Esta secuencia sirve a las mil maravillas para establecer la diferencia de tono y forma entre esta magnífica tragicomedia de Dino Risi y su almibarado y sensiblero remake norteamericano de 1992, protagonizado por un Al Pacino que en esta ocasión es una triste sombra comparado con la gran interpretación que hace el inmenso Vittorio Gassman en la película original.
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Triple derrota: Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, Douglas Sirk, 1958)
El gran maestro del melodrama del Hollywood de los cincuenta, Hans Detlef Sierck, cineasta de origen alemán (de Hamburgo, que no danés, como figura erróneamente en algunas referencias) conocido mundialmente como Douglas Sirk, se aparta por una vez en este estimable título (aunque un poco pasado de metraje, algo más de dos horas) de sus ácidas y lúcidas disecciones de la sociedad hipócrita y consumista de la América de Eisenhower para adaptar a la pantalla una novela de Erich Maria Remarque (casado aquel mismo año con la actriz Paulette Goddard) que retrata la profunda devastación social y moral de la Alemania de la inminente derrota en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial. El vehículo de la historia, Ernst Graeber, soldado de la Wehrmacht destinado en el frente ruso (John Gavin, en el principal papel protagonista de su carrera), que regresa a casa de permiso y encuentra su hogar devastado por las bombas aliadas. Dos tramas paralelas nacen a partir de este planteamiento con el personaje como vértice: por un lado, la búsqueda de sus padres, dados por desaparecidos, entre las ruinas y los escombros de la ciudad arrasada por los bombardeos; por otro, su incipiente relación con Elizabeth (Liselotte ‘Lilo’ Pulver), la joven hija de un prisionero político de la que se enamora.
Los distintos canales del drama nacen del contraste. El de las emociones, porque al hartazgo de la guerra, a los sufrimientos y privaciones del frente oriental, momentáneamente disipados con el, en principio, tonificante y reconstituyente retorno temporal al hogar (que, sin embargo, deja durante el viaje imágenes elocuentes de la súbita y definitiva decadencia del régimen nazi cuyo hundimiento ya se vislumbra), al calor de los suyos, a los afectos y complicidades propias de la familia armoniosa y feliz que abandonó para combatir (no queda claro si obligado o convencido), le sucede la angustia de la pérdida y la destrucción, de la desaparición de una familia, en teoría, segura en la retaguardia, sin los riesgos diarios que él mismo corre en los combates y patrullas, pero que ha sufrido el golpe de la violencia de la guerra de una manera directa que él, sin embargo, ha logrado eludir hasta ahora a pesar de convivir continuamente con el dolor y la muerte.
De este modo, el horror vivido tras las líneas alcanza una dimensión mayor, más torturadora y letal, que la acostumbrada defensa de la propia vida. Pero a su vez esta angustia se ve alterada por la irrupción imprevisible, inesperada, más todavía si cabe en ese contexto, del amor, de la ilusión de sentirse vivo, de un atisbo de algo parecido a la felicidad entre los cascotes y las fachadas repletas de ojos ciegos. La pérdida y el encuentro, la soledad y la compañía, la reconstrucción de una vida rodeada por la destrucción material más desoladora, conforman el puzle emocional que todavía da para más matices: las distintas perspectivas vitales de los soldados que yacen en el hospital militar, la lucha de los civiles por sobrevivir en una ciudad derruida que ha perdido todo su tejido económico, social y de convivencia, y por último, las implicaciones de la prisión del padre de Elizabeth, los motivos políticos de su detención y cautiverio y un previsible desenlace, que la próxima conclusión de la guerra puede acelerar, que augura un nuevo sentimiento de pérdida. Una riqueza y complejidad de premisas sentimentales y anímicas, un contradictorio conflicto personal que gana un mayor grado de riqueza con el segundo de los contrastes, el formal. Y es que Sirk, con fotografía de Russell Metty, narra la historia desde las más luminosas y panorámicas posibilidades del sistema Eastmancolor, haciendo que incluso las trincheras, las ruinas, los refugios, las salas y corredores del hospital, los modestos alojamientos de una habitación humilde y diminuta o los precarios restaurantes y cafetería desabastecidos adquieran una belleza y una intensidad emotiva que choca con la realidad ceniza, oscura, gris, sangrienta, tanto de la guerra como del fantasma de la derrota, no solo militar sino moral, de todo un país, del gran centro de la técnica, la cultura y el pensamiento europeos durante el periodo de entreguerras.
La película se conforma como un tiovivo de pérdidas y esperanzas, las más de ellas frustradas, que a través de las figuras de los padres desaparecidos, los soldados heridos, los prisioneros políticos y los civiles desesperados, presenta un fresco de la sociedad alemana que del triunfalismo y la euforia previas a El-Alamein, Stalingrado y Normandía ha pasado a hundirse en la mayor de las vergüenzas tras surcar la más inadmisible de las ignominias, arrastrada por embaucadores, iluminados y fanáticos y el latido populista de una masa, como casi siempre, irreflexiva y egoísta. El final desolador anula toda posibilidad de renacimiento, de humanidad, de esperanza, es el despertar del sueño que desemboca en la pesadilla, y es también el merecido castigo a una Alemania que tiene que pagar sus culpas antes de que pueda permitirse resurgir. A todo este catálogo de sentimientos y emociones contrapuestos contribuye decisivamente la interpretación de un John Gavin en plena efervescencia de su carrera, aquí en el papel protagonista más destacado de una trayectoria que, tras una presencia continuada en roles destacados de importantes títulos de la época, desde 1961 le llevaría a otras demarcaciones que nada tuvieron que ver con el cine (afiliado al partido republicano, experto en economía hispanoamericana, desempeñó cargos en la Organización de Estados Americanos antes de ser embajador en México, entre 1981 y 1986, designado por Ronald Reagan), si bien continuó participando esporádicamente en películas de menor categoría y en series de televisión y telefilmes. Gavin confiere a su personaje una ingenuidad y una ternura no exentas de dureza y determinación, de un alma en la que resulta evidente su capacidad de amar y también de matar.
El rodaje en escenarios reales de Berlín, Spandau y Baviera y la música compuesta por Miklós Rózsa son otros alicientes que permiten disfrutar de una película que se construye sobre el concepto de la fragilidad del fino hilo que nos une a la vida, a la paz, a la felicidad, tres aspectos de los que Ernst, como la Alemania de Weimar previa a la guerra, salen inevitablemente derrotados.
Mis escenas favoritas: Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967)
Hábil y económica, es decir, efectiva en términos cinematográficos, presentación de los personajes principales de este clásico del cine bélico, dirigido por el gran Robert Aldrich.
Cleopatras de película en La Torre de Babel de Aragón Radio
Para abrir temporada, última entrega de la temporada pasada de mi sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada las más célebres encarnaciones en la pantalla de Cleopatra VII, reina de Egipto: Theda Bara, Claudette Colbert, Vivien Leigh, Elizabeth Taylor, Hildegarde Neil…
(desde el minuto 15, aproximadamente)
Cine de verano: Rosaura a las diez (Mario Soffici, 1958)
Película de entre las más importantes del cine argentino, esta joya entremezcla el melodrama y el cine de intriga policial a través de una compleja trama construida a partir de frescos costumbristas que alternan drama y cierto humor, a veces de lo más negro, y en particular desde la superposición de relatos referidos a temporalidades distintas y hechos coincidentes del mismo relato, pero con versiones diferentes. Verdad y mentira, realidad y fantasía, conviven en esta película que habla de las múltiples percepciones que pueden existir de una misma realidad.
Cine de verano: Sombras de sospecha (The Naked Edge, Michael Anderson, 1961)
La última película protagonizada por Gary Cooper, justo el año de su muerte, es este melodrama criminal con tintes de cine de suspense gótico que cuenta con la participación de Deborah Kerr, Michael Wilding y Peter Cushing. Una historia clásica basada en la sospecha de aire hitchcockiano que constituye la despedida de uno de los más grandes actores de Hollywood.
Mis escenas favoritas: El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940)
A veces, un dulce sí puede amargar… Magistral momento de esta inmortal cinta de Charles Chaplin, perpetuo aviso a navegantes de lo que siempre está en riesgo de volver.
Diálogos de celuloide: M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931)
HANS BECKERT: ¡Qué queréis que haga…! ¿Qué puedo hacer yo…? ¿Es que no creéis que es terrible lo que llevo dentro…? ¡Este fuego, esa voz, esta tortura…! Tengo que circular por las calles huyendo constantemente… Hay alguien que me persigue… ¡Y soy yo mismo…! ¡Me persigo… en silencio! Pero yo le oigo.. ¡¡Sí!! A veces me parece… que yo mismo corro detrás de mí y quiero escapar de mí mismo… ¡pero no puedo… no puedo escapar! He de continuar mi camino porque si no me alcanzará… ¡Tengo que correr… correr por las calles sin fin…! ¡Y quiero… quiero escapar…! Y detrás de mí corren los fantasmas de las criaturas… nunca se apartan de mí… nunca… Siempre están ahí… ¡Siempre! ¡Siempre! ¡Siempre! Solo tengo una solución: ¡¡¡matar!!!… Y ya no me doy cuenta de nada más… Luego sale la noticia en todos los periódicos… y leo, y leo el suceso… y me pregunto al leerlo: ¿He hecho yo eso? ¡Y no puedo recordarlo…! ¡Vosotros no podéis comprender lo que significa llevar en el interior dos voces como yo llevo, gritando… gritándome constantemente. ¡No lo hagas! ¡Mata! ¡No lo hagas! ¡Mata! Y las voces siguen enloqueciéndome… ¡Y no quiero impedirlo… pero no puedo evitarlo…! ¡¡No puedo…!! ¡¡No puedo…!! ¡¡No puedo…!!
(guión de Thea von Harbou y Fritz Lang)
Cómo se hizo Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959)
Breve documental sobre esta joya del cine de Alfred Hitchcock, conducido por Eva Marie Saint, coprotagonista de la película.
Justa correspondencia: Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, Max Ophüls, 1948)
No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.
Stefan Zweig
El catálogo de títulos míticos que vieron la luz en 1948 es impresionante: Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclete) de Vittorio de Sica, Hamlet de Laurence Olivier, Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door) de Fritz Lang, La ciudad desnuda (The Naked City) de Jules Dassin, Río Rojo (Red River) de Howard Hawks, La soga (Rope) de Alfred Hitchcock, Jennie (Portrait of Jennie) de William Dieterle, Las zapatillas rojas (The Red Shoes) de Michael Powell y Emeric Pressburger, El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre) o Cayo Largo (Key Largo) de John Huston… De entre todas las joyas cinematográficas de aquel año ha destacado con el tiempo de forma inevitable Carta de una desconocida (Letter from an unknown woman), adaptación de Max Ophüls y Howard Koch del breve relato de Stefan Zweig publicado en 1927 protagonizada por Joan Fontaine y Louis Jourdan. Reconocida como un clásico instantáneo desde el momento de su estreno, sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte cinematográfico de todos los tiempos. Afectada por la costumbre de los remakes, cuenta con una versión china de 2004 dirigida por Xu Jinglei que fue premiada en el Festival de San Sebastián.
Esta gran obra maestra, excelente en cuanto a concepción, desarrollo y acabado final, encierra además la notable cualidad de que probablemente se trate de una de las mejores adaptaciones de una obra literaria jamás filmadas, valor incrementado si cabe por el hecho de que Koch y Ophüls (que firma la película como Opüls) consiguen elevar el tono, profundizar en su nivel de dramatismo y sensibilidad. En definitiva, logran redondear la intención del autor, ahondar en la idea central del relato inicial, lo que convierte Carta de una desconocida en un caso realmente excepcional. Conviene recordar brevemente lo fundamental del relato y repasar las aportaciones que Koch y Ophüls realizaron al texto original para percibir esa vuelta de tuerca que el director consigue dar a la historia tal como la concibió Zweig.
El cuento empieza con el regreso a su casa de R., famoso novelista de la Viena de 1900, tras una excursión de varios días por la montaña. Su vuelta tiene lugar precisamente el día de su cuadragésimo cumpleaños, aunque R., que se deja llevar por la vida de manera algo inconsciente, ni se ha percatado de ello hasta que ha visto la fecha en el periódico. Su asistente le espera con el té preparado y la correspondencia dispuesta en una bandeja. Examina el correo sin demasiado interés y deja de lado una voluminosa carta cuya letra desconoce y que carece de firma y remite. Finalmente, dado que el resto del correo no llama su atención, retoma la carta y lee su encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”. Intrigado, atrapado por el enigmático inicio, continúa la lectura no muy convencido de ser él el auténtico destinatario, pero lo que lee le sobrecoge.
Se trata nada menos que de un desgraciado relato de vida, una carta enviada tras el fallecimiento de su autora que se abre además con el anuncio de otra muerte, la de un niño, su hijo, debida a una epidemia de gripe. R. sigue sin entender, pero a medida que lee se da cuenta de que la carta habla también de él. Lo que ella narra en una docena de cuartillas no es más que la historia de su amor apasionado, obsesivo, enfermizo por R., iniciado cuando ella apenas tenía trece años y vivía junto a su madre en la misma casa que vive el novelista, en el cuarto al otro lado del rellano de la escalera. La mujer relata de manera minuciosa, emocionada la historia de su súbito enamoramiento al descubrir la llegada de un nuevo inquilino al edificio, un amor originado incluso antes de verse en persona, nacido únicamente de la contemplación de los utensilios, muebles y libros que el nuevo vecino estaba haciendo trasladar a su recién estrenado hogar, y confirmado la primera vez que escuchó su voz y vio su aspecto. Cuenta la importancia que él tuvo en su joven vida de niña, cómo ella estaba pendiente de sus entradas y salidas, de los ruidos en el pasillo, de su silueta tras la ventana, de sus costumbres y hábitos diarios, cómo moría de rabia cuando asistía impotente a la disoluta vida del novelista, cómo lloraba al verlo acompañado cada noche por una mujer distinta, todas bellísimas, o cuando las descubría abandonando furtivamente el edificio a primera hora de la mañana. Cómo para ella había supuesto casi la muerte el traslado a Innsbruck y la inevitable separación de él por causa del nuevo matrimonio de su madre, cómo había querido darle a conocer su amor el día anterior a su partida y cómo había fracasado en el intento. Cómo se había mantenido alejada de los hombres esperando la ocasión de volver a él para entregarle su pureza. Relata, entre lágrimas que se adivinan, cómo había conseguido regresar a Viena para trabajar en un negocio de confección y, precisamente en otro cumpleaños de R., convertirse por fin en una de tantas mujeres en acompañarle en sus noches de placer sin lograr, como las demás, otra cosa que ser un objeto de disfrute que olvidar a la mañana siguiente, llevándose a cambio unas pocas rosas blancas, flores que desde entonces ella le enviaba sin remite cada día de su cumpleaños como forma íntima de comunicarse con él sin darse a conocer, sin llegar a suscitar nunca en el despreocupado, superficial R. la curiosidad de saber la autoría del envío.
Ella describe nostálgica el nacimiento de un niño tras aquel encuentro, pero también narra cómo no había vacilado en entregarse a otros hombres a fin de adquirir un tren de vida que le permitiera mantener al pequeño y frecuentar el ambiente en que se movía R., cómo hubo otros encuentros amorosos en los que él no la reconoció y volvió a disfrutar de su cuerpo con la misma distancia emocional. Cómo ella había enfermado de desesperación al comprobar que él no había reconocido en ella, no ya a la niña de trece años, sino a la amante ocasional y repetida, cómo se había ofendido al recibir dinero de él a cambio de su amor, cómo había enfermado y muerto su hijo y cómo ella misma se estaba preparando para seguir su suerte contando su vida a quien precisamente había sido su centro, alguien que nunca había reparado en ella pese a haber compartido dulces momentos y haberle dado un hijo, su bien más preciado.
El relato finaliza con R., terminada la carta, buscando en las nebulosas de su memoria alguna impresión fragmentaria de aquella mujer, una efigie o un olor, un fantasma del pasado que no pasa de ser un perfil difuso, borroso, mientras su mirada se posa en el jarrón azul por primera vez vacío de rosas blancas el día de su cumpleaños y siente un escalofrío de muerte al intentar evocar la imagen de la amante que se le escapa como una música lejana, olvidada.
El cuento de Zweig se inscribe en el contexto de un romanticismo alemán tardío llevado al límite. El particular planteamiento viene además condicionado por la compleja mentalidad del escritor, popularísimo en los años veinte y treinta pero atormentado principalmente a causa de los fenómenos políticos que le tocó vivir, angustia que finalmente le conduciría al suicidio en 1942. En cambio, este exceso melodramático de corte folletinesco no resultaba a juicio de Ophüls demasiado apropiado para los gustos del público de 1948 y por ello optó por realizar algunos cambios que, respetando la idea original, dotan a la historia de una mayor riqueza de matices e introduce algunas novedades en función de la diferencia de código narrativo que supone el cine respecto a la literatura.
El más evidente es la presencia de los nombres de los protagonistas. En el relato conocemos al novelista R., pero nada sabemos, ni tampoco él, de la identidad de la mujer de la carta; sin embargo, en la película se dotó a los personajes de nombre y apellidos (Stefan Brand y Lisa Berndle). Esta decisión busca en primer lugar una mayor cercanía e implicación del espectador en el drama al que asiste, y también un empeño por conseguir que el público no se limite, como en el relato, a ser mero testigo de las revelaciones de la mujer y de las emociones de R. a medida que las va conociendo, obligándole a participar en el desenlace de la historia según la más elemental regla del suspense, esto es, informar al público de circunstancias o datos que ignoran alguno o todos los personajes a fin de convertir al espectador en elemento de engranaje para el guión. Así el público, necesariamente conocedor de la existencia de Stefan y de la mujer por separado y del fino hilo amoroso que los une, es igualmente sabedor de la identidad y existencia de Lisa y de su amor por Brand, con lo que su facilidad para simpatizar con su dramática situación es mayor. Para el público ella no es una desconocida sino Lisa, la niña de trece años luego mujer. Sólo resulta un enigma para Brand, y por tanto el interés por lo que pueda ocurrir finalmente, si la recordará, si habrá dejado huella en él, servirá como vehículo de intriga para el espectador a diferencia del relato, en el que personaje y lector se limitan a compartir su sorpresa y consternación en el momento de la lectura de la carta.
Este mecanismo también se extiende al personaje de Brand. En el relato, el novelista aparece únicamente en las primeras y las últimas líneas, de modo que el lector no es informado de los sentimientos de R. hasta el final, cuando abandona la lectura con manos temblorosas y se esfuerza por recordar a la autora de la carta. Sin embargo, Ophüls y Koch introducen al público en los sentimientos de Brand durante la lectura mediante el uso del flashback. La estructura consiste en continuos saltos en el tiempo que permiten seguir la historia de forma fiel al relato escrito por Lisa mientras unos paréntesis marcados a través de fundidos en negro encadenados nos muestran las reacciones de Brand, leyendo ávidamente, acomodándose en el asiento sin poder quitar la vista del papel, sin distraerse ni cuando le sirven su café, escrutando las fotografías de Lisa y el niño que acompañan la carta…
Ophüls consigue que el foco emocional para el espectador sea doble, añadiendo a la arrebatadora historia de la mujer el efecto de sus palabras en el ánimo de Brand. Pero el giro magistral, el truco definitivo, lo constituye la idea de Koch de introducir un duelo de honor en la trama. Brand ha regresado a casa la madrugada de su cumpleaños dispuesto a huir, a escapar forzosamente a causa del duelo al que ha sido retado, presuntamente por un marido burlado, como consecuencia de sus continuas correrías amorosas. La vuelta a casa, la urgente preparación del equipaje, el cierre de asuntos pendientes antes de una larga ausencia obligada se rompe con la lectura absorbente e intranquila de la carta de Lisa, que irá poco a poco hollando el ánimo de Brand hasta que, consciente de sus propios actos, de su vida disoluta y del dolor causado durante años indiscriminadamente a jóvenes como Lisa, el perturbador efecto de la narración de la mujer le hace abandonar su furtivo proyecto y presentarse al duelo en el que ha de perder la vida, asumiendo un castigo por sus pecados que considera justo e inevitable.
Esta deformación del relato original convierte la carta en el detonante para Brand del nacimiento de un sentimiento de culpa y de su correspondiente deseo de perdón y redención, proporcionando a la historia un final más redondo, efectivo y concluyente para el público, que observa en las últimas tomas cómo Brand acude a la cita junto a su criado, con la imaginada y fantasmal silueta de Lisa abriéndole la puerta de su destino como lo había hecho, en sentido inverso, en la secuencia de la mudanza al inicio de la película. Ella adquiere así un papel más profundo, por fin, en la vida de Brand, estableciendo una doble dirección de influencia mutua de la que carece el relato, y consiguiendo que en la percepción del público Lisa pase de ser una mujer que ha violado todas las convenciones sociales de comienzos del siglo XX a una heroína romántica que ha redimido a un hombre perdido, aspecto que hace ganar al guión en complejidad.
Otro de los cambios introducidos resulta igualmente inspirado. Ophüls y Koch transforman al novelista R. en el pianista Brand. A partir de la referencia musical del final del relato, los guionistas creyeron oportuno utilizar el piano y las sensaciones sonoras como vehículo para mostrar el tejido emocional de la historia de manera más efectiva y constante acompañando las imágenes y las palabras de Lisa con la música compuesta por Daniele Amphiteatrof, en lo que es una hermosa fórmula metafórica indicativa de la presencia constante de los sentimientos de la joven en un primer plano. En este aspecto, son magistrales las escenas en las que Lisa, niña aún, se balancea en el columpio del patio mientras escucha emocionada y lejana el piano de Stefan, o los momentos de ensoñación nocturna con la música amortiguada desde el estudio de su enamorado. El papel que representan los libros en el relato, vehículo a través del que Zweig recrea la fascinación de la muchacha por quien es capaz de leer en otros idiomas a autores de los que ella jamás ha oído hablar, se transforma en la película en un recordatorio continuo en forma de música: cada melodía, cada nota, nos muestran los sentimientos de Lisa hacia Brand antes de su primer encuentro. Al mismo tiempo, la música expresa la distancia inabarcable entre ambos, la idea de que el amor de Lisa no puede obtener otra correspondencia que la de las notas del piano escuchadas de manera clandestina pero nunca disfrutadas plenamente junto a él, de modo que, igual que cuando de niña sólo puede escuchar ese piano, ya mujer no puede conseguir otra cosa que las superficiales caricias y atenciones de Brand. Asimismo, el piano se utiliza también como instrumento de suspense, ya que supone un elemento indicador o dilatador, según se escucha de forma más clara o más vaga y lejana, del esperado encuentro entre ambos.
El papel evocador del sonido del piano se extiende igualmente al habla de Brand. Lo primero que Lisa percibe directamente de él es su voz: ella le oye hablar y corre apresurada al lugar por donde va a pasar para abrirle la puerta del edificio. Igualmente señala el clímax final, cuando, habiendo sido su amante en dos ocasiones, y mientras él habla fuera de plano acerca del champán, ella se encuentra de pie junto al piano y comprende al borde de las lágrimas que sigue sin reconocerla, que para Brand la niña de trece años, la amante que dio luz a su hijo y la mujer apetecible que le acompaña esa noche son tres caras distintas e irrelevantes.
Preocupado por la dificultad de adaptar a la pantalla un texto narrado en primera persona, Ophüls optó por conservar los dos narradores del texto de Zweig, el omnisciente, que nos sitúa a Brand de regreso en casa, y la mujer que relata su historia. Así evita recurrir en exceso a la voz en off y consigue un equilibrio entre las impresiones de Lisa por lo que ella cuenta por sí misma, referidas a sensaciones y momentos que no se ven en pantalla (como la despedida en la estación y el drama de su último encuentro), y lo que el espectador contempla directamente.
Especialmente resulta magnífica la colocación de la cámara en diferentes secuencias de la película. Al principio Lisa observa o evoca a Brand desde una posición de inferioridad (el plano desde el columpio a las altas ventanas cuando Lisa escucha su música, o desde la parte baja de la escalera al rellano cuando Brand entra en casa con una mujer); sin embargo, a medida que Lisa crece y evoluciona, se convierte en mujer y va enfrentándose a las distintas dificultades que impiden la realización de su amor, se va colocando a la misma altura que él (maravillosa la escena de su primer encuentro en plena calle, cuando él parece pasar de largo y vuelve a entrar en cuadro visiblemente interesado por ella, mientras el espectador ve en el primer plano de Lisa todo su nerviosismo y su emoción, o la escena del restaurante, cuando, sentados juntos, el travelling que nos los muestra se corta súbitamente y retrocede, de forma que anuncia ya la imposibilidad de un amor plenamente correspondido), para concluir finalmente en un plano superior (cuando ella le observa desde su palco en el teatro mientras él dirige la mirada perdida hacia arriba).
Fruto de su experiencia teatral, Ophüls logra una puesta en escena a medio camino entre el expresionismo alemán y el impresionismo francés, el lirismo, el romanticismo y la nostalgia con cierto aire de decadencia melancólica, de igual manera que la película contiene a un mismo tiempo ternura, fantasía, vitalidad, humor, amargura en un marco preciosista y lujoso en el que queda de manifiesto el gusto del director alemán por los decorados elaborados y minuciosos, grandes construcciones ornamentales llenas de mobiliario, objetos y complementos por los que la cámara evoluciona con una soltura y ligereza ingeniosas, con portentosos movimientos y angulaciones, logrando una estética entre teatral y cinematográfica de una enorme y efectiva belleza plástica.
Este melodrama romántico constituye la suprema adaptación de una obra literaria que consagra de manera apoteósica el tema del amor trágico, el cual Ophüls encumbra y critica despiadadamente con la contraposición de un músico de vida alegre y una joven pura y obsesivamente enamorada tomada erróneamente por una mujer fácil, extremo que le permite además reflexionar acerca de los valores imperantes en la sociedad de su tiempo (la permisividad hacia las disolutas conductas masculinas y la crítica del mismo comportamiento en el caso de las mujeres) y de las desigualdades sociales a través de la recreación del ambiente de la aristocracia y la alta burguesía vienesas en el que se mueven los personajes. El ritmo lento e hipnótico de la película va destapando poco a poco las ilusiones de cuento de hadas de la joven Lisa, haciéndole olvidar paulatinamente sus fantasías, dándole a conocer lo tangible, la trágica realidad de la vida, el mal que subyace bajo las capas de lujo, música y vida disipada y ociosa. Todo ello lo consigue Ophüls concentrando una historia desarrollada en varias décadas (con el paso del tiempo magníficamente sugerido a través de recursos visuales como letreros o tomas exteriores y también con indicativos en los diálogos) en apenas hora y media de metraje, logrando una obra superlativa a pesar de la concesión romántica del fantasmal final de sacrificio y redención.
Inagotable, riquísima en matices, lecturas y planos de interpretación, repleta de códigos, mensajes, temas y modelos, por encima de cualquier otra sensación o pensamiento planea la irresistible emoción que provoca el visionado de Carta de una desconocida.