Música para una banda sonora vital: El ojo de la aguja (Eye of the Needle, Richard Marquand, 1981)

Basada en una novela de Ken Follett, La isla de las tormentas, esta obra de Richard Marquand cuenta una historia decisiva de espionaje durante la Segunda Guerra Mundial: Henry Faber (Donald Sutherland), un espía alemán que lleva tanto tiempo infiltrado en Inglaterra que puede pasar por británico, descubre la maniobra de despiste de los aliados en su intento de que los nazis confundan el lugar donde va a tener el desembarco para la invasión de Europa en 1944. Poseedor de las pruebas materiales de que la operación se desarrollará en Normandía y no en Calais, es requerido personalmente por Hitler (el punto más débil de la historia, sin duda) para la entrega de las fotografías, por lo que debe viajar de incógnito a Alemania. Preparado todo para robar un barco y dirigirse hacia el punto donde será recogido por un submarino, el mal tiempo le hace naufragar e ir a parar a una isla remota habitada tan solo por un joven matrimonio con su hijo pequeño y un farero entrado en edad y con excesiva querencia por los espirituosos. A esta apasionante historia de persecución y caza del espía y de las imprevisibles consecuencias que para la historia de Europa y para una sencilla familia inglesa puede tener la llegada de Faber a la isla le pone música nada menos que Miklós Rózsa, en la que fue la penúltima de sus partituras en su larga carrera para el cine.

Mis escenas favoritas: Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, Milos Forman, 1975)

El verdadero arte es aquel que va mucho más allá de lo aparente. Esta obra maestra de Milos Forman, adaptación de la novela de Ken Kesey, producida por Michael Douglas y distribuida por United Artists, reduce el estado de cosas de su tiempo (y, en buena parte, del nuestro) a las dimensiones de un hospital psiquiátrico, utilizando el contraste entre el espíritu libre y anárquico del interno McMurphy (Jack Nicholson, en una interpretación soberbia) y las rígidas normas de disciplina del centro, defendidas a ultranza por la fría, metódica y severa enfermera Ratched (Louise Fletcher), como pretexto y metáfora para hablar de la resaca contracultural y revolucionaria en los Estados Unidos de mediados de los setenta, de los límites de la democracia y de las huellas dejadas en su política por la recientemente abortada administración Nixon. Y entre las secuencias que mejor ilustran la cuestión de fondo, esta de la votación, que ejemplifica oportunamente los límites efectivos de un concepto, el de libertad, que nunca es absoluto… salvo en nuestra imaginación.

El motor es la actriz: La última seducción (The Last Seduction, John Dahl, 1994)

Esta película, clásico instantáneo de los años noventa, significó una doble eclosión fugaz. Primero, la de John Dahl, prometedor cineasta «independiente» (lo de la independencia en el cine, cuestiones financieras aparte, hay que ponerlo siempre entre muchísimas comillas) que, tras unos inicios titubeantes, venía de sorprender con la revitalización del noir que supuso Red Rock West (1993), se confirmó con este título y se consagró comercial e industrialmente con Rounders (1998) antes de diluirse en proyectos fallidos y subproductos mediocres y perderse entre las grietas de los capítulos de distintas series de televisión. Segundo, y sobre todo, la de Linda Fiorentino, que alcanzó en esta película el cénit de su carrera y luego desapareció tan pronto como emergió, en películas de poca importancia, cada vez menos relevantes y más penosas y lamentables, hasta esfumarse casi por completo con el nuevo siglo, circunstancia que no era ajena a su particular carácter y su escasa docilidad en la trastienda de los rodajes. No obstante, este breve destello de su trayectoria como actriz le vale un lugar propio entre las femmes fatales del género negro, de las que es tributaria y a las que a la vez supera con creces merced a un personaje fascinante magníficamente perfilado que ella ejecuta con una maestría que hacía tiempo que no se estilaba en una pantalla y que no ha vuelto a verse después.

Aunque la película posee elementos suficientes para aplaudir su solvencia en el uso del lenguaje cinematográfico (transiciones como el paso del airbag que estalla al cómodo y mullido almohadón de una cama de hospital; los momentos en que la protagonista va calzada y descalza; el mobiliario de los espacios y, en particular, la falta de él…), la mayor virtud y fuerza del filme reside en el guion, que si bien reúne una serie de lugares comunes en el cine negro, algunos de ellos tratados mediante la elipsis, cuenta con dos bazas fundamentales: la estructura, que va de la sencillez del planteamiento inicial hacia la complejidad progresiva de la trama y del desenlace, alternando la presencia y el peso de los personajes masculinos (primero, abogado y detective; después, marido y amante), que flotan y giran en torno a la verdadera protagonista, y en especial esta, el auténtico pilar central y leitmotiv de la historia, alimentado de forma tan meritoria por Fiorentino que asombra y seduce por igual, hasta el punto de que el cautivado espectador, que a pesar de su naturaleza perversa y maquinadora no puede evitar ponerse de su lado, concluye indefectiblemente que sin la actriz, sencillamente, la película no podría existir, o al menos alcanzar la misma dimensión. Tan pronto (y tan tarde) como mediados de los noventa, el personaje femenino rompe el corsé de la femme fatale por las costuras y, lejos de aludir metafóricamente a esa idea de fatalidad que es (o debería ser) consustancial al género negro, se erige en su encarnación física, rigiendo y determinando los destinos de cuantos hombres la rodean con ausencia total de moral o remordimientos, buscando únicamente su liberación personal en términos prácticos y funcionales, que cuando es necesario son también crueles y criminales pero, desde su perspectiva, meras operaciones o maniobras utilitarias para la consecución de un fin, tan ambicioso (el dinero) como imprescindible (la supervivencia). Un personaje totalmente autónomo y ajeno a cualquier idea de sumisión o sometimiento, de una feminidad que se eleva incluso por encima de la retórica feminista para imponerse sobre ella y alcanzar un resultado que haría salivar a las huestes más irracionales y furibundas del Mee Too y corrientes similares o a cualquier iletrada ministra del ramo, pero que en el fondo supera y aparta el argumento del sexo como forma de categorizar y estigmatizar los personajes de una película.

Clay Gregory (Bill Pullman), incitado por su esposa, Bridget (Linda Fiorentino), se introduce en un negocio ilegal de venta de drogas y medicamentos que le proporciona estratosféricos beneficios con los que pagar las enormes deudas, de un centenar de miles de dólares con unos intereses semanales de diez de los grandes adicionales, que tiene contraídas con algún jefe mafioso no identificado (extremo siempre tratado en elipsis en el argumento que funciona como MacGuffin parcial). Desde el primer momento, sin embargo, queda claro que la mente pensante del matrimonio es ella: jefa de equipo de una empresa de telemarketing en la que tiene martirizados a los empleados a su cargo (la mayoría hombres), está acostumbrada a métodos expeditivos y a incentivos laborales que bordean la explotación y la humillación. Es fácil suponer cuánto ha podido costarle y qué metodos ha podido utilizar para conseguir que el infeliz, inexperto y bastante botarate de Clay haya dado semejante paso, y también el grado y el número de cuestionamientos lesivos para su orgullo masculino que le ocasiona a diario y que le sirven de acicate. Por eso no es de extrañar que, tras los nervios de la experiencia del intercambio de mercancía por dinero reaccione violentamente, dándole una bofetada, cuando ella hace el enésimo comentario sarcástico sobre su inteligencia y su hombría, sin sospechar que, con ese gesto, que posiblemente tampoco es el primero, está detonando una serie de circunstancias que van a escapar a su control. Porque Bridget, resentida pero sin perder jamás su sentido práctico, concibe casi de inmediato un plan que a la vez la monta en el dólar y la libra de un cretino: aprovechando que este se está duchando, coge el portante y desaparece por la puerta de casa con una bolsa que contiene setecientos mil dólares, dispuesta a huir de Nueva York y retornar (se sugiere) a Chicago, ciudad donde está su no demasiado limpio pasado (de nuevo sugerido).

La película se abre en dos frentes: en primer lugar, la huida de Bridget, que se ve interrumpida en un pueblo de mala muerte del estado de Nueva York, en el que espera ocultarse con discreción y, sobre todo, sacar el dinero de la circulación mientras su abogado de Chicago (J. T. Walsh), con el que también (se sugiere que) tuvo sus escarceos de cama, le lleva el divorcio a distancia de manera que Clay no pueda exigir su mitad del botín como parte de los bienes conyugales; en este pueblo entra en contacto con Mike (Peter Berg), un paleto que se ve deslumbrado y encandilado por ella y con el que inicia una tórrida aventura sexual; el otro frente, presentado en segundo plano, refleja las maniobras de Clay para localizar a Bridget y recuperar el dinero con ayuda de un detective privado (Bill Nunn), al tiempo que trata de impedir que los delincuentes con los que está en deuda le rompan todos los dedos de las manos (subtrama sugerida únicamente con la mano vendada y los dedos entablillados). Estas dos líneas argumentales confluyen en un doble vértice: en el éxito del detective al encontrar el lugar en el que Bridget se oculta, lo que da pie a que su personaje demuestre el punto hasta el que es capaz de llegar para proteger su recién descubierta y asegurada (económicamente) libertad; y como consecuencia del anterior, la compleja red que Bridget empieza a tejer sobre Mike para que este se preste a asistirla en la eliminación de Clay y, por tanto, en la supresión de todos sus problemas, y en cuya elaboración emplea todas sus dotes de manipulación, engaño y chantaje emocional, sexual e incluso laboral. Sin embargo, la construcción del guion y la caracterización del personaje no apuestan por retratar a Bridget como una psicópata desequilibrada o como un ser pérfido y malvado sino como una mera superviviente que utiliza todos los medios a su alcance que le proporciona su condición de mujer atractiva para salir triunfante y con éxito en un ambiente, el del género negro, en principio poco propicio para su sexo.

Así, mientras el personaje del abogado se esfuma sin dejar rastro cuando la historia toma los derroteros más oscuros (cuando la única -o la más cómoda- salida es el crimen perfecto ya no hace falta asistencia legal), la película se va cerrando sobre el triángulo protagonista hasta reunirlo en un único espacio en el que Bridget, lejos de amilanarse, verse contrariada o sentirse intimidada en minoría entre dos hombres, despliega por última vez el tarro de las esencias de su talento retorcido y manipulador, toda su batería de recursos e improvisaciones para imponerse. Un doble salto mortal con tirabuzón que el guion realiza y que concluye en un epílogo que retuerce y redondea la trama hasta su única conclusión posible, aquella siempre impregna el cine negro, la fatalidad que se abate sobre aquellos personajes arrastrados irremisiblemente por su condición, de los que, en esta ocasión, Bridget es honrosa y seductora excepción. Su personaje escapa a cualquier limitación de conceptos como liberación o emancipación; es más una mantis religiosa que actúa por instinto, que actúa casi por impulsos automáticos en dirección a la inmediata satisfacción de cada paso, de cada necesidad, de cada deseo, y que también termina por devorar a los machos con los que se aparea. En su camino no solo cuenta con nuestra comprensión (¿son realmente los hombres que frecuenta mejores moralmente que ella?) sino que despierta nuestra simpatía y admiración, de la misma forma que el tono criminal del argumento viene rubricado con un aire adicional de comedia negra subrayado por un paralelismo tan elocuente como chocante: los dos miembros al aire; primero, el de Mike, cuando Bridget, en una escena memorable, sopesa sus encantos masculinos (que él ha calificado previamente como los de un caballo); segundo, el del detective, que implica la no menos negra resolución de la participación de este personaje en la película.

Fiorentino, que se instala en el personaje como quien se pone un traje a su medida, ofrece una prueba de que pueden construirse personajes femeninos fuertes, interesantes, actractivos, sobre la plantilla de un cliché desplazando un poco más sus límites, sin caer en el panfleto ni en la propaganda de valores, tan poco cinematográfica per se, y que estos personajes pueden despertar la empatía, la identificación y el reconocimiento del público masculino al margen del sentimentalismo, el paternalismo e incluso sin que el sexo o el aspecto físico resulten determinantes. Bridget abre y cierra su propio camino en la madurez de las antiheroínas del cine de los noventa, un tipo propio políticamente incorrecto para todos pero universalmente cautivador.

Música para una banda sonora vital: Ghost Riders in the Sky (1961)

Al gran compositor italiano Ennio Morricone se le suelen adjudicar determinadas innovaciones musicales en el género del western a raíz de sus míticas partituras para las películas de Sergio Leone, tales como la introducción de los vientos, en particular de la trompeta, de la guitarra eléctrica o de los coros. Sin quitarle mérito al talento del italiano, Dimitri Tiomkin ya había introducido la trompeta como instrumento con personalidad propia en el western, tanto en Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) como en El Álamo (John Wyane, 1960). De igual modo, Neil LeVang aporta en su popularísimo tema Ghost Riders in the Sky guitarras y coros a melodías propias del western en una fecha anterior, 1961. Si bien este rasgo es compartido por las composiciones de Morricone, este ralentiza el ritmo y logra conferirle al western de Leone esa particular atmósfera épica que le resulta tan propia.

El Padrino, 50º aniversario, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a celebrar el 50º aniversario del estreno de una de las mayores grandes obras maestras que ha dado el arte cinematográfico en toda su historia: génesis del proyecto, búsqueda de un director, elaboración del reparto, dificultades de rodaje, repercusión y anecdotarios varios.

Cine en corto: Dos (Two: a Film Fable, Satyajit Ray, 1964)

Corta pieza maestra del insigne cineasta indio Satyajit Ray, acerca del encuentro y la breve relación entre el hijo de una familia rica y un niño de la calle. Doce minutos llenos de matices y de una riqueza dramática y visual con herramientas mínimas.

Música para una banda sonora vital: Espíritu sagrado (Chema García Ibarra, 2021)

Yeha Noha, tema principal del disco Sacred Spirit, comercial maniobra musical consistente en ponerle base electrónica a supuestos cánticos indígenas norteamericanos, cierra esta extravagente cinta española del pasado año (coproducida con Francia y Turquía) en la que convergen dos líneas argumentales: la desaparición de una niña y la muerte de Julio, el responsable de una asociación de aficionados a la ufología de Elche; José Manuel, tío de la niña y miembro destacado de la asociación, debe continuar en solitario con el proyecto que había iniciado con Julio y que está relacionado con un secreto cósmico de importancia trascendental para el devenir de la Humanidad.

Entre el realismo y el kitsch, entre el humor con retranca, el hieratismo naturalista amateur y el disparate carpetovetónico, la película constituye una rareza, mucho menos osada, irreverente e innovadora de lo que pretende aparentar, pero en todo caso diferenciada del habitual cine comercial español víctima de las televisiones y, por eso mismo, refrescante y pertinente.

Un western bisagra: El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, Delmer Daves, 1957)

El atractivo de este western, uno más basado en un relato de Elmore Leonard, radica en su continuo juego de contrastes: espacios abiertos y asfixiantes atmósferas cerradas; acción trepidante y estáticas escenas recargadas de diálogo; narración seca y directa frente a sugerencias y sobreentendidos; estética próxima al blanco y negro expresionista, aires televisivos y prefiguración de modernidad. Antes que Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) y, como ella, filmada en parte en las localizaciones del pueblo del Oeste de Old Tucson (Arizona) -además de en algunos de los auténticos lugares donde transcurre la acción, como Contention City o la propia Yuma, si bien en una escena eliminada del montaje- recoge el guante de Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952) y, sin la manifiesta aversión hawksiana por su protagonista, reformula su planteamiento de manera menos gravosa para el concepto de integridad en la defensa de la ley.

La banda de Ben Wade (Glenn Ford) asalta la diligencia en la que viaja el propietario de la línea, Mr. Butterfield (Robert Emhardt), acompañado de un cuantioso equipaje de dinero. Para frenar el vehículo utilizan el ganado de la cercana granja de Dan Evans (Van Heflin), quien, junto a sus hijos, acude a reunir las reses para devolverlas a sus tierras. Así, son testigos a distancia del robo y del asesinato a sangre fría del conductor, y de la huida de los forajidos. Mientras Evans socorre a Butterfield, la banda de Wade llega al pueblo de Bisbee, en cuyo salón Ben flirtea, y algo más (espléndida y elocuente elipsis de guion), con la camarera, Emmy (Felicia Farr), antigua cantante en Dodge City. Precisamente, mientras envía a su banda a la frontera con México, Ben se retrasa para solazarse con la muchacha, lo que posibilita su captura por el sheriff y sus hombres, que han regresado de su fallida patrulla tras los ladrones. Entonces Evans, que atraviesa serias dificultades económicas que amenazan el sueño de poder levantar la granja y asegurar un futuro a Alice, su esposa (Leora Dana), y a sus hijos, se ofrece como ayudante voluntario a cambio de los doscientos dólares prometidos a quienes entreguen a Wade en Yuma para ser juzgado. El problema es que solo cuenta con un compañero, el borrachín Potter (Henry Jones). El reto está en conseguir llegar a Contention City antes que los hombres de Wade y a tiempo de subirlo al tren que, camino de Yuma, para allí a las 3:10.

Las distintas líneas de suspense convergen debidamente en un último punto crucial, el clímax de la película. Allí se resuelven las distintas incógnitas planteadas a lo largo de la hora y media de metraje: el resultado de las hábiles e ingeniosas maniobras del sheriff y sus asistentes para sacar a Ben del pueblo y engañar a sus hombres, si Ben Wade será subido al tren, si sus hombres podrán liberarle, si Evans llegará vivo al final, si podrá cobrar su recompensa y garantizarse así un margen hasta que lleguen las lluvias que palíen la sequía de sus campos… Un suspense sin sorpresas (estamos en la era del Código de Producción y, por tanto, ante la imposibilidad de que el criminal quede impune o logre ventajas de sus actos), conducido con oficio por un Delmer Daves (otro de esos directores reducidos a la etiqueta de artesanos) en plenitud de su carrera, cuya virtud se encuentra en la forma y en el mantenimiento de la tensión y en el progresivo cierre del cerco sobre Evans, Wade y Potter. Particularmente brillante resulta todo el pasaje que acontece entre las paredes de la habitación del hotel de Contention City, remarcado, como en la película de Zinnemann, por el continuo recurso a las agujas del reloj. El escenario claustrofóbico se rompe de dos modos, mediante la fragmentación del espacio (la habitación es reiteradamente observada por la cámara desde todos sus ángulos, incluso desde el exterior) y a través de la ventana, con los planos picados que muestran lo que sucede en la calle -la presencia de Charlie Prince (Richard Jaeckel), lugarteniente de Wade, la presencia de la banda, la huida de los hombres reclutados por Butterfield, la llegada de Alice, preocupada por la situación de su marido…-, punto de fuga que desahoga la paulatina estrechez que se cierne sobre el futuro de Evans, a medida que se va quedando solo en la custodia de Wade, se ve tentado por sus continuos intentos de soborno, atemorizado por las posibles consecuencias de su tenaz actitud en dejarle en el tren y deseoso de demostrarse a sí mismo de aquello de lo que es capaz. Todo este fragmento, más que teatral, a pesar de la unidad de espacio, remite en su tratamiento al incipiente lenguaje que por aquellos tiempos ya se desarrollaba en la televisión (desde la llegada al hotel hasta el momento de la salida, casi puede considerarse un episodio propio dentro de la película, con su planteamiento, su nudo y su desenlace). Al mismo tiempo, supone el pasaje más expresionista de la película; las formas del mobiliario, las sombras proyectadas en las paredes, los pasillos y salones vacíos y silenciosos repletos de sombras, refuerzan y agudizan la atmósfera opresiva y absorbente, extremo que viene irónicamente contestado por el hecho de que Evans y Wade aguarden al tren nada menos que en la suite nupcial del hotel, signo igualmente irónico de su próximo entendimiento, algo forzoso por las circunstancias, en el argumento del filme.

Ante el plano de acción externo, inusualmente violento y contundente, que encontrará su eclosión final en la secuencia de la salida del hotel hacia la estación -con el previo tiroteo a través de la ventana de la habitación del hotel-, se opone la psicología de los personajes, tratada con idéntica minuciosidad pero a base de alusiones, suposiciones, sobreentendidos, elipsis. Evans es un granjero con reputación de gran tirador, pero no se cuenta en ningún momento nada de su vida anterior, en la que podría haber sido soldado, sheriff o pistolero antes de convertirse en angustiado padre de familia; por el contrario, Wade, es un forajido que no duda en matar, amenazar, hostigar y mentir, pero en cuyo cambio de actitud respecto a Evans, lo que altera indefectiblemente el devenir del argumento, se adivina una admiración, una comprensión, una identificación y un reconocimiento que pueden provenir de la frustración, del desencanto, incluso de envidia, a su vez surgidos de algún punto remoto de su pasado anterior a la vida criminal (tal vez una reminiscencia de una figura paterna o de un entorno familiar seguro y tranquilo); por último, en el caso de Emmy, que es quien más verbaliza sus carencias, anhelos y tristezas, se percibe a un ser atrapado, que incluso encuentra entre los brazos de un asesino cuyos actos la escandalizan una escapatoria a una vida sin futuro en un pueblo de familias de hombres viejos. En particular llama la atención el caso de Evans, cuya justificada pasividad durante el asalto a la diligencia que abre la película -está desarmado y en compañía de sus hijos pequeños- contrasta con el mudo reproche del que es víctima por parte de su familia por el hecho de no haber actuado; algo que parecería propio de él, casi una obligación, supuestamente sobre la base de su carácter o de méritos previos a su conversión en granjero (durante la secuencia de la cena con Wade, esta sensación se subraya con los comentarios que los niños hacen de él). La reconstrucción de su imagen personal, de la hombría que requiere la dura vida del Oeste, ante su esposa y sus hijos como condición necesaria para la consecución de sus objetivos vitales y de su papel de preservación de la familia, la dicotomía entre la valentía debida y la cobardía vergonzosa, es otra de las ricas líneas argumentales soterradas bajo la acción y el desenlace violento del filme. En este sentido, resulta más introspectivo que otros westerns más épicos, como su contemporáneo Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957), rodado igualmente en Old Tucson y con la que esta comparte intérprete en la canción principal de su banda sonora, Frankie Laine.

Esta acción y esta violencia son el vehículo propio del género para que la película, en plena era Eisenhower, plantee el discurso pertinente en su tiempo, aquel que señala que es a través de la justicia como llega la prosperidad en forma de lluvia reparadora. Tanto es su influjo, tan poderoso es su efecto, que alcanza a domesticar -al menos temporalmente- a los delincuentes, puestos al servicio de ese mismo ideal, arrastrados por la convicción de los hombres íntegros, decentes y dignos, aunque hagan promesa de fugarse de nuevo del mismo lugar del que ya se evadieron en otras ocasiones.

Películas sobre compositores clásicos en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a películas centradas en la vida y obra de compositores clásicos: Marin Marais y Todas las mañanas del mundo (Alain Corneau, 1991), Johann Sebastian Bach y Mi nombre es Bach (Dominique de Rivaz, 2003), Antonio Vivaldi y Vivaldi, un príncipe en Venecia (Jean-Louis Guillermou, 2006), Wolfgang Amadeus Mozart y Amadeus (Milos Forman, 1984), Ludwig van Beethoven y Amor inmortal (Bernard Rose, 1994) y Copying Beethoven (Agniezska Holland, 2006), Richard Wagner y Fuego mágico (William Dieterle, 1955) y Ludwig (Luchino Visconti, 1972), Franz Liszt y Lisztomanía (Ken Russell, 1975) -además de otras películas de Russell sobre músicos, como La pasión de vivir (1970), sobre Tchaikovski, Mahler, una sombra del pasado (1974) sobre el susodicho, o sus documentales primerizos sobre Elgar y Debussy-, Frédéric Chopin y Canción inolvidable (Charles Vidor, 1945) y Pasiones privadas de una mujer (James Lapine, 1991), Isaac Albéniz y Albéniz (Luis César Amadori, 1967) y Clara Schumann y Clara (Helma Sanders-Brahms, 2008).

Mis escenas favoritas: Un Botín de 500.000 dólares (Thunderbolt and Lightfoot, Michael Cimino, 1974)

Producida por Malpaso, la compañía de Clint Eastwood, esta película constituye el debut de Michael Cimino en la dirección (voto de confianza de Eastwood, que se postulaba como sustituto tras la cámara en caso de que Cimino no le convenciera). John «Thunderboolt» Doherty (Eastwood), atracador retirado, vuelve a la actividad criminal con un nuevo socio, «Lightfoot» (Jeff Bridges), un joven desorientado y enérgico ansioso de vivir aventuras electrizantes. Por el camino, unos antiguos socios que quieren ajustarle las cuentas a Doherty y un buen puñado de personajes y de situaciones surrealistas propios de la América profunda, como en este caso de autoestop.