Una rareza coyuntural: Cañones en Batasi (Guns at Batasi, John Guillermin, 1964)

Que el cine, en cuanto a medio de comunicación, se impregna como prácticamente ningún otro arte de las circunstancias que lo rodean como acto de creación, es innegable. Que este proceso a veces se difumina entre la inspiración y el simple oportunismo, también lo es. Esta película de John Guillermin es obvio producto de su tiempo y del contexto en que nace, los diversos procesos de descolonización que en el Imperio británico siguieron a la Segunda Guerra Mundial, en parte como precio a pagar por la ayuda estadounidense, y la necesidad sociológica de mantener el orgullo y la moral del país ante la sucesiva pérdida de sus más importantes colonias y, con ello, de la mayor parte de su relevancia en la geopolítica y el escenario internacional. Un proceso similar, el de recuperación del cine histórico, aventurero y militar que glosa las grandes hazañas británicas, al que ha acontecido tras el Brexit y la separación del Reino Unido de la Unión Europea, que ha proporcionado a las carteleras altas dosis de películas históricas de exaltación y propaganda de la «peculiaridad» británica, de su «autosuficiencia» y su «idiosincrasia» privativa. La acción de Cañones en Batasi se traslada a un país del África subsahariana que acaba de obtener su independencia de Gran Bretaña, un acontecimiento tan reciente que todavía quedan soldados británicos en el país, dedicados a formar e instruir (además de tutelar) al ejército de la nueva república, tanto en sus labores propiamente militares como en las que deben ser sus relaciones con el Gobierno y el aparato del Estado. Mando compartido entre oficiales blancos y negros en una fase de transición que partes de los políticos y militares locales pretenden llevar por otro lado. Así las cosas, se produce un golpe de Estado que (como siempre), en nombre del pueblo, aspira a cambiar radicalmente las perspectivas de nuevo orden que se abren para el país.

Los británicos reciben orden de no entrometerse, pero no cuentan con que el problema existe dentro de su propia base. El teniente Boniface (Errol John) se erige en cabecilla de los rebeldes y dirige a la tropa, que aísla a los británicos en sus barracones: los oficiales, mientras celebran en su club el baile por el cumpleaños de la reina; los sargentos y demás suboficiales, en su cantina, conmemorando la efeméride con una cena más modesta. Al mando de estos, el sargento mayor Lauderdale (Richard Attenborough, BAFTA al mejor actor por este papel), que es casi la caricatura del perfecto militar británico de la era imperial: extremadamente exigente en la obediencia a las ordenanzas, desde la vestimenta a la manera de saludar o en el tiempo de cumplimento de las órdenes recibidas, y en el respeto a la liturgia y las formas militares más canónicas. Ni siquiera la presencia de una enviada del Parlamento, Miss Barker-Wise (Flora Robson), observadora del proceso de transición de poderes en el país y que, casualmente, también acogió al teniente Boniface durante su estancia formativa en Inglaterra, altera su espíritu marcial. No obstante, cuando la crisis estalla, el sargento parodiado, hostigado y caricaturizado por sus compañeros se erige en la única mente pensante capaz de tomar decisiones terminantes y efectivas que permitan encarar la situación y garantizar la supervivencia y el orgullo de los británicos. Con el coronel de la base (Jack Hawkins) en la capital, intentando capear el temporal entre políticos y diplomáticos, y los oficiales recluidos en el club, Lauderdale ejerce como cabecilla natural de un grupo de sargentos y camareros de color, al que se han unido un soldado de permiso que no ha podido salir del país -John Leyton, que coincidiera el año anterior con Attenborough en el reparto de La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1963)-, y una joven que también pretendía alcanzar un avión para volver a casa (Mia Farrow, en un papel absolutamente exótico en su carrera pero que le valió un Globo de Oro a la mejor «nueva promesa femenina»). La delicada posición de los europeos se complica aún más por la llegada al barracón del oficial autóctono al mando de la base, herido en su intento de fugarse y marchar a la capital para ponerse al servicio del Gobierno legítimo. Por un lado, Lauderdale reparte funciones, administra recursos y establece medidas defensivas; por otro, mantiene el bastión del orgullo británico ante los golpistas, en particular delante de Boniface, que reniega de su educación cívica, política y militar entre los británicos y, aunque la película elude ser explícita en cuanto al contenido ideológico, parece aproximarse a la idea de las «repúblicas populares» de inspiración soviética.

La película, algo anodina y titubeante en sus inicios, se asienta notablemente y toma un cariz de enorme interés cuando se plantea finalmente el conflicto de base. A la situación de aislamiento y amenaza que rodea a los británicos en un contexto ajeno e incierto, sin información, sin armas (aunque Lauderdale diseña y ejecuta una operación para procurárselas), sin mandos superiores, sin canales abiertos para recibir instrucciones de su Gobierno y con los víveres limitados, se añade una velada (muy velada) crítica de la sociedad de clases (los oficiales, en sus blancos uniformes de gala, acompañados de enfermeras vestidas con trajes de noche, en su club, sin un ápice de la capacidad de respuesta ni la imaginativa aplicación de los conocimientos y habilidades militares que despliega Lauderdale) y una paralela historia de amor y/o sexo entre los personajes de Leyton y Farrow, que proporciona, no obstante, alguno de los escasos guiños humorísticos (humor británico, se entiende) que salpican el argumento (los demás corresponden a las relaciones «chusqueras» entre militares veteranos). Ágil en su desarrollo, aderezado este con la presencia del herido en la trastienda de la cantina, ignorada por los golpistas, el antagonismo entre la parlamentaria Barker-Wise y el sargento Lauderdale, la situación propiamente dicha y las evoluciones del coronel en la capital (poco a poco el pragmatismo británico se va imponiendo a la indignación por el golpe de Estado, y el Gobierno y la diplomacia se inclinan poco a poco a entenderse con los nuevos dirigentes, una vez que su triunfo parece claro y que parecen plegarse a mantener el statu quo con los británicos, lo que a su vez choca con la actitud de Lauderdale y los suyos en la base), la película flaquea, sin embargo, en su desenlace. Solo en el tramo final aparecen los cañones que dan el título a la película, dos antiaéreos que los golpistas pretenden utilizar contra el edificio de la cantina (cañones británicos traspasados al arsenal del nuevo país), para forzar así la rendición de los resistentes, y que Lauderdale propone neutralizar mediante una operación consistente en arrojar sobre ellos bombas de mano, mientras el Gobierno británico «pastelea» ya abiertamente con los golpistas, considerados ya nueva autoridad legítima del país.

Película de dirección sobria y eficaz, con una espléndida fotografía de Douglas Slocombe, que aúna así aventuras coloniales, contexto descolonizador, propaganda británica, gotas de crítica social, política y diplomática a los vaivenes oportunistas que por tradición ha mantenido siempre el Reino Unido, innecesario romance y cierta mirada socarrona al buenismo «multicultural» de cierto progresismo, de los años sesenta y de ahora. Una rareza en el clima del Free Cinema y del inminente Swinging London que reivindica y actualiza los antiguos valores tradicionales en la línea que el reciente cine británico ha hecho con la depresión post-Brexit.