Belleza hueca: The Quiet Girl (An Cailín Ciúin, Colm Bairéad, 2022)

Esta aplaudida producción, que parece evocar en su título la herencia irlandesa del clásico de John Ford, resulta significativa respecto a cierta manera actual de entender el cine por parte de algunos de quienes lo hacen y lo ven, y también de quienes lo escriben y escriben sobre él. Alabada y premiada en festivales y certámenes de todo el mundo, e incluso candidata en su año al Oscar a mejor película internacional, la película constituye un ejemplo de esas obras que suelen calificarse como «bonitas» o «emotivas» en su amaneramiento estético y en su apelación al sentimentalismo más burdo, el que encaja más fácilmente en el término «sensiblería», dos características que suponen hoy dos vías directas hacia el reconocimiento y la popularidad, es decir, la rentabilidad. Cierto es, sin embargo, que la ausencia de toda grandilocuencia formal, de subrayados innecesarios y reiterativos y de todo interés por el artificio y la aparatosidad, salvan el conjunto y limitan los daños al puntual esteticismo vacío y gratuito que tan a menudo se confunde con el auténtico lenguaje visual, la verdadera belleza formal y la fotografía de calidad, y que conforma un pecado tan frecuente en el cine contemporáneo que busca elevarse por encima de la comercialidad más elocuente y que para ello ansía el respaldo de la crítica y el público más «cultos» y hacerse con la etiqueta de «autoría». La modestia del concepto inicial se extiende a la premisa argumental: Cáit (Catherine Clinch) es una niña de nueve años que sufre desatención y abandono por parte de sus padres, a causa de su pobreza, su holgazanería y su exceso de hijos, así como sus relaciones disfuncionales. La niña padece dificultades en la escuela, tanto en su rendimiento académico como en su vida social con sus compañeros, y allí y en casa se protege intentando pasar lo más desapercibida posible. Sin embargo, al acercarse el verano y ante el inminente nacimiento de un nuevo hermano, Cáit es enviada a vivir temporalmente con unos parientes lejanos, sin más pertenencias que la ropa que lleva puesta. Poco a poco, y gracias a los cuidados de la familia Kinsella (Carrie Crowley y Andrew Bennett), Cáit realiza notables progresos en su desenvolvimiento personal y en su capacidad para establecer relaciones y vínculos con otras personas, y descubre una nueva forma de mirar la vida desde el afecto, y también la oscuridad que también puede subyacer bajo el más armónico, hermoso y confortable modo de vida.

La película hace del contraste estético su marca distintiva y una metáfora narrativa tal vez demasiado evidente y reiterativa. Así, la cochambre, la suciedad, el desorden, la mala educación y las peores formas (esa casa mugrienta y llena de desconchones, ese coche destartalado y parcheado con piezas de otros colores…) que dominan la vida de Cáit en su entorno familiar habitualmente chocan frontalmente con la amabilidad, la limpieza, la belleza, la sencillez y la comodidad de su hogar de acogida. La paulatina transformación de la niña, y de quienes ahora la rodean, y el cambio de ángulo en su observación de lo que acontece alrededor se marcan asimismo por medio de sus nuevos hábitos de higiene y la configuración de un nuevo vestuario, primero a partir de ropas prestadas (una de las claves argumentales del filme, el «trauma» que reina en el alojamiento temporal de Cáit) y después con un vestuario más propio de su edad y de su sexo. Esta clave dramática se acrecienta y perfecciona a medida que el metraje avanza, y en particular con el encuentro afectivo entre la niña y quien ocupa la posición de «padre» (Bennett), al principio frío y distante, incluso hosco, y que progresivamente se va revelando como el principal puntal de Cáit en su nueva vida. De este modo, los nuevos entornos cotidianos (la convivencia con nuevos vecinos y amistades, las visitas a la ciudad, la asistencia a actos y los hábitos sociales hasta ahora inéditos en la vida de la niña, como es la asistencia a un funeral, o la creciente colaboración de la niña en las tareas domésticas -otra metáfora visual evidente de un lenguaje visual en exceso telegrafiado: Cáit pelando patatas, despojándolas de su piel áspera y rugosa, mientras su «padre de acogida» transita cerca de ella por la cocina, poco antes de que este mute su comportamiento y sus señales de inclinación hacia ella- e incluso, sin que se le requiera a ello, solo por simpatía, voluntad de acercamiento y deseo de ayudar, en los trabajos de la granja…) marcan tanto la evolución de la niña en su percepción del mundo como el establecimiento, velado pero sólido, de un fuerte vínculo afectivo entre la niña y quienes la han acogido, roto de pronto por la amenaza de reaparición del padre (Michael Patric) y, sobre todo, por el horizonte de un inminente y obligado regreso al hogar, junto a su desgreñada madre (Kate Nic Chonaonaigh). La serenidad del tono, la preciosista construcción de encuadres y planos, resulta, sin embargo, demasiado amanerada, calculada, poco realista en la reconstrucción «naturalista» de un espacio, como una granja de vacas, a priori poco proclive a estampas paisajísticas. Así, encontramos entornos bellos absolutamente gratuitos, como introducidos a base de caprichos aleatorios, de una estética vacía, que salpican el breve metraje (apenas hora y media, lo que es de agradecer en un tiempo de inexplicables e innecesarias minutadas sin sustancia) aquí y allá, hasta configurar un abundante espectro de efectos luminosos, de adornos visuales casi pictóricos, desconectados de la historia que narra, destinados, al parecer, al simple embellecimiento formal mediante la explotación del entorno natural y de los encuadres de puertas y ventanas, de la construcción de marcos dentro del marco. El guion, por otra parte, construido sobre duplicidades (secuencias que se repiten pero con sentido inverso: las del dormitorio, las de las carreras hacia el buzón, las de Cáit en el asiento trasero durante los desplazamientos en coche…), parece escrito sobre la base de su emotiva secuencia final, clímax y conclusión en el mismo plano, rematada innecesariamente con unas lágrimas explícitas y contraproducentes que restan parte de la fuerza que la escena posee en su concepción.

La película de Colm Bairéad apela así a herramientas cinematográficas de una equívoca sencillez, lo mismo que busca en su público unas reacciones elementales y las consigue de manera efectiva pero, en parte, tramposa. En absoluto desdeñable, sin embargo, posee igualmente virtudes y puntos de interés como (siempre en versión original, como hay que ver el cine) el continuo traspaso de los diálogos del inglés al gaélico y viceversa, o la existencia de secuencias de mérito, de instantes reveladores, como la primera noche que Cáit pasa en la nueva casa o el descubrimiento de la pertenencia real de esas ropas que usa de prestado. No obstante, la historia parece fiar toda su capacidad de conmoción al estático aunque expresivo rostro de Cáit, a la sensación de desvalimiento y compasión que despierta, y a un proceso de transformación demasiado anunciado desde el principio, en el que no existen altibajos ni sorpresas, un arco dramático demasiado plano, por previsible, cuya fácil expectativa se confirma puntualmente en la última escena, todo ello presidido por un tono y un sosiego formales y una pulcritud algo afectada encaminadas deliberadamente a la belleza y al lagrimeo, a la emotividad más fácil, consiguiendo una película muy correcta desde el punto de vista técnico y teórico, con una narración reposada y preciosista un poco al hilo del cine de Terence Davies, pero en cuya ejecución hay algo de impostura, de falta de autenticidad, un catálogo de descripción de sentimientos más que sentimiento mismo. Algo que por llamativo, por visible, por fácil de captar, de reconocer, de categorizar y de relatar, convence tanto a la crítica de pesebre como al público que ansía prestigiarse disfrutando de películas «cultas» y «de calidad». Un cine y una actitud ante el cine más preocupados por el envoltorio que por una mayor y más profunda elaboración del contenido. Un cine de las apariencias que envuelve los clichés en papel de regalo para ser apreciado a primera vista, aunque envuelva solo aire.

2 comentarios sobre “Belleza hueca: The Quiet Girl (An Cailín Ciúin, Colm Bairéad, 2022)

  1. Mi querido Alfredo, vaya repaso… «Un cine y una actitud ante el cine más preocupados por el envoltorio que por una mayor y más profunda elaboración del contenido. Un cine de las apariencias que envuelve los clichés en papel de regalo para ser apreciado a primera vista, aunque envuelva solo aire».

    Yo escribí en su día (https://hildyjohnson.es/?p=6359) y me hace gracia el contraste entre las dos críticas.

    Para mí es algo más que un bonito envoltorio (que sí, también lo es). Y sé que también has apreciado sus logros.

    A mí simplemente me pareció una película sencilla que cuenta bien una determinada historia. Y una carrera final que a mí me convence. Yo creo que para ser un debut, Colm Bairéad tiene bastantes aciertos.

    Madre mía, Alfredo mío, jajajaja, ¿dónde entro yo?, en crítica de pesebre o en público que ansía prestigiarse disfrutando de películas «cultas» y «de calidad». Bueno, yo creo que en un punto intermedio. Me parece una ópera prima con más aspectos positivos que negativos. Creo que hay una mirada y un buen narrador cinematográfico que si puede seguir haciendo cine, irá cogiendo rodaje.

    Beso

    Hildy

    1. Mi querida Hildy, recuerdo perfectamente tu texto porque es lo que me movió a apuntar la película para verla más adelante. Si no recuerdo mal, comenté en tu entrada que el título me chirriaba, y que la presencia en tu texto de tantas referencias al amor y a los sentimientos me hacía recelar. Y el visionado de la película ha confirmado, al menos parcialmente, esa idea.

      Es una película sencilla, demasiado sencilla tal vez. Es propio de algunos debutantes utilizar ideas aptas apenas para un cortometraje y alargarlas para llegar a una mayor duración, por lo general innecesaria. El problema no es tanto lo que hay como su falta de desarrollo, o más bien, la previsibilidad de un desarrollo extraordinariamente obvio y plano, que aspira a sublimar su vuelo corto en el uso preciosista de un esteticismo a veces oportuno, a veces gratuito, a veces hueco. Todo se ve venir y ocurre exactamente como se sabe que va a ocurrir. No hay sorpresas, no hay casi arco dramático, sino una línea recta, una mirada corta.

      Por lo demás, el gusto de cada uno es soberano, y yo ahí no entro. El problema es otro, y es, justamente, la pérdida de profundidad en la mirada cinematográfica, en la capacidad de penetrar en las imágenes y los personajes que padece el cine (en general, sin entrar en las consabidas y agradecidas excepciones) en los últimos tiempos (léase, desde finales del siglo pasado), también la literatura, y que tienen que ver, ni más ni menos, con el mismo fenómeno que podemos contemplar en nuestro entorno al margen del cine.

      Besos

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