Psicopatía depredadora: La última caza (The Last Hunt, Richard Brooks, 1956)

 

Aunque suele señalarse la década de los sesenta, con las últimas obras de veteranos del western como John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh, la irrupción de nuevos autores como Sam Peckinpah o Sergio Leone como avanzadilla y máxima expresión del spaghetti-western, y las relecturas políticas y sociológicas del género en relación con los acontecimientos del momento (derechos civiles, Guerra Fría, guerra de Vietnam…), como la etapa crucial en la renovación y proyección del cine del Oeste hacia el futuro, lo cierto es que, como de costumbre, pueden atisbarse suficientes huellas de evolución, regeneración y transformación en las décadas anteriores, en las películas de esos mismos directores clásicos -perspectiva pro-india o al menos respetuosa con su punto de vista y con la realidad histórica, tratamiento crítico de la violencia, superación de arquetipos y de lugares comunes y mayor profundidad psicológica y narrativa- o en las de otros que, como Richard Brooks, realizaron puntuales pero muy estimables incursiones en el género cinematográfico norteamericano por excelencia, y que, debido precisamente a esa especificidad, se convierte asimismo en universal. En La última caza encontramos un western clásico en el fondo (rivalidad personal y profesional de dos hombres combinada por su atracción por una misma mujer) y en la forma (gran formato, parajes abiertos, grandes paisajes, banda sonora al uso -de Daniele Amfitheatrof- y espectacular y colorista fotografía -de Russell Harlan-) para narrar una historia que, partiendo de mimbres igualmente recurrentes (cazadores de búfalos, la pelea por los beneficios, el enfrentamiento con los indios), proporciona nuevos ángulos -el mismo año que Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)- desde los que observar el western y la sociedad de la que emana.

En primer lugar, destaca la vertiente ecologista y conservacionista del guion escrito por Richard Brooks a partir de la novela de Milton Lott. El hilo argumental, la coincidencia de un grupo de personas variopintas en una partida que se dedica a la caza profesional de búfalos para lucrarse con sus pieles, permite introducir un discurso que responde a una concepción moderna y plenamente vigente de los valores conservacionistas y de preservación de la naturaleza. Personificado en los búfalos, en el decreciente número de sus manadas y de los individuos que las componen, el relato aboga por la conservación incluso atendiendo a las razones egoístas: el mantenimiento de la especie contribuye no solo a garantizar el equilibrio natural, sino que constituye una fuente de prosperidad al permitir a futuro la explotación sostenible y continuada de los recursos, y con ello evitar el inconveniente del nomadismo excesivo o de un sobrevenido y necesario reciclaje personal poniendo el revólver y el rifle al servicio de otros fines tanto o más perversos que el asesinato sistemático de animales. De este razonamiento se deriva otro posterior y tanto o más importante, y es la importancia decisiva que los búfalos tienen para los indios, su cultura y su medio de vida, incluso tras ser derrotados, sometidos y confinados en reservas a menudo fuera de sus territorios tradicionales. Y por esa vía la película llega a presentar la psicología de los personajes, en particular del protagonista negativo de la cinta, el psicópata depredador Charles Gilson (Robert Taylor), que de un pasado sangriento de violencia contra los indios ha pasado a lucrarse con la eliminación brutal, sistemática, sin medida, de todo búfalo, macho o hembra, adulto o cría, que se cruza en su camino, no tanto porque le reconforte matar búfalos, sino porque lo que le gusta es matar, pero si además se gana la vida con ello, mucho mejor. A tal fin recluta a un grupo encabezado por Sandy McKenzie (Stewart Granger), que accede por necesidad pero manifiesta no pocos escrúpulos al comprender los efectos de sus acciones tanto para los animales como para los seres humanos que dependen de ellos; Woodfoot (Lloyd Nolan), un viejo tullido que personifica el viejo Oeste, el medio de vida, no desprovisto del todo de un código de honor, que está a punto de desaparecer junto con el último búfalo; Jimmy (Russ Tamblyn), un joven e ingenuo mestizo (y además, pelirrojo) que concita los odios raciales de Charles; una joven india (Debra Paget) y su pequeño, que sobreviven a la escabechina que Charles hace con un grupo de indios ladrones de caballos y que este acoge, literalmente, como esclavos.

Los búfalos y la muchacha india son los puntos de fricción entre Charles y Sandy, cuyo antagonismo se va haciendo cada vez más agudo. Primero, porque Sandy sabe que no tiene más remedio que matar para sobrevivir, pero también cuándo parar, cuándo tiene bastante, y distinguir entre el cazador y el carnicero. Segundo, porque poco a poco se enamora de la muchacha india y sufre cuando, cada noche, Charles abusa de ella y la viola sin contemplaciones. Así, el guion une el abuso de los recursos en la infantil creencia de su carácter ilimitado con el hundimiento de una cultura arrasada por el hambre y con el crimen personificado en la violación continuada de la mujer india y su sometimiento a esclavitud, asociación de ideas de lo más revolucionaria en la era Eisenhower. El episodio de la piel del búfalo blanco, animal sagrado para los indios, «gran medicina», y la negativa de Charles a cederla a los indios, tanto por el beneficio económico que espera obtener por ella como por orgullo, por la voluntad de no ceder un ápice ante los indios y de negarse a tener con ellos cualquier rasgo de humanidad, es ilustrativo de esta psicología irreflexiva, destructiva, alimentada de odio.

La película, que alterna exteriores de gran vistosidad a los que la fotografía saca un excelente partido con las escenas menos afortunadas que los recrean en interiores, discurre por derroteros que a la acción (las secuencias de caza, las peleas en los salones y tabernas, los duelos a pistola, las persecuciones de carros y caballos) suman una interesante caracterización de personajes a base de pinceladas suaves pero precisas, buenos diálogos y un subtexto rico en perspectivas y matices que revelan distintas actitudes y sensibilidades, siempre al servicio de la reivindicación de la naturaleza y de una vida armónica en su seno, de la que los indios son ejemplo a seguir (no así en otras cosas). Unos indios que, como tales habitantes de un mundo en estado natural, para individuos como Charles merecen idéntico tratamiento y régimen de explotación que el dedicado a los búfalos. Desde este punto de vista, sin embargo, la película le pertenece por derecho a Robert Taylor. Antaño galán más o menos soso y acartonado en películas de todo tipo, en la fase más veterana de su filmografía supo crear personajes ambiguos y retorcidos como este Charles Gilson, un auténtico psicópata sediento de sangre para quien la vida, humana o de cualquier otro animal, no tiene ningún valor, y que engrosa por derecho propio la larga lista de dementes, psicópatas e iluminados (pistoleros, militares, jugadores, tramperos, cuatreros) que pueblan el género del western. Egoísta, carente de cualquier sentimiento que no sea el de posesión y satisfacción de sus más primitivos instintos, entiende que la única manera de sentirse vivo es acabar con todo lo que vive a su alrededor, ya sea físicamente o anulándolo por completo, despreciándolo, sometiéndolo, aduñándose de él, a veces únicamente, como en el caso de la chica, para imponerse y hacer sufrir a sus semejantes, Sandy en este caso. En este sentido, la conclusión de la película, que funde en un único instante el enfrentamiento entre personajes por la mujer y por los negocios y el discurso sobre la naturaleza, evita el lugar común propio de los desenlaces del western al tiempo que se erige en una especie de manifestación de justicia poética: la venganza de la naturaleza contra un ser humano que le es hostil, que se cree a la vez Dios, soberano todopoderoso y ángel exterminador.

Mis escenas favoritas: La última película (The Last Picture Show, Peter Bogdanovich, 1971)

 

Anarene, Texas, años 50. Tres jóvenes amigos, Sonny, Duane y Jacy, son adolescentes insatisfechos y aburridos que encaran el final de sus años jóvenes y el nacimiento de las responsabilidades de la edad adulta. A su alrededor, el desolado entorno de un pueblo moribundo, últimos resquicios del lejano Oeste, un tiempo estancado que transcurre entre un salón de billar, un café abierto toda la noche y una vieja sala de cine que proyecta Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948). Una obra maestra sobre la frustración, la traición y la pérdida, sobre las promesas incumplidas, las certezas destruidas y las seguridades inexistentes. Todo ello, en el espléndido blanco y negro de Robert Surtees.

 

 

Carta de Max OpHüls

No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.

Stefan Zweig

El catálogo de títulos míticos que vieron la luz en 1948 es impresionante: Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclete) de Vittorio de Sica, Hamlet de Laurence Olivier, Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door) de Fritz Lang, La ciudad desnuda (The Naked City) de Jules Dassin, Río Rojo (Red River) de Howard Hawks, La soga (Rope) de Alfred Hitchcock, Jennie (Portrait of Jennie) de William Dieterle, Las zapatillas rojas (The Red Shoes) de Michael Powell y Emeric Pressburger, El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre) o Cayo Largo (Key Largo) de John Huston… De entre todas las joyas cinematográficas de aquel año ha destacado con el tiempo de forma inevitable Carta de una desconocida (Letter From an Unknown Woman), adaptación de Max Ophüls y Howard Koch del breve relato de Stefan Zweig publicado en 1927, protagonizada por Joan Fontaine y Louis Jourdan. Reconocida como un clásico instantáneo desde el momento de su estreno, sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte cinematográfico de todos los tiempos. Afectada por la costumbre de los remakes, cuenta con una versión china de 2004 dirigida por Xu Jinglei que fue premiada en el Festival de San Sebastián.

Esta gran obra maestra, excelente en cuanto a concepción, desarrollo y acabado final, encierra además la notable cualidad de que probablemente se trate de una de las mejores adaptaciones de una obra literaria jamás filmadas, valor incrementado si cabe por el hecho de que Koch y Ophüls (que firma la película como Opüls) consiguen elevar el tono, profundizar en su nivel de dramatismo y sensibilidad. En definitiva, logran redondear la intención del autor, ahondar en la idea central del relato inicial, lo que convierte Carta de una desconocida en un caso realmente excepcional. Conviene recordar brevemente lo fundamental del relato y repasar las aportaciones que Koch y Ophüls realizaron al texto original para percibir esa vuelta de tuerca que el director consigue dar a la historia tal como la concibió Zweig.

El cuento empieza con el regreso a su casa de R., famoso novelista de la Viena de 1900, tras una excursión de varios días por la montaña. Su vuelta tiene lugar precisamente el día de su cuadragésimo cumpleaños, aunque R., que se deja llevar por la vida de manera algo inconsciente, ni se ha percatado de ello hasta que ha visto la fecha en el periódico. Su asistente le espera con el té preparado y la correspondencia dispuesta en una bandeja. Examina el correo sin demasiado interés y deja de lado una voluminosa carta cuya letra desconoce y que carece de firma y remite. Finalmente, dado que el resto del correo no llama su atención, retoma la carta y lee su encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”. Intrigado, atrapado por el enigmático inicio, continúa la lectura no muy convencido de ser él el auténtico destinatario, pero lo que lee le sobrecoge.

Se trata nada menos que de un desgraciado relato de vida, una carta enviada tras el fallecimiento de su autora que se abre además con el anuncio de otra muerte, la de un niño, su hijo, debida a una epidemia de gripe. R. sigue sin entender, pero a medida que lee se da cuenta de que la carta habla también de él. Lo que ella narra en una docena de cuartillas no es más que la historia de su amor apasionado, obsesivo, enfermizo por R., iniciado cuando ella apenas tenía trece años y vivía junto a su madre en la misma casa que vive el novelista, en el cuarto al otro lado del rellano de la escalera. La mujer relata de manera minuciosa, emocionada la historia de su súbito enamoramiento al descubrir la llegada de un nuevo inquilino al edificio, un amor originado incluso antes de verse en persona, nacido únicamente de la contemplación de los utensilios, muebles y libros que el nuevo vecino estaba haciendo trasladar a su recién estrenado hogar, y confirmado la primera vez que escuchó su voz y vio su aspecto. Cuenta la importancia que él tuvo en su joven vida de niña, cómo ella estaba pendiente de sus entradas y salidas, de los ruidos en el pasillo, de su silueta tras la ventana, de sus costumbres y hábitos diarios, cómo moría de rabia cuando asistía impotente a la disoluta vida del novelista, cómo lloraba al verlo acompañado cada noche por una mujer distinta, todas bellísimas, o cuando las descubría abandonando furtivamente el edificio a primera hora de la mañana. Cómo para ella había supuesto casi la muerte el traslado a Innsbruck y la inevitable separación de él por causa del nuevo matrimonio de su madre, cómo había querido darle a conocer su amor el día anterior a su partida y cómo había fracasado en el intento. Cómo se había mantenido alejada de los hombres esperando la ocasión de volver a él para entregarle su pureza. Relata, entre lágrimas que se adivinan, cómo había conseguido regresar a Viena para trabajar en un negocio de confección y, precisamente en otro cumpleaños de R., convertirse por fin en una de tantas mujeres en acompañarle en sus noches de placer sin lograr, como las demás, otra cosa que ser un objeto de disfrute que olvidar a la mañana siguiente, llevándose a cambio unas pocas rosas blancas, flores que desde entonces ella le enviaba sin remite cada día de su cumpleaños como forma íntima de comunicarse con él sin darse a conocer, sin llegar a suscitar nunca en el despreocupado, superficial R. la curiosidad de saber la autoría del envío.

Ella describe nostálgica el nacimiento de un niño tras aquel encuentro, pero también narra cómo no había vacilado en entregarse a otros hombres a fin de adquirir un tren de vida que le permitiera mantener al pequeño y frecuentar el ambiente en que se movía R., cómo hubo otros encuentros amorosos en los que él no la reconoció y volvió a disfrutar de su cuerpo con la misma distancia emocional. Cómo ella había enfermado de desesperación al comprobar que él no había reconocido en ella, no ya a la niña de trece años, sino a la amante ocasional y repetida, cómo se había ofendido al recibir dinero de él a cambio de su amor, cómo había enfermado y muerto su hijo y cómo ella misma se estaba preparando para seguir su suerte contando su vida a quien precisamente había sido su centro, alguien que nunca había reparado en ella pese a haber compartido dulces momentos y haberle dado un hijo, su bien más preciado.

El relato finaliza con R., terminada la carta, buscando en las nebulosas de su memoria alguna impresión fragmentaria de aquella mujer, una efigie o un olor, un fantasma del pasado que no pasa de ser un perfil difuso, borroso, mientras su mirada se posa en el jarrón azul por primera vez vacío de rosas blancas el día de su cumpleaños y siente un escalofrío de muerte al intentar evocar la imagen de la amante que se le escapa como una música lejana, olvidada.

El cuento de Zweig se inscribe en el contexto de un romanticismo alemán tardío llevado al límite. El particular planteamiento viene además condicionado por la compleja mentalidad del escritor, popularísimo en los años veinte y treinta pero atormentado principalmente a causa de los fenómenos políticos que le tocó vivir, angustia que finalmente le conduciría al suicidio en 1942. En cambio, este exceso melodramático de corte folletinesco no resultaba a juicio de Ophüls demasiado apropiado para los gustos del público de 1948 y por ello optó por realizar algunos cambios que, respetando la idea original, dotan a la historia de una mayor riqueza de matices e introduce algunas novedades en función de la diferencia de código narrativo que supone el cine respecto a la literatura.

El más evidente es la presencia de los nombres de los protagonistas. En el relato conocemos al novelista R., pero nada sabemos, ni tampoco él, de la identidad de la mujer de la carta; sin embargo, en la película se dotó a los personajes de nombre y apellidos (Stefan Brand y Lisa Berndle). Esta decisión busca en primer lugar una mayor cercanía e implicación del espectador en el drama al que asiste, y también un empeño por conseguir que el público no se limite, como en el relato, a ser mero testigo de las revelaciones de la mujer y de las emociones de R. a medida que las va conociendo, obligándole a participar en el desenlace de la historia según la más elemental regla del suspense, esto es, informar al público de circunstancias o datos que ignoran alguno o todos los personajes a fin de convertir al espectador en elemento de engranaje para el guión. Así el público, necesariamente conocedor de la existencia de Stefan y de la mujer por separado y del fino hilo amoroso que los une, es igualmente sabedor de la identidad y existencia de Lisa y de su amor por Brand, con lo que su facilidad para simpatizar con su dramática situación es mayor. Para el público ella no es una desconocida sino Lisa, la niña de trece años luego mujer. Sólo resulta un enigma para Brand, y por tanto el interés por lo que pueda ocurrir finalmente, si la recordará, si habrá dejado huella en él, servirá como vehículo de intriga para el espectador a diferencia del relato, en el que personaje y lector se limitan a compartir su sorpresa y consternación en el momento de la lectura de la carta.

Este mecanismo también se extiende al personaje de Brand. En el relato, el novelista aparece únicamente en las primeras y las últimas líneas, de modo que el lector no es informado de los sentimientos de R. hasta el final, cuando abandona la lectura con manos temblorosas y se esfuerza por recordar a la autora de la carta. Sin embargo, Ophüls y Koch introducen al público en los sentimientos de Brand durante la lectura mediante el uso del flashback. La estructura consiste en continuos saltos en el tiempo que permiten seguir la historia de forma fiel al relato escrito por Lisa mientras unos paréntesis marcados a través de fundidos en negro encadenados nos muestran las reacciones de Brand, leyendo ávidamente, acomodándose en el asiento sin poder quitar la vista del papel, sin distraerse ni cuando le sirven su café, escrutando las fotografías de Lisa y el niño que acompañan la carta…

Ophüls consigue que el foco emocional para el espectador sea doble, añadiendo a la arrebatadora historia de la mujer el efecto de sus palabras en el ánimo de Brand. Pero el giro magistral, el truco definitivo, lo constituye la idea de Koch de introducir un duelo de honor en la trama. Brand ha regresado a casa la madrugada de su cumpleaños dispuesto a huir, a escapar forzosamente a causa del duelo al que ha sido retado, presuntamente por un marido burlado, como consecuencia de sus continuas correrías amorosas. La vuelta a casa, la urgente preparación del equipaje, el cierre de asuntos pendientes antes de una larga ausencia obligada se rompe con la lectura absorbente e intranquila de la carta de Lisa, que irá poco a poco hollando el ánimo de Brand hasta que, consciente de sus propios actos, de su vida disoluta y del dolor causado durante años indiscriminadamente a jóvenes como Lisa, el perturbador efecto de la narración de la mujer le hace abandonar su furtivo proyecto y presentarse al duelo en el que ha de perder la vida, asumiendo un castigo por sus pecados que considera justo e inevitable.

Esta deformación del relato original convierte la carta en el detonante para Brand del nacimiento de un sentimiento de culpa y de su correspondiente deseo de perdón y redención, proporcionando a la historia un final más redondo, efectivo y concluyente para el público, que observa en las últimas tomas cómo Brand acude a la cita junto a su criado, con la imaginada y fantasmal silueta de Lisa abriéndole la puerta de su destino como lo había hecho, en sentido inverso, en la secuencia de la mudanza al inicio de la película. Ella adquiere así un papel más profundo, por fin, en la vida de Brand, estableciendo una doble dirección de influencia mutua de la que carece el relato, y consiguiendo que en la percepción del público Lisa pase de ser una mujer que ha violado todas las convenciones sociales de comienzos del siglo XX a una heroína romántica que ha redimido a un hombre perdido, aspecto que hace ganar al guión en complejidad.

Otro de los cambios introducidos resulta igualmente inspirado. Ophüls y Koch transforman al novelista R. en el pianista Brand. A partir de la referencia musical del final del relato, los guionistas creyeron oportuno utilizar el piano y las sensaciones sonoras como vehículo para mostrar el tejido emocional de la historia de manera más efectiva y constante acompañando las imágenes y las palabras de Lisa con la música compuesta por Daniele Amphiteatrof, en lo que es una hermosa fórmula metafórica indicativa de la presencia constante de los sentimientos de la joven en un primer plano. En este aspecto, son magistrales las escenas en las que Lisa, niña aún, se balancea en el columpio del patio mientras escucha emocionada y lejana el piano de Stefan, o los momentos de ensoñación nocturna con la música amortiguada desde el estudio de su enamorado. El papel que representan los libros en el relato, vehículo a través del que Zweig recrea la fascinación de la muchacha por quien es capaz de leer en otros idiomas a autores de los que ella jamás ha oído hablar, se transforma en la película en un recordatorio continuo en forma de música: cada melodía, cada nota, nos muestran los sentimientos de Lisa hacia Brand antes de su primer encuentro. Al mismo tiempo, la música expresa la distancia inabarcable entre ambos, la idea de que el amor de Lisa no puede obtener otra correspondencia que la de las notas del piano escuchadas de manera clandestina pero nunca disfrutadas plenamente junto a él, de modo que, igual que cuando de niña sólo puede escuchar ese piano, ya mujer no puede conseguir otra cosa que las superficiales caricias y atenciones de Brand. Asimismo, el piano se utiliza también como instrumento de suspense, ya que supone un elemento indicador o dilatador, según se escucha de forma más clara o más vaga y lejana, del esperado encuentro entre ambos.

El papel evocador del sonido del piano se extiende igualmente al habla de Brand. Lo primero que Lisa percibe directamente de él es su voz: ella le oye hablar y corre apresurada al lugar por donde va a pasar para abrirle la puerta del edificio. Igualmente señala el clímax final, cuando, habiendo sido su amante en dos ocasiones, y mientras él habla fuera de plano acerca del champán, ella se encuentra de pie junto al piano y comprende al borde de las lágrimas que sigue sin reconocerla, que para Brand la niña de trece años, la amante que dio luz a su hijo y la mujer apetecible que le acompaña esa noche son tres caras distintas e irrelevantes.

Preocupado por la dificultad de adaptar a la pantalla un texto narrado en primera persona, Ophüls optó por conservar los dos narradores del texto de Zweig, el omnisciente, que nos sitúa a Brand de regreso en casa, y la mujer que relata su historia. Así evita recurrir en exceso a la voz en off y consigue un equilibrio entre las impresiones de Lisa por lo que ella cuenta por sí misma, referidas a sensaciones y momentos que no se ven en pantalla (como la despedida en la estación y el drama de su último encuentro), y lo que el espectador contempla directamente.

Especialmente resulta magnífica la colocación de la cámara en diferentes secuencias de la película. Al principio Lisa observa o evoca a Brand desde una posición de inferioridad (el plano desde el columpio a las altas ventanas cuando Lisa escucha su música, o desde la parte baja de la escalera al rellano cuando Brand entra en casa con una mujer); sin embargo, a medida que Lisa crece y evoluciona, se convierte en mujer y va enfrentándose a las distintas dificultades que impiden la realización de su amor, se va colocando a la misma altura que él (maravillosa la escena de su primer encuentro en plena calle, cuando él parece pasar de largo y vuelve a entrar en cuadro visiblemente interesado por ella, mientras el espectador ve en el primer plano de Lisa todo su nerviosismo y su emoción, o la escena del restaurante, cuando, sentados juntos, el travelling que nos los muestra se corta súbitamente y retrocede, de forma que anuncia ya la imposibilidad de un amor plenamente correspondido), para concluir finalmente en un plano superior (cuando ella le observa desde su palco en el teatro mientras él dirige la mirada perdida hacia arriba).

Fruto de su experiencia teatral, Ophüls logra una puesta en escena a medio camino entre el expresionismo alemán y el impresionismo francés, el lirismo, el romanticismo y la nostalgia con cierto aire de decadencia melancólica, de igual manera que la película contiene a un mismo tiempo ternura, fantasía, vitalidad, humor, amargura en un marco preciosista y lujoso en el que queda de manifiesto el gusto del director alemán por los decorados elaborados y minuciosos, grandes construcciones ornamentales llenas de mobiliario, objetos y complementos por los que la cámara evoluciona con una soltura y ligereza ingeniosas, con portentosos movimientos y angulaciones, logrando una estética entre teatral y cinematográfica de una enorme y efectiva belleza plástica.

Este melodrama romántico constituye la suprema adaptación de una obra literaria que consagra de manera apoteósica el tema del amor trágico, el cual Ophüls encumbra y critica despiadadamente con la contraposición de un músico de vida alegre y una joven pura y obsesivamente enamorada tomada erróneamente por una mujer fácil, extremo que le permite además reflexionar acerca de los valores imperantes en la sociedad de su tiempo (la permisividad hacia las disolutas conductas masculinas y la crítica del mismo comportamiento en el caso de las mujeres) y de las desigualdades sociales a través de la recreación del ambiente de la aristocracia y la alta burguesía vienesas en el que se mueven los personajes. El ritmo lento e hipnótico de la película va destapando poco a poco las ilusiones de cuento de hadas de la joven Lisa, haciéndole olvidar paulatinamente sus fantasías, dándole a conocer lo tangible, la trágica realidad de la vida, el mal que subyace bajo las capas de lujo, música y vida disipada y ociosa. Todo ello lo consigue Ophüls concentrando una historia desarrollada en varias décadas (con el paso del tiempo magníficamente sugerido a través de recursos visuales como letreros o tomas exteriores y también con indicativos en los diálogos) en apenas hora y media de metraje, logrando una obra superlativa a pesar de la concesión romántica del fantasmal final de sacrificio y redención.

Inagotable, riquísima en matices, lecturas y planos de interpretación, repleta de códigos, mensajes, temas y modelos, por encima de cualquier otra sensación o pensamiento planea la irresistible emoción que provoca el visionado de Carta de una desconocida.

Música para una banda sonora vital: Ghost Riders in the Sky (1961)

Al gran compositor italiano Ennio Morricone se le suelen adjudicar determinadas innovaciones musicales en el género del western a raíz de sus míticas partituras para las películas de Sergio Leone, tales como la introducción de los vientos, en particular de la trompeta, de la guitarra eléctrica o de los coros. Sin quitarle mérito al talento del italiano, Dimitri Tiomkin ya había introducido la trompeta como instrumento con personalidad propia en el western, tanto en Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) como en El Álamo (John Wyane, 1960). De igual modo, Neil LeVang aporta en su popularísimo tema Ghost Riders in the Sky guitarras y coros a melodías propias del western en una fecha anterior, 1961. Si bien este rasgo es compartido por las composiciones de Morricone, este ralentiza el ritmo y logra conferirle al western de Leone esa particular atmósfera épica que le resulta tan propia.

Un western bisagra: El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, Delmer Daves, 1957)

El atractivo de este western, uno más basado en un relato de Elmore Leonard, radica en su continuo juego de contrastes: espacios abiertos y asfixiantes atmósferas cerradas; acción trepidante y estáticas escenas recargadas de diálogo; narración seca y directa frente a sugerencias y sobreentendidos; estética próxima al blanco y negro expresionista, aires televisivos y prefiguración de modernidad. Antes que Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) y, como ella, filmada en parte en las localizaciones del pueblo del Oeste de Old Tucson (Arizona) -además de en algunos de los auténticos lugares donde transcurre la acción, como Contention City o la propia Yuma, si bien en una escena eliminada del montaje- recoge el guante de Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952) y, sin la manifiesta aversión hawksiana por su protagonista, reformula su planteamiento de manera menos gravosa para el concepto de integridad en la defensa de la ley.

La banda de Ben Wade (Glenn Ford) asalta la diligencia en la que viaja el propietario de la línea, Mr. Butterfield (Robert Emhardt), acompañado de un cuantioso equipaje de dinero. Para frenar el vehículo utilizan el ganado de la cercana granja de Dan Evans (Van Heflin), quien, junto a sus hijos, acude a reunir las reses para devolverlas a sus tierras. Así, son testigos a distancia del robo y del asesinato a sangre fría del conductor, y de la huida de los forajidos. Mientras Evans socorre a Butterfield, la banda de Wade llega al pueblo de Bisbee, en cuyo salón Ben flirtea, y algo más (espléndida y elocuente elipsis de guion), con la camarera, Emmy (Felicia Farr), antigua cantante en Dodge City. Precisamente, mientras envía a su banda a la frontera con México, Ben se retrasa para solazarse con la muchacha, lo que posibilita su captura por el sheriff y sus hombres, que han regresado de su fallida patrulla tras los ladrones. Entonces Evans, que atraviesa serias dificultades económicas que amenazan el sueño de poder levantar la granja y asegurar un futuro a Alice, su esposa (Leora Dana), y a sus hijos, se ofrece como ayudante voluntario a cambio de los doscientos dólares prometidos a quienes entreguen a Wade en Yuma para ser juzgado. El problema es que solo cuenta con un compañero, el borrachín Potter (Henry Jones). El reto está en conseguir llegar a Contention City antes que los hombres de Wade y a tiempo de subirlo al tren que, camino de Yuma, para allí a las 3:10.

Las distintas líneas de suspense convergen debidamente en un último punto crucial, el clímax de la película. Allí se resuelven las distintas incógnitas planteadas a lo largo de la hora y media de metraje: el resultado de las hábiles e ingeniosas maniobras del sheriff y sus asistentes para sacar a Ben del pueblo y engañar a sus hombres, si Ben Wade será subido al tren, si sus hombres podrán liberarle, si Evans llegará vivo al final, si podrá cobrar su recompensa y garantizarse así un margen hasta que lleguen las lluvias que palíen la sequía de sus campos… Un suspense sin sorpresas (estamos en la era del Código de Producción y, por tanto, ante la imposibilidad de que el criminal quede impune o logre ventajas de sus actos), conducido con oficio por un Delmer Daves (otro de esos directores reducidos a la etiqueta de artesanos) en plenitud de su carrera, cuya virtud se encuentra en la forma y en el mantenimiento de la tensión y en el progresivo cierre del cerco sobre Evans, Wade y Potter. Particularmente brillante resulta todo el pasaje que acontece entre las paredes de la habitación del hotel de Contention City, remarcado, como en la película de Zinnemann, por el continuo recurso a las agujas del reloj. El escenario claustrofóbico se rompe de dos modos, mediante la fragmentación del espacio (la habitación es reiteradamente observada por la cámara desde todos sus ángulos, incluso desde el exterior) y a través de la ventana, con los planos picados que muestran lo que sucede en la calle -la presencia de Charlie Prince (Richard Jaeckel), lugarteniente de Wade, la presencia de la banda, la huida de los hombres reclutados por Butterfield, la llegada de Alice, preocupada por la situación de su marido…-, punto de fuga que desahoga la paulatina estrechez que se cierne sobre el futuro de Evans, a medida que se va quedando solo en la custodia de Wade, se ve tentado por sus continuos intentos de soborno, atemorizado por las posibles consecuencias de su tenaz actitud en dejarle en el tren y deseoso de demostrarse a sí mismo de aquello de lo que es capaz. Todo este fragmento, más que teatral, a pesar de la unidad de espacio, remite en su tratamiento al incipiente lenguaje que por aquellos tiempos ya se desarrollaba en la televisión (desde la llegada al hotel hasta el momento de la salida, casi puede considerarse un episodio propio dentro de la película, con su planteamiento, su nudo y su desenlace). Al mismo tiempo, supone el pasaje más expresionista de la película; las formas del mobiliario, las sombras proyectadas en las paredes, los pasillos y salones vacíos y silenciosos repletos de sombras, refuerzan y agudizan la atmósfera opresiva y absorbente, extremo que viene irónicamente contestado por el hecho de que Evans y Wade aguarden al tren nada menos que en la suite nupcial del hotel, signo igualmente irónico de su próximo entendimiento, algo forzoso por las circunstancias, en el argumento del filme.

Ante el plano de acción externo, inusualmente violento y contundente, que encontrará su eclosión final en la secuencia de la salida del hotel hacia la estación -con el previo tiroteo a través de la ventana de la habitación del hotel-, se opone la psicología de los personajes, tratada con idéntica minuciosidad pero a base de alusiones, suposiciones, sobreentendidos, elipsis. Evans es un granjero con reputación de gran tirador, pero no se cuenta en ningún momento nada de su vida anterior, en la que podría haber sido soldado, sheriff o pistolero antes de convertirse en angustiado padre de familia; por el contrario, Wade, es un forajido que no duda en matar, amenazar, hostigar y mentir, pero en cuyo cambio de actitud respecto a Evans, lo que altera indefectiblemente el devenir del argumento, se adivina una admiración, una comprensión, una identificación y un reconocimiento que pueden provenir de la frustración, del desencanto, incluso de envidia, a su vez surgidos de algún punto remoto de su pasado anterior a la vida criminal (tal vez una reminiscencia de una figura paterna o de un entorno familiar seguro y tranquilo); por último, en el caso de Emmy, que es quien más verbaliza sus carencias, anhelos y tristezas, se percibe a un ser atrapado, que incluso encuentra entre los brazos de un asesino cuyos actos la escandalizan una escapatoria a una vida sin futuro en un pueblo de familias de hombres viejos. En particular llama la atención el caso de Evans, cuya justificada pasividad durante el asalto a la diligencia que abre la película -está desarmado y en compañía de sus hijos pequeños- contrasta con el mudo reproche del que es víctima por parte de su familia por el hecho de no haber actuado; algo que parecería propio de él, casi una obligación, supuestamente sobre la base de su carácter o de méritos previos a su conversión en granjero (durante la secuencia de la cena con Wade, esta sensación se subraya con los comentarios que los niños hacen de él). La reconstrucción de su imagen personal, de la hombría que requiere la dura vida del Oeste, ante su esposa y sus hijos como condición necesaria para la consecución de sus objetivos vitales y de su papel de preservación de la familia, la dicotomía entre la valentía debida y la cobardía vergonzosa, es otra de las ricas líneas argumentales soterradas bajo la acción y el desenlace violento del filme. En este sentido, resulta más introspectivo que otros westerns más épicos, como su contemporáneo Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957), rodado igualmente en Old Tucson y con la que esta comparte intérprete en la canción principal de su banda sonora, Frankie Laine.

Esta acción y esta violencia son el vehículo propio del género para que la película, en plena era Eisenhower, plantee el discurso pertinente en su tiempo, aquel que señala que es a través de la justicia como llega la prosperidad en forma de lluvia reparadora. Tanto es su influjo, tan poderoso es su efecto, que alcanza a domesticar -al menos temporalmente- a los delincuentes, puestos al servicio de ese mismo ideal, arrastrados por la convicción de los hombres íntegros, decentes y dignos, aunque hagan promesa de fugarse de nuevo del mismo lugar del que ya se evadieron en otras ocasiones.

Música para una banda sonora vital: Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks, 1944)

Hoagy Carmichael interpreta Hong Kong Blues en esta gloriosa adaptación de la obra de Ernest Hemingway, coescrita por Jules Furthman y William Faulkner, con música de Franz Waxman, el peldaño iniciático de la leyenda Bogart-Bacall.

Música para una banda sonora vital: Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, John Carpenter, 1976)

John Carpenter se lo guisa y se lo come en este pequeño gran clásico de su filmografía, de inspiración netamente hawksiana -en concreto, Río Bravo, 1959-, lo cual incluye la composición de la música que acompaña la historia de un novato policía de Los Angeles destinado en una comisaría que está siendo desmantelada ante la apertura de una nueva en otro edificio. Es decir, que todo se reduce a una simple y engorrosa operación de logística… hasta la inesperada llegada de un furgón que custodia a un famoso criminal que ha de pasar la noche en la comisaría. Esta es la premisa de uno de los más aclamados thrillers de acción de serie B. Este es el recordado tema principal.

Cine en fotos: La pícara puritana (The Awful Truth, Leo McCarey, 1937)

The Awful Truth (1937)

Cary Grant desconfiaba tanto de la viabilidad de La pícara puritana (The Awful Truth, Leo McCarey, 1937), que tras una sola semana de rodaje, al que se había sumado obligado por Columbia Pictures, envió al estudio un memorando de ocho páginas donde explicaba las razones por las que debía abandonar el proyecto de una película que consideraba de lo más inverosímil, destinada al fracaso en taquilla. Junto al memorando incluía un cheque de cinco mil dólares (dato a tener en cuenta en el caso de alguien tan fenomenalmente tacaño) en compensación por el trabajo que pudiera suponer sustituirle y volver a filmar las tomas ya acabadas. Rechazada su petición y forzado a terminar la película, esta fue un gran éxito, y aun hoy es una de las películas más recordadas de su filmografía, así como de la de su compañera protagonista, Irene Dunne, y también de su director, McCarey, hoy casi olvidado pero admirado por colegas como Hitchcock, Hawks, Capra, Ford o Cukor.

Cine en fotos: Asta (Skippy)

Movies! TV Network | A Dog with Bite: Asta

Aquí el amigo Skippy, una de las grandes estrellas caninas de los años 30, un fox terrier artísticamente conocido como Asta que se convertiría en una de las grandes celebridades de su época. Formó parte del reparto de la saga de películas de «El hombre delgado», abierta con La cena de los acusados (The Thin Man, W. S. Van Dyke, 1934), de La pícara puritana (The Awful Truth, Leo McCarey, 1937) y de La fiera de mi niña (Bringing Up, Baby, Howard Hawks, 1938), entre otras, siendo también inspiración para el perrete Uggie de la horrenda The Artist.

Egipto en el cine en La Torre de Babel de Aragón Radio

Esculpiendo el tiempo: Faraón (Faraon, 1966) de Jerzy Kawalerowicz.

Egipto fue una de las potencias cinematográficas del continene africano durante la segunda mitad del siglo XX (junto a Sudáfrica y el antiguo Zaire), aunque la repercusión de aquel cine entre nosotros se reduce prácticamente a la exportación a Hollywood de Omar Sharif y a la presencia de películas como Cairo Station (Bab el hadid, Youssef Chahine, 1958) en el Festival de Berlín y en su presentación al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, aunque finalmente no fuera seleccionada. Nuestra mirada sobre Egipto viene muy mediatizada por el cine, así que hablamos de Faraón (Faraon, Jerzy Kawalerowicz, 1966), la mejor película sobre el Antiguo Egipto, muy superior a superproducciones clásicas de Hollywood como Sinuhe el egipcio (The Egyptian, Michael Curtiz, 1954) o Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, Howard Hawks,1955), o a las películas bíblicas. Pasamos por alto a Cleopatra, que ya tuvo su propia sección hace meses, y llegamos a las películas con trasfondo colonial, arqueológico y bélico, y finalmente, al Egipto de hoy.

(desde el minuto 16, aproximadamente)