Teatro de fantasmas: Chuka (Gordon Douglas, 1967)

El infravalorado Gordon Douglas vuelve en este western a la fórmula empleada en su anterior Solo el valiente (Only the Valiant, 1951), una historia con referencias a la «trilogía de la caballería» de John Ford, pasada por el prisma de Howard Hawks: la acumulación en un puesto fronterizo de caballería de una heterogénea galería de personajes obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, mientras se hallan sometidos a una letal amenaza exterior, en este caso el inminente ataque de los guerreros arapahoes. Basada en una novela de Richard Jessup -suya es también la obra de la que parte la espléndida El rey del juego (The Cincinnati Kid, Norman Jewison, 1965)- adaptada por él mismo, en esta ocasión las variantes añadidas provienen de la estructura de flashback y del hecho de que tanto los oficiales como los soldados que componen la guarnición han sido destinados allí como resultado de la aplicación del régimen disciplinario resultante de un consejo de guerra. Producida por Paramount Pictures con un presupuesto no precisamente holgado, y al contrario que su magnífica Río Conchos (1964), rodada fundamentalmente en interiores en los que se han construido el fuerte (la escasa parte de él que se ve) y sus aledaños, lo mismo que en Solo el valiente, la película, a pesar del dinamismo de su trama, por lo demás algo tópica, no logra sacudirse la artificiosa atmósfera de escenario teatral o de plató televisivo al concentrar la inmensa mayoría de su metraje (también algo prolongado para la brevedad de la premisa: 105 minutos) en una porción de terreno muy concreta: el frontal y el reverso de las puertas de acceso al fuerte, el patio reducidísimo en torno al cual se erigen cuadras, establos, alojamientos y dependencias de los oficiales, y los exiguos interiores de estos. Lejos, por tanto, salvo en el acompañamiento de los créditos iniciales, de la explotación de la épica del paisaje y las grandes bandas sonoras propias del género, la película se conforma como un modesto estudio de personajes en una situación límite.

Ese comienzo, aderezado con las oportunas tomas de exteriores, créditos en letras de un rojo vivo y la música grandilocuente de Leith Stevens, va precedido de un prólogo que sirve para dar paso al planteamiento del filme dentro de las coordenadas del llamado western «pro-indio». Un destacamento de caballería ha llegado a un fuerte destruido y saqueado, presumiblemente por los indios, en el que todos sus defensores son dados por muertos. El hallazgo entre los restos de un revólver de pertenencia reconocible da pie a reconstruir, gracias al testimonio de un jefe arapahoe capturado, la historia de Chuka, un pistolero que, en su marcha a través de la nieve y la ventisca, se topa con unos arapahoes que celebran un funeral (exterior rodado a su vez en estudio); su protagonista, una probable víctima del hambre que azota a unos indios que sufren particularmente las duras condiciones de un invierno de temperaturas extremas. Dándose cuenta de la situación, el pistolero comparte sus escasas provisiones con los indios antes de continuar su camino, que le lleva a encontrarse con una diligencia que tiene roto el eje delantero, y cuyos ocupantes se exponen a un ataque arapahoe. Cuando este llega, sin embargo, se encuentran con Chuka, que se ha unido a los viajeros: la anterior buena acción de este salva al grupo, que puede seguir su ruta hacia el fuerte. Allí se establece un drama con distintas vertientes argumentales que se cruzan entre sí: Chuka choca de inmediato con el coronel Valois (John Mills), autoritario y ordenancista, antiguo oficial del ejército británico condenado por su afición al alcohol, y, sobre todo, con su subordinado y máximo valedor, el sargento Hahnsbach (Ernest Borgnine), que ya sirviera bajo sus órdenes en las filas británicas y cuya lealtad ciega se basa en un oscuro episodio compartido en el pasado, cuando ambos estaban destinados en Sudán. El segundo oficial, el mayor Benson (Louis Hayward), introduce en el fuerte, con ayuda de un grupo de soldados afines a sus turbios gustos e intenciones, mujeres indias de las que abusa sin contemplaciones. Más afinidad tiene Chuka con el explorador Lou Trent (James Whitmore), que venía como tirador en la diligencia, en la que también viajaban dos ciudadanas mexicanas, Verónica Keitz (Luciana Paluzzi), un antiguo amor del pasado de Chuka, cuando trabajaba en un rancho como peón, y su sobrina, prometida en matrimonio, Helena Chávez (Victoria Vetri). Todos ellos, junto a la mínima guarnición militar, se enfrentan a la inevitable amenaza de los arapahoes, que solo quieren hacerse con las provisiones del fuerte (víveres, herramientas, pertrechos, armas, munición) para poder sobrevivir al invierno. Es la negativa de Valois a compartir o entregar estos bienes lo que justifica la acción de los indios que, nada sanguinarios y reacios de natural a una rebelión, no tienen otra salida que atacar, conquistar el fuerte y tomarlos por la fuerza si no quieren asistir al exterminio de su pueblo. El personaje de Chuka se constituye así en vértice y oráculo de lo que ocurre y va a ocurrir, y como tal, tanto generador como punto de confluencia de la trama y las subtramas de la cinta.

A partir de un guion de tan cerradas posibilidades, la puesta en escena es de manual. Sometido a las estreches de los decorados, Douglas hace lo posible por dotar de dinamismo a una historia concentrada en un espacio muy limitado, fragmentando este o trasladando la acción a ubicaciones más concretas dentro de él: el despacho del coronel, el comedor, el pajar, la escalera que flanquea el portón principal del fuerte, escenario tan angosto y diminuto que toda la acción transcurre en un margen de muy escasos metros. El suspense, por lo demás escaso dado que se conoce de antemano el destino del fuerte, se circunscribe a una única circunstancia principal, cuándo y cómo atacarán finalmente los indios una posición que, de normal, sería fácilmente defendible gracias a la cercanía de otras fortificaciones militares de la frontera, pero que ahora se ve en peligro mortal al haber sido rodeada y cortadas sus comunicaciones. Hilo completado con débiles subtramas secundarias, la aclaración de las razones de la animadversión de Valois y Hahnsbach por Chuka, el eventual desenlace del renacido romance entre este y Verónica, y la conclusión que tendrá el inevitable asalto, que está clara dados los pocos efectivos con los que cuenta Valois, las razones y el número que impulsan a los indios y la resolución de la que ya ha informado el prólogo, pero que aún depara un último giro no del todo sorprendente, aunque tampoco complaciente. Como muchas de las historias de Hawks, la película se centra en las relaciones entre los personajes mientras aguardan un estallido que amenaza su supervivencia, pero lo limitado de las opciones del guion y lo demorado del metraje hacen que la tensión no se repercuta adecuadamente en el espectador. No obstante, Douglas logra dar con algunas soluciones imaginativas, como la que protagoniza una de las amantes indias de Benson introducida subrepticiamente en el fuerte, o aquella con la que finaliza el episodio de la incursión que hace Chuka en el cercano poblado arapahoe (igualmente filmada en interiores), donde se reencuentra con Trent y descubre qué sucedió con la patrulla de tres hombres enviada a recabar información y, en su caso, pedir ayuda en alguno de los fuertes próximos. Igualmente, se permite algún alarde técnico, como la llegada de la diligencia al fuerte, cuando caballos y vehículo entran en él pasando por encima de la cámara, que gira sobre sí misma para mostrar la llegada a las puertas y, en el mismo plano, la entrada al patio del fuerte.

En suma, una película mucho más interesante en su planteamiento y primer desarrollo que en su clímax y su desenlace, que se va volviendo progresivamente tópica y previsible a medida que la acción avanza, el pasado de los personajes se revela (en particular, la relación de antaño entre Verónica y Chuka) y las pequeñas situaciones personales se van resolviendo (el romance retomado, el antagonismo con Hahnsbach, la búsqueda de una heroica redención por Valois, el castigo debido a las acciones de Benson, el conato de sedición de los soldados más cobardes…), y cuyo mayor lastre viene constituido por una puesta en escena en exceso teatral y televisiva, en la que la meritoria fotografía a todo color de Harold Stine choca con los decorados, las recreaciones de exteriores en interiores y los telones pintados que confieren al conjunto una estética de lo más pobre que termina afectando a la acción: solo se entiende así que un asalto a un fuerte tenga lugar por un único punto, en ataque frontal, exponiéndose los guerreros a un número enorme de bajas, y que la defensa, aun así ejercida con torpeza, responda a esa misma limitación. Sin embargo, la película posee un registro desde el cual todo lo que acontece alcanza un interés más que notable, y es el punto a partir del cual los personajes se saben muertos si se obcecan, como les impone Valois, en la resistencia: su condición de muertos vivientes, de fantasmas en vida, de seres que se saben ya resignados a un final dramático, y que sin embargo siguen luchando. La plasmación de una necesidad, la de saber encarar la muerte con independencia de que esta ocurra o no de manera violenta a manos de los indios en un fuerte fronterizo o, tal vez, mientras se asiste como espectador a la proyección de un western interesante aunque, en última instancia, fallido.

Relevo en el terror: El héroe anda suelto (Targets, Peter Bogdanovich, 1968)

«Soy un anacronismo. Mi tipo de terror ya no aterroriza a nadie», confiesa resignado Byron Orlok (Boris Karloff), veterana celebridad del cine de horror clásico, en el momento de anunciar su retiro de la profesión. En su debut en el largometraje, Peter Bodganovich sorprende triplemente: en primer término, por su lúcida intuición al reflejar en su película el contraste entre la desgastada ficción terrorífica clásica de Hollywood y los nuevos temores que afrontaba la sociedad norteamericana en la década de los sesenta, justamente en el año crucial de 1968, en plena escalada en la guerra de Vietnam, solo cinco años después del magnicidio del presidente Kennedy y el mismo año del asesinato de su hermano Robert y de Martin Luther King, cuando la violencia y el horror reales eran servidos diariamente en copiosas raciones en los informativos de máxima audiencia y dejaban obsoletos a los monstruos tradicionales; en segundo lugar, porque el juego metacinematográfico que plantea magistralmente el filme (Boris Karloff interpretando a un actor de películas de miedo que es trasunto de sí mismo, y cuya carrera se ilustra con imágenes de cintas protagonizadas por el propio Karloff) ilustra como pocas veces el fenómeno de cómo el cine se impregna de la atmósfera socioeconómica y cultural, de los estados de ánimo sociales, de las euforias, depresiones y paranoias que laten en su entorno en el momento de surgir; por último, porque un director criado en la factoría de Roger Corman se atreve a emular desde los Estados Unidos el fenómeno cinematográfico, por entonces ya algo pasado de moda, de la nouvelle vague (como Truffaut o Chabrol, Bogdanovich es crítico de cine y partidario de la teoría del autor), y lejos de presentar el sucedáneo de serie B al estilo de sus adaptaciones de Edgar Allan Poe que su mentor esperaba (se dice que la participación de Karloff venía impuesta porque este le debía a Corman dos días de contrato), y para el cual le había a autorizado a utilizar tomas descartadas de su película El Terror (The Terror, 1963), protagonizada por Boris Karloff, Jack Nicholson, Sandra Knight y Dick Miller, se presenta con un brillante y agudo guion original, coescrito junto a su pareja de entonces, Polly Platt, y (sin acreditar) Samuel Fuller, muy ligado a la actualidad y repleto de referencias cinematográficas de nivel: Howard Hawks, Orson Welles y Alfred Hitchcock, nada menos. 

La historia se mueve en una doble vertiente. Karloff hace de sí mismo, en un estadio no muy diferente a aquel por el que transitaba su mortecina carrera en ese instante, mientras que Bogdanovich se reserva un papel coprotagonista, el de joven director de películas de terror que le ofrece un último guion, alejado de los clichés y temas del género, que Orlok, sin embargo, se ha negado a leer, pero que, en teoría, posibilitaría su renacimiento, o reciclaje, para nuevos públicos en un cine de distinta categoría, al tiempo que sería una estupenda carta de presentación para el cineasta en ciernes (segundo juego metacinematográfico: ¿es ese guion, no identificado ni explicado al público, El héroe anda suelto?). La trama en la que Sammy, el director, intenta convencer a Orlok de que lea su guion y participe en la película discurre en paralelo a los avatares de Bobby Thompson (Tim O’Kelly), el típico chico americano de los sesenta, buen hijo, trabajador y amante de su mujer, un joven saludable y normal de trato afable y educado pero de vida anodina que, sin embargo, tiene fascinación por las armas (lleva consigo un arsenal de rifles, carabinas, fusiles, revólveres y pistolas, cuidadosamente colocado en el maletero de su Ford Mustang). Inspirado también en una figura real, la de Charles Whitman, un antiguo marine estadounidense que el 1 de agosto de 1966 mató a tiros a su madre y a catorce desconocidos, el personaje de Bobby, del que progresivamente se revela la carga de tensión latente que soporta, asesina a su esposa y a su madre en un arrebato, antes de embarcarse en una orgía de fuego y de sangre que, iniciada en los altos de un depósito de agua que da a una autopista, finaliza en un autocine, precisamente, en la sesión nocturna que proyecta uno de los clásicos de Orlok (de Karloff), El terror, con la anunciada presencia de su protagonista, en la que este considera que va a ser su última aparición pública. Un Karloff-Orlok que previamente, en la habitación de hotel en la que vive, se ha apoderado del espectador en dos momentos verdaderamente cautivadores y conmovedores, cuando, mirando directamente a cámara, regala al público una última muestra de su capacidad para atemorizar, utilizando los ojos, la inflexión de la voz, el gesto, antes de, en un zoom largo que desde un plano general que muestra a varios interlocutores alrededor de una mesa y va cerrándose en torno a su figura, relata una inquietante anécdota alegórica sobre la omnipotencia de La Muerte.

La dirección de Bogdanovich, apoyada en la estructura del guion, construye un solvente diálogo entre estas tramas paralelas, con las acciones criminales de Bobby punteando visualmente el discurso nostálgico y desesperanzado de Orlok, la muerte del terror clásico a manos de los horrores modernos, mucho más truculentos, violentos, mortíferos y próximos a la cotidianidad de los espectadores/ciudadanos, que confluyen en un mismo tiempo y espacio en el lugar en el que ficción y realidad se dan la mano, el autocine, donde no solo interaccionan sino que llegan incluso a identificarse. Así, aquellas tomas en las cuales la mira del fusil de Bobby ocupa la misma posición y desempeña la misma función que el objetivo de una cámara cinematográfica (el primer encuentro de Orlok y Bobby, a distancia, tiene lugar precisamente a través de la mira telescópica del nuevo rifle que este está adquiriendo), reflejando el proceso por el que la tentación homicida va configurándose y creciendo en el interior del muchacho, dan paso al clímax durante el que este dispara al público directamente desde la pantalla del autocine, ocupando el mismo plano que la película, desplazándola, suplantándola, erigiéndose en el auténtico terror ante el que chillar, removerse, temblar, huir. Todos menos Orlok, quien, asumiendo su icónico papel protagonista, en una identificación literal entre los planos de El terror que muestra la gran pantalla del autocine y su propia actuación en la secuencia clave para la resolución de Targets, o bien dándose por amortizado y en una tentativa de poner un final rápido a lo que prevé como una lenta y agónica decadencia en un forzado, lamentable y vergonzante anonimato, afronta al criminal exponiéndose a una muerte prácticamente segura, tal vez buscada como única salida digna concebible, como personaje y como ser humano.

La película plantea así un tejido de relaciones al modo de juego de espejos entre realidad y ficción, entre la condición de sujeto agente y la de observador pasivo, que alcanza su conclusión visual, llena de pesimismo, en el plano largo del autocine vacío de público, en la desolación de una explanada desierta de vida, de imaginación, de cine. Una película fascinante que hace de los Estados Unidos del momento una película real que es preciso observar sobrecogido, hasta el punto, quizá, de aterrorizarse.

 

 

Palabra de Nicholas Ray

(entrevista de Juan Cobos, Félix Martialay y Miguel Rubio para el número 120 de Film Ideal, publicado el 15 de mayo de 1963)

UN DIRECTOR POCO AMERICANO: NICHOLAS RAY

A veces tenemos la sensación de que usted no es un director muy americano —a pesar de que nos gusta mucho el cine de su país—; parece usted un director más europeo que americano. ¿Lo cree usted también?

—No, eso me sorprende tanto como me halaga el que me haya hecho esta pregunta directamente en español. Me sorprendió comprobar en mis primeros viajes a Europa que parecía existir una fuerte relación entre mi carácter y el de las gentes que encontraba aquí. Nunca me había dado cuenta de esto. Y lo que no puedo entender es de dónde me viene esa influencia. Conscientemente, no encuentro en el ambiente en que me crie ninguna fuerte influencia extranjera que pudiera operar en mi trabajo. Mi madre y mi padre nacieron en Estados Unidos. Siempre ha sido esto un misterio para mí, ya que yo crecí en una pequeña comunidad del «Middle West», en el Mississippi. He estado pensando en todo esto, y sólo encuentro como grandes influencias de mi niñez —digamos cuando tenía nueve años— el escuchar «jazz» en los barcos de vapor que recorren el río. Lo único cierto es que toda la herencia cultural de Estados Unidos es de origen extranjero. Por ejemplo, hemos tomado muy poco en nuestra formación cultural de los indios americanos, cosa que me sorprende, porque arquitectónicamente hicieron maravillas, llenas al mismo tiempo de la máxima sencillez. En cuanto a mí, lo cierto es que entré en contacto con los poetas americanos e ingleses antes de llegar a conocer a los europeos. Y lo mismo me sucedió con la literatura. Pero luego, de alguna forma, todo se incorpora en nosotros y nos da una personalidad. Lo que no hay es ningún detalle en particular, al menos que yo recuerde, y que pudiera justificar esa formación a la europea de que me hablan.

LA VIDA EN ESPAÑA

¿Por qué piensa quedarse a vivir en España? ¿Hay alguna razón por la que prefiera quedarse aquí, en vez de hacerlo en Roma, París o Londres? ¿Por qué está aprendiendo el idioma?

—En primer lugar, porque ya hemos vivido en Roma, París y Londres, y en segundo lugar, porque mi familia y yo encontramos el ambiente muy de nuestro agrado. Nos sentimos cómodos y nos entusiasma vivir aquí.

—Eso suena como si no le gustase la vida sofisticada.

—No me habitúo a esa clase de vida. De todas formas, no me gusta clasificar a las gentes por su forma de vivir. En cuanto a mi estudio del español, tengo que decir que el equipo español que ha trabajado conmigo en las dos películas que he hecho aquí era tan estupendo que me ha estropeado. Me pedían con tanta insistencia que estudiase, que me vi obligado a hacerlo; pero todo lo que he conseguido hasta ahora es una especie de español funcional telegráfico. Ahora, sin embargo, estoy estudiando regularmente, con profesor y libros. Pero ya saben ustedes que una cosa es lo que se aprende y se escribe en privado y otra muy diferente mantener una conversación. He de decir que es la primera vez que me divierte aprender un idioma.

—¿Cómo puede ejercer aquí su profesión?

—Trabajaré aquí, en España, como productor independiente —sin el respaldo de Bronston— en mis próximas películas, gracias a ciertos acuerdos que tengo firmados. Quizá mi tercer film también lo haga aquí; ya está casi decidido, pero… bueno… todavía no se puede hablar de él.

—Uno de ellos es Next Stop: Paradise. ¿Cuál son los otros dos?

—Del único que puedo hablar libremente es de Next Stop: Paradise. No es que exista ninguna complicación, pero sí tengo un acuerdo con mi socio de no discutir sobre este proyecto, por una razón particular, hasta más o menos final de mayo. En cuanto al primer proyecto, no quisiera hablar de él hasta que haya pasado un par de semanas trabajando con el guionista, porque quizá tenga que cambiar mis planes.

—¿Serán películas internacionales con grandes estrellas?

—No es necesario que sean grandes estrellas, porque no creo que las estrellas signifiquen mucho para el público. Creo, por el contrario, que las estrellas significan mucho para el distribuidor y el exhibidor, pero si hacemos buenas películas la gente irá a verlas sin tener en cuenta qué estrellas trabajan en ellas o si trabajan siquiera. Quizá una de las películas de más éxito actualmente en los Estados Unidos sea David and Lisa.

—Pero quizá esto —el que haya incluso figurado en las listas de mejores películas de Time— sea una especie de milagro que pocas veces sucede…

—No, eso no es un milagro. Puede llegar a ser tan normal como el que una película con grandes estrellas y mucho dinero sea un fracaso.

COLOSOS, PÉPLUM, BLOCK BUSTER

¿Por qué razón directores como usted, Anthony Mann, Robert Aldrich y otros directores que llegaron al cine en los años 50 y supusieron un nuevo ímpetu en Hollywood se dedican ahora a los blockbusters?

—Los hacemos porque eso es lo que pide el público. Y esto se hizo necesario hace ya algunos años. Era la única forma de combatir a la televisión, que estaba perjudicando muy seriamente el negocio cinematográfico en los Estados Unidos. Se vio que el film muy espectacular era necesario aunque quizá no para la totalidad de la producción. Era preciso para alejar a la gente de la pantalla televisiva, de sus hogares, de las comodidades del espectáculo gratuito. Al final esta corriente cambió, pero hubo un período en que los ingresos de taquilla se vieron muy afectados por la televisión. De todas formas, yo creo que la televisión sigue sin poder competir en absoluto con el cine, ya sea una película en blanco y negro, en color o un film espectacular.

—Sin embargo, hay personas, como Richard Brooks, que nunca han hecho un blockbuster

—Bueno, es probable que lo esté haciendo ahora con la historia de Joseph Conrad…

—¿Lord Jim?

—Sí.

—¿Cómo puede introducir sus sentimientos íntimos, sus conflictos personales tan importantes en sus películas, en el film de gran espectáculo?

—Creo que 55 Days at Peking les servirá de ejemplo.

—¿Cómo ha establecido el equilibrio entre las escenas íntimas y dramáticas de las embajadas y la violencia de las calles asaltadas por la pasión revolucionaria?

—No sé. Creo que es difícil decirlo; pero más o menos habrá un porcentaje de cincuenta y cincuenta por ciento, aunque quizá pensándolo mejor el porcentaje de escenas de carácter íntimo ocupe un sesenta o un sesenta y cinco por ciento. He reducido la violencia de las calles a aquello que es esencial para comprender el peligro en que se encontraban las personas que ocupaban entonces las delegaciones extranjeras en Pekín.

—¿Qué diferencia existe para usted entre preparar una película como Chicago, años 30 o Cincuenta y cinco días en Pekín?

—La preparación en el segundo caso es mucho más intensa, ya que las cifras son en todo muy superiores. Hay que tener en cuenta cuántas personas tienen que comer, a cuántas hay que transportar, el equipo técnico que se necesita…; todo esto tiene que calcularse con la misma precisión con la que uno prepara la escena…

—¿Y esto no afecta a su sistema nervioso?

—…Bueno, digamos que le pone un poco en tensión, sobre todo si no se ocupa de ello la persona a la que se ha contratado para que le libre a uno de esas preocupaciones. En Cincuenta y cinco días en Pekín me encontré con que la persona encargada de esta sección dimitió y yo tuvo que aceptar su dimisión. Así que durante seis semanas o quizá más he tenido que trabajar sin jefe de producción. Esto acaba destrozando los nervios a cualquiera.

LA NOUVELLE VAGUE

—¿Conoce la nouvelle vague francesa?

—Sí, algo conozco…—dice sonriendo.

—¿Qué le parece Alain Resnais?

—Tengo un gran aprecio por el talento de Resnais desde que un día, hace ya unos años, Truffaut —todavía no era director— y Charles Bistch me llevaron a una pequeña sala para ver Nuit et Brouillard. Me quedé sorprendido por el talento de quien había hecho aquel documental y les dije a los de «Cahiers»: éste es uno de los máximos talentos cinematográficos que he conocido en mucho tiempo… Hiroshima mon amour me gustó mucho.

—¿Y Marienbad?

—Es una película que creo que todo director debe ver.

—¿Quiere decir que es una película más para profesionales que para el público?

—Yo no diría eso… Tengo una pregunta particular que sólo haré a Resnais en la primera oportunidad en que nos encontremos, porque nunca nos hemos hablado aún. Tengo muchísimas ganas de ver su nueva película, realmente estoy deseoso de verla…

—¿Y Godard?

—Jean es un hombre de mucho talento, muchísimo. Yo siento mucho aprecio y admiración por la gente de «Cahiers du Cinéma», porque por mucho que les critiquen las gentes de otras revistas, en ese grupo hay personas como Chabrol, Truffaut, Godard, Rivette, Resnais, que van adelante y hacen estupendas películas. Tengo un gran cariño por todos ellos… Creo que es una pena que el término nouvelle vague se lo hayan aplicado a ellos, porque bajo esa etiqueta han nacido muchísimos films irresponsables; piensen que en un año se hicieron como noventa películas que no se podían estrenar. Pero la gente de «Cahiers» ha conseguido que sus películas se vieran y creasen un ambiente.

— En América dicen que esta gente experimenta demasiado y que no se puede jamás olvidar que el cine se hace para un público…

—¿Quién dice eso?

—Por ejemplo, Delmer Daves, cuando Marienbad fue candidata al Oscar. Las razones por las que no la seleccionaron es por ser una película demasiado encerrada en sí misma.

—Creo que eso sólo lo puede juzgar el público. No hay nadie que no haya tenido fracasos, y si se pudiera decir: «esta película es para todo el público», nunca cometeríamos errores. Es como esa persona que juega a la Bolsa, o que ni siquiera juega, sino que nos aconseja las acciones que debemos comprar. ¡Si supiese todas las respuestas, sería tan rico…! ¿Quién puede decir si una película tendrá éxito o no? El público es quien automáticamente lo determina y, por lo general, tiene un sentido especial para saber realmente en qué vale la pena que se gaste el dinero…

ITALIA

—¿Cómo ve el cine italiano, las aportaciones de Antonioni?

—Yo no generalizaría; junto a Antonioni están Fellini, Germi, y hay grandes diferencias entre ellos.

—La crisis actual del cine italiano parece ser debida a una falta de contacto con el público nacida de un olvido del cine como espectáculo o arte de masas…

—No tengo nada que decir sobre esto. Cuando cualquier sector de la industria cinematográfica tiene dificultades yo me siento preocupado… No puedo creer que con tantos talentos como tiene el cine italiano la crisis sea larga. Lo mismo me pasa con Hollywood. Y creo firmemente que España va a convertirse en un centro importantísimo de producción cinematográfica dentro del concierto mundial. Creo que en estos últimos meses han surgido unos diez o doce directores con nuevas obras y esto es maravilloso. No me gusta ver a nadie en dificultades y me siento muy contento cuando veo que hay nuevas oportunidades para otras personas y que el negocio cinematográfico es próspero. Dentro de unas semanas cinco o seis de las películas que he realizado van a proyectarse en la Escuela de Cine de Madrid; no son las cinco o seis que yo habría elegido, pero no tenemos otro remedio que dar éstas, porque son las únicas de las que hay copias. Quizá con esas películas yo he tenido más disgustos de los que los estudiantes encontrarán en su carrera cinematográfica, pero creo que es mejor mostrarle, para discutir, obras defectuosas que proyectar una película que ha sido un gran éxito desde todos los puntos de vista, porque entonces nuestro ojo crítico no sorprende tantas cosas. Yo intento, como ustedes, ver sobre todo aquellas películas que en la opinión del público han sido un fracaso y las estudio con mucho cuidado. Esto es mejor que estudiar las que han tenido éxito, para descubrir los motivos por los que una película fracasa. Creo que de ese modo es más fácil descubrir los cimientos del éxito. Luego conviene compararlas con las que han triunfado y descubrir las contradicciones, si las hay. Mientras preparaba y hacía mis últimas películas no he tenido tiempo de hacer esto, que considero muy conveniente. No tengo más que abril y mayo para ponerme al día en cine. Luego he de encerrarme a escribir otra vez. Creo que veré treinta o cuarenta títulos antes de empezar la preparación de mi nueva película. Por eso ustedes están en mejor situación que yo para estudiar estas cosas.

DOS SEMANAS ENTRE RAY Y MINNELLI

—¿Ha visto Dos semanas en otra ciudad?

—No. Creo que Minnelli pasó un momento muy difícil para hacerla. Lo sé porque yo leí dos versiones diferentes del guion y me di cuenta de que cualquiera que hiciese aquel film lo pasaría muy mal. En el caso de esta película colaboraron cuatro personas que anteriormente lograron juntas un gran éxito: Kirk Douglas, Minnelli, Houseman, como productor, y Schnee, como guionista. Esto demuestra que no hay una fórmula para el éxito. Conozco una frase famosa de un publicista americano, que al contestar a una encuesta dijo: «No hay ninguna fórmula establecida para el éxito, pero una cierta fórmula para el fracaso es insultar todos los días a la Policía.»

—¿Ha trabajado con John Houseman en el teatro?

—Sí; en el teatro, en el cine y en la radio.

—Parece como si le hubieran ofrecido dirigir Dos semanas en otra ciudad.

—Digamos que tuve la oportunidad de leer el guion.

—Es usted uno de los hombres más diplomáticos que hemos conocido en el mundo del cine. Los varios encuentros que hemos tenido en estos tres últimos años lo demuestran ampliamente.

—Yo diría que soy el menos diplomático de los directores…

—Lo que no comprendemos es cómo siendo tan diplomático puede llegar tan a menudo a estar en desacuerdo con sus productores…

ROSSELLINI

—Creemos que su visión del mundo es muy parecida a la de Roberto Rossellini. Ambos poseen una mirada espiritualista. ¿Qué piensa de Rossellini y de su cine?

—Desgraciadamente sólo he tenido una ocasión de tratar íntimamente a Rossellini. Una noche, en París, recorrimos la ciudad charlando. Nuestros puntos de vista coincidían mucho. En aquel tiempo él estaba casado con Ingrid Bergman. Los tres estuvimos hablando juntos toda la noche de nuestras experiencias particulares. Sus dos últimas obras no he podido verlas. Son muchas las películas que me quedan por ver, ya que Cincuenta y cinco días en Pekín me ha tenido muy alejado de ver cine. No tengo, de verdad, ningún comentario que hacer sobre el modo en que Rossellini y yo vemos el mundo.

—Lo que yo quería decir es que entre Rossellini y usted hay una forma semejante de mirar las cosas, de tratar a los personajes…

—Eso es algo que ustedes están en mejor posición que yo para observar.

—Pero usted conoce su obra. ¿Qué piensa del período que comienza después de los primeros éxitos neorrealistas, el período de los años 50, en que realiza una serie de obras defendidas ardientemente por la crítica francesa y despreciadas por la crítica italiana?

—Para empezar, a mí no me agradan las clasificaciones fáciles: realismo, neorrealismo, objetivismo… Creo que eso es mejor dejárselo a los filósofos de la lingüística y la semántica. Tampoco he seguido a fondo las diferentes actitudes de la crítica francesa y la italiana. En particular, porque siento aversión por las categorías y por las clasificaciones.

—Creo que hay ciertas sensaciones en sus películas que suponen como una especie de influencia del surrealismo…

—Bueno, eso ya es otra clasificación… Alguien me dijo eso mismo la otra noche de forma completamente diferente. Esa persona me aseguró que con frecuencia hay una referencia mística. Otra persona habló de surrealismo. Yo no sé cómo aislar cosas como éstas. Unas veces me siento influenciado fuertemente por los pintores expresionistas más que por los surrealistas. Pero es algo que sólo veo a posteriori, que no es deliberado por mi parte. Quizá está en la imagen poética de la escena. No puedo ser explícito en este sentido. De nuevo nos encontramos con algo reservado a toda persona que mira cuidadosamente y que ella misma debe determinar. No creo que a nadie se le ocurra pensar: «Aquí voy a ser surrealista, allí expresionista, aquí seré lírico y allá violento

—Pero a veces uno siente la sensación de hallarse ante ciertas premisas surrealistas en Johnny Guitar y en Rebelde sin causa. Hay como una especie de premonición mental que es surrealista. Por ejemplo, la secuencia del planetario en Rebel.

—Creo que, efectivamente, hay algo surrealista en la física. Desde luego, todos hemos visto cuando estudiábamos fotografías de los espacios siderales, y a mí me parecían surrealista. Pero es que la realidad es surrealista. Depende del punto de vista, del efecto que tenga sobre una persona. La mayoría de los jóvenes en la escena del planetarium en Rebel without a Cause no se sentían afectados por el mundo que acababa en el mismo sentido que Plato, el joven que tenía que esconderse detrás de la silla porque se encontraba muy solo en el mundo y el mundo no se acababa. Esta era su interpretación.

—Sí, en realidad creemos que su forma de ver la realidad es muy realista, es la parte que más nos interesa de su obra; pero hay una fuerza tal en los elementos que usted utiliza para aproximarse a la realidad que el resultado es muy sugerente y puede llevar más allá del realismo, aun siendo totalmente realista. Hay, por ejemplo, una gran diferencia entre las dos formas de concebir el realismo en Buñuel y en usted. En aquél los elementos surrealistas son más explícitos…

—Creo que Buñuel en Los olvidados hizo una notable introspección en la psicología de aquel momento, pero yo no llamaría a eso surrealismo. El film me gustó mucho, pero no lo llamaría un film surrealista. Creo que es una equivocación definir el arte. Decir: «La palabra es…». Esto nunca es correcto. Hay otra película suya que me gusta mucho, se llama Saturday Bus-ride o Net to a Holiday. Toda ella sucede en un autobús…

—…Subida al cielo

—Ese film sí que está mucho más cerca del surrealismo para mí que Los olvidados.

—Ahora que usted conoce España bien, ¿qué le parece la España que presenta Buñuel en Viridiana?

—No he visto la película y desde luego he oído muchas discusiones sobre el film. Tengo muchas ganas de verla, pero hasta ahora me ha sido imposible debido al mucho trabajo que he tenido.

JESSE JAMES

—Ha hablado usted antes de ciertas cosas que en todas sus películas le gustaría rehacer.

—En todas las películas hay cosas que me gustaría volver a rodar. Con They Live by Night me sucedió algo extraño: Hace cuatro años —o sea diez años después de haberla realizado— mi esposa y yo estábamos en una parte muy solitaria de los Estados Unidos, lejos de Hollywood, y mientras paseaba por el corredor, muerto de frío (es un sitio cerca de Canadá), se me ocurrió toda una secuencia de They Live by Night que con dos planos más habría quedado mucho mejor. Pero realmente esto me sucede con todo lo que he hecho en mi vida. Hay cientos de cosas que quisiera haber realizado de otra manera. Quizá haya un par de excepciones, pero no muchas.

—Creo que La verdadera historia de Jesse James es una de las películas que usted hoy podría hacer mucho mejor, pero quizá no le interese ya ese tema…

—Me interesaría si pudiera hacerlo como primero pensé: como una leyenda muy estilizada, dejando a un lado el planteamiento realista de la historia. Pero esto es lo que quería la Fox…

—Sin embargo, al final, con el ciego que se aleja dando nacimiento a la leyenda, consiguió salirse con la suya, imprimiendo sobre todo el film esa idea.

—No, no lo logré. Piensen que todo el film debería haber tenido ese aire de leyenda, de balada. Hay que aceptar las cosas como son.

LA MUJER. IDEALISMO Y MATERIALISMO

—Hay una especie de lucha en sus películas entre un cierto idealismo y un cierto materialismo que se resuelve siempre a favor del primero, de lo que nosotros llamaríamos espiritualismo o a favor del personaje enfrentado consigo mismo…

—Creo que esto es algo inevitable en quien quiere hacer cualquier tipo de enfrentamiento dramático; para mí es uno de los grandes problemas de nuestro mundo. El pragmatismo y el idealismo están enfrentándose, continuamente y pueden coexistir en la misma persona; lo que no sé es si debe haber un equilibrio entre los dos. Es una especie de drama, es el origen de nuestros conflictos, porque creo que todos estamos envueltos en las mismas luchas de comportamiento, comprensión, búsqueda…

—Pero en sus películas no se trata de un conflicto psicológico, sino moral…

—No creo que se pueda separar a los dos. Por ejemplo: un personaje puede tener convicciones morales muy firmes en las que siempre ha creído ciegamente con relación a un cierto modo de comportamiento, y, de repente, se contradice precisamente en aquello en lo que se sentía más seguro. Y comete un error que puede ser criminal o social. Pero nunca había pensado que esto le pudiera suceder a él. Entonces nos encontramos que no es su ética la que ha sido amenazada, sino su introspección psicológica. No creo que sean fácil de separar. Y aquí reside la base más poderosa del drama.

—En sus películas encontramos que la mujer actúa como catalizador moral, obligando a los hombres a que tomen una decisión en sus cuestiones vitales. ¿Quiere esto decir que para usted la mujer es más fuerte o más lúcida que el hombre?

—Responda como responda a esta pregunta siempre estaré descontento. Hay tantos clichés sobre esto que la verdad es que no sé qué responder.

—No sólo en Chicago, años 30 o Johnny Guitar, sino también en Rebel Without a Cause

—Sí, en este último film hay un momento de introspección cuando Natalie Wood le hace ver a James Dean que Plato les quiere como un padre y una madre, pero eso es sólo una cosa natural, instintiva no sólo en una mujer, sino en una muchacha, es el modo en que se la ha educado, sus preocupaciones. A una mujer se la enseña primero, durante un cierto período, a jugar con muñecos y luego sueña con cuidar de un niño. Ese es el punto que quería ayer demostrar en las Conversaciones de cine, o sea que Rebel Without a Cause es un film positivo, no negativo. Es un film que está estrechamente relacionado con la unidad de la familia, la necesidad de esa unión en el hogar. De todas formas, creo que no hay en mi cine un comportamiento especial de las mujeres. Pensando me doy cuenta de que en mi segundo y mi tercer films las mujeres son completamente diferentes en sus motivaciones, en sus, acciones, en su introspección; completamente diferentes.

CON Y SIN CAUSA

—En Chicago, años 30 el personaje de Robert Taylor comienza sin una causa por la que luchar y acaba teniendo un motivo para oponerse al mundo que representa Lee J. Cobb. En La verdadera historia de Jesse James, Jesse comienza con una buena causa que defender y acaba luchando por luchar, sin esa causa que justificó su lucha en un principio. Esto es bastante frecuente en su cine: los personajes que comienzan con una causa acaban sin ella y los que no tienen motivo de lucha acaban teniéndolo.

—Eso es cierto. Creo, sin embargo, que ésta es una cuestión que nos llevaría a una larga discusión filosófica sobre cuántas veces una persona empieza teniendo una causa que defender y llega a ser corrompido por esa misma causa, porque la mecánica de la causa o el entusiasmo ocupan el lugar de lo simplemente legítimo. Pero, sin embargo, esta acción y esta causa eran impulsivas y antisociales, porque la forma que llegó a tomar su causa estaba contra sus semejantes y tenía que terminar en la corrupción. Esto respecto a La verdadera historia de Jesse James. En cuanto a Party Girl, es obvio que el personaje que interpreta Robert Taylor al empezar su vida amaba la idea de ayudar a la humanidad. En el curso de lo que podríamos llamar su madurez se veía envuelto en una sociedad corrompida, el Chicago del final de los años veinte y el principio de los treinta, y por esta causa durante un período de su vida la corrupción le alcanzó. Luego viene un replanteamiento, una toma de conciencia, apoyado por el personaje de Cyd Charisse, que le hacía valorar nuevamente la mejor parte de su carácter, se alejaba del grupo de «gángsters» y recobraba su antigua reciedumbre de carácter. Estaba mejor equipado para luchar contra el mundo. Cuando Jesse James volvió siendo un muchacho todo lo que vio eran ofensas contra él, todo lo que quería era seguir sus impulsos de pelear contra los demás. Creo que no se puede generalizar en esto, pero lo que se plantea es el problema de la bondad en esas condiciones.

REY DE REYES

—¿Qué hay sobre Rey de reyes?

—Creo que es mejor no hablar de eso.

[Aquí, Nicholas Ray se dirige a Juan Cobos, con quien, como se dice al principio de la entrevista, había hablado ya el día anterior, y dice:]

—Me alegra mucho lo que me dijo ayer de que tras una segunda visión había encontrado la película muy superior.

JUAN COBOS.—Sí, fui a verla por segunda vez y comprendí que me equivoqué cuando escribí mi crítica. De todas formas creo que es bueno darse cuenta de que nos equivocamos, porque esto nos lleva cada vez a ver las películas con mayor atención. A medida que pasa el tiempo toda película buena nos obliga a verla varias veces antes de poder escribir algo válido, algo de lo que podamos responder.

NICHOLAS RAY.—Sí, a mí me pasa lo mismo con mi propia obra. Naturalmente, yo las he visto más a menudo de lo que ustedes lo hacen y siempre he tenido la sensación de querer rehacer en cada película ciertas cosas que no me gustan ya. Yo no creo que sea posible comprender todas las significaciones de un film con una sola visión.

—Para el personaje de María en Rey de reyes tuvo usted una excelente actriz en Siobbha MacKenna, y lo sorprendente en el personaje es que refleja siempre una María doméstica, muy diferente de la que durante siglos han reflejado los pintores; se podría decir que usted ha pintado una Virgen más cercana a la tierra mientras que los pintores la han reflejado siempre más celestial.

—Sólo María y Jesús estaban realmente en el secreto de la Divinidad de éste. Los dos tenían que sostenerse y María tenía que sostener, naturalmente, a los dos. La contradicción que usted observa con los pintores viene de que el pintor ha de seleccionar un solo momento particular, tal y como lo ve. En la película, por el contrario, los encontrábamos necesariamente representados tal y como nos parecía que tuvo que ser en aquellos tiempos. José tenía que continuar siendo carpintero. Y María era una mujer de su casa. En definitiva, teníamos que aferramos a una realidad funcional.

—¿Cómo eligió esa forma particular de rodar la unión de Jesús con María en el interior de la cocina, cuando llega Pedro?

—Para mí es una escena extraordinaria, me gusta muchísimo. Berenguer me prestó una ayuda muy valiosa utilizando unas lentes especiales que él había inventado y con las que pude tener foco en los dos personajes; por eso planteé la escena de esa forma, sabiendo ya que dispondría de dichas lentes. Manuel Berenguer me ayudó muchísimo en el logro de ese especial efecto que yo quería conseguir. Lo importante era destacar que en ese instante se llegaba a la realización del «momento», que era el tiempo, que había llegado lo que María y Jesús sabían que llegaría, lo que habían sabido siempre y que eran los únicos que lo sabían.

LA TÉCNICA

—¿Le sucede a menudo tener una idea y recurrir al ingenio de los técnicos que le secundan para poder realizarla, o suele usted saber el medio mecánico para lograrlo?

—Me ayudan muy a menudo; creo que a todos los directores les sucede lo mismo, como también es posible que sea detenido u obstaculizado por la negativa de los técnicos a secundarle. Pero he tenido mucha suerte, sobre todo, con la gente que trabaja conmigo en el plató; creo que mis equipos, sin excepción alguna, han sido tremendamente cooperadores con mis necesidades, también me ha ayudado mucho el hecho de haber trabajado anteriormente en todos los oficios del teatro. Esto, desde luego, siempre ayuda.

—Cuando usted fue a Hollywood con Elia Kazan para hacer Lazos humanos parece, según ha declarado Kazan, que él tenía un gran desconocimiento de la técnica cinematográfica.

—Kazan sabía más que yo…; sí, sabía mucho más que yo. Lo que pasaba con Kazan es que era muy agradable. Nuestras experiencias en el teatro habían sido muy similares, y de eso nos hicimos amigos, ya que los dos éramos actores y los dos sabíamos que queríamos llegar a la dirección; los dos fuimos gerentes teatrales; yo llegué a ser director técnico en el teatro mientras que Kazan, que es un poco mayor que yo, ya estaba dirigiendo y también había estado antes en Hollywood como actor. Sabía más de lo que apacentaba, lo que me parece muy simpático por su parte, pero tenía una forma estupenda de dejar que la gente le ayudase, y esto es algo que creo que aprendí de él. Es imposible para cualquiera de nosotros saberlo todo, es imposible para todo director llegar a ser cada uno de los personajes de su obra o de su película.

—Lo sorprendente es que siendo Kazan nuevo en el cine y viniendo de Nueva York le llevase a usted como ayudante en lugar de tomar un hombre con gran experiencia técnica en el cine. Porque suponemos, por lo que usted ha dicho, que desconocía la técnica cinematográfica…

—Yo, a mi vez, he hecho esto en agradecimiento a lo que hicieron conmigo. He llevado conmigo personas dándoles títulos de «directores de diálogo», «ayudantes personales»… porque me parecía que tenían posibilidad de llegar a ser guionistas o directores. Por ejemplo, cuando me llevé a Gabin Lambert a Hollywood desde su puesto de redactor-jefe en «Sight and Sound» como director técnico y ahora se ha convertido en un extraordinario guionista, muy solicitado por la industria. Algunos de los jóvenes que he llevado como directores de diálogo se han convertido en muy buenos directores. Es mi modo de corresponder a la oportunidad que me ofrecieron. Kazan y Houseman me dieron mis primeras oportunidades, junto con Dore Schary.

LA MÚSICA EN EL CINE

—Ayer hablábamos de la música de Tiomkin para Cincuenta y cinco días en Pekín. ¿Qué ideas tiene usted sobre la música de cine en general?

—Creo que cada película presenta problemas diferentes. Sé que el uso más normal es el de reforzar ciertas situaciones. Pero esto es un pensamiento a posterior. Yo, a menudo, intento preparar las secuencias teniendo en cuenta cierta música que tengo en la cabeza, pero no me importa nada cambiar de idea, porque la dinámica de la escena lo impone y uno puede cambiar estas ideas al hablar con el compositor. Generalmente he tenido mucha suerte con los músicos que han trabajado en mis películas, pero hay, naturalmente, algunas excepciones notables.

—Usted nunca ha hecho una comedia musical en el cine, ¿qué piensa del género?

—Espero hacer una algún día, incluso la tengo planeada, pero mis proyectos más inmediatos me separan de ese musical por lo menos hasta dentro de tres años y medio. La idea es apasionante, pero me llevará todo ese tiempo el ir preparando y madurando el proyecto. He comprado el tratamiento y tan pronto como encuentre el guionista ideal empezará a trabajar en el guion.

—¿Trabajó en el «Group Theatre»?

—No, nunca trabajé en el «Group Theatre»… El único del «Group Theatre» con quien mantenía relaciones era con Elia Kazan.

OTROS DIRECTORES

—¿Ha vuelto usted al teatro después de empezar en el cine?

—No. Mejor dicho, sí. Después de dirigir mi primer film monté un espectáculo musical. Luego regresé a Hollywood.

—Cuando trabajaba en el teatro en Nueva York, ¿conoció a Orson Welles? ¿Qué piensa de sus películas?

—Conozco su obra, aunque no le conocí entonces personalmente. El despacho de John Houseman y el mío estaban muy cerca el uno del otro cuando él estaba formando su compañía para el Federal Theatre y yo reunía actores para el mío, que era un teatro experimental. Luego yo me dediqué al «Living Newspaper», mientras que Houseman y Welles empezaron la primera producción de lo que fue luego el Mercury Theatre. Houseman me pidió que me uniera a ellos, pero no lo hice. Así que Orson y yo nunca llegamos a trabajar juntos ni a un contacto personal muy estrecho. Creo que Welles es la personalidad más grande que surgió de aquella generación teatral. Esto es indudable. Tiene un gran talento. Es un hombre extraordinario.

—¿Ha recibido usted influencias de otros directores? Por ejemplo, de la generación de los años treinta… ¿Le gusta Hawks?

—Me gusta mucho, posee el tipo de pulso cinematográfico que todo director debe tener. Ha hecho algunos de los mejores westerns de la historia del cine, un maravilloso musical, excelentes comedias, melodramas estupendos. Creo que es un director extraordinario. Es muy bueno.

—¿Le gusta Scarface?

—Hace mucho tiempo que no la he visto, pero recuerdo que en su momento me gustó muchísimo.

—¿Y Ford, le gusta?

—Me gusta muchísimo.

—Cuando era niño suponemos que iría mucho al cine, ¿no?

—No es que fuese mucho. IBA SIEMPRE.

—Quizá por esto cuando fue a Hollywood ya tenía un sentido del cine…

—Probablemente.

PELÍCULA IDEAL

—Hace unos años nos decía Mackendrick que lo primordial en cine era entretener y que lo demás debe darse por añadidura. ¿Está usted de acuerdo con esta premisa?

—Yo diría que deben sentirse interesados por lo que se cuenta para que así podamos alcanzar el objetivo superior que es hacerles participar en una experiencia vital. Entretener únicamente no es bastante. ¿Entretener con qué motivo? El payaso dice que su objeto en la vida es entretener. ¿Por qué? Los grandes payasos siempre nos dan algo más, nos conmueven.

—El problema, como antes decíamos, es que se va olvidando esta necesidad de entretener al público con el espectáculo que se le ofrece. Nosotros creemos que a través de historias que entretengan al espectador un autor —como usted, Anthony Mann, Hitchcock y otros— consigue dar una visión personal del mundo…

—Hitchcock es el hombre ideal en eso, como lo es discutiendo de cine, que es algo que he comprobado varias veces. Es brillante, divertido, él mismo se divierte, es un entretenedor nato, pero al mismo tiempo creo que es un hombre muy profundo. Insisto, dejando ahora a Hitchcock, en que hay que dar algo más que entretenimiento. De lo contrario, un payaso podría oscurecer a un director. El cine tiene que ser algo más —es un medio demasiado precioso— para malgastarlo…

—Pero si usted no tuviese esas dificultades económicas, ¿trabajaría de la misma manera?

—Lo qué haría serían películas considerablemente más baratas que mis dos últimos films, mucho más baratas…

—Usted ha dicho en alguna ocasión —no sé dónde— que su vida como director se completaría si llegase a hacer una película que le gustase a usted totalmente. ¿Cuál sería esa película ideal?

—No sé todavía cuál será y espero que nunca lo sabré. Creo que tiene uno que sentir esto ante cada película. Pensar que el film que está realizando será la película ideal. Hasta ahora yo creo que nunca lo he sentido. De todas formas creo que me citaron mal y que lo que yo he dicho de verdad es que sería feliz con hacer una película que tuviese menos de cien cosas que no quisiese repetir al volver a verla.

—Todos los que amamos su obra esperamos siempre que haga ese film totalmente suyo y redondo que presentimos llegará algún día a realizar…

—Algún día se lo podré ofrecer y así estaremos de acuerdo.

—Siempre encontramos en sus películas cosas que no responden totalmente a esa plenitud que esperamos de usted…

—Estoy de acuerdo con ustedes. Para mí la película más cercana a ese logro ha sido Rebel Without a Cause. Tengo un presentimiento muy profundo de que el film que preparo, Next Stop: Paradise, va a acercarse mucho a ese ideal.

[Hay un momento de pausa. Miguel Rubio reanuda la conversación.]

—Me gustaría muchísimo escribir un libro sobre usted, pero resulta dificilísimo captar los últimos significados de sus películas, tanto en un sentido formal como temático. Esta dificultad crítica quizá se deba a la simplicidad de sus medios expresivos o quizá a que ninguna de sus películas nos ha dado una visión total de su mundo.

—Temo mucho a las excesivas simplificaciones. Juzgar a un hombre me parece difícil. En lugar de juzgarle yo investigaría sobre él. Quizá, no sé… Quizá persigo algo demasiado difícil. Sé lo que me dice, porque yo también tengo esa misma sensación la mayor parte del tiempo. En todas las películas que he realizado hay trozos que me gustan, cosas que no cambiaría. Pero raramente tengo la sensación de haber alcanzado un logro absoluto…

MADUREZ

—Su caso como director es muy extraño. Resulta difícil hacer que acepten su categoría los aficionados españoles al cine. Están de acuerdo en que Anthony Mann es un estupendo director de westerns; admiten que Hitchcock hace como nadie las películas de misterio, pero cuando llegamos a hablar de usted con otros críticos de buen criterio, siempre niegan su calidad de autor, aun admitiendo que en ciertas películas hay buenos momentos… Nos sucede esto con usted y con Hawks…

—Lo de Hawks me extraña muchísimo, porque, salvo un par de excepciones, su carrera, ya muy larga, está llena de éxitos. Es uno de los directores más seguros del mundo.

—Quizá ahora que está usted entrando en la madurez nos resultará más fácil a sus exégetas defender su obra.

—(Lacónicamente.) Quizá…

—Hablando de la madurez, ¿nota usted que su personalidad va cambiando como les ha sucedido en gran parte a hombres como Hawks, Buñuel, Ford, Hitchcock? En las obras de estos hombres se nota ahora una visión más serena del mundo, quizá más esencial…

—A veces me siento muy inmaduro… y me gusta mucho sentirme así. No creo que nada pueda darse por hecho. Creo que la lección más importante para un director es observar atentamente a los niños. Niños de dos años que están siempre empezando a investigar las cosas, la primera vez que toca un trozo de madera, la primera vez que toca una planta, la primera vez que ve a un extraño, todo él está en guardia, alerta, observándolo todo, despierto, y nada lo da por sabido. Esta es una cualidad maravillosa que debemos conservar siempre: estar despiertos para aprender continuamente, uniendo esta cualidad a la madurez. Creo que con esta definición les resultará más fácil defenderme en el futuro.

Palabra de Jim Jarmusch

(entrevista originalmente publicada en Letras Libres el 16 de diciembre de 2016)

P: A menudo se asocia su cine con la melancolía, alienación, ternura e ironía, que son afecciones de naturaleza contemplativa y lacónica. ¿Ha pensado alguna vez realizar una película a partir de sentimientos más explosivos como la rabia?

R: Quiero confesar algo: soy mal analista de mi propio cine. No es por una cuestión de pedantería, sino porque el ejercicio me resulta incómodo y frustrante. Una de las dichas de ir al cine es entrar por primera vez a un mundo desconocido sin saber lo que te espera. La inmersión es total. Como realizador, en cambio, pasas años con la película en la cabeza y varios meses en la preproducción, rodaje y edición. Cuando termina el proceso has visto el mismo filme cientos de veces en distintas etapas. Llegas a un punto en el que eres incapaz de conectarte, por lo que analizarla con sensatez se hace imposible. La audiencia ve con más claridad la película que su propio director. Dicho esto, intentaré responder de la mejor manera posible. No me veo filmando algo a partir de la ira, por ejemplo. La melancolía y el romanticismo son más interesantes. El aburrimiento de un personaje me parece más atractivo que un arranque de furia. Me gusta que el espectador sienta el paso del tiempo, por lo que uso un estilo mínimo, austero. Algunos críticos señalan que mis películas carecen de trama, y probablemente tienen razón. La vida no tiene una trama: caminamos y lidiamos con lo que sucede. Mi cine carece de arranques enajenantes. Eso no quiere decir que mis películas carezcan de personajes con emociones diferentes, pero trato de hacerlo con una estética que permita contemplar el ritmo verdadero en el que se desdobla la existencia, sin hoja de ruta. Soy una persona intuitiva y eso se refleja en mis películas. También soy una persona que no se toma muy en serio a sí misma. Mi trabajo está lleno de humor y espero que la gente lo encuentre divertido. Empecé a trabajar en lo que finalmente sería Dean Man pensando que haría algo serio y oscuro, pero conforme el proyecto tomó forma no pude evitar meter varios detalles de humor. Una de mis citas favoritas es de Oscar Wilde: “La vida es demasiado importante como para que la tomemos en serio”. Dudo que sea capaz de dirigir una pieza solemne. No tiene caso ir en contra de mi voz.

P: ¿Esa filosofía define también su estética?

R: No estoy a favor o en contra de un estilo determinado. Son opciones que un artista decide tomar. Disfruto, como cualquier otro, una película de edición rápida y cámara en mano, pero eso no significa que yo lo quiera hacer. El problema con la forma es que va de la mano de una cuestión genérica. Los espectadores esperan ciertos elementos estéticos de una película de acción, por ejemplo. Si no los encuentran se van a sentir decepcionados, más allá del valor de lo que vieron. Ese es el espíritu con el que filmamos Los límites del control, donde no hay acción ni romance. No hay, ni siquiera, una historia bien esbozada. Intenté hacer una película envolvente de crimen e intriga con un asesino a sueldo que no cumpliera con ningún lugar común del género. No sé si salió bien, pero sin duda fue una de mis películas más criticadas. No me sorprendió. La idea original era jugar con las expectativas del público. A veces es sano hacer eso. Quizás algún día sorprenda a todos y entregue una película distinta a lo que se espera estilísticamente de mí, pero por ahora no he sentido la urgencia de hacerlo. Me gusta pensar que se pueden llevar a cabo múltiples variaciones de un concepto dentro de un mismo tono. Godard dice que solo ha hecho una película con múltiples variaciones de la misma fuente. No creo que sea del todo cierto, pero me gusta que asuma las variaciones como postura creativa.

P: Pienso en una de sus influencias, Buster Keaton. Ha dicho que algunos de los personajes de su cine tienen algo de Keaton: un humor seco, engañosamente monótono, que deriva en tristeza.

R: Buster Keaton es mi héroe. Siempre lo llevo conmigo. Keaton luce pequeño en el cuadro, es una presencia frágil y vulnerable. Siempre temes que muera aplastado. Era un director asombroso. La mayor prueba de su talento narrativo está en su cara. Eliminaba toda emoción de su rostro y paradójicamente producía una sensación llena de sentimiento. No importaba que lo persiguieran policías, que estuviera atrapado en un barco del que todos habían escapado o se encontrara a bordo de una locomotora sin control, Keaton nunca hacía gestos: nunca le mostraba al público cómo se sentía, sino que permitía que la situación hiciera el trabajo. Como espectador, esta dinámica me conmueve a un nivel muy personal. Estoy preocupado todo el tiempo por lo que le pueda pasar, precisamente porque no sé cómo sentirme. Keaton nunca me lo dice. Siempre estoy alerta. También me gusta Chaplin, aunque no me sacude del mismo modo. Chaplin siempre es la figura central, la estrella del cuadro. Los personajes de ambos están en desventaja frente al mundo, pero Chaplin siempre tiene más control sobre las cosas. Los dos eran unos genios, pero Chaplin contó con el lujo de trabajar su personaje y sus películas con más recursos. Si no conseguía el gag que quería, rentaba un estudio al día siguiente y lo repetía hasta que estuviera satisfecho. Keaton solo podía hacer las cosas una vez. ¿Cómo puedes repetir una secuencia si estás colgado de un árbol sobre una catarata? Buster se rompía un hueso cada vez que filmaba. Eso para mí lo hace más humano que Chaplin. Lo amo. Keaton es algo natural en mí. No me extraña que se proyecte en mis películas.

P: Se le ha señalado como el emblema de un estilo depurado, asociado con cierto cine europeo y oriental (Robert Bresson, Jean-Pierre Melville, Yasujiro Ozu). Hoy usted es una clara influencia en varios directores de vanguardia.

R: Mi acercamiento con ese cine fue hasta que estudié el último semestre de la carrera en París, gracias a un programa de intercambio que tenía la Universidad de Columbia. Siempre me gustó el cine. Mi mamá nos llevaba a funciones dobles de películas de serie B como El ataque de los cangrejos gigantes o La mujer y el monstruo. Pero no fue hasta que tuve la fortuna de conocer la Cinémathèque Française que pude conocer con mayor profundidad a cineastas como Bresson, Mizoguchi, Vértov, Vigo y Ozu. En ese entonces, la Cinémathèque estaba dirigida por Henri Langlois, quien logró esconder de los nazis muchas copias de películas clave de la cinematografía. Sin él, esas películas habrían sido quemadas. Ahí también comencé a apreciar a cineastas estadounidenses que no eran muy conocidos en mi país. En Europa, por lo menos en esa época, la división entre cine de arte y comercial era algo difuso. Creo que eso me ayudó a ser desprejuiciado y absorber varias influencias. No creo en la originalidad. Si robas un concepto de otro artista sin darle ninguna clase de crédito, eres un imbécil, de acuerdo, pero si alguien genera primero algo que te conmueve o inspira, creo que es válido apropiarte de la idea. El robo genera variaciones, y las variaciones son el motor fundamental de la creatividad.

P: Samuel Fuller y Nicholas Ray, dos directores que suele mencionar como influencias, eran figuras respetadas por los cineastas de la nueva ola francesa.

R; Mi admiración por ellos se consolidó en París. Fuller representa una energía cruda que podría parecer muy distinta de mi personalidad fílmica. En una edición del Festival de San Sebastián le dieron un premio humanitario por Corredor sin retorno. Fuller lo rechazó diciendo que su cinta no era una película humanitaria, era un melodrama lleno de acción. Su energía era vulgar, incontenible, pero en el fondo era un humanista entrañable. Sus cintas presentan situaciones complejas y desesperanzadoras de guerra, crimen, locura o espionaje, pero lo que siempre resalta es el lado humano de sus personajes. Es una influencia fundamental para mí. Nicholas Ray, por otro lado, fue mi maestro, cuando regresé de París, en la Universidad de Nueva York. Nick daba clases ahí y me convertí en su asistente personal. Ray era un director minucioso, poético e inteligente; un artista de una estética muy avanzada. Lo quise mucho. Nick solía decir que un director que solo sabe de cine es un pésimo director. Hay un término que me parece fascinante: “diletante”. Un diletante es un aficionado, una persona que se dedica a un arte o disciplina de forma no profesional, por simple gusto. Cuando alguien está interesado en varias cosas a la vez e intenta realizar algo en todos esos campos, lo calificamos como un diletante. Muchas personas lo utilizan de manera despectiva, porque se considera que es malo saber un poco de todo pero mucho de nada. Debería ser lo contrario: lo mejor que puede hacer un director de cine es interesarse por el mayor número de cosas. Si la gente me etiqueta de hipster o de pretencioso me da lo mismo, pero cuando alguien me llama diletante me siento halagado. No soy un experto, pero sé un poco de todo: soy un ornitólogo amateur, escucho música de todos los periodos de la historia, sé cómo identificar hongos, puedo charlar sobre la historia del diseño industrial de las motocicletas británicas. La verdad es que puedo hablar de casi cualquier cosa. Ser un diletante es de gran importancia para un cineasta. Varios de los directores que más admiro fueron diletantes. Ray era pintor, estudió arquitectura con Frank Lloyd Wright y tenía un programa de radio sobre blues. Howard Hawks también era un personaje multifacético. A Luis Buñuel le encantaba decir que no le gustaba leer, sin embargo, cuando visité su biblioteca personal en Madrid, todos los libros estaban llenos de anotaciones y comentarios. El tipo devoraba libros, simplemente le encantaba jugar y hacerse el desinteresado. Dirigir una película involucra muchas cosas. No es como pintar un cuadro o escribir un libro, también estás obligado a saber algo de fotografía, composición, manejo de actores, música, movimiento… Me asumo con orgullo como un diletante. Es una condición indispensable para hacer cine.

P: Los vampiros de Solo los amantes sobreviven (2013) son análogos, anacronismos en un mundo digital. ¿Cuál es su actitud frente al fin del cine fotográfico y la consolidación de las técnicas digitales?

R: El cine fotográfico es una reacción química de luz y aleaciones de plata que se transforma en imagen. ¿Cómo superar eso? Es una idea poética fabulosa. Desde luego que no deseo su desaparición. Por otro lado, tampoco hay que perder de vista que la película fotográfica es solo una herramienta. Lo que importa es lo que escribes y captas en pantalla. A mí me gusta escribir con lápiz, por ejemplo. Me encanta sacarle punta al lápiz y el sonido que hace cuando la punta pasa por el papel, pero puedo escribir con cualquier otro instrumento. Solo los amantes sobreviven y Paterson se grabaron con cámara digital. La mayoría de las personas no lo notan porque Yorick Le Saux y Frederick Elmes, directores de fotografía de esas cintas, respectivamente, se esmeraron en darles una cualidad fílmica mediante el tratamiento del color y filtros de densidad neutra. Con eso logramos disminuir la claridad de la profundidad de campo, que es el aspecto que más me molesta de la cámara digital. Les he ganado apuestas a críticos que juran que utilizamos película fotográfica en Paterson.

P: No solo es un director reconocido, sino una personalidad con la que la gente quiere hablar y tomarse fotos. ¿Le pesa la etiqueta de icono del cine independiente?

R; La gente me reconoce mucho menos de lo que se piensa. Me encanta caminar y conocer lugares. Tomo el metro como cualquier persona. Cuando voy a un festival el trato tiende a ser distinto, y quizás ahí es donde me percato más de mi supuesta popularidad. No me gusta que me fotografíen. Odio las selfies. La tecnología nos ha convertido en zombis, hoy todos quieren registrar el momento. Ir a un concierto se ha convertido en un martirio. No me considero famoso. Debe de ser difícil vivir con la fama. Por eso admiro tanto a algunos actores. Recuerdo que durante la filmación de Flores rotas, mientras el equipo preparaba algunas escenas en una casa alrededor de las siete de la mañana, Bill Murray hablaba con unos técnicos y conmigo en el porche. De pronto Bill paró la conversación y nos dijo “esperad, vuelvo en un momento”. Vimos un poco extrañados cómo cruzó la calle y tocó la puerta de la casa de enfrente, que no tenía nada que ver con la filmación. Un señor le abrió y lo invitó a pasar. Media hora después, Bill regresó al porche con un plato de galletas, que compartió con nosotros. “¿Qué demonios ha pasado?”, le pregunté. Bill tenía hambre y fue a preguntar a la casa de enfrente si tenían algo que desayunar. Al abrir, el señor dijo: “¡Es Bill Murray!” El hombre le pidió que desayunara con su familia. Después le regalaron unas galletas. Se necesita cierto grado de locura para vivir con el hecho de que todo mundo te reconoce cuando sales a la calle. Bill lo sabe manejar bien.

P: ¿Qué fue de la sociedad secreta Los hijos de Lee Marvin? Y más importante, ¿dónde puede uno solicitar su ingreso?

R: Lee Marvin era un actor grandioso e increíblemente versátil. No solo era el tipo más duro que podías ver en una película de acción, sino que podía ser trágico, ambiguo y hasta cómico. Hace poco vi Shack out on 101, en donde Lee está hilarante, interpreta a un cocinero que hace pesas. Tristemente, no se reconocía su talento. La gente no sabe cómo entenderlo. Para rendirle tributo, fundé hace muchos años Los hijos de Lee Marvin, una sociedad ultrasecreta de personas que físicamente podríamos pasar como los hijos de Lee Marvin. Entre los miembros fundadores están Tom Waits y Nick Cave. Todos estamos ya muy viejos. No podría asegurarlo, pero me parece que el miembro más joven es Nicky Katt, uno de los actores de Movida del 76, de Richard Linklater. No hay solicitudes disponibles, lo lamento. De hecho, me temo que ya he revelado demasiado y no sería seguro para ti saber más al respecto.

P: ¿Qué proyectos tiene después de Paterson y Gimme Danger?

R: No lo sé. Me da energía levantarme todos los días y que exista en mí un lado adolescente que me motive a explorar y aprender cosas nuevas. No para hacerme el sabelotodo, sino para tomar conciencia de todo lo que me falta por saber. Una vez que termine la promoción de las dos películas quiero regresar a tocar música con mi banda, y quizá concluir un par de relatos que no he terminado de escribir. También quiero explorar un poco con la fotografía. No tengo un plan maestro. Creo que todo esto contribuye a pulir mi oficio de cineasta, que al final es lo que más me importa.

Palabra de Claude Chabrol

(en respuestas a Laurent Tirard en el libro Mis lecciones de cine)

«Cuando rodé mi primera película tenía veintinueve años y no había puesto nunca el pie en un plató. Mis conocimientos eran puramente teóricos, hasta el punto de que, cuando rodamos el primer plano, el director de fotografía me propuso mirar a través de la cámara, y en lugar de poner el ojo en el visor, quise mirar a través de un perno que hay debajo. Normalmente, un fallo semejante resulta fatal para un realizador. Sin embargo, conseguí hacerme respetar por el equipo porque, gracias a todos los filmes que había visto antes, sabía exactamente lo que quería. No dudé una vez, no me equivoqué, y creo que eso tranquilizó a todo el mundo. La primera lección que aprendí con esta primera película es hasta qué punto, en el cine, más que en otros sitios, el tiempo es dinero. Era tan minucioso que a los ocho días de rodaje ya llevaba tres días de retraso. Mi primer asistente me dijo que a ese ritmo el presupuesto se agotaría rápidamente, y como yo era mi propio productor, fue un argumento que me caló. Entonces me obligué a ir más de prisa, y es así como comprendí finalmente que no se trata de conseguir lo que queremos en el más mínimo detalle, y que solo es indispensable conseguirlo en el plano. Creo que el error que comete todo director principiante es no saber distinguir lo importante de lo que no lo es. Se le da la misma importancia a todo y se quiere explicar todo: por qué ponemos la cámara ahí, por qué usamos esa distancia focal, etc. Sin embargo, con la experiencia, me doy cuenta de que lo principal es tener una visión clara del filme que queremos hacer. Y si no logramos explicar por qué algo se hace de determinada manera, ¡tanto peor! A pesar de todo tenemos que hacerlo, para respetar el tiempo de rodaje. En realidad, el secreto de una película lograda es haber meditado mucho antes de realizarla. Creo que muchos realizadores llegan al plató sin haber alcanzado un estado de reflexión que les permita trabajar bien. Debido a ello pierden el tiempo, y por lo tanto el dinero, y acaban por tener que gestionar cuestiones económicas.

INVENTAR UN ESTILO, NO UNA FORMA

La gramática “básica” del cine, la del viejo sistema hollywoodiense, se hizo para ser transgredida –y así fue-. Sin embargo, no está mal disponer de algunas reglas en las que apoyarnos. Por ejemplo, cuando filmamos un plano-contraplano, es muy práctico saber que los dos actores no deben mirar al mismo lado de la pantalla, porque si no, una vez hemos montado la película, dará la sensación de que se dan la espalda. Pero al margen de esto podemos hacer lo que queramos. Es exactamente como en Literatura. Hay una gramática y cada cual debe crear su estilo haciéndole cosquillas, sin dejar de reconocer lo que se ha hecho antes. Pero no hay que confundir el estilo con la forma. Por ejemplo, hay algo que me irrita sobremanera en este momento, y es la manera de filmar de series de televisión como NY Police Blues: el estilo “falso reportaje”, cámara al hombro, en el que se siguen todos los movimientos de los personajes. Lo que me sorprende en esta manera de hacer las cosas es que va totalmente en contra del arte cinematográfico. El actor está hablando, introduce su mano en el bolsillo para sacar un pañuelo, y la cámara acompaña el movimiento. ¿Por qué? Si nos divierte seguirlo todo es porque no hay punto de vista. Tiene una apariencia de estilo, pero no es un estilo en absoluto, es sencillamente que no se sabe seleccionar. Otra cosa que me sorprende son los realizadores que creen que al multiplicar los planos aceleran el relato; yo opino lo contrario. Sesenta planos de un segundo te parecerán más largos que un solo plano de un minuto. Es una cuestión de persistencia de la retina. Otro tanto ocurre con la cámara lenta en las escenas de moribundos. Sé que ha pasado a ser un principio aceptado, e incluso Peckinpah, cineasta al que adoro, incurría en la tontería de filmar en cámara lenta a los personajes en trance de morir. No obstante, en mi opinión, coreografiar la muerte es la mejor manera de usurparle toda importancia. A menudo este tipo de cosas provienen de directores que pretenden imponer un estilo a través de un método formal e innovador. Personalmente, me sitúo en el extremo opuesto. Cuanto más ruedo, menos efectos quiero hacer, o más exactamente, intento que los efectos sean invisibles, es decir, lograr efectos que no lo parezcan. Por ejemplo, en una de las primeras escenas de La flor del mal (2003) Bernard Lecocq y Benoît Magimel están en un coche y había que mostrar cierto malestar oculto entre ellos. Así pues, empecé rodando la escena desde el exterior, y en un momento determinado, cuando quise mostrar lo que hay más allá de las apariencias, situé la cámara en el interior del coche, con planos cada vez más próximos. Hay un momento en el que quieren ocultarse algo, entonces los filmo de espaldas, desde el asiento de atrás. Así, sin que se haya dicho nada, sabemos de inmediato la situación de ambos personajes. Y más tarde, cuando Magimel dice que no quiere a su padre, no es una sorpresa para el espectador. Se le ha preparado inconscientemente. Éste es el tipo de manipulación invisible que me gusta en el cine.

DIRIGIR ES DECIR LO MENOS POSIBLE

Cuando abordo una escena determinada, normalmente sé dónde situar la cámara, así que empiezo a trabajar con los actores para que se encuentren a gusto. Y la mejor manera de conseguirlo es mostrándoles que la cámara estará con ellos en los momentos importantes, que las expresiones que han ensayado ante el espejo se registrarán adecuadamente. En definitiva, que no han trabajado en vano. Diría que esto se soluciona prácticamente en los dos o tres primeros días de rodaje. Después, una vez que el actor ha cogido confianza, normalmente la mantiene hasta el final. Realizo muy pocas tomas, lo que implica que mis ensayos no van mal. Pero tampoco insisto mucho porque la mecanización se instala pronto. Y hace falta algo de trabajo sin red, es mejor. En mi opinión, el secreto de la dirección de actores consiste en no dirigirlos en absoluto. En el mejor de los casos les doy indicaciones de comportamiento. Por ejemplo, en La flor del mal, le digo a Bernard Lecoq: “Es el típico individuo de manos temblorosas”. Otro tanto con Jean-Pierre Cassel en La ruptura (1970). Le dije: “En realidad, el problema de tu personaje es que teme no existir. Está convencido de que desaparecerá como humo. Por eso se palpa a menudo”. Este tipo de detalles bastan para que el actor comprenda perfectamente al personaje. Pero no hay que mostrarles lo que deben hacer. Hay que dejarlos libres para probar cosas, incluso cambiar las réplicas del guión. A este respecto carezco de orgullo de autor. A veces los actores pueden tener ideas geniales, y hay que aprovecharlas. A veces pueden tener ideas idiotas, y en ese caso hay que mantenerse firme, explicarles tranquilamente por qué no es una buena idea, e incluso por qué la han concebido. Esto suele ocurrir con los principiantes, porque esos tics son un modo de disimular el miedo. En Gracias por el chocolate (2000), recuerdo que Anna Mouglalis había desarrollado uno de estos tics: hablaba sacudiendo la cabeza. Enseguida le pareció muy extraño y le dije: “Bien, así es como hablas cuando la cámara rueda…” Pero lo dije con sentido del humor, porque siempre hay que dirigirse a los actores con respeto. Hay grandes directores que gritan a los actores, que practican el método de la tensión, que les dicen “Lo has jodido” delante de todo el equipo. Ése no es mi estilo.

UN ACTOR DEBE AMAR SU PERSONAJE

Nunca escribo un guión con un actor en mente, porque entonces caemos en la trampa que consiste en que alguien vuelva a interpretar un papel que ya ha hecho. Cuando elijo a un actor, primero tiene que interesarme, tiene que interesarme la persona. He conocido actores que me gustaron mucho en las películas y después de un desayuno juntos, me he dado cuenta de que la cosa no funcionaría entre nosotros. Pero lo que no hay que hacer nunca es mistificar al actor, por ejemplo, contratar a un tipo que nos parece tonto porque queremos que interprete a un tonto. Es deshonesto y, sobre todo, no funciona. Personalmente, soy más bien partidario de que los actores encarnen papeles que en principio no son adecuados para ellos. Parto del principio de que un actor puede interpretarlo todo, pero no necesariamente de la misma manera. Cuando contacté con Jean Yanné para Que la bestia muera (1969), le dije: “Verás, es un papel de cabrón insoportable”. Me respondió: “No hay problema”, lo que me pareció encantador. Y en el plató se pasaba el tiempo justificándome el comportamiento de su personaje. Esto es fundamental, porque un actor, a no ser que interprete a alguien que se deteste a sí mismo, debe amar su personaje, independientemente de cuál sea. Con mucha frecuencia observo a actores que no lo comprenden, que establecen una distancia entre ellos y el personaje, sin duda por miedo a que el público no distinga la diferencia. En mi opinión es un grave error.

UN TRABAJO DE PRECISIÓN

No filmo más de lo necesario. Sé exactamente cómo debo rodar el filme y cómo lo voy a montar, por lo tanto la idea de rodar planos suplementarios me parece una aberración. En primer lugar porque me haría perder tiempo, y luego porque implicaría que el plano previsto no era el plano evidente, y por lo tanto que no he pensado bastante en ello. Sé que hay muchos directores de cine que prefieren acumular imágenes para elegir después, pero, personalmente, creo que escogen un poco tarde. Ahora, en el rodaje, dejo cierto espacio a lo inesperado. Nunca hago películas que al final cuenten otra cosa de lo que tenían que contar al principio, pero a veces cuentan eso y algo más. Puede ocurrir que tengas un tema con dos aspectos, uno de los cuales te parece más importante y el otro secundario, como una melodía en contrapunto. Y en el momento del rodaje puede suceder, sobre todo a través de la interpretación de los actores, que ciertos elementos de la historia cobren más importancia que otros. En este caso se crea un desequilibrio que, si se domina adecuadamente, puede transformarse en un nuevo equilibrio. Sin embargo, en mi caso, si algo así llega a ocurrir, sucede durante el rodaje. Nunca en el montaje. Según mi método de montaje, este es un trabajo de precisión más que de imaginación. Depende de cada imagen, y por eso continúo montando según el método tradicional porque el montaje digital solo permite una precisión de seis en seis imágenes. No podría “reconstruir” una escena en el montaje. Me sería imposible. Pero comprendo perfectamente los filmes que se deben enteramente al montaje, como Apocalypse now! (1979), cuya historia no dejó de evolucionar durante el rodaje y el montaje. No existen reglas. ¡Pero ésta no es la solución más económica! Aconsejo sinceramente a quienes quieran hacer una larga carrera en el cine que no trabajen como genios derrochadores. Pueden trabajar como genios si eso les divierte… ¡pero no muy caros!

CADA CUAL TIENE SU CAMINO

No tengo ningún consejo que dar a quienes quieran hacer cine en la actualidad. No hay decisiones buenas o malas. Lo formidable del cine es que adopta muchos rostros: hay grandes cineastas reconocidos a los que no soporto, y otros que me encantan y a todo el mundo le parecen malos. Sin embargo, uno de los errores más insólitos en el cine francés contemporáneo es la necesidad que sienten los directores de escribir sus propias películas. Aparentemente, aquello que nos divertíamos en llamar la política de los autores, en los años sesenta, se ha entendido mal. No era un elogio a los guionistas, en absoluto. Al contrario, los dos cineastas que se citaban como ejemplo eran Hitchcock y Hawks, que no escribían una sola línea pero que no obstante lograban imponerse como autores de sus películas. En la actualidad, todos los realizadores principiantes escriben su propio guión, y cuando veo sus películas tengo la impresión de que las faltas de ortografía aparecen en la pantalla. No tengo nada contra las escuelas de cine, aunque creo que no bastan para una formación completa. Lo bueno de las escuelas es que en ellas se ven muchas películas, normalmente a través del principio de “visita guiada”, es decir, con un profesor que te explica cómo ver cada filme. En mi propio caso, viendo películas es como me apetece hacerlas. Fue la admiración lo que en un principio me empujó hacia el cine, aunque si vuelvo a pensar en ello, cuando creamos aquello que todavía hoy se conoce como Nouvelle Vague, fue ante todo como reacción contra un cierto tipo de cine. Para concluir, diré que el aspecto más destacable de las escuelas de cine es que permiten distinguir a los que quieren hacer cine y los que quieren estar en el cine, que no es lo mismo».

Western como estudio de personajes: Solo el valiente (Only the Valiant, Gordon Douglas, 1951)

 

La película que Gregory Peck llegara a considerar como la primera gran crisis personal y profesional en su incipiente carrera ha ido adquiriendo con el tiempo cierta pátina de joya escondida, a medida que se ha ido reivindicando la figura y la trayectoria del siempre discreto Gordon Douglas, uno de esos considerados «artesanos» que presenta sin embargo suficiente nómina de títulos sólidos y solventes para otorgarle dimensión propia como cineasta con personalidad creativa e intereses concretos. Se trata de un western con referencias fordianas (la última entrega de la llamada «trilogía de la caballería» de John Ford, Rio Grande, se estrenó el año anterior) y tintes hawksianos que, a través de un protagonista atormentado como centro, acumula a su alrededor una heterogénea galería de personajes masculinos obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, sometidos a una letal amenaza exterior, con un fuerte de la caballería estadounidense hostigado por tribus apaches como escenario. El capitán Lance (Peck) tiene fama de severo y poco empático, pero también de ser el mejor oficial del puesto. Cuando la avanzadilla ante el territorio apache, situada en un enclave militar llamado Fort Invincible, es aniquilada, Lance se desplaza allí con un pelotón y logra capturar a Tucsos (Michael Ansara), el jefe de la partida. Sin embargo, demasiados expuestos al enemigo, el coronel decide trasladar al prisionero a un fuerte mayor y más lejano, para lo que elige al teniente Holloway (Gig Young), un hombre muy querido por la tropa que además es rival de Lance por el amor de Cathy (Barbara Payton), hija de otro oficial. Aunque la decisión es estrictamente de interés militar (el coronel, enfermo e impedido, considera a Lance más cualificado para la defensa del fuerte ante el inminente ataque de un millar de enfurecidos apaches dispuestos a liberar a su jefe), los hombres interpretan la elección de Holloway para la misión como una maniobra de Lance para deshacerse de un adversario personal, y cuando el pelotón es atacado, Tucsos liberado por sus guerreros y Holloway y otros hombres perecen, Lance es señalado por todos (incluida Cathy) como responsable único. Cuando diseña un plan de defensa que incluye establecer una primera línea de resistencia en el desolado Fort Invincible, elige para acompañarle a la tropa que más le desprecia: el teniente Winters (Dan Riss), débil e incompetente; el sargento Ben Murdock (Neville Brand), un bravucón indisciplinado; el cabo Gilchrist (Ward Bond), un borracho; el corneta Saxton (Terry Kilburn), un cobarde; y los soldados Rutledge (Warner Anderson), que le guarda un rencor irracional desde los tiempos de la Academia; Kebussyan (Lon Chaney Jr.,), un árabe enrolado en la caballería estadounidense que formaba parte del destacamento aniquilado de Holloway y odia a muerte al capitán Lance; Onstot (Steve Brodie), un sudista que siempre se hace el enfermo; y Joe Harmony (Jeff Corey), el explorador de la unidad. Las intenciones de Lance son impedir a los apaches el paso por el estrecho desfiladero que conecta su territorio con la empalizada de Fort Invincible, volándolo con explosivos si es preciso.

Que a Douglas y sus guionistas, Harry Brown y Edward H. North, les interesa sobre todo el retrato de personajes en una situación desesperada se desprende del desprecio a la lógica que resulta de la incongruente premisa argumental, es decir, cómo un grupo de nueve hombres puede resistir en un fuerte cuya guarnición completa ha sido aniquilada totalmente por el mismo enemigo al que van a enfrentarse ahora, o bien cómo aquella no fue capaz de pensar en el bloqueo del desfiladero como infalible medio de defensa y ahorro de vidas. Dejando esta anomalía dramática aparte, es el pequeño espacio de Fort Invincible y las relaciones entre los personajes el objeto de interés de Douglas. La película pasa aquí de los exteriores y las cabalgadas por las praderas a escenarios recreados en el estudio, tanto en el interior del fuerte como en sus alrededor y en las acartonadas paredes supuestamente rocosas del desfiladero (la película es una producción conjunta de Warner Bros. con Republic Pictures, famosa por la producción de sus westerns de bajo presupuesto, lo que se traslada a cierta precariedad en los decorados y en una absoluta incoherencia visual, de puesta en escena y de iluminación, respecto a los exteriores auténticos), y si bien la principal queja de Peck en su día se refería a que su personaje no deja de deambular, de forma algo desorientada y caprichosa, de aquí para allá para tener grupos de escenas de uno a uno con sus compañeros que revelen las motivaciones y aspiraciones más o menos veladas de los personajes, lo cierto es que es ahí donde radica el interés de la película. Un poco al modo de La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934), incluido el personaje de árabe algo místico que allí era Boris Karloff y aquí el hijo de Lon Chaney, los soldados van siendo eliminados uno a uno por un enemigo invisible, al tiempo que sus conflictos e intereses opuestos condicionan el incierto éxito de una misión que Lance ha encomendado a los hombres a priori menos indicados para estar bajo su mando (más adelante, en el instante previo al clímax de acción de la cinta, anuncia los verdaderos motivos de esta elección: su carácter prescindible; el hecho de que sus muertes, más que seguras, no supondrán una gran pérdida a la caballería ni a sus compañeros de la segunda línea defensiva).

Sobre esa estructura de western convencional insertado en el marco de la caballería (terceto de personajes en choque sentimental; situación límite bajo la amenaza india; toque de corneta y salvación in extremis en la secuencia decisiva), algo lastrado por los exteriores reconstruidos en estudio, donde la fotografía de Lionel Lindon hace lo que puede y en los que, además, tiene lugar el grueso de las secuencias de acción, con un guion en parte caprichoso y con un desenlace algo apresurado y comprimido en su búsqueda del final armónico y feliz que haga encajar las piezas anteriormente diseminadas con meticulosidad y detalle, la fortaleza de la película, como en otros estimables westerns de su director –Río Conchos (1964), Chuka (1967), Los forajidos de Río Bravo (Barquero, 1970)-, radica, en la línea de Hawks, en la presentación de un puñado de personajes bien caracterizados con intereses diversos, que se van desarrollando a medida que se suceden las circunstancias expuestas en el guion y convergen en torno a ideas y principios como el instinto de supervivencia, el orden, la disciplina, la angustia, la debilidad, el egoísmo y el deber. Bajo los acordes de una vibrante y sensible música de Franz Waxman, Douglas conduce con buen pulso y vivo ritmo una historia que va más de personas que de situaciones, en la que lo que más le interesa es la evolución de los personajes en torno a Lance (la chica y el malogrado Holloway, y cada uno de los miembros de su pequeña tropa), y de cómo este es capaz de recuperar o redimir a algunos de ellos (el cobarde Saxton, el borracho Gilchrist -si bien cediendo y dejándole entrar en su terreno-, el iluminado Kebussyan, que de desafecto pasa a ser su gran defensor, el teniente Winters, el héroe mudo que posibilita el sentido del desenlace), ganándolos para la causa de todos, mientras que nada puede hacer por otros -el sargento Murdock y el soldado Onslot, reducidos a la categoría de divertimento para los apaches; el soldado Rutledge, que siente su animadversión por el capitán hasta el final- porque aceptan de mayor grado la muerte que la autoridad de su superior.

En el momento culminante, sin embargo, antes del presuroso epílogo que nos introduce en la reconfortante conclusión, la presencia inesperada de una ametralladora Gatling anuncia ya en 1951 la muerte de un mundo, de una manera de entender el Oeste, la guerra, el choque de civilizaciones entre blancos e indios, la imposibilidad de un futuro para estos. La irrupción definitiva de la era moderna, de la tecnología, de la aniquilación masiva cuyo pulso se sentía notablemente al inicio de aquella década. Y, sobre todo, la muerte de unos personajes que en un solo golpe de manivela (como las de las antiguas cámaras cinematográficas, que también señalaron un cambio de era) han quedado anticuados, desfasados, héroes imperfectos sin tiempo ni sitio.

Imitador imitado: La cosa (El enigma de otro mundo) (The Thing, John Carpenter, 1982)

 

La aventura de esta película da comienzo en Heidelberg, donde Howard Hawks se encontraba rodando La novia era él (I Was a Male War Bride, 1949), célebre comedia con un travestido Cary Grant como protagonista en la inmediata posguerra mundial. Es allí cuando Hawks tiene noticia del relato Who Goes There? del escritor y editor de ciencia ficción John W. Campbell, toda una institución en el género en su versión literaria, una de cuyas características primordiales residía en la exigencia de un planteamiento lo más científico posible de las tramas y los argumentos, es decir, con la ciencia y el conocimiento por encima de la fantasía, lo que le llevó, por ejemplo, a editar los primeros cuentos de Isaac Asimov al tiempo que rechazaba las primeras obras de Ray Bradbury. Un tratamiento de apenas cuatro páginas esbozado en pocos días fue el germen del guion de Charles Lederer que Christian Nyby filmó en 1951, con la producción y bajo la supervisión de Hawks, y a partir de su trabajo de planificación. Un filme de bajo presupuesto pero de gran calidad técnica e interpretativa acerca de un grupo de investigadores en la Antártida hostigados por una criatura hostil proveniente de otro planeta, y que compensaba su artesanía formal y la limitación de medios con una excelente construcción de un suspense denso, casi irrespirable. Treinta años más tarde, el más hawksiano de los cineastas modernos, John Carpenter, al rebufo de los últimos éxitos comerciales del cine de terror y de ciencia ficción, asumió la tarea de actualización y de enriquecimiento formal y argumental de esta historia con un nuevo guion de Bill Lancaster, lo que dio como resultado una película que, si bien pinchó en taquilla y despertó reacciones contrapuestas entre la crítica, se ha convertido en todo un clásico de referencia.

La conformación básica del argumento no puede ser más hawksiana, y similar a la idea inicial de algunos de los trabajos previos de Carpenter, como la estupenda Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976): un grupo de personajes de caracteres y experiencias contrapuestos, inmersos en un clima de rivalidad personal y/o profesional, enfrentados entre sí y agrupados y obligados a aparcar sus diferencias (aunque no del todo) y a colaborar para garantizar su supervivencia frente a una amenaza externa y más poderosa. Desde este argumento, Lancaster y Carpenter trabajan la situación de modo distinto a Nyby, Hawks y Lederer. Aunque el breve prólogo espacial ya indica, un tanto innecesariamente, por dónde van a ir los tiros, la secuencia inicial, el helicóptero de una vecina base de investigadores noruegos en persecución de un perro, contra el que disparan rifles e incluso lanzan explosivos, establece un alto nivel de intriga y suspense que el guion no hace sino aumentar, dotándolo a medida que pasan los minutos de nuevas y profundas ramificaciones. Así, la resistencia del grupo frente a las consabidas condiciones de aislamiento y climatología, con el complemento de hastío y aburrimiento que conllevan, se ve sacudida por su necesidad de combatir un ente externo amenazador de naturaleza desconocida, y cuya mayor habilidad parece consistir en ser capaz de asumir la forma exterior de otras criaturas. Así, al terror a un monstruo de dimensiones y capacidades ignoradas, y por ello tanto más peligroso, hay que añadir el horror de la invasión corporal al estilo de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956), el pavor a ser poseído y desnaturalizado por ese engendro de otro planeta (un temor heredado del relato y la película original, cuando esta circunstancia funcionaba como alegoría de la adscripción ideológica a corrientes de pensamiento hostiles o combatidas por la forma de vida americana; léase: comunismo), y, como consecuencia, un miedo más, teñido de paranoia, la necesidad de protegerse aun de los propios compañeros, dado que nadie sabe realmente quién, cómo y en qué medida puede haberse convertido en un bicho extraterrestre de intenciones aviesas. Esta suma de terrores se inserta, además, en una línea clásica al estilo de las viejas historias de Agatha Christie, en particular Diez negritos, retitulada ahora por aquello de la corrección política de la insoportable «cultura» woke, en la que los personajes son eliminados uno a uno y el misterio radica en averiguar la identidad del asesino, que además aquí consiste en una respuesta fluida y cambiante.

El planteamiento inicial parte, por tanto, de la fusión de géneros, experimento que venía disfrutando de la recompensa del público en títulos inmediatamente anteriores como Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), en su mezcla de ciencia ficción y terror de casa encantada, o Atmósfera cero (Outland, Peter Hyams, 1981), combinación de ciencia ficción y wéstern, y contemporáneos como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), mixtura de ciencia ficción y cine negro. Con la progresiva construcción de un entorno opresivo y claustrofóbico (la noche sustituye al día, la penumbra a la luz, los exteriores a los interiores), acentuado por la lacónica pero muy efectiva partitura compuesta por Ennio Morricone y la cada vez más sombría fotografía de Dean Cundey, complementada por ese diseño abigarrado y saturado del espacio por el que transitan los personajes (pasillos estrechos, habitaciones angostas, acumulación de objetos, enseres, cajas, instrumentos, maquinaria, archivadores, etc.), la película va deslizándose del minimalismo formal, la intriga y el ritmo pausado a la apoteosis de los efectos especiales en la forma de cuerpos que se deforman, se abren y se desgarran, en lo que fue una de las primeras muestras de ese nuevo gusto por la repelencia que algunos asimilan o equiparan con el miedo, pero que crea cuadros vivos de gran belleza visual y aire próximo al surrealismo, y que exploran una versión más tremendista y visceral de las indagaciones formales de otro celebrado cineasta contemporáneo, David Cronenberg. A pesar del impacto de los pasajes más sanguinolentos y decididamente epatantes, la película, más allá de esa confluencia de terrores de distinto nivel, los aúna en un único sentimiento de miedo existencial de carácter mucho más profundo y filosófico que lo que el mero cine de entretenimiento, acción y terror, es decir, de evasión, permite presuponer, concitados en la idea de que ese grupo de científicos, a medida que se dejan invadir por la sospecha y el miedo, abandonan toda su preparación intelectual, todas sus capacidades cognitivas, y reaccionan conforme a sus más básicos instintos de conservación (no tardan en verse reacciones violentas, racistas, criminales…) y desde la irreflexión, la irracionalidad y la brutalidad, elemento degradante que visualmente se concentra, por ejemplo, simbólicamente, en la botella de whisky que acompaña el inicio y el final, y que salpica esporádicamente los fotogramas con su presencia más o menos disimulada (el vaso que el personaje de Kurt Russell vierte en el ordenador que acaba de ganarle al ajedrez, por ejemplo).

El fracaso de la película al hilo del gran éxito de ciencia ficción del año, E. T., el extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982), de inclinación, modos y maneras totalmente opuestos, no empaña la creciente reputación de esta obra de Carpenter, aglutinadora de corrientes, temas, formas y estilos anteriores pero que también se erige como uno de los títulos más influyentes en el cine posterior de ciencia ficción, y que hoy engrosa las filas de esa categoría de difícil delimitación y propensa al esnobismo que se denomina «cine de culto».

Psicopatía depredadora: La última caza (The Last Hunt, Richard Brooks, 1956)

 

Aunque suele señalarse la década de los sesenta, con las últimas obras de veteranos del western como John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh, la irrupción de nuevos autores como Sam Peckinpah o Sergio Leone como avanzadilla y máxima expresión del spaghetti-western, y las relecturas políticas y sociológicas del género en relación con los acontecimientos del momento (derechos civiles, Guerra Fría, guerra de Vietnam…), como la etapa crucial en la renovación y proyección del cine del Oeste hacia el futuro, lo cierto es que, como de costumbre, pueden atisbarse suficientes huellas de evolución, regeneración y transformación en las décadas anteriores, en las películas de esos mismos directores clásicos -perspectiva pro-india o al menos respetuosa con su punto de vista y con la realidad histórica, tratamiento crítico de la violencia, superación de arquetipos y de lugares comunes y mayor profundidad psicológica y narrativa- o en las de otros que, como Richard Brooks, realizaron puntuales pero muy estimables incursiones en el género cinematográfico norteamericano por excelencia, y que, debido precisamente a esa especificidad, se convierte asimismo en universal. En La última caza encontramos un western clásico en el fondo (rivalidad personal y profesional de dos hombres combinada por su atracción por una misma mujer) y en la forma (gran formato, parajes abiertos, grandes paisajes, banda sonora al uso -de Daniele Amfitheatrof- y espectacular y colorista fotografía -de Russell Harlan-) para narrar una historia que, partiendo de mimbres igualmente recurrentes (cazadores de búfalos, la pelea por los beneficios, el enfrentamiento con los indios), proporciona nuevos ángulos -el mismo año que Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)- desde los que observar el western y la sociedad de la que emana.

En primer lugar, destaca la vertiente ecologista y conservacionista del guion escrito por Richard Brooks a partir de la novela de Milton Lott. El hilo argumental, la coincidencia de un grupo de personas variopintas en una partida que se dedica a la caza profesional de búfalos para lucrarse con sus pieles, permite introducir un discurso que responde a una concepción moderna y plenamente vigente de los valores conservacionistas y de preservación de la naturaleza. Personificado en los búfalos, en el decreciente número de sus manadas y de los individuos que las componen, el relato aboga por la conservación incluso atendiendo a las razones egoístas: el mantenimiento de la especie contribuye no solo a garantizar el equilibrio natural, sino que constituye una fuente de prosperidad al permitir a futuro la explotación sostenible y continuada de los recursos, y con ello evitar el inconveniente del nomadismo excesivo o de un sobrevenido y necesario reciclaje personal poniendo el revólver y el rifle al servicio de otros fines tanto o más perversos que el asesinato sistemático de animales. De este razonamiento se deriva otro posterior y tanto o más importante, y es la importancia decisiva que los búfalos tienen para los indios, su cultura y su medio de vida, incluso tras ser derrotados, sometidos y confinados en reservas a menudo fuera de sus territorios tradicionales. Y por esa vía la película llega a presentar la psicología de los personajes, en particular del protagonista negativo de la cinta, el psicópata depredador Charles Gilson (Robert Taylor), que de un pasado sangriento de violencia contra los indios ha pasado a lucrarse con la eliminación brutal, sistemática, sin medida, de todo búfalo, macho o hembra, adulto o cría, que se cruza en su camino, no tanto porque le reconforte matar búfalos, sino porque lo que le gusta es matar, pero si además se gana la vida con ello, mucho mejor. A tal fin recluta a un grupo encabezado por Sandy McKenzie (Stewart Granger), que accede por necesidad pero manifiesta no pocos escrúpulos al comprender los efectos de sus acciones tanto para los animales como para los seres humanos que dependen de ellos; Woodfoot (Lloyd Nolan), un viejo tullido que personifica el viejo Oeste, el medio de vida, no desprovisto del todo de un código de honor, que está a punto de desaparecer junto con el último búfalo; Jimmy (Russ Tamblyn), un joven e ingenuo mestizo (y además, pelirrojo) que concita los odios raciales de Charles; una joven india (Debra Paget) y su pequeño, que sobreviven a la escabechina que Charles hace con un grupo de indios ladrones de caballos y que este acoge, literalmente, como esclavos.

Los búfalos y la muchacha india son los puntos de fricción entre Charles y Sandy, cuyo antagonismo se va haciendo cada vez más agudo. Primero, porque Sandy sabe que no tiene más remedio que matar para sobrevivir, pero también cuándo parar, cuándo tiene bastante, y distinguir entre el cazador y el carnicero. Segundo, porque poco a poco se enamora de la muchacha india y sufre cuando, cada noche, Charles abusa de ella y la viola sin contemplaciones. Así, el guion une el abuso de los recursos en la infantil creencia de su carácter ilimitado con el hundimiento de una cultura arrasada por el hambre y con el crimen personificado en la violación continuada de la mujer india y su sometimiento a esclavitud, asociación de ideas de lo más revolucionaria en la era Eisenhower. El episodio de la piel del búfalo blanco, animal sagrado para los indios, «gran medicina», y la negativa de Charles a cederla a los indios, tanto por el beneficio económico que espera obtener por ella como por orgullo, por la voluntad de no ceder un ápice ante los indios y de negarse a tener con ellos cualquier rasgo de humanidad, es ilustrativo de esta psicología irreflexiva, destructiva, alimentada de odio.

La película, que alterna exteriores de gran vistosidad a los que la fotografía saca un excelente partido con las escenas menos afortunadas que los recrean en interiores, discurre por derroteros que a la acción (las secuencias de caza, las peleas en los salones y tabernas, los duelos a pistola, las persecuciones de carros y caballos) suman una interesante caracterización de personajes a base de pinceladas suaves pero precisas, buenos diálogos y un subtexto rico en perspectivas y matices que revelan distintas actitudes y sensibilidades, siempre al servicio de la reivindicación de la naturaleza y de una vida armónica en su seno, de la que los indios son ejemplo a seguir (no así en otras cosas). Unos indios que, como tales habitantes de un mundo en estado natural, para individuos como Charles merecen idéntico tratamiento y régimen de explotación que el dedicado a los búfalos. Desde este punto de vista, sin embargo, la película le pertenece por derecho a Robert Taylor. Antaño galán más o menos soso y acartonado en películas de todo tipo, en la fase más veterana de su filmografía supo crear personajes ambiguos y retorcidos como este Charles Gilson, un auténtico psicópata sediento de sangre para quien la vida, humana o de cualquier otro animal, no tiene ningún valor, y que engrosa por derecho propio la larga lista de dementes, psicópatas e iluminados (pistoleros, militares, jugadores, tramperos, cuatreros) que pueblan el género del western. Egoísta, carente de cualquier sentimiento que no sea el de posesión y satisfacción de sus más primitivos instintos, entiende que la única manera de sentirse vivo es acabar con todo lo que vive a su alrededor, ya sea físicamente o anulándolo por completo, despreciándolo, sometiéndolo, aduñándose de él, a veces únicamente, como en el caso de la chica, para imponerse y hacer sufrir a sus semejantes, Sandy en este caso. En este sentido, la conclusión de la película, que funde en un único instante el enfrentamiento entre personajes por la mujer y por los negocios y el discurso sobre la naturaleza, evita el lugar común propio de los desenlaces del western al tiempo que se erige en una especie de manifestación de justicia poética: la venganza de la naturaleza contra un ser humano que le es hostil, que se cree a la vez Dios, soberano todopoderoso y ángel exterminador.

Mis escenas favoritas: La última película (The Last Picture Show, Peter Bogdanovich, 1971)

 

Anarene, Texas, años 50. Tres jóvenes amigos, Sonny, Duane y Jacy, son adolescentes insatisfechos y aburridos que encaran el final de sus años jóvenes y el nacimiento de las responsabilidades de la edad adulta. A su alrededor, el desolado entorno de un pueblo moribundo, últimos resquicios del lejano Oeste, un tiempo estancado que transcurre entre un salón de billar, un café abierto toda la noche y una vieja sala de cine que proyecta Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948). Una obra maestra sobre la frustración, la traición y la pérdida, sobre las promesas incumplidas, las certezas destruidas y las seguridades inexistentes. Todo ello, en el espléndido blanco y negro de Robert Surtees.

 

 

Carta de Max OpHüls

No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.

Stefan Zweig

El catálogo de títulos míticos que vieron la luz en 1948 es impresionante: Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclete) de Vittorio de Sica, Hamlet de Laurence Olivier, Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door) de Fritz Lang, La ciudad desnuda (The Naked City) de Jules Dassin, Río Rojo (Red River) de Howard Hawks, La soga (Rope) de Alfred Hitchcock, Jennie (Portrait of Jennie) de William Dieterle, Las zapatillas rojas (The Red Shoes) de Michael Powell y Emeric Pressburger, El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre) o Cayo Largo (Key Largo) de John Huston… De entre todas las joyas cinematográficas de aquel año ha destacado con el tiempo de forma inevitable Carta de una desconocida (Letter From an Unknown Woman), adaptación de Max Ophüls y Howard Koch del breve relato de Stefan Zweig publicado en 1927, protagonizada por Joan Fontaine y Louis Jourdan. Reconocida como un clásico instantáneo desde el momento de su estreno, sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte cinematográfico de todos los tiempos. Afectada por la costumbre de los remakes, cuenta con una versión china de 2004 dirigida por Xu Jinglei que fue premiada en el Festival de San Sebastián.

Esta gran obra maestra, excelente en cuanto a concepción, desarrollo y acabado final, encierra además la notable cualidad de que probablemente se trate de una de las mejores adaptaciones de una obra literaria jamás filmadas, valor incrementado si cabe por el hecho de que Koch y Ophüls (que firma la película como Opüls) consiguen elevar el tono, profundizar en su nivel de dramatismo y sensibilidad. En definitiva, logran redondear la intención del autor, ahondar en la idea central del relato inicial, lo que convierte Carta de una desconocida en un caso realmente excepcional. Conviene recordar brevemente lo fundamental del relato y repasar las aportaciones que Koch y Ophüls realizaron al texto original para percibir esa vuelta de tuerca que el director consigue dar a la historia tal como la concibió Zweig.

El cuento empieza con el regreso a su casa de R., famoso novelista de la Viena de 1900, tras una excursión de varios días por la montaña. Su vuelta tiene lugar precisamente el día de su cuadragésimo cumpleaños, aunque R., que se deja llevar por la vida de manera algo inconsciente, ni se ha percatado de ello hasta que ha visto la fecha en el periódico. Su asistente le espera con el té preparado y la correspondencia dispuesta en una bandeja. Examina el correo sin demasiado interés y deja de lado una voluminosa carta cuya letra desconoce y que carece de firma y remite. Finalmente, dado que el resto del correo no llama su atención, retoma la carta y lee su encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”. Intrigado, atrapado por el enigmático inicio, continúa la lectura no muy convencido de ser él el auténtico destinatario, pero lo que lee le sobrecoge.

Se trata nada menos que de un desgraciado relato de vida, una carta enviada tras el fallecimiento de su autora que se abre además con el anuncio de otra muerte, la de un niño, su hijo, debida a una epidemia de gripe. R. sigue sin entender, pero a medida que lee se da cuenta de que la carta habla también de él. Lo que ella narra en una docena de cuartillas no es más que la historia de su amor apasionado, obsesivo, enfermizo por R., iniciado cuando ella apenas tenía trece años y vivía junto a su madre en la misma casa que vive el novelista, en el cuarto al otro lado del rellano de la escalera. La mujer relata de manera minuciosa, emocionada la historia de su súbito enamoramiento al descubrir la llegada de un nuevo inquilino al edificio, un amor originado incluso antes de verse en persona, nacido únicamente de la contemplación de los utensilios, muebles y libros que el nuevo vecino estaba haciendo trasladar a su recién estrenado hogar, y confirmado la primera vez que escuchó su voz y vio su aspecto. Cuenta la importancia que él tuvo en su joven vida de niña, cómo ella estaba pendiente de sus entradas y salidas, de los ruidos en el pasillo, de su silueta tras la ventana, de sus costumbres y hábitos diarios, cómo moría de rabia cuando asistía impotente a la disoluta vida del novelista, cómo lloraba al verlo acompañado cada noche por una mujer distinta, todas bellísimas, o cuando las descubría abandonando furtivamente el edificio a primera hora de la mañana. Cómo para ella había supuesto casi la muerte el traslado a Innsbruck y la inevitable separación de él por causa del nuevo matrimonio de su madre, cómo había querido darle a conocer su amor el día anterior a su partida y cómo había fracasado en el intento. Cómo se había mantenido alejada de los hombres esperando la ocasión de volver a él para entregarle su pureza. Relata, entre lágrimas que se adivinan, cómo había conseguido regresar a Viena para trabajar en un negocio de confección y, precisamente en otro cumpleaños de R., convertirse por fin en una de tantas mujeres en acompañarle en sus noches de placer sin lograr, como las demás, otra cosa que ser un objeto de disfrute que olvidar a la mañana siguiente, llevándose a cambio unas pocas rosas blancas, flores que desde entonces ella le enviaba sin remite cada día de su cumpleaños como forma íntima de comunicarse con él sin darse a conocer, sin llegar a suscitar nunca en el despreocupado, superficial R. la curiosidad de saber la autoría del envío.

Ella describe nostálgica el nacimiento de un niño tras aquel encuentro, pero también narra cómo no había vacilado en entregarse a otros hombres a fin de adquirir un tren de vida que le permitiera mantener al pequeño y frecuentar el ambiente en que se movía R., cómo hubo otros encuentros amorosos en los que él no la reconoció y volvió a disfrutar de su cuerpo con la misma distancia emocional. Cómo ella había enfermado de desesperación al comprobar que él no había reconocido en ella, no ya a la niña de trece años, sino a la amante ocasional y repetida, cómo se había ofendido al recibir dinero de él a cambio de su amor, cómo había enfermado y muerto su hijo y cómo ella misma se estaba preparando para seguir su suerte contando su vida a quien precisamente había sido su centro, alguien que nunca había reparado en ella pese a haber compartido dulces momentos y haberle dado un hijo, su bien más preciado.

El relato finaliza con R., terminada la carta, buscando en las nebulosas de su memoria alguna impresión fragmentaria de aquella mujer, una efigie o un olor, un fantasma del pasado que no pasa de ser un perfil difuso, borroso, mientras su mirada se posa en el jarrón azul por primera vez vacío de rosas blancas el día de su cumpleaños y siente un escalofrío de muerte al intentar evocar la imagen de la amante que se le escapa como una música lejana, olvidada.

El cuento de Zweig se inscribe en el contexto de un romanticismo alemán tardío llevado al límite. El particular planteamiento viene además condicionado por la compleja mentalidad del escritor, popularísimo en los años veinte y treinta pero atormentado principalmente a causa de los fenómenos políticos que le tocó vivir, angustia que finalmente le conduciría al suicidio en 1942. En cambio, este exceso melodramático de corte folletinesco no resultaba a juicio de Ophüls demasiado apropiado para los gustos del público de 1948 y por ello optó por realizar algunos cambios que, respetando la idea original, dotan a la historia de una mayor riqueza de matices e introduce algunas novedades en función de la diferencia de código narrativo que supone el cine respecto a la literatura.

El más evidente es la presencia de los nombres de los protagonistas. En el relato conocemos al novelista R., pero nada sabemos, ni tampoco él, de la identidad de la mujer de la carta; sin embargo, en la película se dotó a los personajes de nombre y apellidos (Stefan Brand y Lisa Berndle). Esta decisión busca en primer lugar una mayor cercanía e implicación del espectador en el drama al que asiste, y también un empeño por conseguir que el público no se limite, como en el relato, a ser mero testigo de las revelaciones de la mujer y de las emociones de R. a medida que las va conociendo, obligándole a participar en el desenlace de la historia según la más elemental regla del suspense, esto es, informar al público de circunstancias o datos que ignoran alguno o todos los personajes a fin de convertir al espectador en elemento de engranaje para el guión. Así el público, necesariamente conocedor de la existencia de Stefan y de la mujer por separado y del fino hilo amoroso que los une, es igualmente sabedor de la identidad y existencia de Lisa y de su amor por Brand, con lo que su facilidad para simpatizar con su dramática situación es mayor. Para el público ella no es una desconocida sino Lisa, la niña de trece años luego mujer. Sólo resulta un enigma para Brand, y por tanto el interés por lo que pueda ocurrir finalmente, si la recordará, si habrá dejado huella en él, servirá como vehículo de intriga para el espectador a diferencia del relato, en el que personaje y lector se limitan a compartir su sorpresa y consternación en el momento de la lectura de la carta.

Este mecanismo también se extiende al personaje de Brand. En el relato, el novelista aparece únicamente en las primeras y las últimas líneas, de modo que el lector no es informado de los sentimientos de R. hasta el final, cuando abandona la lectura con manos temblorosas y se esfuerza por recordar a la autora de la carta. Sin embargo, Ophüls y Koch introducen al público en los sentimientos de Brand durante la lectura mediante el uso del flashback. La estructura consiste en continuos saltos en el tiempo que permiten seguir la historia de forma fiel al relato escrito por Lisa mientras unos paréntesis marcados a través de fundidos en negro encadenados nos muestran las reacciones de Brand, leyendo ávidamente, acomodándose en el asiento sin poder quitar la vista del papel, sin distraerse ni cuando le sirven su café, escrutando las fotografías de Lisa y el niño que acompañan la carta…

Ophüls consigue que el foco emocional para el espectador sea doble, añadiendo a la arrebatadora historia de la mujer el efecto de sus palabras en el ánimo de Brand. Pero el giro magistral, el truco definitivo, lo constituye la idea de Koch de introducir un duelo de honor en la trama. Brand ha regresado a casa la madrugada de su cumpleaños dispuesto a huir, a escapar forzosamente a causa del duelo al que ha sido retado, presuntamente por un marido burlado, como consecuencia de sus continuas correrías amorosas. La vuelta a casa, la urgente preparación del equipaje, el cierre de asuntos pendientes antes de una larga ausencia obligada se rompe con la lectura absorbente e intranquila de la carta de Lisa, que irá poco a poco hollando el ánimo de Brand hasta que, consciente de sus propios actos, de su vida disoluta y del dolor causado durante años indiscriminadamente a jóvenes como Lisa, el perturbador efecto de la narración de la mujer le hace abandonar su furtivo proyecto y presentarse al duelo en el que ha de perder la vida, asumiendo un castigo por sus pecados que considera justo e inevitable.

Esta deformación del relato original convierte la carta en el detonante para Brand del nacimiento de un sentimiento de culpa y de su correspondiente deseo de perdón y redención, proporcionando a la historia un final más redondo, efectivo y concluyente para el público, que observa en las últimas tomas cómo Brand acude a la cita junto a su criado, con la imaginada y fantasmal silueta de Lisa abriéndole la puerta de su destino como lo había hecho, en sentido inverso, en la secuencia de la mudanza al inicio de la película. Ella adquiere así un papel más profundo, por fin, en la vida de Brand, estableciendo una doble dirección de influencia mutua de la que carece el relato, y consiguiendo que en la percepción del público Lisa pase de ser una mujer que ha violado todas las convenciones sociales de comienzos del siglo XX a una heroína romántica que ha redimido a un hombre perdido, aspecto que hace ganar al guión en complejidad.

Otro de los cambios introducidos resulta igualmente inspirado. Ophüls y Koch transforman al novelista R. en el pianista Brand. A partir de la referencia musical del final del relato, los guionistas creyeron oportuno utilizar el piano y las sensaciones sonoras como vehículo para mostrar el tejido emocional de la historia de manera más efectiva y constante acompañando las imágenes y las palabras de Lisa con la música compuesta por Daniele Amphiteatrof, en lo que es una hermosa fórmula metafórica indicativa de la presencia constante de los sentimientos de la joven en un primer plano. En este aspecto, son magistrales las escenas en las que Lisa, niña aún, se balancea en el columpio del patio mientras escucha emocionada y lejana el piano de Stefan, o los momentos de ensoñación nocturna con la música amortiguada desde el estudio de su enamorado. El papel que representan los libros en el relato, vehículo a través del que Zweig recrea la fascinación de la muchacha por quien es capaz de leer en otros idiomas a autores de los que ella jamás ha oído hablar, se transforma en la película en un recordatorio continuo en forma de música: cada melodía, cada nota, nos muestran los sentimientos de Lisa hacia Brand antes de su primer encuentro. Al mismo tiempo, la música expresa la distancia inabarcable entre ambos, la idea de que el amor de Lisa no puede obtener otra correspondencia que la de las notas del piano escuchadas de manera clandestina pero nunca disfrutadas plenamente junto a él, de modo que, igual que cuando de niña sólo puede escuchar ese piano, ya mujer no puede conseguir otra cosa que las superficiales caricias y atenciones de Brand. Asimismo, el piano se utiliza también como instrumento de suspense, ya que supone un elemento indicador o dilatador, según se escucha de forma más clara o más vaga y lejana, del esperado encuentro entre ambos.

El papel evocador del sonido del piano se extiende igualmente al habla de Brand. Lo primero que Lisa percibe directamente de él es su voz: ella le oye hablar y corre apresurada al lugar por donde va a pasar para abrirle la puerta del edificio. Igualmente señala el clímax final, cuando, habiendo sido su amante en dos ocasiones, y mientras él habla fuera de plano acerca del champán, ella se encuentra de pie junto al piano y comprende al borde de las lágrimas que sigue sin reconocerla, que para Brand la niña de trece años, la amante que dio luz a su hijo y la mujer apetecible que le acompaña esa noche son tres caras distintas e irrelevantes.

Preocupado por la dificultad de adaptar a la pantalla un texto narrado en primera persona, Ophüls optó por conservar los dos narradores del texto de Zweig, el omnisciente, que nos sitúa a Brand de regreso en casa, y la mujer que relata su historia. Así evita recurrir en exceso a la voz en off y consigue un equilibrio entre las impresiones de Lisa por lo que ella cuenta por sí misma, referidas a sensaciones y momentos que no se ven en pantalla (como la despedida en la estación y el drama de su último encuentro), y lo que el espectador contempla directamente.

Especialmente resulta magnífica la colocación de la cámara en diferentes secuencias de la película. Al principio Lisa observa o evoca a Brand desde una posición de inferioridad (el plano desde el columpio a las altas ventanas cuando Lisa escucha su música, o desde la parte baja de la escalera al rellano cuando Brand entra en casa con una mujer); sin embargo, a medida que Lisa crece y evoluciona, se convierte en mujer y va enfrentándose a las distintas dificultades que impiden la realización de su amor, se va colocando a la misma altura que él (maravillosa la escena de su primer encuentro en plena calle, cuando él parece pasar de largo y vuelve a entrar en cuadro visiblemente interesado por ella, mientras el espectador ve en el primer plano de Lisa todo su nerviosismo y su emoción, o la escena del restaurante, cuando, sentados juntos, el travelling que nos los muestra se corta súbitamente y retrocede, de forma que anuncia ya la imposibilidad de un amor plenamente correspondido), para concluir finalmente en un plano superior (cuando ella le observa desde su palco en el teatro mientras él dirige la mirada perdida hacia arriba).

Fruto de su experiencia teatral, Ophüls logra una puesta en escena a medio camino entre el expresionismo alemán y el impresionismo francés, el lirismo, el romanticismo y la nostalgia con cierto aire de decadencia melancólica, de igual manera que la película contiene a un mismo tiempo ternura, fantasía, vitalidad, humor, amargura en un marco preciosista y lujoso en el que queda de manifiesto el gusto del director alemán por los decorados elaborados y minuciosos, grandes construcciones ornamentales llenas de mobiliario, objetos y complementos por los que la cámara evoluciona con una soltura y ligereza ingeniosas, con portentosos movimientos y angulaciones, logrando una estética entre teatral y cinematográfica de una enorme y efectiva belleza plástica.

Este melodrama romántico constituye la suprema adaptación de una obra literaria que consagra de manera apoteósica el tema del amor trágico, el cual Ophüls encumbra y critica despiadadamente con la contraposición de un músico de vida alegre y una joven pura y obsesivamente enamorada tomada erróneamente por una mujer fácil, extremo que le permite además reflexionar acerca de los valores imperantes en la sociedad de su tiempo (la permisividad hacia las disolutas conductas masculinas y la crítica del mismo comportamiento en el caso de las mujeres) y de las desigualdades sociales a través de la recreación del ambiente de la aristocracia y la alta burguesía vienesas en el que se mueven los personajes. El ritmo lento e hipnótico de la película va destapando poco a poco las ilusiones de cuento de hadas de la joven Lisa, haciéndole olvidar paulatinamente sus fantasías, dándole a conocer lo tangible, la trágica realidad de la vida, el mal que subyace bajo las capas de lujo, música y vida disipada y ociosa. Todo ello lo consigue Ophüls concentrando una historia desarrollada en varias décadas (con el paso del tiempo magníficamente sugerido a través de recursos visuales como letreros o tomas exteriores y también con indicativos en los diálogos) en apenas hora y media de metraje, logrando una obra superlativa a pesar de la concesión romántica del fantasmal final de sacrificio y redención.

Inagotable, riquísima en matices, lecturas y planos de interpretación, repleta de códigos, mensajes, temas y modelos, por encima de cualquier otra sensación o pensamiento planea la irresistible emoción que provoca el visionado de Carta de una desconocida.