Receta burguesa: Pollo al vinagre (Poulet au vinaigre, Claude Chabrol, 1985)

Una pequeña ciudad de provincias próxima a la frontera suiza es el ecosistema escogido por Claude Chabrol para su enésimo retrato, incisivo y ácido como es marca de la casa, acerca de las miserias e hipocresías de la clase burguesa francesa. El vehículo, una intriga de suspense de múltiples ramales con tributos hitchcockianos (a Psicosis, a La ventana indiscreta, a La sombra de una duda, a Pero… ¿quién mató a Harry?, tal vez los más evidentes), además de algún otro guiño al cine clásico (a Otto Preminger, por ejemplo), que permite a Chabrol zambullirse en aquello que más le interesa: el misterio de las apariencias, el secreto oculto tras los aires de respetabilidad y la preminencia social, la mugre barrida bajo la alfombra y los cadáveres durmientes en el armario o enterrados en el jardín de atrás. Una historia en la que nadie es retratado con complacencia ni indulgencia, tampoco los inocentes (si es que hay algún personaje que pueda considerarse así), ni mucho menos la policía, teórica defensora del inmaculado orden erigido sobre esos valores burgueses que, no obstante, no pueden disociarse de su particular carga siniestra por mucho que sumergirla constituya el primero de sus mandatos de clase.

Una glamurosa fiesta de cumpleaños sirve de prólogo y avanzadilla. En ella nos enteramos de que algunos miembros selectos de las fuerzas vivas locales, el notario Lavoisier (Michel Bouquet), el doctor Morasseau (Jean Topart) y el carnicero Filiol (Jean-Claude Bouillaud), tienen entre manos algún tipo de negocio turbio al que se refieren como «el asunto Cuno», el cual, sin embargo, parece contar con la oposición de la esposa de Morasseau (Josephine Chaplin) y de su amiga Anna (Caroline Cellier). Poco después, concluida la fiesta al amanecer no sin antes de que un joven rubio utilice una llave para dejar su sello personal en la carrocería de uno de los lujosos coches de los asistentes, sabemos que Louis Cuno (Lucas Belvaux) es el joven cartero del pueblo, y que vive con su madre impedida (Stéphane Audran), atrapada en su silla de ruedas, en una vieja casa de las afueras, una casa que, precisamente, es el objeto de interés inmobiliario de la sociedad formada por los tres próceres de la ciudad. En su empeño por hacerse con la propiedad, los socios utilizan medios legales (intentos frustrados de expropiación), presiones personales (ofertas de compra y realojamiento) y modos y maneras próximos a la extorsión (acoso, amenazas, pequeños hurtos y desperfectos), pero no logran salirse con la suya. Sus últimos esfuerzos «diplomáticos» coinciden en el tiempo con un hecho sorprendente: según su marido, la repentinamente ausente Delphine Morasseau ha partido a la vecina Basilea sin advertir de ello a nadie, ni siquiera a su estrecha amiga Anna, por tiempo indefinido. Por otro lado, las represalias del joven Cuno ante la insistencia de sus potenciales compradores le llevan a cometer una imprudencia de fatales consecuencias, cuya sombra planea sobre él durante el resto del metraje. Esta es la primera hebra de una red de mentiras y secretos que recorre la ciudad y afecta prácticamente a cada personaje, y que, ante las sospechas de crimen, viene a desenmarañar el inspector de policía Lavardin (Jean Poiret).

Y hay una buena cantidad de misterios que amenazan con entorpecer su labor: la naturaleza de las relaciones de dependencia mutua, casi (o sin casi) de extremos enfermizos, entre madame Cuno y su hijo (cuyas excéntricas aficiones compartidas incluyen, entre otras cosas, abrir las cartas dirigidas a la gente prominente de la ciudad antes de que lleguen a su destino); el extraño matrimonio Morasseau y su no menos rara ama de llaves; los múltiples y heterogéneos amores de Anna Foscarie; el misterioso amante, llamado «Tristán» (Jacques Frantz), de madame Morasseau; Henriette (Pauline Lafont), la joven empleada de Correos que desea al joven cartero; André, el barman (Albert Dray) que lleva el desayuno a domicilio a cierta persona; la aparición de un coche accidentado con un cadáver incinerado en su interior… E incluso el propio Lavardin, personaje nada plano, de métodos en exceso expeditivos y violentos para un policía pero de afinada inteligencia y aguda intuición, aficionado a los huevos fritos con pimentón y a saltarse el código ético y legal de su profesión, un personaje tan querido para Chabrol que gozaría de independencia y personalidad propia dentro de su obra cinematográfica.

Tres elementos formales destacan en el conjunto. En primer lugar, el trabajo de cámara de Chabrol, ese objetivo furtivo que, como algunos personajes, permanece al acecho, sigue, indaga, husmea tras los pasos de los personajes, a su espalda, por las ventanas, detrás de las cortinas, por las rendijas de las puertas. A través de ella, el espectador asiste a los acontecimientos como un elemento más del paisaje urbano, como un vecino que observa tranquilamente desde la protección de los visillos de su ventana. En segundo término, relacionado con la anterior, la atmósfera que Chabrol otorga a la ciudad. Un núcleo urbano de pequeño tamaño, sin llegar a ser un pueblo, al que los vacíos de calles y locales desiertos y los silencios, en particular durante la noche, confieren un aire de extrañamiento, casi de asfixiante claustrofobia a pesar de tratarse de un cúmulo de casas a cielo abierto, diseminadas entre la amplitud de arboledas, campos y jardines. Por último, unos diálogos que, como la propia estructura del guion, no se mueven en línea recta ni resultan concretos ni explícitos; su sinuosa construcción sobre la base de alusiones, insinuaciones, frases a medias, sobrentendidos e ironías, proporciona sin embargo un amplio prisma de perspectivas a partir de las cuales el espectador sigue la historia sin dificultad y con pleno conocimiento y percepción de cómo son cada uno de los personajes, qué quieren, cuáles son sus virtudes (los que las atesoran) y sus defectos (todos los tienen, y no menores). En particular, destaca el uso simbólico que Chabrol hace del espacio, ya sea la semivacía oficina de Correos, separada por una reja del público potencial (que casi nunca entra), la casa de los Cuno con sus tres niveles (primera planta, con el dormitorio de la madre; planta calle, con la cocina y el comedor; sótano, con su laboratorio personal en el que conservan los expedientes de la gente de la ciudad que tiene algo de interés); la frialdad acristalada del consultorio médico; el caótico taller de escultura de madame Morasseau; y el hecho de que el amplio jardín de su mansión esté sembrado de estatuas muertas, réplicas huecas de los aires clásicos, como los personajes de esa ciudad que viven todavía aspirando a mantener su capa de respetabilidad y distinción, y que cuentan con un protagonismo importante y elocuente en la resolución de, al menos, uno de los misterios principales. Aunque los personajes, empero, no son estatuas, sí ejercen como tales en el jardín de la burguesía francesa de mediados de los años ochenta, grandes extensiones verdes y algo descuidadas, devoradas por las malas hierbas y las malezas, cubiertas de hojas secas y cercadas por verjas oxidadas, en las que sobresalen aquí y allá figuras antaño blancas y suaves que hoy se muestran cubiertas de musgo, agrietadas, amputadas, inclinadas, caídas, destrozadas y, finalmente, vacías por dentro y contagiadas del salvajismo propio del entorno agreste que ha ido creciendo a su alrededor.

La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954) en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a esta gran joya del cine de Alfred Hitchcock. Como nos quedamos un poco justos de tiempo y no dijimos todo lo que la cinta merece, se incluye al final un documental sobre «cómo se hizo».

(desde 19 min. 42″)

Alfred Hitchcock presenta – Del asesinato como una de las ¿bellas? artes: Cortina rasgada

En su cine, el gran Alfred Hitchcock (grande, en todos los sentidos…) seguía ese axioma, si no inventado por él, sí generado a raíz de sus experiencias, de la conveniencia de rodar las escenas de amor como las de asesinato, y las de asesinato como escenas de amor. En el primer caso, basta con recordar la romántica escena del beso entre Ingrid Bergman y Cary Grant mientras éste habla por teléfono en Encadenados (Notorious, 1946). La secuencia, además de la lógica contigüidad física y del intercambio de efusiones y carantoñas, añade desplazamientos y roces por toda la habitación, como si de una persecución y un forcejeo se trataran. Ejemplos de su contrario abundan por todas partes en el cine del Mago del suspense. La frasecita hitchcockiana viene a aseverar que, en la línea apuntada por Rupert Cadell, el profesor de filosofía que interpreta James Stewart en La soga (Rope, 1948), «discípulo» un tanto socarrón de las célebres ironías criminales de Thomas de Quincey en su Del asesinato como una de las bellas artes (1827), y a la manera de los antiguos lances de honor, un buen asesinato precisa del contacto físico directo, esto es, que el uso de armas de fuego, mucho menos en la distancia y a traición o por la espalda, flaco favor hace al verdadero sentido del asesinato en el cine del maestro, esto es, mostrar de cerca la brutalidad extrema y el comportamiento animal, instintivo, violento, egoísta, salvaje, del ser humano en determinadas circunstancias.

De ahí que, excepto puntualmente, en el cine de Hitchcock abunden los métodos de asesinato que precisan de la fuerza física, que sean las personas las que maten, que se genere ese vínculo íntimo, personal y directo entre criminal y víctima, que el brazo ejecutor sea la propia mano y no los revólveres o las balas, producto de la habilidad y no de la fuerza del propio cuerpo. Si bien las armas de fuego no adquieren gran protagonismo en sus películas (aunque hay muertes por arma de fuego, cómo no, como en el final de Con la muerte en los talonesNorth by Northwest, 1959-), el veneno, que tampoco precisa de esa lucha a vida o muerte, sí está mucho más presente (recuérdese, en la propia Encadenados, o su ilusión en SospechaSuspicion, 1941-), en este caso como proyección de lo que, en los cánones machistas y retrógrados del director, se ha de asimilar al nivel de retorcimiento, perfidia y maldad de una mente femenina cuando es cruel y siniestra (aunque en algún caso parezca ser un asesino, y no una asesina, el que recurra al veneno). Pero, casos aislados aparte, sin duda son el estrangulamiento y el apuñalamiento los métodos favoritos de asesinato en el cine de Hitchcock.

El estrangulamiento, la muerte por las propias manos, abunda por doquier en la filmografía del genio, en alusiones (como en el discurso de Rupert en La soga alrededor del estrangulamiento de pollos) o directamente, con Frenesí (Frenzy, 1972) como paradigma, pero no como única muestra ni mucho menos. El rey, sin embargo, del asesinato en el cine de Hitchcock, es el cuchillo: es el medio utilizado por el asesino de El enemigo de las rubias (The lodger, 1927), el instrumento de la muerte en legítima defensa de La muchacha de Londres (Blackmail, 1929), la forma de asesinar a la espía de 39 escalones (The 39 steps, 1935), el arma que provoca la muerte del agente francés en las dos versiones de El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much, 1934 y 1956), la herramienta habitual del mexicano de El agente secreto (Secret agent, 1936), la única manera que la heroína tiene de acabar con el villano de Sabotaje (Sabotage, 1936), la presencia amenazante en forma de navaja de afeitar en Recuerda (Spellbound, 1945), el mecanismo de defensa convertido en tijeras de Grace Kelly en Crimen perfecto (Dial M for a murder, 1954) precisamente como respuesta a un intento de estrangulamiento, el método (en elipsis, afortunadamente) de Raymond Burr para liquidar y trocear a su esposa en La ventana indiscreta (Rear window, 1954), el arma justiciera de la dependienta de una tienda que captura al ladrón de Falso culpable (The wrong man, 1956), la muerte inesperada (y esta vez sí, a distancia) del embajador ante la ONU de Con la muerte en los talones, la expresión de la más feroz locura en Psicosis (Psycho, 1960) -aquí con una clara intención en clave sexual no ausente en otros varios de los ejemplos aquí apuntados-, multiplicado en los punzantes picos de miles de aves en Los pájaros (The birds, 1963) … Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta – Del asesinato como una de las ¿bellas? artes: Cortina rasgada»

Cine para pensar – La caja de música, de Costa-Gavras

En unos tiempos en que alguno de los más buscados genocidas recientes por fin se encuentra en poder de la justicia (la justicia de los vencedores, la misma que pactó antaño su huida con el apadrinamiento de Estados Unidos) y en que a iniciativa de la Audiencia Nacional de España, si la justicia norteamericana lo permite (cosa que no parece fácil, dada la restrictiva legislación de aquel país en cuanto a extradiciones y, sobre todo, a su gusto por el ocultamiento de criminales de guerra nazis a los que sacar provecho durante décadas y que podrían contar muchas cosas que abrieran nuevas perspectivas para que la opinión pública viera con otros ojos la política exterior estadounidense en los últimos sesenta años), podría tener lugar el proceso colectivo por crímenes de guerra nazis más importante desde los procesos de Nuremberg, resulta conveniente volver la vista hacia esta película de Costa-Gavras, protagonizada por Jessica Lange, Armin Mueller-Stahl y Lukas Haas, que obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1990.

La película cuenta en clave de drama familiar la historia de una prestigiosa abogada estadounidense (Lange) que decide encargarse de la defensa jurídica de su padre, un inmigrante de origen húngaro (Mueller-Stahl) cuando es sorprendido con una acusación por crímenes de guerra en su presunto pasado como oficial al servicio de la Alemania nazi durante el exterminio de los judíos húngaros de 1944. Su hija, entendiendo ridícula la acusación y absurdas las insinuaciones del pasado nazi de su padre, se verá inmersa en una investigación en Europa que le irá deparando algunas sorpresas desagradables. Sin grandes alardes técnicos más allá de un más que adecuado uso de la música y de los efectos de sonido, y también de la estupenda fotografía, el siempre polémico Costa-Gavras se siente como pez en el agua con una historia que aúna varias de sus preferencias, el drama humano de unas personas que sienten en su propia vida las consecuencias de la política y la guerra. Continuar leyendo «Cine para pensar – La caja de música, de Costa-Gavras»