Teatro de fantasmas: Chuka (Gordon Douglas, 1967)

El infravalorado Gordon Douglas vuelve en este western a la fórmula empleada en su anterior Solo el valiente (Only the Valiant, 1951), una historia con referencias a la «trilogía de la caballería» de John Ford, pasada por el prisma de Howard Hawks: la acumulación en un puesto fronterizo de caballería de una heterogénea galería de personajes obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, mientras se hallan sometidos a una letal amenaza exterior, en este caso el inminente ataque de los guerreros arapahoes. Basada en una novela de Richard Jessup -suya es también la obra de la que parte la espléndida El rey del juego (The Cincinnati Kid, Norman Jewison, 1965)- adaptada por él mismo, en esta ocasión las variantes añadidas provienen de la estructura de flashback y del hecho de que tanto los oficiales como los soldados que componen la guarnición han sido destinados allí como resultado de la aplicación del régimen disciplinario resultante de un consejo de guerra. Producida por Paramount Pictures con un presupuesto no precisamente holgado, y al contrario que su magnífica Río Conchos (1964), rodada fundamentalmente en interiores en los que se han construido el fuerte (la escasa parte de él que se ve) y sus aledaños, lo mismo que en Solo el valiente, la película, a pesar del dinamismo de su trama, por lo demás algo tópica, no logra sacudirse la artificiosa atmósfera de escenario teatral o de plató televisivo al concentrar la inmensa mayoría de su metraje (también algo prolongado para la brevedad de la premisa: 105 minutos) en una porción de terreno muy concreta: el frontal y el reverso de las puertas de acceso al fuerte, el patio reducidísimo en torno al cual se erigen cuadras, establos, alojamientos y dependencias de los oficiales, y los exiguos interiores de estos. Lejos, por tanto, salvo en el acompañamiento de los créditos iniciales, de la explotación de la épica del paisaje y las grandes bandas sonoras propias del género, la película se conforma como un modesto estudio de personajes en una situación límite.

Ese comienzo, aderezado con las oportunas tomas de exteriores, créditos en letras de un rojo vivo y la música grandilocuente de Leith Stevens, va precedido de un prólogo que sirve para dar paso al planteamiento del filme dentro de las coordenadas del llamado western «pro-indio». Un destacamento de caballería ha llegado a un fuerte destruido y saqueado, presumiblemente por los indios, en el que todos sus defensores son dados por muertos. El hallazgo entre los restos de un revólver de pertenencia reconocible da pie a reconstruir, gracias al testimonio de un jefe arapahoe capturado, la historia de Chuka, un pistolero que, en su marcha a través de la nieve y la ventisca, se topa con unos arapahoes que celebran un funeral (exterior rodado a su vez en estudio); su protagonista, una probable víctima del hambre que azota a unos indios que sufren particularmente las duras condiciones de un invierno de temperaturas extremas. Dándose cuenta de la situación, el pistolero comparte sus escasas provisiones con los indios antes de continuar su camino, que le lleva a encontrarse con una diligencia que tiene roto el eje delantero, y cuyos ocupantes se exponen a un ataque arapahoe. Cuando este llega, sin embargo, se encuentran con Chuka, que se ha unido a los viajeros: la anterior buena acción de este salva al grupo, que puede seguir su ruta hacia el fuerte. Allí se establece un drama con distintas vertientes argumentales que se cruzan entre sí: Chuka choca de inmediato con el coronel Valois (John Mills), autoritario y ordenancista, antiguo oficial del ejército británico condenado por su afición al alcohol, y, sobre todo, con su subordinado y máximo valedor, el sargento Hahnsbach (Ernest Borgnine), que ya sirviera bajo sus órdenes en las filas británicas y cuya lealtad ciega se basa en un oscuro episodio compartido en el pasado, cuando ambos estaban destinados en Sudán. El segundo oficial, el mayor Benson (Louis Hayward), introduce en el fuerte, con ayuda de un grupo de soldados afines a sus turbios gustos e intenciones, mujeres indias de las que abusa sin contemplaciones. Más afinidad tiene Chuka con el explorador Lou Trent (James Whitmore), que venía como tirador en la diligencia, en la que también viajaban dos ciudadanas mexicanas, Verónica Keitz (Luciana Paluzzi), un antiguo amor del pasado de Chuka, cuando trabajaba en un rancho como peón, y su sobrina, prometida en matrimonio, Helena Chávez (Victoria Vetri). Todos ellos, junto a la mínima guarnición militar, se enfrentan a la inevitable amenaza de los arapahoes, que solo quieren hacerse con las provisiones del fuerte (víveres, herramientas, pertrechos, armas, munición) para poder sobrevivir al invierno. Es la negativa de Valois a compartir o entregar estos bienes lo que justifica la acción de los indios que, nada sanguinarios y reacios de natural a una rebelión, no tienen otra salida que atacar, conquistar el fuerte y tomarlos por la fuerza si no quieren asistir al exterminio de su pueblo. El personaje de Chuka se constituye así en vértice y oráculo de lo que ocurre y va a ocurrir, y como tal, tanto generador como punto de confluencia de la trama y las subtramas de la cinta.

A partir de un guion de tan cerradas posibilidades, la puesta en escena es de manual. Sometido a las estreches de los decorados, Douglas hace lo posible por dotar de dinamismo a una historia concentrada en un espacio muy limitado, fragmentando este o trasladando la acción a ubicaciones más concretas dentro de él: el despacho del coronel, el comedor, el pajar, la escalera que flanquea el portón principal del fuerte, escenario tan angosto y diminuto que toda la acción transcurre en un margen de muy escasos metros. El suspense, por lo demás escaso dado que se conoce de antemano el destino del fuerte, se circunscribe a una única circunstancia principal, cuándo y cómo atacarán finalmente los indios una posición que, de normal, sería fácilmente defendible gracias a la cercanía de otras fortificaciones militares de la frontera, pero que ahora se ve en peligro mortal al haber sido rodeada y cortadas sus comunicaciones. Hilo completado con débiles subtramas secundarias, la aclaración de las razones de la animadversión de Valois y Hahnsbach por Chuka, el eventual desenlace del renacido romance entre este y Verónica, y la conclusión que tendrá el inevitable asalto, que está clara dados los pocos efectivos con los que cuenta Valois, las razones y el número que impulsan a los indios y la resolución de la que ya ha informado el prólogo, pero que aún depara un último giro no del todo sorprendente, aunque tampoco complaciente. Como muchas de las historias de Hawks, la película se centra en las relaciones entre los personajes mientras aguardan un estallido que amenaza su supervivencia, pero lo limitado de las opciones del guion y lo demorado del metraje hacen que la tensión no se repercuta adecuadamente en el espectador. No obstante, Douglas logra dar con algunas soluciones imaginativas, como la que protagoniza una de las amantes indias de Benson introducida subrepticiamente en el fuerte, o aquella con la que finaliza el episodio de la incursión que hace Chuka en el cercano poblado arapahoe (igualmente filmada en interiores), donde se reencuentra con Trent y descubre qué sucedió con la patrulla de tres hombres enviada a recabar información y, en su caso, pedir ayuda en alguno de los fuertes próximos. Igualmente, se permite algún alarde técnico, como la llegada de la diligencia al fuerte, cuando caballos y vehículo entran en él pasando por encima de la cámara, que gira sobre sí misma para mostrar la llegada a las puertas y, en el mismo plano, la entrada al patio del fuerte.

En suma, una película mucho más interesante en su planteamiento y primer desarrollo que en su clímax y su desenlace, que se va volviendo progresivamente tópica y previsible a medida que la acción avanza, el pasado de los personajes se revela (en particular, la relación de antaño entre Verónica y Chuka) y las pequeñas situaciones personales se van resolviendo (el romance retomado, el antagonismo con Hahnsbach, la búsqueda de una heroica redención por Valois, el castigo debido a las acciones de Benson, el conato de sedición de los soldados más cobardes…), y cuyo mayor lastre viene constituido por una puesta en escena en exceso teatral y televisiva, en la que la meritoria fotografía a todo color de Harold Stine choca con los decorados, las recreaciones de exteriores en interiores y los telones pintados que confieren al conjunto una estética de lo más pobre que termina afectando a la acción: solo se entiende así que un asalto a un fuerte tenga lugar por un único punto, en ataque frontal, exponiéndose los guerreros a un número enorme de bajas, y que la defensa, aun así ejercida con torpeza, responda a esa misma limitación. Sin embargo, la película posee un registro desde el cual todo lo que acontece alcanza un interés más que notable, y es el punto a partir del cual los personajes se saben muertos si se obcecan, como les impone Valois, en la resistencia: su condición de muertos vivientes, de fantasmas en vida, de seres que se saben ya resignados a un final dramático, y que sin embargo siguen luchando. La plasmación de una necesidad, la de saber encarar la muerte con independencia de que esta ocurra o no de manera violenta a manos de los indios en un fuerte fronterizo o, tal vez, mientras se asiste como espectador a la proyección de un western interesante aunque, en última instancia, fallido.

Belleza hueca: The Quiet Girl (An Cailín Ciúin, Colm Bairéad, 2022)

Esta aplaudida producción, que parece evocar en su título la herencia irlandesa del clásico de John Ford, resulta significativa respecto a cierta manera actual de entender el cine por parte de algunos de quienes lo hacen y lo ven, y también de quienes lo escriben y escriben sobre él. Alabada y premiada en festivales y certámenes de todo el mundo, e incluso candidata en su año al Oscar a mejor película internacional, la película constituye un ejemplo de esas obras que suelen calificarse como «bonitas» o «emotivas» en su amaneramiento estético y en su apelación al sentimentalismo más burdo, el que encaja más fácilmente en el término «sensiblería», dos características que suponen hoy dos vías directas hacia el reconocimiento y la popularidad, es decir, la rentabilidad. Cierto es, sin embargo, que la ausencia de toda grandilocuencia formal, de subrayados innecesarios y reiterativos y de todo interés por el artificio y la aparatosidad, salvan el conjunto y limitan los daños al puntual esteticismo vacío y gratuito que tan a menudo se confunde con el auténtico lenguaje visual, la verdadera belleza formal y la fotografía de calidad, y que conforma un pecado tan frecuente en el cine contemporáneo que busca elevarse por encima de la comercialidad más elocuente y que para ello ansía el respaldo de la crítica y el público más «cultos» y hacerse con la etiqueta de «autoría». La modestia del concepto inicial se extiende a la premisa argumental: Cáit (Catherine Clinch) es una niña de nueve años que sufre desatención y abandono por parte de sus padres, a causa de su pobreza, su holgazanería y su exceso de hijos, así como sus relaciones disfuncionales. La niña padece dificultades en la escuela, tanto en su rendimiento académico como en su vida social con sus compañeros, y allí y en casa se protege intentando pasar lo más desapercibida posible. Sin embargo, al acercarse el verano y ante el inminente nacimiento de un nuevo hermano, Cáit es enviada a vivir temporalmente con unos parientes lejanos, sin más pertenencias que la ropa que lleva puesta. Poco a poco, y gracias a los cuidados de la familia Kinsella (Carrie Crowley y Andrew Bennett), Cáit realiza notables progresos en su desenvolvimiento personal y en su capacidad para establecer relaciones y vínculos con otras personas, y descubre una nueva forma de mirar la vida desde el afecto, y también la oscuridad que también puede subyacer bajo el más armónico, hermoso y confortable modo de vida.

La película hace del contraste estético su marca distintiva y una metáfora narrativa tal vez demasiado evidente y reiterativa. Así, la cochambre, la suciedad, el desorden, la mala educación y las peores formas (esa casa mugrienta y llena de desconchones, ese coche destartalado y parcheado con piezas de otros colores…) que dominan la vida de Cáit en su entorno familiar habitualmente chocan frontalmente con la amabilidad, la limpieza, la belleza, la sencillez y la comodidad de su hogar de acogida. La paulatina transformación de la niña, y de quienes ahora la rodean, y el cambio de ángulo en su observación de lo que acontece alrededor se marcan asimismo por medio de sus nuevos hábitos de higiene y la configuración de un nuevo vestuario, primero a partir de ropas prestadas (una de las claves argumentales del filme, el «trauma» que reina en el alojamiento temporal de Cáit) y después con un vestuario más propio de su edad y de su sexo. Esta clave dramática se acrecienta y perfecciona a medida que el metraje avanza, y en particular con el encuentro afectivo entre la niña y quien ocupa la posición de «padre» (Bennett), al principio frío y distante, incluso hosco, y que progresivamente se va revelando como el principal puntal de Cáit en su nueva vida. De este modo, los nuevos entornos cotidianos (la convivencia con nuevos vecinos y amistades, las visitas a la ciudad, la asistencia a actos y los hábitos sociales hasta ahora inéditos en la vida de la niña, como es la asistencia a un funeral, o la creciente colaboración de la niña en las tareas domésticas -otra metáfora visual evidente de un lenguaje visual en exceso telegrafiado: Cáit pelando patatas, despojándolas de su piel áspera y rugosa, mientras su «padre de acogida» transita cerca de ella por la cocina, poco antes de que este mute su comportamiento y sus señales de inclinación hacia ella- e incluso, sin que se le requiera a ello, solo por simpatía, voluntad de acercamiento y deseo de ayudar, en los trabajos de la granja…) marcan tanto la evolución de la niña en su percepción del mundo como el establecimiento, velado pero sólido, de un fuerte vínculo afectivo entre la niña y quienes la han acogido, roto de pronto por la amenaza de reaparición del padre (Michael Patric) y, sobre todo, por el horizonte de un inminente y obligado regreso al hogar, junto a su desgreñada madre (Kate Nic Chonaonaigh). La serenidad del tono, la preciosista construcción de encuadres y planos, resulta, sin embargo, demasiado amanerada, calculada, poco realista en la reconstrucción «naturalista» de un espacio, como una granja de vacas, a priori poco proclive a estampas paisajísticas. Así, encontramos entornos bellos absolutamente gratuitos, como introducidos a base de caprichos aleatorios, de una estética vacía, que salpican el breve metraje (apenas hora y media, lo que es de agradecer en un tiempo de inexplicables e innecesarias minutadas sin sustancia) aquí y allá, hasta configurar un abundante espectro de efectos luminosos, de adornos visuales casi pictóricos, desconectados de la historia que narra, destinados, al parecer, al simple embellecimiento formal mediante la explotación del entorno natural y de los encuadres de puertas y ventanas, de la construcción de marcos dentro del marco. El guion, por otra parte, construido sobre duplicidades (secuencias que se repiten pero con sentido inverso: las del dormitorio, las de las carreras hacia el buzón, las de Cáit en el asiento trasero durante los desplazamientos en coche…), parece escrito sobre la base de su emotiva secuencia final, clímax y conclusión en el mismo plano, rematada innecesariamente con unas lágrimas explícitas y contraproducentes que restan parte de la fuerza que la escena posee en su concepción.

La película de Colm Bairéad apela así a herramientas cinematográficas de una equívoca sencillez, lo mismo que busca en su público unas reacciones elementales y las consigue de manera efectiva pero, en parte, tramposa. En absoluto desdeñable, sin embargo, posee igualmente virtudes y puntos de interés como (siempre en versión original, como hay que ver el cine) el continuo traspaso de los diálogos del inglés al gaélico y viceversa, o la existencia de secuencias de mérito, de instantes reveladores, como la primera noche que Cáit pasa en la nueva casa o el descubrimiento de la pertenencia real de esas ropas que usa de prestado. No obstante, la historia parece fiar toda su capacidad de conmoción al estático aunque expresivo rostro de Cáit, a la sensación de desvalimiento y compasión que despierta, y a un proceso de transformación demasiado anunciado desde el principio, en el que no existen altibajos ni sorpresas, un arco dramático demasiado plano, por previsible, cuya fácil expectativa se confirma puntualmente en la última escena, todo ello presidido por un tono y un sosiego formales y una pulcritud algo afectada encaminadas deliberadamente a la belleza y al lagrimeo, a la emotividad más fácil, consiguiendo una película muy correcta desde el punto de vista técnico y teórico, con una narración reposada y preciosista un poco al hilo del cine de Terence Davies, pero en cuya ejecución hay algo de impostura, de falta de autenticidad, un catálogo de descripción de sentimientos más que sentimiento mismo. Algo que por llamativo, por visible, por fácil de captar, de reconocer, de categorizar y de relatar, convence tanto a la crítica de pesebre como al público que ansía prestigiarse disfrutando de películas «cultas» y «de calidad». Un cine y una actitud ante el cine más preocupados por el envoltorio que por una mayor y más profunda elaboración del contenido. Un cine de las apariencias que envuelve los clichés en papel de regalo para ser apreciado a primera vista, aunque envuelva solo aire.

Palabra de José Luis Garci

(entrevista de José María Sánchez Galera publicada en El Debate el 7 de agosto de 2023)

Cowboys de Medianoche en EsRadio, ¡Qué grande es el cine! hace años en TVE, Classics ahora en Trece TV… Son algunos de los programas de radio y televisión donde se escucha a José Luis Garci hablar sobre el séptimo arte y sobre la vida. El director que hace 40 años ganó el Oscar por Volver a empezar —lo cual le ha merecido un ciclo retrospectivo de la Filmoteca Española en el Centro CondeDuque (Madrid) con la proyección de todas sus películas— charla con El Debate con esa soltura de amistad tan propia de sus coloquios. Se ríe de lo que se cuenta de él en internet acerca de su vida personal, porque confunden hijas con hijos y varios lugares de nacimiento.

–¿Usted sigue sin usar teléfono móvil? ¿No es como esos señores que han sucumbido y están todo el día viendo y reenviando vídeos en Whatsapp?

–Yo no he tenido nunca teléfono móvil, ni tengo. Tampoco he conducido, y me habría gustado cuando tenía veinte años, pero no tenía para un coche. Y ahora que puedo tener un coche, me gustaría tener chófer, y tampoco tengo dinero para disponer de un chófer [se ríe]. No, no tengo nada de esto. Ni ordenador, ni redes. Sigo escribiendo a mano y a máquina. El otro decía Jabois que Garci juega en la Champions League de la desconexión técnica, o algo así. Vale, de acuerdo [sonríe sin darle importancia]. Pero no estoy en contra de la tecnología, de igual modo que tampoco fumo —antes sí fumaba— y, si hay alguien que fuma, lo entiendo y soy tolerante. En las películas de antes, todos los médicos fumaban, incluso operando en el quirófano; manejaban el bisturí a la vez que daban un cigarrillo a la enfermera. Fumaba todo el mundo. Son modas, y para mí estar a la moda es no estar a la moda.

–Una película que usted suele elogiar es Casablanca (Michael Curtiz, 1942), un largometraje en el que es casi imposible un plano sin un cigarrillo encendido o una copa. ¿Es su película favorita?

–Es una de mis películas favoritas, ¡pero tengo tantas! Cuál sería la mejor película para mí depende de la hora y el día. Para mí la mejor película son unas quinientas. Todas, todas, quinientas mínimo. Hay momentos —y no sabes por qué— en que estás más cerca de una película que de otra. Ves una película cuando eras un niño, y vuelves a revisarla ahora, en un DVD o por televisión, y a lo mejor no te gustaba antes y te gusta mucho ahora, o al revés. Casablanca es un clásico y es una película de las inmortales.

–¿Qué películas fueron más significativas en su niñez? ¿La visión infantil sigue motivando durante la etapa adulta?

Todo depende. En este aspecto, la película con la que me siento más identificado sería Río Bravo, o Fort Apache. Río Bravo contiene todo: es una comedia, una película sobre la amistad, una historia de amor, de tiros, de violencia… Cada uno, según va creciendo y cumpliendo películas, se va acercando más a unas que a otras. No es que las deseches, sino que te sientes más confortable viendo unas películas que otras.

–Hace año y medio, usted comentó que Ethan (John Wayne), en Centauros del desierto (John Ford, 1956), quizá fuese el padre de Debbie (Lana y Natalie Wood). ¿Eso explicaría el resentimiento o incluso odio de Ethan contra Debbie? Porque él pretende matarla, una vez que se ella ha desposado con el comanche. ¿Ahí habría algo freudiano?

–Estamos hablando de una película que… Yo creo que Centauros del desierto es como la primera película rodada en Marte, está rodada en Marte. Parece unas Crónicas marcianas de Bradbury. Sobre lo que usted anota, lo que digo es que me da la impresión de que Ethan tuvo un romance con la mujer de su hermano. Y, cuando nace Debbie —que es hija suya—, se marcha, porque, si no, habría tenido que matar a su hermano, probablemente. Y se va a una guerra y a otras guerras. Al final, cuando vuelve a alzar a Debbie en brazos, cambia su actitud, se da cuenta de que no puede matarla. Pero esto no deja de ser una teoría mía. Puede ser su hija, y por eso él se aleja; sabe que su hogar no existe, su hogar es ningún lado, es un desierto. Y, por tanto, no quiere amargar a nadie con su presencia. Todas las obras maestras son muy misteriosas, y contienen unas rendijas por donde se escapa un misterio muy difícil de controlar por nosotros. Sucede en todo tipo de obras artísticas.

–Al comienzo de esta película, el reverendo y capitán de exploradores Clayton (Ward Bond) aparece callado, desayunando, pero su expresión lo dice todo. Sabe que hay algo entre Ethan y Martha, su cuñada.

–Sí. Él ve cómo está acariciando ella el capote de Ethan, y sabe que hay una historia de amor. Pero él nunca lo va a decir, jamás. Ese es un buen momento de la película.

–Ha comentado usted que Centauros del desierto nos muestra un paisaje marciano. Otra película muy significativa es Con la muerte de los talones (Alfred Hitchcock, 1959): tecnicolor, glamour, amor, intriga, belleza… ¿El cine nos aporta esto? ¿Un mundo que sabemos que no es real, pero en el que nos gozamos durante dos horas?

Con la muerte de los talones es esa película que ha rodado Hitchcock tantas veces… ¡Es 39 escalones! La historia del hombre que se ve metido en un mundo que no entiende, porque es ajeno a él, y lo quieren liquidar. La presencia de una mujer rubia extraordinaria, como Eva Marie Saint, que nunca ha estado más guapa, más sexy. Y los colores del Technicolor, que son mucho más bonitos que los del arco iris. El Technicolor es precioso: los azules, los amarillos… Y ese plano inolvidable cuando van en el tren —que lo ha rodado Hitchcock muchas veces—, que es como si la cámara estuviese fuera de una ventanilla y vas viendo cómo el tren serpentea por el paisaje…

–Usted se formó durante los años en que David Lean trabajaba en España. ¿Llegaron ustedes conocerse?

–Lo conocí ya muy mayor. Él estaba nominado al Oscar por Pasaje a la India, y yo lo estaba por Sesión continua. Le di muchos recuerdos de sus amigos españoles: de Perico Vidal —que era su ayudante de dirección, su mano derecha—, de Gil Parrondo, de Julián Mateos, de Ricardo Navarrete. Era su cumpleaños y me invitó a cenar. Antes, estuvimos comiendo con la gente de la Academia y recuerdo esas amargas palabras: «Yo, que hice Lawrence de Arabia y El puente sobre el río Kwai para Columbia, ahora para ellos no soy ni siquiera un director de televisión, no les interesan mis proyectos». Hablando de los once años que le había costado montar Pasaje a la India. Ojalá lo hubiera conocido antes, pero yo era muy joven en esa época, cuando él estaba rodando en Madrid. David Lean era muy minucioso; y Julián Mateos, cuando estaban en Soria, rodando Doctor Zhivago, y no había nieve, salió zumbando para Barcelona y compró todas sábanas blancas que había en Cataluña, para cubrirlo y que pareciera que estaba nevado.

Palabra de Nicholas Ray

(entrevista de Juan Cobos, Félix Martialay y Miguel Rubio para el número 120 de Film Ideal, publicado el 15 de mayo de 1963)

UN DIRECTOR POCO AMERICANO: NICHOLAS RAY

A veces tenemos la sensación de que usted no es un director muy americano —a pesar de que nos gusta mucho el cine de su país—; parece usted un director más europeo que americano. ¿Lo cree usted también?

—No, eso me sorprende tanto como me halaga el que me haya hecho esta pregunta directamente en español. Me sorprendió comprobar en mis primeros viajes a Europa que parecía existir una fuerte relación entre mi carácter y el de las gentes que encontraba aquí. Nunca me había dado cuenta de esto. Y lo que no puedo entender es de dónde me viene esa influencia. Conscientemente, no encuentro en el ambiente en que me crie ninguna fuerte influencia extranjera que pudiera operar en mi trabajo. Mi madre y mi padre nacieron en Estados Unidos. Siempre ha sido esto un misterio para mí, ya que yo crecí en una pequeña comunidad del «Middle West», en el Mississippi. He estado pensando en todo esto, y sólo encuentro como grandes influencias de mi niñez —digamos cuando tenía nueve años— el escuchar «jazz» en los barcos de vapor que recorren el río. Lo único cierto es que toda la herencia cultural de Estados Unidos es de origen extranjero. Por ejemplo, hemos tomado muy poco en nuestra formación cultural de los indios americanos, cosa que me sorprende, porque arquitectónicamente hicieron maravillas, llenas al mismo tiempo de la máxima sencillez. En cuanto a mí, lo cierto es que entré en contacto con los poetas americanos e ingleses antes de llegar a conocer a los europeos. Y lo mismo me sucedió con la literatura. Pero luego, de alguna forma, todo se incorpora en nosotros y nos da una personalidad. Lo que no hay es ningún detalle en particular, al menos que yo recuerde, y que pudiera justificar esa formación a la europea de que me hablan.

LA VIDA EN ESPAÑA

¿Por qué piensa quedarse a vivir en España? ¿Hay alguna razón por la que prefiera quedarse aquí, en vez de hacerlo en Roma, París o Londres? ¿Por qué está aprendiendo el idioma?

—En primer lugar, porque ya hemos vivido en Roma, París y Londres, y en segundo lugar, porque mi familia y yo encontramos el ambiente muy de nuestro agrado. Nos sentimos cómodos y nos entusiasma vivir aquí.

—Eso suena como si no le gustase la vida sofisticada.

—No me habitúo a esa clase de vida. De todas formas, no me gusta clasificar a las gentes por su forma de vivir. En cuanto a mi estudio del español, tengo que decir que el equipo español que ha trabajado conmigo en las dos películas que he hecho aquí era tan estupendo que me ha estropeado. Me pedían con tanta insistencia que estudiase, que me vi obligado a hacerlo; pero todo lo que he conseguido hasta ahora es una especie de español funcional telegráfico. Ahora, sin embargo, estoy estudiando regularmente, con profesor y libros. Pero ya saben ustedes que una cosa es lo que se aprende y se escribe en privado y otra muy diferente mantener una conversación. He de decir que es la primera vez que me divierte aprender un idioma.

—¿Cómo puede ejercer aquí su profesión?

—Trabajaré aquí, en España, como productor independiente —sin el respaldo de Bronston— en mis próximas películas, gracias a ciertos acuerdos que tengo firmados. Quizá mi tercer film también lo haga aquí; ya está casi decidido, pero… bueno… todavía no se puede hablar de él.

—Uno de ellos es Next Stop: Paradise. ¿Cuál son los otros dos?

—Del único que puedo hablar libremente es de Next Stop: Paradise. No es que exista ninguna complicación, pero sí tengo un acuerdo con mi socio de no discutir sobre este proyecto, por una razón particular, hasta más o menos final de mayo. En cuanto al primer proyecto, no quisiera hablar de él hasta que haya pasado un par de semanas trabajando con el guionista, porque quizá tenga que cambiar mis planes.

—¿Serán películas internacionales con grandes estrellas?

—No es necesario que sean grandes estrellas, porque no creo que las estrellas signifiquen mucho para el público. Creo, por el contrario, que las estrellas significan mucho para el distribuidor y el exhibidor, pero si hacemos buenas películas la gente irá a verlas sin tener en cuenta qué estrellas trabajan en ellas o si trabajan siquiera. Quizá una de las películas de más éxito actualmente en los Estados Unidos sea David and Lisa.

—Pero quizá esto —el que haya incluso figurado en las listas de mejores películas de Time— sea una especie de milagro que pocas veces sucede…

—No, eso no es un milagro. Puede llegar a ser tan normal como el que una película con grandes estrellas y mucho dinero sea un fracaso.

COLOSOS, PÉPLUM, BLOCK BUSTER

¿Por qué razón directores como usted, Anthony Mann, Robert Aldrich y otros directores que llegaron al cine en los años 50 y supusieron un nuevo ímpetu en Hollywood se dedican ahora a los blockbusters?

—Los hacemos porque eso es lo que pide el público. Y esto se hizo necesario hace ya algunos años. Era la única forma de combatir a la televisión, que estaba perjudicando muy seriamente el negocio cinematográfico en los Estados Unidos. Se vio que el film muy espectacular era necesario aunque quizá no para la totalidad de la producción. Era preciso para alejar a la gente de la pantalla televisiva, de sus hogares, de las comodidades del espectáculo gratuito. Al final esta corriente cambió, pero hubo un período en que los ingresos de taquilla se vieron muy afectados por la televisión. De todas formas, yo creo que la televisión sigue sin poder competir en absoluto con el cine, ya sea una película en blanco y negro, en color o un film espectacular.

—Sin embargo, hay personas, como Richard Brooks, que nunca han hecho un blockbuster

—Bueno, es probable que lo esté haciendo ahora con la historia de Joseph Conrad…

—¿Lord Jim?

—Sí.

—¿Cómo puede introducir sus sentimientos íntimos, sus conflictos personales tan importantes en sus películas, en el film de gran espectáculo?

—Creo que 55 Days at Peking les servirá de ejemplo.

—¿Cómo ha establecido el equilibrio entre las escenas íntimas y dramáticas de las embajadas y la violencia de las calles asaltadas por la pasión revolucionaria?

—No sé. Creo que es difícil decirlo; pero más o menos habrá un porcentaje de cincuenta y cincuenta por ciento, aunque quizá pensándolo mejor el porcentaje de escenas de carácter íntimo ocupe un sesenta o un sesenta y cinco por ciento. He reducido la violencia de las calles a aquello que es esencial para comprender el peligro en que se encontraban las personas que ocupaban entonces las delegaciones extranjeras en Pekín.

—¿Qué diferencia existe para usted entre preparar una película como Chicago, años 30 o Cincuenta y cinco días en Pekín?

—La preparación en el segundo caso es mucho más intensa, ya que las cifras son en todo muy superiores. Hay que tener en cuenta cuántas personas tienen que comer, a cuántas hay que transportar, el equipo técnico que se necesita…; todo esto tiene que calcularse con la misma precisión con la que uno prepara la escena…

—¿Y esto no afecta a su sistema nervioso?

—…Bueno, digamos que le pone un poco en tensión, sobre todo si no se ocupa de ello la persona a la que se ha contratado para que le libre a uno de esas preocupaciones. En Cincuenta y cinco días en Pekín me encontré con que la persona encargada de esta sección dimitió y yo tuvo que aceptar su dimisión. Así que durante seis semanas o quizá más he tenido que trabajar sin jefe de producción. Esto acaba destrozando los nervios a cualquiera.

LA NOUVELLE VAGUE

—¿Conoce la nouvelle vague francesa?

—Sí, algo conozco…—dice sonriendo.

—¿Qué le parece Alain Resnais?

—Tengo un gran aprecio por el talento de Resnais desde que un día, hace ya unos años, Truffaut —todavía no era director— y Charles Bistch me llevaron a una pequeña sala para ver Nuit et Brouillard. Me quedé sorprendido por el talento de quien había hecho aquel documental y les dije a los de «Cahiers»: éste es uno de los máximos talentos cinematográficos que he conocido en mucho tiempo… Hiroshima mon amour me gustó mucho.

—¿Y Marienbad?

—Es una película que creo que todo director debe ver.

—¿Quiere decir que es una película más para profesionales que para el público?

—Yo no diría eso… Tengo una pregunta particular que sólo haré a Resnais en la primera oportunidad en que nos encontremos, porque nunca nos hemos hablado aún. Tengo muchísimas ganas de ver su nueva película, realmente estoy deseoso de verla…

—¿Y Godard?

—Jean es un hombre de mucho talento, muchísimo. Yo siento mucho aprecio y admiración por la gente de «Cahiers du Cinéma», porque por mucho que les critiquen las gentes de otras revistas, en ese grupo hay personas como Chabrol, Truffaut, Godard, Rivette, Resnais, que van adelante y hacen estupendas películas. Tengo un gran cariño por todos ellos… Creo que es una pena que el término nouvelle vague se lo hayan aplicado a ellos, porque bajo esa etiqueta han nacido muchísimos films irresponsables; piensen que en un año se hicieron como noventa películas que no se podían estrenar. Pero la gente de «Cahiers» ha conseguido que sus películas se vieran y creasen un ambiente.

— En América dicen que esta gente experimenta demasiado y que no se puede jamás olvidar que el cine se hace para un público…

—¿Quién dice eso?

—Por ejemplo, Delmer Daves, cuando Marienbad fue candidata al Oscar. Las razones por las que no la seleccionaron es por ser una película demasiado encerrada en sí misma.

—Creo que eso sólo lo puede juzgar el público. No hay nadie que no haya tenido fracasos, y si se pudiera decir: «esta película es para todo el público», nunca cometeríamos errores. Es como esa persona que juega a la Bolsa, o que ni siquiera juega, sino que nos aconseja las acciones que debemos comprar. ¡Si supiese todas las respuestas, sería tan rico…! ¿Quién puede decir si una película tendrá éxito o no? El público es quien automáticamente lo determina y, por lo general, tiene un sentido especial para saber realmente en qué vale la pena que se gaste el dinero…

ITALIA

—¿Cómo ve el cine italiano, las aportaciones de Antonioni?

—Yo no generalizaría; junto a Antonioni están Fellini, Germi, y hay grandes diferencias entre ellos.

—La crisis actual del cine italiano parece ser debida a una falta de contacto con el público nacida de un olvido del cine como espectáculo o arte de masas…

—No tengo nada que decir sobre esto. Cuando cualquier sector de la industria cinematográfica tiene dificultades yo me siento preocupado… No puedo creer que con tantos talentos como tiene el cine italiano la crisis sea larga. Lo mismo me pasa con Hollywood. Y creo firmemente que España va a convertirse en un centro importantísimo de producción cinematográfica dentro del concierto mundial. Creo que en estos últimos meses han surgido unos diez o doce directores con nuevas obras y esto es maravilloso. No me gusta ver a nadie en dificultades y me siento muy contento cuando veo que hay nuevas oportunidades para otras personas y que el negocio cinematográfico es próspero. Dentro de unas semanas cinco o seis de las películas que he realizado van a proyectarse en la Escuela de Cine de Madrid; no son las cinco o seis que yo habría elegido, pero no tenemos otro remedio que dar éstas, porque son las únicas de las que hay copias. Quizá con esas películas yo he tenido más disgustos de los que los estudiantes encontrarán en su carrera cinematográfica, pero creo que es mejor mostrarle, para discutir, obras defectuosas que proyectar una película que ha sido un gran éxito desde todos los puntos de vista, porque entonces nuestro ojo crítico no sorprende tantas cosas. Yo intento, como ustedes, ver sobre todo aquellas películas que en la opinión del público han sido un fracaso y las estudio con mucho cuidado. Esto es mejor que estudiar las que han tenido éxito, para descubrir los motivos por los que una película fracasa. Creo que de ese modo es más fácil descubrir los cimientos del éxito. Luego conviene compararlas con las que han triunfado y descubrir las contradicciones, si las hay. Mientras preparaba y hacía mis últimas películas no he tenido tiempo de hacer esto, que considero muy conveniente. No tengo más que abril y mayo para ponerme al día en cine. Luego he de encerrarme a escribir otra vez. Creo que veré treinta o cuarenta títulos antes de empezar la preparación de mi nueva película. Por eso ustedes están en mejor situación que yo para estudiar estas cosas.

DOS SEMANAS ENTRE RAY Y MINNELLI

—¿Ha visto Dos semanas en otra ciudad?

—No. Creo que Minnelli pasó un momento muy difícil para hacerla. Lo sé porque yo leí dos versiones diferentes del guion y me di cuenta de que cualquiera que hiciese aquel film lo pasaría muy mal. En el caso de esta película colaboraron cuatro personas que anteriormente lograron juntas un gran éxito: Kirk Douglas, Minnelli, Houseman, como productor, y Schnee, como guionista. Esto demuestra que no hay una fórmula para el éxito. Conozco una frase famosa de un publicista americano, que al contestar a una encuesta dijo: «No hay ninguna fórmula establecida para el éxito, pero una cierta fórmula para el fracaso es insultar todos los días a la Policía.»

—¿Ha trabajado con John Houseman en el teatro?

—Sí; en el teatro, en el cine y en la radio.

—Parece como si le hubieran ofrecido dirigir Dos semanas en otra ciudad.

—Digamos que tuve la oportunidad de leer el guion.

—Es usted uno de los hombres más diplomáticos que hemos conocido en el mundo del cine. Los varios encuentros que hemos tenido en estos tres últimos años lo demuestran ampliamente.

—Yo diría que soy el menos diplomático de los directores…

—Lo que no comprendemos es cómo siendo tan diplomático puede llegar tan a menudo a estar en desacuerdo con sus productores…

ROSSELLINI

—Creemos que su visión del mundo es muy parecida a la de Roberto Rossellini. Ambos poseen una mirada espiritualista. ¿Qué piensa de Rossellini y de su cine?

—Desgraciadamente sólo he tenido una ocasión de tratar íntimamente a Rossellini. Una noche, en París, recorrimos la ciudad charlando. Nuestros puntos de vista coincidían mucho. En aquel tiempo él estaba casado con Ingrid Bergman. Los tres estuvimos hablando juntos toda la noche de nuestras experiencias particulares. Sus dos últimas obras no he podido verlas. Son muchas las películas que me quedan por ver, ya que Cincuenta y cinco días en Pekín me ha tenido muy alejado de ver cine. No tengo, de verdad, ningún comentario que hacer sobre el modo en que Rossellini y yo vemos el mundo.

—Lo que yo quería decir es que entre Rossellini y usted hay una forma semejante de mirar las cosas, de tratar a los personajes…

—Eso es algo que ustedes están en mejor posición que yo para observar.

—Pero usted conoce su obra. ¿Qué piensa del período que comienza después de los primeros éxitos neorrealistas, el período de los años 50, en que realiza una serie de obras defendidas ardientemente por la crítica francesa y despreciadas por la crítica italiana?

—Para empezar, a mí no me agradan las clasificaciones fáciles: realismo, neorrealismo, objetivismo… Creo que eso es mejor dejárselo a los filósofos de la lingüística y la semántica. Tampoco he seguido a fondo las diferentes actitudes de la crítica francesa y la italiana. En particular, porque siento aversión por las categorías y por las clasificaciones.

—Creo que hay ciertas sensaciones en sus películas que suponen como una especie de influencia del surrealismo…

—Bueno, eso ya es otra clasificación… Alguien me dijo eso mismo la otra noche de forma completamente diferente. Esa persona me aseguró que con frecuencia hay una referencia mística. Otra persona habló de surrealismo. Yo no sé cómo aislar cosas como éstas. Unas veces me siento influenciado fuertemente por los pintores expresionistas más que por los surrealistas. Pero es algo que sólo veo a posteriori, que no es deliberado por mi parte. Quizá está en la imagen poética de la escena. No puedo ser explícito en este sentido. De nuevo nos encontramos con algo reservado a toda persona que mira cuidadosamente y que ella misma debe determinar. No creo que a nadie se le ocurra pensar: «Aquí voy a ser surrealista, allí expresionista, aquí seré lírico y allá violento

—Pero a veces uno siente la sensación de hallarse ante ciertas premisas surrealistas en Johnny Guitar y en Rebelde sin causa. Hay como una especie de premonición mental que es surrealista. Por ejemplo, la secuencia del planetario en Rebel.

—Creo que, efectivamente, hay algo surrealista en la física. Desde luego, todos hemos visto cuando estudiábamos fotografías de los espacios siderales, y a mí me parecían surrealista. Pero es que la realidad es surrealista. Depende del punto de vista, del efecto que tenga sobre una persona. La mayoría de los jóvenes en la escena del planetarium en Rebel without a Cause no se sentían afectados por el mundo que acababa en el mismo sentido que Plato, el joven que tenía que esconderse detrás de la silla porque se encontraba muy solo en el mundo y el mundo no se acababa. Esta era su interpretación.

—Sí, en realidad creemos que su forma de ver la realidad es muy realista, es la parte que más nos interesa de su obra; pero hay una fuerza tal en los elementos que usted utiliza para aproximarse a la realidad que el resultado es muy sugerente y puede llevar más allá del realismo, aun siendo totalmente realista. Hay, por ejemplo, una gran diferencia entre las dos formas de concebir el realismo en Buñuel y en usted. En aquél los elementos surrealistas son más explícitos…

—Creo que Buñuel en Los olvidados hizo una notable introspección en la psicología de aquel momento, pero yo no llamaría a eso surrealismo. El film me gustó mucho, pero no lo llamaría un film surrealista. Creo que es una equivocación definir el arte. Decir: «La palabra es…». Esto nunca es correcto. Hay otra película suya que me gusta mucho, se llama Saturday Bus-ride o Net to a Holiday. Toda ella sucede en un autobús…

—…Subida al cielo

—Ese film sí que está mucho más cerca del surrealismo para mí que Los olvidados.

—Ahora que usted conoce España bien, ¿qué le parece la España que presenta Buñuel en Viridiana?

—No he visto la película y desde luego he oído muchas discusiones sobre el film. Tengo muchas ganas de verla, pero hasta ahora me ha sido imposible debido al mucho trabajo que he tenido.

JESSE JAMES

—Ha hablado usted antes de ciertas cosas que en todas sus películas le gustaría rehacer.

—En todas las películas hay cosas que me gustaría volver a rodar. Con They Live by Night me sucedió algo extraño: Hace cuatro años —o sea diez años después de haberla realizado— mi esposa y yo estábamos en una parte muy solitaria de los Estados Unidos, lejos de Hollywood, y mientras paseaba por el corredor, muerto de frío (es un sitio cerca de Canadá), se me ocurrió toda una secuencia de They Live by Night que con dos planos más habría quedado mucho mejor. Pero realmente esto me sucede con todo lo que he hecho en mi vida. Hay cientos de cosas que quisiera haber realizado de otra manera. Quizá haya un par de excepciones, pero no muchas.

—Creo que La verdadera historia de Jesse James es una de las películas que usted hoy podría hacer mucho mejor, pero quizá no le interese ya ese tema…

—Me interesaría si pudiera hacerlo como primero pensé: como una leyenda muy estilizada, dejando a un lado el planteamiento realista de la historia. Pero esto es lo que quería la Fox…

—Sin embargo, al final, con el ciego que se aleja dando nacimiento a la leyenda, consiguió salirse con la suya, imprimiendo sobre todo el film esa idea.

—No, no lo logré. Piensen que todo el film debería haber tenido ese aire de leyenda, de balada. Hay que aceptar las cosas como son.

LA MUJER. IDEALISMO Y MATERIALISMO

—Hay una especie de lucha en sus películas entre un cierto idealismo y un cierto materialismo que se resuelve siempre a favor del primero, de lo que nosotros llamaríamos espiritualismo o a favor del personaje enfrentado consigo mismo…

—Creo que esto es algo inevitable en quien quiere hacer cualquier tipo de enfrentamiento dramático; para mí es uno de los grandes problemas de nuestro mundo. El pragmatismo y el idealismo están enfrentándose, continuamente y pueden coexistir en la misma persona; lo que no sé es si debe haber un equilibrio entre los dos. Es una especie de drama, es el origen de nuestros conflictos, porque creo que todos estamos envueltos en las mismas luchas de comportamiento, comprensión, búsqueda…

—Pero en sus películas no se trata de un conflicto psicológico, sino moral…

—No creo que se pueda separar a los dos. Por ejemplo: un personaje puede tener convicciones morales muy firmes en las que siempre ha creído ciegamente con relación a un cierto modo de comportamiento, y, de repente, se contradice precisamente en aquello en lo que se sentía más seguro. Y comete un error que puede ser criminal o social. Pero nunca había pensado que esto le pudiera suceder a él. Entonces nos encontramos que no es su ética la que ha sido amenazada, sino su introspección psicológica. No creo que sean fácil de separar. Y aquí reside la base más poderosa del drama.

—En sus películas encontramos que la mujer actúa como catalizador moral, obligando a los hombres a que tomen una decisión en sus cuestiones vitales. ¿Quiere esto decir que para usted la mujer es más fuerte o más lúcida que el hombre?

—Responda como responda a esta pregunta siempre estaré descontento. Hay tantos clichés sobre esto que la verdad es que no sé qué responder.

—No sólo en Chicago, años 30 o Johnny Guitar, sino también en Rebel Without a Cause

—Sí, en este último film hay un momento de introspección cuando Natalie Wood le hace ver a James Dean que Plato les quiere como un padre y una madre, pero eso es sólo una cosa natural, instintiva no sólo en una mujer, sino en una muchacha, es el modo en que se la ha educado, sus preocupaciones. A una mujer se la enseña primero, durante un cierto período, a jugar con muñecos y luego sueña con cuidar de un niño. Ese es el punto que quería ayer demostrar en las Conversaciones de cine, o sea que Rebel Without a Cause es un film positivo, no negativo. Es un film que está estrechamente relacionado con la unidad de la familia, la necesidad de esa unión en el hogar. De todas formas, creo que no hay en mi cine un comportamiento especial de las mujeres. Pensando me doy cuenta de que en mi segundo y mi tercer films las mujeres son completamente diferentes en sus motivaciones, en sus, acciones, en su introspección; completamente diferentes.

CON Y SIN CAUSA

—En Chicago, años 30 el personaje de Robert Taylor comienza sin una causa por la que luchar y acaba teniendo un motivo para oponerse al mundo que representa Lee J. Cobb. En La verdadera historia de Jesse James, Jesse comienza con una buena causa que defender y acaba luchando por luchar, sin esa causa que justificó su lucha en un principio. Esto es bastante frecuente en su cine: los personajes que comienzan con una causa acaban sin ella y los que no tienen motivo de lucha acaban teniéndolo.

—Eso es cierto. Creo, sin embargo, que ésta es una cuestión que nos llevaría a una larga discusión filosófica sobre cuántas veces una persona empieza teniendo una causa que defender y llega a ser corrompido por esa misma causa, porque la mecánica de la causa o el entusiasmo ocupan el lugar de lo simplemente legítimo. Pero, sin embargo, esta acción y esta causa eran impulsivas y antisociales, porque la forma que llegó a tomar su causa estaba contra sus semejantes y tenía que terminar en la corrupción. Esto respecto a La verdadera historia de Jesse James. En cuanto a Party Girl, es obvio que el personaje que interpreta Robert Taylor al empezar su vida amaba la idea de ayudar a la humanidad. En el curso de lo que podríamos llamar su madurez se veía envuelto en una sociedad corrompida, el Chicago del final de los años veinte y el principio de los treinta, y por esta causa durante un período de su vida la corrupción le alcanzó. Luego viene un replanteamiento, una toma de conciencia, apoyado por el personaje de Cyd Charisse, que le hacía valorar nuevamente la mejor parte de su carácter, se alejaba del grupo de «gángsters» y recobraba su antigua reciedumbre de carácter. Estaba mejor equipado para luchar contra el mundo. Cuando Jesse James volvió siendo un muchacho todo lo que vio eran ofensas contra él, todo lo que quería era seguir sus impulsos de pelear contra los demás. Creo que no se puede generalizar en esto, pero lo que se plantea es el problema de la bondad en esas condiciones.

REY DE REYES

—¿Qué hay sobre Rey de reyes?

—Creo que es mejor no hablar de eso.

[Aquí, Nicholas Ray se dirige a Juan Cobos, con quien, como se dice al principio de la entrevista, había hablado ya el día anterior, y dice:]

—Me alegra mucho lo que me dijo ayer de que tras una segunda visión había encontrado la película muy superior.

JUAN COBOS.—Sí, fui a verla por segunda vez y comprendí que me equivoqué cuando escribí mi crítica. De todas formas creo que es bueno darse cuenta de que nos equivocamos, porque esto nos lleva cada vez a ver las películas con mayor atención. A medida que pasa el tiempo toda película buena nos obliga a verla varias veces antes de poder escribir algo válido, algo de lo que podamos responder.

NICHOLAS RAY.—Sí, a mí me pasa lo mismo con mi propia obra. Naturalmente, yo las he visto más a menudo de lo que ustedes lo hacen y siempre he tenido la sensación de querer rehacer en cada película ciertas cosas que no me gustan ya. Yo no creo que sea posible comprender todas las significaciones de un film con una sola visión.

—Para el personaje de María en Rey de reyes tuvo usted una excelente actriz en Siobbha MacKenna, y lo sorprendente en el personaje es que refleja siempre una María doméstica, muy diferente de la que durante siglos han reflejado los pintores; se podría decir que usted ha pintado una Virgen más cercana a la tierra mientras que los pintores la han reflejado siempre más celestial.

—Sólo María y Jesús estaban realmente en el secreto de la Divinidad de éste. Los dos tenían que sostenerse y María tenía que sostener, naturalmente, a los dos. La contradicción que usted observa con los pintores viene de que el pintor ha de seleccionar un solo momento particular, tal y como lo ve. En la película, por el contrario, los encontrábamos necesariamente representados tal y como nos parecía que tuvo que ser en aquellos tiempos. José tenía que continuar siendo carpintero. Y María era una mujer de su casa. En definitiva, teníamos que aferramos a una realidad funcional.

—¿Cómo eligió esa forma particular de rodar la unión de Jesús con María en el interior de la cocina, cuando llega Pedro?

—Para mí es una escena extraordinaria, me gusta muchísimo. Berenguer me prestó una ayuda muy valiosa utilizando unas lentes especiales que él había inventado y con las que pude tener foco en los dos personajes; por eso planteé la escena de esa forma, sabiendo ya que dispondría de dichas lentes. Manuel Berenguer me ayudó muchísimo en el logro de ese especial efecto que yo quería conseguir. Lo importante era destacar que en ese instante se llegaba a la realización del «momento», que era el tiempo, que había llegado lo que María y Jesús sabían que llegaría, lo que habían sabido siempre y que eran los únicos que lo sabían.

LA TÉCNICA

—¿Le sucede a menudo tener una idea y recurrir al ingenio de los técnicos que le secundan para poder realizarla, o suele usted saber el medio mecánico para lograrlo?

—Me ayudan muy a menudo; creo que a todos los directores les sucede lo mismo, como también es posible que sea detenido u obstaculizado por la negativa de los técnicos a secundarle. Pero he tenido mucha suerte, sobre todo, con la gente que trabaja conmigo en el plató; creo que mis equipos, sin excepción alguna, han sido tremendamente cooperadores con mis necesidades, también me ha ayudado mucho el hecho de haber trabajado anteriormente en todos los oficios del teatro. Esto, desde luego, siempre ayuda.

—Cuando usted fue a Hollywood con Elia Kazan para hacer Lazos humanos parece, según ha declarado Kazan, que él tenía un gran desconocimiento de la técnica cinematográfica.

—Kazan sabía más que yo…; sí, sabía mucho más que yo. Lo que pasaba con Kazan es que era muy agradable. Nuestras experiencias en el teatro habían sido muy similares, y de eso nos hicimos amigos, ya que los dos éramos actores y los dos sabíamos que queríamos llegar a la dirección; los dos fuimos gerentes teatrales; yo llegué a ser director técnico en el teatro mientras que Kazan, que es un poco mayor que yo, ya estaba dirigiendo y también había estado antes en Hollywood como actor. Sabía más de lo que apacentaba, lo que me parece muy simpático por su parte, pero tenía una forma estupenda de dejar que la gente le ayudase, y esto es algo que creo que aprendí de él. Es imposible para cualquiera de nosotros saberlo todo, es imposible para todo director llegar a ser cada uno de los personajes de su obra o de su película.

—Lo sorprendente es que siendo Kazan nuevo en el cine y viniendo de Nueva York le llevase a usted como ayudante en lugar de tomar un hombre con gran experiencia técnica en el cine. Porque suponemos, por lo que usted ha dicho, que desconocía la técnica cinematográfica…

—Yo, a mi vez, he hecho esto en agradecimiento a lo que hicieron conmigo. He llevado conmigo personas dándoles títulos de «directores de diálogo», «ayudantes personales»… porque me parecía que tenían posibilidad de llegar a ser guionistas o directores. Por ejemplo, cuando me llevé a Gabin Lambert a Hollywood desde su puesto de redactor-jefe en «Sight and Sound» como director técnico y ahora se ha convertido en un extraordinario guionista, muy solicitado por la industria. Algunos de los jóvenes que he llevado como directores de diálogo se han convertido en muy buenos directores. Es mi modo de corresponder a la oportunidad que me ofrecieron. Kazan y Houseman me dieron mis primeras oportunidades, junto con Dore Schary.

LA MÚSICA EN EL CINE

—Ayer hablábamos de la música de Tiomkin para Cincuenta y cinco días en Pekín. ¿Qué ideas tiene usted sobre la música de cine en general?

—Creo que cada película presenta problemas diferentes. Sé que el uso más normal es el de reforzar ciertas situaciones. Pero esto es un pensamiento a posterior. Yo, a menudo, intento preparar las secuencias teniendo en cuenta cierta música que tengo en la cabeza, pero no me importa nada cambiar de idea, porque la dinámica de la escena lo impone y uno puede cambiar estas ideas al hablar con el compositor. Generalmente he tenido mucha suerte con los músicos que han trabajado en mis películas, pero hay, naturalmente, algunas excepciones notables.

—Usted nunca ha hecho una comedia musical en el cine, ¿qué piensa del género?

—Espero hacer una algún día, incluso la tengo planeada, pero mis proyectos más inmediatos me separan de ese musical por lo menos hasta dentro de tres años y medio. La idea es apasionante, pero me llevará todo ese tiempo el ir preparando y madurando el proyecto. He comprado el tratamiento y tan pronto como encuentre el guionista ideal empezará a trabajar en el guion.

—¿Trabajó en el «Group Theatre»?

—No, nunca trabajé en el «Group Theatre»… El único del «Group Theatre» con quien mantenía relaciones era con Elia Kazan.

OTROS DIRECTORES

—¿Ha vuelto usted al teatro después de empezar en el cine?

—No. Mejor dicho, sí. Después de dirigir mi primer film monté un espectáculo musical. Luego regresé a Hollywood.

—Cuando trabajaba en el teatro en Nueva York, ¿conoció a Orson Welles? ¿Qué piensa de sus películas?

—Conozco su obra, aunque no le conocí entonces personalmente. El despacho de John Houseman y el mío estaban muy cerca el uno del otro cuando él estaba formando su compañía para el Federal Theatre y yo reunía actores para el mío, que era un teatro experimental. Luego yo me dediqué al «Living Newspaper», mientras que Houseman y Welles empezaron la primera producción de lo que fue luego el Mercury Theatre. Houseman me pidió que me uniera a ellos, pero no lo hice. Así que Orson y yo nunca llegamos a trabajar juntos ni a un contacto personal muy estrecho. Creo que Welles es la personalidad más grande que surgió de aquella generación teatral. Esto es indudable. Tiene un gran talento. Es un hombre extraordinario.

—¿Ha recibido usted influencias de otros directores? Por ejemplo, de la generación de los años treinta… ¿Le gusta Hawks?

—Me gusta mucho, posee el tipo de pulso cinematográfico que todo director debe tener. Ha hecho algunos de los mejores westerns de la historia del cine, un maravilloso musical, excelentes comedias, melodramas estupendos. Creo que es un director extraordinario. Es muy bueno.

—¿Le gusta Scarface?

—Hace mucho tiempo que no la he visto, pero recuerdo que en su momento me gustó muchísimo.

—¿Y Ford, le gusta?

—Me gusta muchísimo.

—Cuando era niño suponemos que iría mucho al cine, ¿no?

—No es que fuese mucho. IBA SIEMPRE.

—Quizá por esto cuando fue a Hollywood ya tenía un sentido del cine…

—Probablemente.

PELÍCULA IDEAL

—Hace unos años nos decía Mackendrick que lo primordial en cine era entretener y que lo demás debe darse por añadidura. ¿Está usted de acuerdo con esta premisa?

—Yo diría que deben sentirse interesados por lo que se cuenta para que así podamos alcanzar el objetivo superior que es hacerles participar en una experiencia vital. Entretener únicamente no es bastante. ¿Entretener con qué motivo? El payaso dice que su objeto en la vida es entretener. ¿Por qué? Los grandes payasos siempre nos dan algo más, nos conmueven.

—El problema, como antes decíamos, es que se va olvidando esta necesidad de entretener al público con el espectáculo que se le ofrece. Nosotros creemos que a través de historias que entretengan al espectador un autor —como usted, Anthony Mann, Hitchcock y otros— consigue dar una visión personal del mundo…

—Hitchcock es el hombre ideal en eso, como lo es discutiendo de cine, que es algo que he comprobado varias veces. Es brillante, divertido, él mismo se divierte, es un entretenedor nato, pero al mismo tiempo creo que es un hombre muy profundo. Insisto, dejando ahora a Hitchcock, en que hay que dar algo más que entretenimiento. De lo contrario, un payaso podría oscurecer a un director. El cine tiene que ser algo más —es un medio demasiado precioso— para malgastarlo…

—Pero si usted no tuviese esas dificultades económicas, ¿trabajaría de la misma manera?

—Lo qué haría serían películas considerablemente más baratas que mis dos últimos films, mucho más baratas…

—Usted ha dicho en alguna ocasión —no sé dónde— que su vida como director se completaría si llegase a hacer una película que le gustase a usted totalmente. ¿Cuál sería esa película ideal?

—No sé todavía cuál será y espero que nunca lo sabré. Creo que tiene uno que sentir esto ante cada película. Pensar que el film que está realizando será la película ideal. Hasta ahora yo creo que nunca lo he sentido. De todas formas creo que me citaron mal y que lo que yo he dicho de verdad es que sería feliz con hacer una película que tuviese menos de cien cosas que no quisiese repetir al volver a verla.

—Todos los que amamos su obra esperamos siempre que haga ese film totalmente suyo y redondo que presentimos llegará algún día a realizar…

—Algún día se lo podré ofrecer y así estaremos de acuerdo.

—Siempre encontramos en sus películas cosas que no responden totalmente a esa plenitud que esperamos de usted…

—Estoy de acuerdo con ustedes. Para mí la película más cercana a ese logro ha sido Rebel Without a Cause. Tengo un presentimiento muy profundo de que el film que preparo, Next Stop: Paradise, va a acercarse mucho a ese ideal.

[Hay un momento de pausa. Miguel Rubio reanuda la conversación.]

—Me gustaría muchísimo escribir un libro sobre usted, pero resulta dificilísimo captar los últimos significados de sus películas, tanto en un sentido formal como temático. Esta dificultad crítica quizá se deba a la simplicidad de sus medios expresivos o quizá a que ninguna de sus películas nos ha dado una visión total de su mundo.

—Temo mucho a las excesivas simplificaciones. Juzgar a un hombre me parece difícil. En lugar de juzgarle yo investigaría sobre él. Quizá, no sé… Quizá persigo algo demasiado difícil. Sé lo que me dice, porque yo también tengo esa misma sensación la mayor parte del tiempo. En todas las películas que he realizado hay trozos que me gustan, cosas que no cambiaría. Pero raramente tengo la sensación de haber alcanzado un logro absoluto…

MADUREZ

—Su caso como director es muy extraño. Resulta difícil hacer que acepten su categoría los aficionados españoles al cine. Están de acuerdo en que Anthony Mann es un estupendo director de westerns; admiten que Hitchcock hace como nadie las películas de misterio, pero cuando llegamos a hablar de usted con otros críticos de buen criterio, siempre niegan su calidad de autor, aun admitiendo que en ciertas películas hay buenos momentos… Nos sucede esto con usted y con Hawks…

—Lo de Hawks me extraña muchísimo, porque, salvo un par de excepciones, su carrera, ya muy larga, está llena de éxitos. Es uno de los directores más seguros del mundo.

—Quizá ahora que está usted entrando en la madurez nos resultará más fácil a sus exégetas defender su obra.

—(Lacónicamente.) Quizá…

—Hablando de la madurez, ¿nota usted que su personalidad va cambiando como les ha sucedido en gran parte a hombres como Hawks, Buñuel, Ford, Hitchcock? En las obras de estos hombres se nota ahora una visión más serena del mundo, quizá más esencial…

—A veces me siento muy inmaduro… y me gusta mucho sentirme así. No creo que nada pueda darse por hecho. Creo que la lección más importante para un director es observar atentamente a los niños. Niños de dos años que están siempre empezando a investigar las cosas, la primera vez que toca un trozo de madera, la primera vez que toca una planta, la primera vez que ve a un extraño, todo él está en guardia, alerta, observándolo todo, despierto, y nada lo da por sabido. Esta es una cualidad maravillosa que debemos conservar siempre: estar despiertos para aprender continuamente, uniendo esta cualidad a la madurez. Creo que con esta definición les resultará más fácil defenderme en el futuro.

Entrevista a Walter Hill

(entrevista de Luis Martínez al director estadounidense, publicada en el diario El Mundo el 8 de mayo de 2023)

Walter Hill (Long Beach, California, 1942) se mueve como una leyenda, habla como una leyenda, mira como lo hacen las leyendas y se diría que su última película es ya, desde antes de tocar la pantalla, toda una leyenda. El cazador de recompensas, con Christoph Waltz, Willem Dafoe y Rachel Brosnahan, es un ‘western’, pero como él mismo dice, bien podría ser un capítulo más de La Ilíada. John Ford, Akira Kurosawa y el propio Homero son sus referentes, sus mitos y sus constantes en una conversación entregada a reivindicar el sentido y el placer de la narración. Habla el responsable de clásicos como Los amos de la noche (The Warriors), además de guionista de La huida (The Getaway) y productor de Alien. Habla el director de Forajidos de leyenda (The Long Riders). Pura leyenda.

-Su primer guión fue un western y en más de una ocasión ha declarado que durante toda su vida no ha hecho otra cosa que rodar westerns. Cuando creíamos que era un género ya agotado, usted vuelve con el último western…

-En realidad, el primer western de la historia lo escribió Homero. El western no es más que otra manera de volver a contar La Odisea. Es imposible que envejezca o se agote como dice, por la sencilla razón de que pertenece a la esencia misma de la narración. Es la mejor manera de presentar un conflicto moral de la manera más enérgica y simple al mismo tiempo. Pero, de todos modos, mi intención con esta película no era recuperar intacta una tradición conservada en una piedra de ámbar. Me importa respetar la tradición, pero mi interés con esta película, como con cualquier otra, es hablar del presente. El cazador de recompensas habla de conflictos raciales, habla del papel de la mujer, habla de feminismo…

-¿No teme pecar de anacrónico, de colocar los problemas que nos preocupan ahora en un contexto completamente diferente?

-Sí, lo temo. Y por eso he huido de cualquier tentación pedante. Si analiza el nudo del relato verá que se trata sencillamente de la historia un hombre corrupto que contrata a un mercenario para que libere a una esposa presuntamente secuestrada. Eso, como decía antes, es La Ilíada. Digamos que las historias son siempre las mismas las firme John Ford u Homero. Ésta tiene más de 2.700 años.

-¿Cuál diría que es la característica que mantiene vivo a Homero?

-Lo realmente interesante es que todos sus personajes son reconocibles. Homero no solo se preocupó de dibujar de forma compleja a los griegos, sino que también dedicó tiempo a los troyanos. Los vicios y las virtudes se encuentran en los dos lados, del lado de los héroes y de los villanos. Cuando veo ciertas películas de acción hoy me desagrada la infantilización que hace que los buenos sean muy buenos y los villanos, muy malos.

-¿Se refiere a las películas de superhéroes?

-No me gusta hablar mal de lo que hacen mis compañeros. Pero es evidente que las cosas han cambiado y yo soy un hombre del pasado mucho más vinculado con las cosas del pasado. Desde mi punto de vista, es mucho más interesante una película de Kurosawa que todas las películas de Marvel juntas. Me refiero al Kurosawa que hizo películas de acción, claro.

-¿Echa de menos los viejos tiempos?

-En parte sí. No quiero parecer una persona nostálgica por la sencilla razón de que no lo soy. Sé que las cosas cambian y te tienes que adaptar tú al mundo, no el mundo a ti. Sin embargo, sí veo que antes era más fácil sacar adelante un proyecto. Había una serie de estudios y enviabas tu propuesta a uno o a otro hasta que alguno aceptaba. O no. Ahora ese sistema funciona solo con películas muy especiales, las de Marvel y eso. Para levantar una película hoy en día te pasas la vida de reunión en reunión. Peleas por la financiación en pequeños paquetes hasta que reúnes el dinero suficiente. No hay productores con cara y ojos que se responsabilicen de una idea y triunfen o fracasen con ella. Antes, el trabajo de un director consistía en dirigir películas, ahora pasas más tiempo reuniéndote explicando lo mismo una y otra vez que haciendo cualquier otra cosa. Se ha vuelto algo aburrido ser director de cine. Por otro lado, gracias a la tecnología digital se rueda y se edita infinitamente más rápido.

-Antes ha mencionado el feminismo y me viene a la mente que usted produjo Alien, el octavo pasajero, la primera vez que una película de género otorgó el papel protagonista a una mujer…

-Y no a cualquier mujer, a Sigourney Weaver. Recuerdo perfectamente cómo se llegó a la conclusión de que lo mejor para la película era que la protagonista fuera mujer y que, además, no fuera una estrella del momento. David [Giler], el otro productor, me dejó sólo porque se fue de vacaciones. Estábamos dándole vueltas a hacer una película de ciencia ficción, pero que funcionara sobre todo como una cinta de terror. Necesitábamos que el efecto sorpresa estuviera ahí desde el primer momento. El público de entonces no estaba acostumbrado a identificarse con una mujer protagonista. Por otro lado, no podía ser un rostro conocido porque habría quedado claro que se salvaría. Ninguna estrella muere. Weaver lo reunía todo: no era célebre y tenía una presencia imponente. Recuerdo que cuando le hicimos la prueba en Londres, lo primero que dijo una de las secretarias al verla fue que le recordaba a una versión mejorada de Jane Fonda. Le puse el nombre de Ellen como mi madre y su apellido lo tomé de la atracción ‘Ripley, ¡aunque usted no lo crea!’.

-Por retomar el hilo de la conversación, ¿cree que el cine está en peligro? ¿Cree que vivimos el ocaso del cine tal y como lo conoció el guionista de La huida o el director de Los amos de la noche, Forajidos de leyenda o Límite: 48 horas?

-El cine siempre se ha enfrentado al peligro de su extinción. Está en su naturaleza estar a punto de desaparecer. Si me pregunta por los peligros de ahora mismo, señalaría dos. Por un lado, me alarma el nuevo macartismo que intenta constantemente decirnos lo que se puede y lo que no se puede decir. El cine ha perdido ese impulso a lanzarse a los límites. Por otra parte, la transición hacía en streaming ha hecho que las historias se serialicen. Hay que tener enganchado al espectador y eso lo consiguen las plataformas con la repetición una y otra vez del mismo esquema. Hay muchas películas que son completamente iguales entre sí.

-¿Quiere esto decir que jamás trabajaría para una plataforma?

-En absoluto. No me malinterprete. Soy contador de historias y nunca rechazaré trabajar para quien pague. Que me lamente de lo que ocurre solo quiere decir que preferiría que las cosas fueran de otra manera, pero nada más. El cine, tal y como lo he entendido toda mi vida, está desapareciendo. Lloro su pérdida, pero ¿qué vas a hacer? ¿Son los modelos actuales de streaming un sustituto adecuado para el cine? No.

-¿Un cineasta se jubila?

-Ni me lo planteo. Me considero como un jugador de béisbol. Un día llega quien sea te quita el uniforme y te manda a casa. De momento, eso no ha ocurrido. Sigo en el campo muy pendiente de por dónde va la bola.

Western como estudio de personajes: Solo el valiente (Only the Valiant, Gordon Douglas, 1951)

 

La película que Gregory Peck llegara a considerar como la primera gran crisis personal y profesional en su incipiente carrera ha ido adquiriendo con el tiempo cierta pátina de joya escondida, a medida que se ha ido reivindicando la figura y la trayectoria del siempre discreto Gordon Douglas, uno de esos considerados «artesanos» que presenta sin embargo suficiente nómina de títulos sólidos y solventes para otorgarle dimensión propia como cineasta con personalidad creativa e intereses concretos. Se trata de un western con referencias fordianas (la última entrega de la llamada «trilogía de la caballería» de John Ford, Rio Grande, se estrenó el año anterior) y tintes hawksianos que, a través de un protagonista atormentado como centro, acumula a su alrededor una heterogénea galería de personajes masculinos obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, sometidos a una letal amenaza exterior, con un fuerte de la caballería estadounidense hostigado por tribus apaches como escenario. El capitán Lance (Peck) tiene fama de severo y poco empático, pero también de ser el mejor oficial del puesto. Cuando la avanzadilla ante el territorio apache, situada en un enclave militar llamado Fort Invincible, es aniquilada, Lance se desplaza allí con un pelotón y logra capturar a Tucsos (Michael Ansara), el jefe de la partida. Sin embargo, demasiados expuestos al enemigo, el coronel decide trasladar al prisionero a un fuerte mayor y más lejano, para lo que elige al teniente Holloway (Gig Young), un hombre muy querido por la tropa que además es rival de Lance por el amor de Cathy (Barbara Payton), hija de otro oficial. Aunque la decisión es estrictamente de interés militar (el coronel, enfermo e impedido, considera a Lance más cualificado para la defensa del fuerte ante el inminente ataque de un millar de enfurecidos apaches dispuestos a liberar a su jefe), los hombres interpretan la elección de Holloway para la misión como una maniobra de Lance para deshacerse de un adversario personal, y cuando el pelotón es atacado, Tucsos liberado por sus guerreros y Holloway y otros hombres perecen, Lance es señalado por todos (incluida Cathy) como responsable único. Cuando diseña un plan de defensa que incluye establecer una primera línea de resistencia en el desolado Fort Invincible, elige para acompañarle a la tropa que más le desprecia: el teniente Winters (Dan Riss), débil e incompetente; el sargento Ben Murdock (Neville Brand), un bravucón indisciplinado; el cabo Gilchrist (Ward Bond), un borracho; el corneta Saxton (Terry Kilburn), un cobarde; y los soldados Rutledge (Warner Anderson), que le guarda un rencor irracional desde los tiempos de la Academia; Kebussyan (Lon Chaney Jr.,), un árabe enrolado en la caballería estadounidense que formaba parte del destacamento aniquilado de Holloway y odia a muerte al capitán Lance; Onstot (Steve Brodie), un sudista que siempre se hace el enfermo; y Joe Harmony (Jeff Corey), el explorador de la unidad. Las intenciones de Lance son impedir a los apaches el paso por el estrecho desfiladero que conecta su territorio con la empalizada de Fort Invincible, volándolo con explosivos si es preciso.

Que a Douglas y sus guionistas, Harry Brown y Edward H. North, les interesa sobre todo el retrato de personajes en una situación desesperada se desprende del desprecio a la lógica que resulta de la incongruente premisa argumental, es decir, cómo un grupo de nueve hombres puede resistir en un fuerte cuya guarnición completa ha sido aniquilada totalmente por el mismo enemigo al que van a enfrentarse ahora, o bien cómo aquella no fue capaz de pensar en el bloqueo del desfiladero como infalible medio de defensa y ahorro de vidas. Dejando esta anomalía dramática aparte, es el pequeño espacio de Fort Invincible y las relaciones entre los personajes el objeto de interés de Douglas. La película pasa aquí de los exteriores y las cabalgadas por las praderas a escenarios recreados en el estudio, tanto en el interior del fuerte como en sus alrededor y en las acartonadas paredes supuestamente rocosas del desfiladero (la película es una producción conjunta de Warner Bros. con Republic Pictures, famosa por la producción de sus westerns de bajo presupuesto, lo que se traslada a cierta precariedad en los decorados y en una absoluta incoherencia visual, de puesta en escena y de iluminación, respecto a los exteriores auténticos), y si bien la principal queja de Peck en su día se refería a que su personaje no deja de deambular, de forma algo desorientada y caprichosa, de aquí para allá para tener grupos de escenas de uno a uno con sus compañeros que revelen las motivaciones y aspiraciones más o menos veladas de los personajes, lo cierto es que es ahí donde radica el interés de la película. Un poco al modo de La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934), incluido el personaje de árabe algo místico que allí era Boris Karloff y aquí el hijo de Lon Chaney, los soldados van siendo eliminados uno a uno por un enemigo invisible, al tiempo que sus conflictos e intereses opuestos condicionan el incierto éxito de una misión que Lance ha encomendado a los hombres a priori menos indicados para estar bajo su mando (más adelante, en el instante previo al clímax de acción de la cinta, anuncia los verdaderos motivos de esta elección: su carácter prescindible; el hecho de que sus muertes, más que seguras, no supondrán una gran pérdida a la caballería ni a sus compañeros de la segunda línea defensiva).

Sobre esa estructura de western convencional insertado en el marco de la caballería (terceto de personajes en choque sentimental; situación límite bajo la amenaza india; toque de corneta y salvación in extremis en la secuencia decisiva), algo lastrado por los exteriores reconstruidos en estudio, donde la fotografía de Lionel Lindon hace lo que puede y en los que, además, tiene lugar el grueso de las secuencias de acción, con un guion en parte caprichoso y con un desenlace algo apresurado y comprimido en su búsqueda del final armónico y feliz que haga encajar las piezas anteriormente diseminadas con meticulosidad y detalle, la fortaleza de la película, como en otros estimables westerns de su director –Río Conchos (1964), Chuka (1967), Los forajidos de Río Bravo (Barquero, 1970)-, radica, en la línea de Hawks, en la presentación de un puñado de personajes bien caracterizados con intereses diversos, que se van desarrollando a medida que se suceden las circunstancias expuestas en el guion y convergen en torno a ideas y principios como el instinto de supervivencia, el orden, la disciplina, la angustia, la debilidad, el egoísmo y el deber. Bajo los acordes de una vibrante y sensible música de Franz Waxman, Douglas conduce con buen pulso y vivo ritmo una historia que va más de personas que de situaciones, en la que lo que más le interesa es la evolución de los personajes en torno a Lance (la chica y el malogrado Holloway, y cada uno de los miembros de su pequeña tropa), y de cómo este es capaz de recuperar o redimir a algunos de ellos (el cobarde Saxton, el borracho Gilchrist -si bien cediendo y dejándole entrar en su terreno-, el iluminado Kebussyan, que de desafecto pasa a ser su gran defensor, el teniente Winters, el héroe mudo que posibilita el sentido del desenlace), ganándolos para la causa de todos, mientras que nada puede hacer por otros -el sargento Murdock y el soldado Onslot, reducidos a la categoría de divertimento para los apaches; el soldado Rutledge, que siente su animadversión por el capitán hasta el final- porque aceptan de mayor grado la muerte que la autoridad de su superior.

En el momento culminante, sin embargo, antes del presuroso epílogo que nos introduce en la reconfortante conclusión, la presencia inesperada de una ametralladora Gatling anuncia ya en 1951 la muerte de un mundo, de una manera de entender el Oeste, la guerra, el choque de civilizaciones entre blancos e indios, la imposibilidad de un futuro para estos. La irrupción definitiva de la era moderna, de la tecnología, de la aniquilación masiva cuyo pulso se sentía notablemente al inicio de aquella década. Y, sobre todo, la muerte de unos personajes que en un solo golpe de manivela (como las de las antiguas cámaras cinematográficas, que también señalaron un cambio de era) han quedado anticuados, desfasados, héroes imperfectos sin tiempo ni sitio.

Cine en fotos: Stanley Kubrick

«Tal vez la razón por la que a la gente le resultan más difíciles de aceptar los finales tristes en las películas que en las obras de teatro o en las novelas sea que una buena película te atrapa tanto que un final triste te resulta casi insoportable. Pero depende de la historia, porque hay formas en que el director puede engañar al público, haciéndole esperar un final feliz, y hay formas muy sutiles de hacer que el público sea consciente del hecho de que el personaje está irremediablemente condenado y de que ese final feliz no va a suceder.

Una película criminal es casi como una corrida de toros: tiene un ritual y un patrón que establece que el criminal no va a sobrevivir, de modo que, si bien puedes suspender tu conciencia de esto por un tiempo, situándote muy lejos, tu mente siempre es sabedora de esta pequeña circunstancia y te prepara para el hecho de que no va a tener éxito. Ese tipo de final es más fácil de aceptar.

Una cosa que siempre me ha inquietado un poco es que el final introduce a menudo una nota falsa. Esto se aplica especialmente si se trata de una historia que no insiste en un solo punto, como por ejemplo si la bomba de tiempo explotará en la maleta. Cuando se trata de personajes y de un sentido de la vida, la mayoría de los finales que parecen ser finales son falsos, y posiblemente eso sea lo que perturba a la audiencia: pueden sentir la gratuidad del final triste.

Si terminas una historia con alguien que logra un objetivo, siempre queda algo incompleto porque parece el comienzo de una nueva historia. Lo que más me gusta de John Ford son los finales decepcionantes. A fuerza de pasar de una decepción a otra, uno acaba pensando que está viendo la vida misma y le resulta más fácil de aceptar».

(Stanley Kubrick en The Observer Weekend Review, domingo, 4 de diciembre de 1980, página 21)

50º aniversario del fallecimiento de John Ford

Excelente artículo de Jorge San Miguel, publicado en Letras Libres el 28 de agosto de 2023:

«El último día de agosto se cumplen cincuenta años de la muerte de John Ford. Son palabras mayores: por supuesto en el cine, que es lo que importa; pero también en la vida cultural y, qué remedio, política española de las últimas décadas. Ford ha representado un vínculo mitológico con el viejo cine para quienes ya no lo vivieron de primera mano, una especie de Homero –“¡Homérico!”– con parche, de contornos legendarios entrevistos en cine clubs de televisión, reposiciones y semblanzas culturales. Un eco de un tiempo que se adivina más bronco, más reglado y, paradójicamente, más libre –al menos en un concreto sentido creativo. Cuando había salas de cine y un mundo de normas tácitas y explícitas, pero también espacio para la espontaneidad, la transgresión y un cierta ética de pionero. Por eso mismo, en este tiempo de pegajosas doctrinas de lo político-personal, en el que todo debe tener un sentido ulterior y colectivizable, su nombre se ha convertido en salvoconducto de una vaga resistencia al progresismo ambiental, sus valores y sus ritos. En la intuición no errada de que a una mitología solo se le opone otra.

Pero antes que todo eso John Ford ha sido el cine. El cine tanto en la vertiente popular como en la intelectual. No a otro que Ford (Young Mr. Lincoln, 1939) se dedica el artículo más célebre de Cahiers du Cinéma, el que quería inaugurar una nueva crítica. Porque si alguien quería matar al padre, o reinstaurarlo, el padre era Ford. Y buena parte de los grandes debates críticos de los 60 acá tienen que ver con la recepción del cine comercial americano; que fue el de estudio (Ford, Hitchcock), como luego el nuevo cine americano; hasta llegar al actual mercado cinematográfico-mediático, que ha terminado de empotrar a martillazos lo popular en lo culto, géneros, plataformas y redes mediante. Cuando la cosa aún iba de “ir al cine”, los públicos masivos recibieron a Ford durante décadas a través ante todo del género western, pero también del bélico, los temas irlandeses o incluso los sociales. “Director de directores” pero también paisaje habitual de las tardes de cine y televisión. No por nada, cuando de jovencito empezaba uno a ver pelis de John Ford como tales, se encontraba que ya las había visto, recordado y reimaginado muchas veces.

John Martin Feeney, Sean Aloysius Ó Fearna en su fabulación irlandesa y Jack Ford para la industria temprana del cine, rodó su primera película en 1915 o, según algunos, 1914. Poco antes había empezado a trabajar como ayudante para su hermano Francis, con el que siempre hubo mar de fondo, incluso en la vejez. Cosa extraña si consideramos que Francis, de quien no se acuerda casi nadie, rodó su último largo en 1928, mientras Jack aparece en cualquier terna de los grandes entre los grandes; pero así son la familia y el corazón. Si el nuevo mundo del sonoro relegó a Francis a actor de reparto –aparece en la mayoría de las cintas más famosas de su hermano hasta su muerte en 1953–, tuvo el efecto contrario en Jack; cuya carrera, aunque exitosa en lo económico, discurría sin pena ni gloria –un artesano más de la industria– prácticamente hasta El delator (The Informer, 1935). Después llegarían La diligencia (Stagecoach, 1939), que rescató el género del Oeste para el público y para el propio Ford; Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940); ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941); y, por supuesto, la “trilogía de la Caballería”. La Depresión y el espíritu del New Deal permean este período. No solo como es obvio en la adaptación de Steinbeck o incluso la de Llewellyn, historia de mineros galeses; sino en la propia Diligencia, que puede verse sin esfuerzo como una representación de la comunidad política americana. Otra comunidad iba surgiendo desde los 30: la Stock Company que acompañó a Ford desde entonces, y de la que John Wayne, Henry Fonda, Ward Bond, Maureen O’Hara, Harry Carey padre e hijo, Victor McLaglen, John Carradine, Woody Strode o Hank Worden son solo algunos nombres señalados.

Importa detenerse en los veinte años que Ford pasó rodando una cinta tras otra sin apenas reconocimiento, quién sabe si pretensión, de autoría. En la madurez cultivó esa imagen de profesional despegado de frivolidades artísticas –“My name is John Ford. I make Westerns”, según la leyenda propagada por Mankiewicz. Pero podemos sospechar que el filisteísmo era, como otros tantos rasgos del personaje, fachada. Es evidente desde época temprana la vocación de estilo; y no otra cosa delatan sus hábitos de rodar en secuencia y reducir al mínimo lo rodado, para llegar a la sala de edición con lo puesto y mantener el control del metraje final. Un autor que llega a serlo conociendo la industria y su poder relativo dentro de ella; también contra el autorismo.

En otros textos he recordado la influencia, abstracta y concreta, de Ford sobre el gran cine industrial americano de mi generación: Spielberg, Lucas, el mismo Scorsese. También en un cierto cine europeo de vocación americana: Wim Wenders, como antes Leone. Pero la lista sería inagotable porque, como decía, las películas de Ford –el asalto indio de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), el costumbrismo romántico de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), las familias y los grupos de camaradas filmados en espacios cerrados de gran profundidad, las ceremonias religiosas o cabalgadas en recorte contra el horizonte, una larguísima conversación a la orilla del río– forman parte del repertorio de imágenes del cine universal y, sobre todo, del recuerdo de varias generaciones.

En lo político, Ford fue uno de tantos demócratas intuitivos o del New Deal que fueron escorando a la derecha ante sucesivas olas contraculturales o, sin más, el paso del tiempo. En vano se buscará una orientación ideológica unívoca en su filmografía, más allá de la simpatía por el popolo minuto –que a veces pueden ser los apaches o los cheyenne– y la reverencia hacia, justo, lo prepolítico: lo que permanece tras la espuma de los días y el zarandeo de los mercachifles del relato. Un humanismo sin doctrina. Por eso brilla en el western, en la guerra y en lo comunitario; y por eso en su última obra maestra el momento de consolidación de lo político coincide con el ocaso de un mundo: el de los héroes.

Punto y aparte merece la cuestión del racismo, dada la época de Ford y su cultivo de un género, por así llamarlo, colonial. En La diligencia los apaches son poco más que atrezzo; quizás porque, como señalábamos, no se trata tanto de una película sobre el Oeste como sobre la nación en un momento de crisis. La “trilogía de la Caballería” presenta tratamientos dispares, en algunos casos abundando en topos racistas; pero Fort Apache es una película pro india, por decirlo sin ambages, en la que la voracidad del agente apache y la alienación y el reglamentismo del capitán interpretado por Fonda desencadenan la tragedia –de forma, por cierto, bastante fiel a la tragedia real de los indios de las llanuras. En Centauros, a pesar de la brutalidad de la premisa, Ford no ahorra detalles que quince años más tarde serían revisionistas o anticoloniales, como la muerte de la india Look o el propio desenlace, con la transformación de Ethan. Otoño Cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964) es una elegía, fallida y falta de energías quizás, pero con un mensaje inequívoco. Ford, en términos generales, tuvo en el cine el respeto por los indios que reservaba hacia lo auténtico, lo previo a la caída; y en la vida real los trató con simpatía y el paternalismo que le permitía su posición: así a los navajos de Monument Valley, con los que rodó a lo largo de las décadas, a los que intentó favorecer y proveer en tiempos de escasez, y que le acabaron reconociendo miembro de la tribu: Natani Nez. Hoy, por supuesto, se presentarían no pocos problemas al hacer pasar año tras a otro a la misma troupe de navajos por comanches, apaches, cheyennes o lo que tocase.

Es esa reverencia de Ford por lo auténtico y prepolítico, por el destilado de la vida, la que lo ha convertido en santo y seña de un cierto casticismo en estos últimos años. Ante el eclipse de figuras patrias como un Cela o un Umbral –eclipse que es, sin más, la decadencia de la gran literatura como arbitrio de la vida social–, Ford emergió ante todo de la divulgación en el programa de José Luis Garci como emblema de un tiempo, una estética y una gavilla de valores, no siempre claros ni coherentes, pero casi siempre a la contra; o eso se pretendía. Un paquete convencional que incluía el boxeo; una cierta idea romántica pero no militante del periodismo; el tabaco, la bebida, los “paraísos artificiales” –como se decía cuando yo era joven–; la creación artística como evacuación y refugio, pero en todo caso empresa netamente individual; la elegante derrota. En suma, una sublimación más o menos forzada de aquel espacio mítico –volvemos a Garci– en que un grupo de hombres fuman y hablan de sus cosas. La evocación de una forma de vida espontánea, intensamente masculina, que hoy parece en retroceso, quizás en vía de proscripción.

En su forma ideal, este neofordismo sería, hablando claro, un refugio contra el coñazo imperante; una milicia contra la militancia, parafraseando a Gracián. En la medida además en que el universo de Ford se construye a partir de los espacios de resistencia al poder por antonomasia: el hogar, la familia y la pareja; la amistad; la solidaridad entre soldados, trabajadores o juramentados. Espacios donde menudencias como la política o la discusiones de moda no entran. O, por decirlo, con Faulkner, concomitante con Ford en no pocas cosas, “los amigos son los amigos voten lo que voten” –doctrina hoy aventurada. No en vano su cine bélico parte ante todo de esa camaradería; una mirada de abajo arriba en la que tanto las gestas como los desastres emergen siempre del material humano básico –They Were Expendable se titula esa película en la que Robert Montgomery y John Wayne piden unas San Miguel en una barra de Manila antes de la invasión japonesa.

Quizás por eso mismo Ford tuvo la capacidad, como reconocía Miguel Marías, de emocionar con lo castrense, la familia o la religiosidad popular a una generación, la crecida entre los 60 y los 70, que fuera del cine no sentía precisamente apego por dichas instituciones. A otras generaciones nos ha servido para volver a contemplarlas de manera no irónica. Aun recibiendo a Ford de segunda mano –otros ya irán por la tercera o cuarta–, no me cuesta imaginar como secundario en La taberna del irlandés a mi abuelo, que habitó también un mundo de tascas, amigotes, bravuconadas y guerras poco heroicas. Hombres que, si no eran ejemplares, eran lo que fuesen de forma espontánea, sin segundas lecturas ni ese sucedáneo de vida examinada que es hoy la autocontemplación colectiva. Los héroes de Ford no rompen las convenciones para cumplir algún designio gregario ni mucho menos por exhibir una identidad, sino porque tienen un impulso individual más fuerte que la conformidad. Es casi el exacto contrario de ese “lo personal es político” que, invirtiendo los términos, nos ha traído un desfile cotidiano de seres vacíos y destartalados, despojados precisamente de cuanto hay en ellos de persona.

Interesa por eso mismo separar a Ford de sus lecturas y recepciones epocales, para no acabar embadurnándolo también a él de sentidos y discursos de circunstancias. Para no degradarlo convirtiéndolo en proyectil contra lo perecedero. Para evitar la impostura –el larpeo se dice ahora–, tan contraria a la mitología fordiana. Hay en su cine, como en las metáforas quevedianas de las que escribía Borges, un goce inmediato, una sensación de hondura sin artificio que es previa a la contienda intelectual, la política o incluso la querella de los valores. Una aprehensión que no está mediada por la crítica ni por la ideología; signo del arte de largo recorrido, que absorbe públicos y perspectivas; y cuya claridad emana precisamente de no eludir las contradicciones y zonas de sombra morales de lo real».

Raudo viaje del mito a la nada: Punto límite: Cero (Vanishing Point, Richard C. Sarafian, 1971)

 

Cuando en los años setenta, como resultado de la convulsa década anterior y ante la catástrofe de la guerra de Vietnam, la contracultura estadounidense cantó el fin del sueño americano, pocos veían venir la resurrección neoconservadora que se avecinaba a finales del decenio y que reinstauró con fuerza su trono inamovible en los ochenta (hasta hoy), recuperando los tradicionales valores de la era Eisenhower y ofreciéndolos esta vez bajo el fácil y atractivo envoltorio del sentimentalismo hueco y el entretenimiento infantilizador, exitosamente exportados al resto de Occidente. Antes de que el llamado Nuevo Hollywood muriera a manos del blockbuster, sin embargo, hubo algo más de diez años de un cine inusitado, ambicioso, complejo, adulto, repleto del desencanto y la autocrítica propios de su tiempo de crisis política, institucional, económica y social, pero sobre todo moral, y que, lejos de dar respuestas, se ejercitaba en el sano propósito de formular preguntas. El agotamiento del mito americano, la búsqueda de un nuevo sentido, de una común filosofía renovadora, tuvo una de sus puestas en escena más recurrentes, tal vez por influencia de la generación beat, en la idea de viaje, en el relato de una singladura que permitiese recorrer distintas geografías del país y, por tanto, servir para mostrar un estado de situación, un contraste, un mosaico del pasado y el presente que alentara la reflexión acerca de cómo debía construirse el futuro. Simbólicamente, ante la sensación de camino sin salida, el cine se volcó en reflejar ese tránsito en la dirección contraria a lo que en Hollywood siempre había sido moneda común: si la épica norteamericana se había construido sobre la conquista del oeste, la exploración de las praderas, la lucha contra los indios, las caravanas de los pioneros, la fundación de pueblos y ciudades, la llegada del telégrafo y del ferrocarril, y, como resultado de todo ello, la implantación de la ley y el orden, es decir, de la política, en un viaje desde el Atlántico al Pacífico, este cine de los años setenta se esforzaba por replantear las cosas desde el origen, y por tanto, su plantilla, en una especie de vuelta a las esencias, a la pureza de la nación, era la inversa, el viaje a las fuentes, al este, a Washington, Nueva York o Filadelfia, a los lugares fundadores, al origen de los Estados Unidos. Así, Walt Coogan (Clint Eastwood), un sheriff del estado de Arizona, se desplazaba a Nueva York para hacerse cargo de un detenido en La jungla humana (Coogan’s Bluff, Don Siegel, 1968); en Easy Rider (Buscando mi destino) (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969), la pareja de moteros protagonista viajaba de Los Ángeles a Nueva Orleans para asistir al Mardi Gras; en Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969), Joe Buck (Jon Voight) intentaba mudarse también a Nueva York desde Texas; en Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane Blacktop, Monte Hellman, 1971), se planteaba una carrera de coches que desde el Medio Oeste tenía que finalizar de nuevo en la ciudad de los rascacielos… Punto límite: Cero, no obstante, no juega en esa línea, no contempla la posibilidad de reencontrar un nuevo sentido volviendo a los orígenes, buscando ideas, pretextos, sentidos y esperanzas para una nueva refundación. El guion de Guillermo Cabrera Infante es mucho más pesimista: no hay salida alguna; el único sentido es el camino, el viaje en sí mismo. La única libertad real que cabe es la que uno mismo se proporciona, la conquista personal de la propia vida.

Kowalski (Barry Newman), un empleado dedicado al negocio del alquiler de coches, apuesta a que es capaz de conducir un Dodge Challenger de 1970 desde Colorado para entregarlo en la ciudad de San Francisco en menos de dos días. Eso implica conducir sin detenerse, sin dormir, sin descansar, a toda velocidad, por las carreteras y desolados parajes que desde el oeste miran hacia el océano Pacífico, con ayuda de estimulantes, si hace falta, y sorteando como puede el variopinto grupo de personajes que en tan breve tiempo irán salpicando su travesía y, en ocasiones, dificultándola, retrasándola: pilotos competidores, una sexi autoestopista (Charlotte Rampling, cuyas escenas se suprimieron del montaje final), un cazador de serpientes (Dean Jagger) destinadas a las ceremonias de una estrafalaria comuna religiosa, dos atracadores homosexuales (Anthony James y Arthur Malet), unos hippies admiradores… Y, por supuesto, la policía de Colorado, Nevada y California, que irá tras él para detenerle. Su única compañía constante, la voz de Super Soul (Cleavon Little), el disc-jockey ciego de una de las emisoras de radio más populares y escuchadas del territorio, que primero ilustra el viaje musicalmente con un buen puñado de clásicos del momento y que, a medida que la pretendida hazaña de Kowalski gana repercusión, popularidad y simpatías, en particular de los jóvenes y los hippies, se va convirtiendo en su guía, su conciencia, su confesor, su aliento, lo que a su vez acarreará al locutor, y también a su productor, ambos de raza negra, los previsibles e inevitables problemas, esta vez no con la ley sino con los elementos más ultramontanos de la localidad. El director, Richard C. Sarafian, que tras dos largometrajes en Inglaterra estrenó ese mismo año El hombre de una tierra salvaje (Man in the Wilderness, 1971), con Richard Harris y John Huston, extraño western que es la versión original de El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015), imprime a la película el ritmo acelerado, vertiginoso, pero, en sus plásticas composiciones del coche rompiendo el horizonte, también de un acentuado lirismo, que encuentra sus respiros en cada uno de los encuentros del protagonista y también en los flashbacks, incrustados con mayor o menor fortuna y, en general, no demasiado pertinentes ni muy bien resueltos, con los que se ilustra la historia del personaje: de su pasado como veterano de Vietnam y policía de San Diego, expulsado del cuerpo tras un episodio poco claro, a su éxito como piloto de carreras de motos y coches, abandonada tras un traumático accidente; de su prometedora relación con una mujer a su soledad casi propia de los héroes errantes del western… Estos insertos, aunque avanzan algunos aspectos de la personalidad del lacónico Kowalski que luego engarzarán con los datos que sobre él proporciona la policía, ralentizan y dispersan la acción y la sacan del tono general y de la finalidad última del argumento, que sirve a la idea de contraponer esa ansia de libertad, esa aspiración de autorrealización propia de los setenta, frente a las fuerzas que compulsiva y obsesivamente obstaculizan e impiden la consecución de esas aspiraciones. Esas fuerzas pueden ser oficiales (la policía de distintos estados o el FBI) o bien expresión del ala más conservadora de la sociedad americana, que es la que se revuelve contra Super Soul y su emisora, dejando traslucir el racismo latente en la vida pública a pesar y más allá del reconocimiento de los derechos civiles y la teórica igualdad legal. La metáfora más expresa al respecto que plasma la película es la de las excavadoras que la policía coloca en mitad del camino, en el pueblo que Kowalski debe atravesar en su entrada desde Nevada a California, para impedir el paso del Dodge Challenger y capturar al escurridizo conductor. Una barrera infranqueable ante la que solo cabe dar la vuelta o estrellarse. La policía no sale especialmente bien parada en la película, en ninguna de las distintas vertientes que se muestran de su trabajo: incompetente, torpe, represora, arbitraria, cruel y abusiva. Así, mientras Kowalski, su coche y quienes le ayudan, Super Soul o los hippies que le proporcionan sus estimulantes, son la sociedad libre y colaboradora, desinteresada, profundamente humana, la policía es la represión, las ataduras, la constricción, la oficialidad, el Gobierno al margen de los deseos y los intereses pueblo, si no contra ellos.

(Lamentablemente, observo que wordpress me ha hecho una pirula informática y me ha escamoteado un último párrafo que conectaba de nuevo la película con el western a través de un paralelismo entre Kowalski y Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) y con el final de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969). Venía a decir que, sabedor Kowalski de que su naturaleza era similar al primero, su destino no podía ser otro que el mismo que buscan los segundos, a partir de esa lacónica pregunta que se hacen antes de desfilar, armados hasta los dientes, hacia el último muro ante el que van a vender cara su piel. «¿Por qué no?».)

Palabra de Marcello Mastroianni

 

«Desde que me dedico a este oficio raras veces he ido al cine. ¡Pero de niño…! Me alimentaba de cine, y al igual que yo toda mi generación. ¡Esa sala mágica, oscura, misteriosa! El haz de luz del proyector, que se mezclaba con el humo de los pitilllos. Aquello era también una cosa fascinante que ya no existe. Era un lugar de evasión…, no, aquello era algo más que evasión: en el cine se soñaba.

Íbamos al cine casi todas las tardes, y nos llevábamos el bocadillo, la merienda. Entonces se proyectaban dos películas, además del Giornale-Luce y Topolino (Mickey Mouse): entrábamos a las tres y salíamos a la hora de la cena.

Gary Cooper, Errol Flynn, Clark Gable, Tyrone Power. ¡Cuántos ídolos! Sentíamos pasión por estos actores. Al salir del cine, imitábamos sus gestos. La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), John Wayne con la pistola, y nosotros tratando de imitar sus andares.

¡Y las actrices! Busca alguna parecida hoy. Greta Garbo, Marlene Dietrich… Aunque, a decir verdad, estas dos no es que me gustasen mucho. Sí, apreciábamos su valía, pero a esa edad —quince o dieciséis años— uno prefería a la vecina. Aquellas eran reinas inaccesibles.

Pero estaban también nuestros divos. ¡Amadeo Nazzari! Sentíamos gran estima por Amadeo Nazzari. Una gran personalidad. Alguien decía que era el Errol Flynn italiano, pero no era cierto. Yo he trabajado con él; era un hombre muy generoso. Y Anna Magnani, Aldo Frabrizi…, eran extraordinarios. ¡Y Totò…, magnífico, grandioso!

Sentíamos pasión por Jean Gabin y Louis Jouvet. Era extraño, porque a esa edad los héroes más fascinantes eran precisamente Gary Cooper o Clark Gable. El cine francés requería más esfuerzo, y sin embargo a nosotros nos gustaba igualmente. E incluso algún actor alemán, ya que por entonces existía el Eje y, por tanto, las coproducciones con Alemania. Pero de los nombres no me acuerdo.

Ah, y no hay que olvidar a Ginger Rogers y Fred Astaire: con ellos entramos en la mitología. ¡Fred Astaire era un bailarín tan excepcional que viéndolo hasta podías llorar!

Pero ¿cómo describir la belleza de aquel cine de entonces? ¿O quizá éramos nosotros más ingenuos, y bastaba con poca cosa para encandilarnos, para entusiasmarnos?

Cuando pienso en lo que el cine, la gran pantalla, supuso para mi generación, me pregunto si hoy en día el cine ejerce efectos comparables en las nuevas generaciones, o si los ejerce más bien ese cine empequeñecido que soy incapaz de amar y que es la televisión.

Fellini me dijo un día:

—Fíjate, a Marilyn Monroe antes la veíamos así, gigantesca, ahora la vemos ahí abajo, diminuta.

Umm. No es lo mismo».

(Marcello Mastroianni en Sí, ya me acuerdo… (Mi ricordo, sì, io mi ricordo, Anna Maria Tatò, 1997), documental paralelo a su libro de memorias, de mismo título y fecha).