan, agonizan, mueren, y en no pocas ocasiones arrastran consigo el cadáver (social o literal) de más de un inocente. Tullio Hermil (Giancarlo Giannini) disfruta espléndida y libremente de los privilegios de clase de ese universo fabricado a la medida de hombres como él: sobradamente mantenido por sus rentas, sus negocios y la herencia de la familia, se entrega sin límite a sus tres pasiones, la lectura, la esgrima y el cuerpo de su hermosa amante, Teresa Raffo (Jennifer O’Neill). Al igual que Tullio, Teresa Raffo se zambulle a diario en las prebendas de clase, aunque, dado su estado permanente de coqueteo y devaneos amorosos, incluso con hombres casados de su entorno, realmente no sea tenida como una dama «de clase» por sus semejantes. La pagana de esta situación es Giuliana (Laura Antonelli), la esposa de Tullio, prisionera de un matrimonio sin amor a cuya infelicidad va unido el escarnio público debido al conocimiento por todos de las relaciones entre Tullio y Teresa. Es eso, la publicidad, lo que le hace sufrir, puesto que el acuerdo privado que mantiene con Tullio les da carta blanca a ambos para hacer vidas personales y, sobre todo, sentimentales, por separado, más allá de las debidas apariencias sociales, en el caso de Tullio, ampliamente contestadas. Sin embargo, la libertad de Tullio y la cárcel de Giuliana son estados pasajeros; no tardan en acontecer hechos que invierten esta situación, de manera que Tullio se ve cada vez más atrapado en la red de dependencias, mentiras, obligaciones y servidumbres que a su vez le impone su clase, mientras que Giuliana encuentra en el escritor Filippo D’Arborio (Marc Porel) la vía para acogerse a la vida libre y satisfactoria que Tullio ha llevado durante años a sus expensas.

La crisis de Tullio tiene un doble origen: en primer lugar, no es capaz de atar en corto y de gozar en exclusividad de los encantos de Teresa Raffo, quien, sabedora de que eso alienta el deseo, la obsesión y la necesidad que su amante tiene de ella, no vacila en engañarle con otros, en provocarle dejándose ver públicamente en otras compañías, viajando y citándose con ellos y haciéndoselo saber (como ocurre con el episodio del conde Stefano, interpretado por Massimo Girotti, que deriva en el reto a batirse en duelo); por otra parte, el conocimiento que Tullio tiene de las relaciones entre Giuliana y Filippo tiene un efecto contraproducente: la presión social, los celos, el abandono de Teresa, logran que nazca en él una inédita pasión por su mujer, un deseo carnal y un vínculo emocional que hacen que se plantee la posibilidad de empezar de nuevo, de iniciar con su esposa el idilio que durante el concierto de su matrimonio nunca vivieron. Sorprendida, ella se deja seducir por el nuevo Tullio, pero la fatalidad viene a empañar esa promesa de felicidad: Giuliana descubre que está embarazada de Filippo, quien a su vez, contagiado de una extraña enfermedad contraída en su reciente paso por África, se encuentra en peligro de muerte. De nuevo la zozobra sacude el matrimonio de Tullio y Giuliana: de la indiferencia mutua pasaron al amor más apasionado, y de este a las consecuencias de un adulterio consentido cuyo fruto se ve cuestionado debido a las tiranías sociales de clase. En una sociedad fundamentada en las apariencias podría no representar gran dificultad el hecho de que existiera un hijo ilegítimo que se hiciera pasar por propio desde niño; sin embargo, Tullio ve imposible aceptar, no ya a un niño que no sea suyo, sino el mero reconocimiento ante los demás de su paternidad. Un drama que se une a la ruptura de su recién descubierta armonía con Giuliana, puesta en riesgo por cualquier opción que pueda tomar. En ese punto, Tullio deberá elegir entre lo que desea y lo que su respetabilidad reclama, y este enfrentamiento interior, este brote de locura y paranoia, sirve a Visconti para, una vez más, ofrecer al espectador un análisis demoledor de la aristocracia y la alta burguesía, de la podredumbre moral que se esconde tras las cortinas de la apariencia, de la moral social, de los mandatos de clase, de la pertenencia a un grupo selecto cuyos miembros no son nada ejemplares pero que viven para los demás la ficción de su ejemplaridad.

Visconti une de nuevo un drama de profundo calado humano, enfrentado al reconocimiento o la condena social, con una majestuosidad formal basada en una impecable puesta en escena, acompañada armónicamente de una sobresaliente elegancia en los movimientos de cámara y en un meticuloso y plásticamente bellísimo uso de la luz (y su alteración, como ocurre, con toda intención, en la secuencia que sirve de desenlace, inusualmente sombría, apagada, turbia, progresivamente enrarecida). Un entorno aristocrático recreado hasta el más mínimo detalle por una minuciosa dirección artistica y un soberbio trabajo de ambientación, vestuario, maquillaje y peluquería sirve de escenario para un drama pasional en el que los más bajos instintos humanos, pasiones y odios desaforados, conviven y luchan con los dictados sociales y las obligaciones públicas. El niño encarna tanto la esperanza de regeneración de clase como la maldición que esta arrastra por su consustancial naturaleza corrupta, y sirve de parábola para ejemplificar aquello que tantas veces ha tratado, siempre de manera magistral, el cine de Visconti: la encrucijada entre luchar por la supervivencia y con ello agravar y adelantar el final, o bien enrocarse en una resistencia a desaparecer, rebelarse, batirse, y exponerse así a una conclusión fulminante. En todos los casos, el destino es irrenunciable, el único futuro posible es la extinción, y la única variable que queda es intentar controlar, paliar, evitar el pago del inevitable coste, el grado de sufrimiento y condena. Además de la oportuna selección de escenarios y la cuidada construcción visual del filme, son los intérpretes los que logran conferirle toda su dramática dimensión. Giancarlo Giannini está excelso en su transición del hombre frívolo y celoso al ser atormentado, obsesionado, enloquecido de tentaciones criminales; Laura Antonelli, musa del erotismo italiano de los setenta, resulta sin duda adecuada para el personaje que de esposa anónima, recatada, escondida, desconocida, emerge como una tentación carnal, una criatura deseable, una mujer renacida, plenamente entregada a los placeres de su cuerpo. Por último, la aparente nota discordante del reparto, la bellísima Jennifer O’Neill, da vida como Teresa Raffo a otra perspectiva de la clase social a la que pertenece, una superviviente caprichosa e interesada, que en los hombres busca el placer egoísta y el provecho material que garanticen su bienestar, y para la que no existen conceptos como el compromiso, el amor o el futuro común. No en vano, Visconti elige a Teresa Raffo como personaje que cierra la película. Su huida furtiva, vestida de negro (de luto), al amanecer, de la casa donde ha tenido lugar una muerte, la muerte que ejemplifica la desaparición de toda una clase social autodestruida por sus propios prejuicios, sus hipocresías, sus esclavitudes morales, que en última instancia, como Saturno, ha intentado garantizar su trascendencia devorando a sus hijos.

El Peter Sellers desconocido (The Unknown Peter Sellers, David Leaf y John Scheinfeld, 2000)

Documental televisivo que aborda la vida y la obra del genial cómico británico. Contiene fragmentos antes no revelados tanto de sus programas radiofónicos como de algunas de sus primeras películas enterradas por el paso del tiempo.