Música para una banda sonora vital: Qué noche la de aquel día (A Hard Day’s Night, Richard Lester, 1964)

She loves you es una de las muchas canciones de los Beatles que aparecen en esta extraña mezcla de comedia musical y documental dirigida por Richard Lester en pleno ascenso de los cuatro de Liverpool. Aunque algunos aspectos de la película no han envejecido nada bien, la música de los Beatles es imperecedera. Y los gritos histéricos de los fans, también…

Mis escenas favoritas: Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)

Esta obra maestra de John Ford acumula momentos inolvidables. Uno de ellos es este: «y nosotros no descansaremos».

 

Próximamente… Hermosas mentiras (Limbo Errante, 2018).

El cine es un arte y un negocio, es cultura e industria. Depositario de todo el bagaje narrativo de la literatura y del teatro, con su catálogo de temas, argumentos, formas, tópicos, motivos, convenciones, géneros, personajes y fuentes.

Además de un producto de entretenimiento, es un medio de expresión e información que, como tal, puede suponer tanto una oportunidad como un riesgo, un altavoz para la propaganda o una amenaza para el statu quo imperante.

Propuesta referencial, lúcida y rigurosa, torrencial y solaz, Hermosas mentiras nos enfrenta a la realidad de que, por muy banal o neutra que aspire a parecer, ninguna película es del todo inocua.

(en librerías a partir de octubre)

Música para una banda sonora vital: Stormy Weather (Andrew L. Stone, 1943)

Lena Horne interpreta la canción que titula la película, un musical retrospectivo sobre las grandes figuras de la música negra americana de comienzos del siglo XX. Stormy Weather fue compuesta en 1933 por Harold Arlen y Ted Koehler, y su primera intérprete fue Ethel Waters en el famoso Cotton Club del Harlem neoyorquino.

Nueva York agridulce: Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, 1957)

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Una noche cualquiera, tras abandonar el Club 21 y entrevistarse brevemente en la calle con el teniente Kello (Emile Meyer), policía corrupto que ejerce como su esbirro particular, el poderoso columnista J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) se detiene unos segundos a observar el conato de pelea que tiene lugar ante la puerta de un local cercano. Luego se gira extasiado, ebrio de satisfacción, hacia su viscoso secuaz, Sidney Falco (Tony Curtis), y, autoproclamándose de nuevo el más íntimo conocedor y, por ello, el más válido y lúcido intérprete de la verdadera naturaleza de su ciudad, Nueva York, exclama: I love this dirty town.

El comienzo de Sweet Smell of Success (1957), Times Square emborrachada de neones antes de que la cámara nos lleve a las rotativas donde se imprime The Globe y siga el recorrido nocturno de los camiones de reparto que publicitan en sus laterales el rostro y el nombre de su periodista estrella, sirve de tenebrista contrapunto al efervescente y hermosamente lírico tributo neoyorquino de Woody Allen al principio de Manhattan (1979), homenaje de amor urbano que el propio genio de Brooklyn terminó por relativizar, con la palabra Help! escrita en los cielos mientras suena la Quinta de Beethoven, al abrir y cerrar su Celebrity (1995). El director de Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, nos advierte ya en los primeros minutos de esta obra maestra de que nos aventuramos en un territorio de falso esplendor, de luces chirriantes pero también de espacios en negro, de tugurios, oficinas, camerinos, despachos, dormitorios y callejones sumidos en sombras amenazadoras. Una ciudad donde los destellos de las marquesinas, los letreros luminosos y los faros de los coches que atestan sus calles no llegan a despejar de tinieblas los secretos de sus cloacas.

Es en esa nebulosa intersección entre el anonimato de la nada y el triunfo de la luz donde J. J. Hunsecker impone su tiranía. En otro momento, el periodista, observado de espaldas y en plano picado, otea, imperial, la ciudad desde la amplia balconada de su lujoso apartamento situado en un elevadísimo piso de uno de los rascacielos que coronan Broadway. La ciudad del espectáculo se extiende, sumisa y humillada, a sus pies. Los deseos de Hunsecker, cielo o infierno, vida o muerte, como César de su particular circo romano, son órdenes para cientos, tal vez miles de personas que aguardan un salvador gesto suyo en la misma medida que temen un desprecio que suponga su automática condenación. Basta una mención positiva en su columna del periódico o una alusión casual en su programa de televisión para proporcionar una oportunidad en los escenarios, quizá una carrera teatral completa, lo mismo que una crítica negativa o un comentario aparentemente azaroso pueden significar el prematuro y forzoso abandono de la profesión, enterrar para siempre un nombre en lo más profundo e inaccesible de las listas del sindicato. En Broadway, el gusto y la voluntad de J. J. Hunsecker son las únicas leyes. La ciudad que nunca duerme es terreno abonado para la pesadilla.

El origen de esta espléndida película de las postrimerías del ciclo negro americano (1941-1959) se encuentra en la novela corta Tell me about it tomorrow, del escritor y guionista Ernest Lehman, publicada por la revista Cosmopolitan y titulada inicialmente The Sweet Smell of Success. Lehman, colaborador de cineastas como Robert Wise (Executive Suite, 1954; West Side Story, 1961; The Sound of Music, 1965), Billy Wilder (Sabrina, 1954), Alfred Hitchcock (North by Northwest, 1959; Family plot, 1976), Mark Robson (The Prize, 1963), Mike Nichols (Who’s Afraid of Virginia Woolf, 1966) o Gene Kelly (Hello, Dolly!, 1969), volcó en la novela su propia experiencia como agente de prensa y su relación con el todopoderoso columnista Walter Winchell, considerado el inventor de la moderna crónica de sociedad, o gossip column. Carente de todo escrúpulo, Winchell utilizaba sus artículos en el New York Daily Mirror, propiedad de otro tipo más que controvertido, William Randolph Hearst, y sus programas radiofónicos como herramientas de poder. Desde la mesa 50 del conocido Stork Club, en la que tenía instalada una máquina de escribir y un teléfono con línea exterior directa, Winchell elaboraba venenosos comentarios que podían suponer el ascenso o el ocaso de cualquier nombre de Broadway, incluso de los más consagrados. Tal vez por eso mismo, además de ser el periodista más temido y mejor pagado del país era también el más seguido; cada columna era leída por cincuenta millones de americanos. Winchell creó un nuevo lenguaje para referirse a los famosos, en el que predominaba el chismorreo y el tono despectivo, las frases cortas y directas, la difusión de rumores, escándalos y situaciones comprometidas sin necesidad de atenerse al rigor de la verdad, y la invención de toda clase de apodos y motes, señas de un estilo personal que sentó las bases del sensacionalismo periodístico. Su influencia se hizo notar en otras dos célebres lenguas viperinas de la crónica social, estas ubicadas en Hollywood, Hedda Hopper y, especialmente, Louella Parsons, y estaba tan presente en el día a día del público que este no tuvo mayor problema para identificarlo tras el ficticio Waldo Lydecker, el refinado y maquiavélico periodista que interpreta magistralmente Clifton Webb en Laura (Otto Preminger, 1944). Continuar leyendo «Nueva York agridulce: Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, 1957)»

Música para una banda sonora vital: Los goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985)

Clásico generacional que parte de una historia original de Steven Spielberg y que va acompañado de una divertida y juguetona partitura compuesta por Dave Grusin.

Cine en fotos: Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)

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Travis Bickle, 26 años, delgado, curtido, el solitario consumado. En apariencia es apuesto, incluso guapo; tiene una mirada firme y tranquila y una sonrisa que desarma, que brilla como por arte de magia, iluminándole todo el rostro. Pero detrás de esa sonrisa, alrededor de los ojos oscuros, en las mejillas demacradas, podemos ver las manchas ominosas causadas por una vida de miedo íntimo, de vacío y soledad. Parece haber llegado vagabundeando de una tierra en la que siempre hace frío, de un país cuyos habitantes apenas hablan. La cabeza se mueve, la expresión cambia, pero los ojos permanecen siempre inmóviles, sin parpadear, perforando el espacio vacío. Travis entra y sale a la deriva de la vida nocturna de Nueva York, como una sombra oscura entre otras sombras más oscuras. Pasando desapercibido, sin motivos para que nadie se fije en él, Travis parece fundirse con su entorno. Lleva vaqueros de jinete, botas de cowboy, una camisa a cuadros del Oeste y una desgastada cazadora del ejército con un parche en el que se lee «King Kong Company 1968-1970». Despide olor a sexo: sexo enfermizo, reprimido, solitario, pero sexo al fin y al cabo. Es una fuerza bruta masculina, que empuja, hacia dónde, no se sabe. Si se le observa más de cerca, se descubre lo inevitable. No se puede tensar la cuerda indefinidamente. Al igual que la tierra se desplaza hacia el sol, Travis Bickle se encamina hacia la violencia.

Del guion de Paul Schrader.

Música para una banda sonora vital: Frances Ha (Noah Baumbach, 2012)

Frances Ha es una de esas películas que al primer vistazo se toman como una comedia fresca, auténtica, encantadora y deliciosamente caótica, y que al segundo visionado se revela como lo que es, una inmensa estupidez apenas camuflada bajo el marchamo formal y estético de esa gran trola llamada «indie». Su protagonista, Greta Gerwig, parece no haber asimilado el paso de los años, y en 2017 ha vuelto a la carga en idénticos parámetros con la boba e insufrible Lady Bird, nominada al Óscar a la mejor película. Cosas veredes.

Al menos Frances Ha cuenta como uno de sus leitmotivs con Modern Love, de David Bowie. Algo es algo.