Música para una banda sonora vital: Academia Rushmore (Rushmore, Wes Anderson, 1998)

El actual lugar común define a Wes Anderson como un director de gran perfección técnica (porque usa la simetría para los encuadres), con un estilo propio muy marcado (porque usa mucho colorete), y que elabora sofisticadas y originales comedias de apariencia estrafalaria pero de inteligencia refinada y sutil (lo que viene a ser comedias que provocan, como mucho, alguna sonrisa de vez en cuando). Siendo, probablemente, uno de los directores más sobrevalorados de la actualidad, al menos en Academia Rushmore fabrica uno de sus habituales videoclips, que algunos llaman puesta en escena, con un temazo, Here Comes My Baby, en la versión original de Cat Stevens, que hicieron mundialmente famosa The Tremeloes.

Mis escenas favoritas: Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, 1957)

Dentro del catálogo de joyas producidas por la compañía Hill-Hecht-Lancaster, destaca esta obra maestra de Alexander Mackendrick, versión en la pantalla de una novela de Ernest Lehman adaptada por él mismo junto Clifford Oddets e inspirada en la persona del crítico Walter Winchell. J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) y Sidney Falco (Tony Curtis) son, por derecho propio, dos de los personajes más viscosos del género noir ligado a los bajos fondo del mundo del espectáculo.

El cineasta es la estrella: La regla del juego (La régle du jeu, Jean Renoir, 1939)

El estreno de esta obra maestra de Jean Renoir en el desdichado verano de 1939 fue un rotundo fracaso. Francia, Europa, no estaban para frivolidades ni sátiras de clase, para comedias ni para socarronerías. La tragedia se olisqueaba en el ambiente, y aunque la película había recogido, resumido y diagnosticado a la perfección el clima reinante, hasta el punto de que en su final se intuye una metáfora de lo más lúcida acerca de aquello que iba a venir de manera inminente, el público, tal vez por esa misma razón, por no tener que asistir a la sabia advertencia de los agoreros con fundamento, deseoso de no ver para no creer, para no pensar, para no temblar, le dio la espalda. Maltratada y mutilada, tras el estallido de la guerra en septiembre el gobierno la prohibió bajo el pretexto de que podía minar la moral del país en el combate. No obstante, la leyenda de la película fue creciendo, André Bazin y Cahiers du Cinéma mantuvieron vivo su recuerdo a finales de los años cuarenta y primeros cincuenta, y promovieron su restauración (nunca totalmente lograda, a falta de al menos una secuencia) en 1956 y su reestreno en el festival de Venecia de 1959, donde fue aclamada como el principal pilar del cine moderno junto a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941).

Tras el éxito de sus dos películas inmediatamente anteriores, La gran ilusión (La grande illusion, 1937) y La bestia humana (La bête humaine, 1938), Renoir fundó junto a su hermano Claude y otros amigos la productora Les Nouvelles Editions Françaises, con idea de adaptar, en primer lugar, la novela La vie de Marianne de Marivaux, y hacer de ella «una descripción exacta de la burguesía de nuestro tiempo», pero también ofrecer una especie de balance de situación de la Francia gobernada por el Frente Popular. Y para ello, la narración coral (ocho o nueve personajes adquieren la relevancia suficiente y copan suficientes minutos para que sean considerados protagonistas) se construye sobre un estilo múltiple y entremezclado de recursos y tonos a través de los cuales, además de que se presentan al espectador las distintas maneras de ser de los personajes, se ofrecen también sus pensamientos y, lo que es más revolucionario, la visión y la opinión que el autor, Renoir (que escribe el guion con Carl Koch) tiene de cada uno de ellos y de sus acciones. Contada con la ligereza del vodevil amoroso de enredos, encuentros y desencuentros en el marco del costumbrismo de la aristocracia burguesa, la película se abre con un formato pseudo-documental para contar la llegada a Francia del gran aviador André Jurieux (Roland Toutain), que ha hecho la travesía del Atlántico, siguiendo los pasos de Lindbergh, para impresionar a su enamorada, Christine (Nora Gregor), la esposa austríaca del noble millonario Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), que, sin embargo, no acude a recibirlo y se contenta con escuchar la recepción al héroe por la radio.

Tras este prólogo, la película nos pone en situación antes de entrar en el capítulo principal: André y Christine se aman, aunque ella está casada, pero eso a Robert le importa poco más allá de las exigidas apariencias, puesto que tiene a su propia amante, Geneviéve (Mira Parély). El breve mapa de este tejido sentimental a cuatro bandas se filtra por medio del personaje de Octave (el propio Jean Renoir), amigo de Robert y confidente íntimo tanto de André como de Christine, y que también guarda un secreto que solo puede desvelar él mismo. No obstante, Robert descubre un nuevo prisma de lo que su esposa representa para él después del episodio del cruce oceánico de André, por lo que, dispuesto a reconquistarla, y en complicidad con Octave, aunque con intenciones diferentes, revuelve invitar al piloto a la fiesta-cacería que se propone dar en su finca del campo, La Collinière. A todo el mundo parece agradarle este plan salvo a Lisette (Paulette Dubost), ayuda de cámara y doncella de confianza de Christine, cuyo esposo, otro germánico, Schumacher (Gaston Modot), es precisamente el guarda y encargado de La Collinière, y con el que se niega a trasladarse porque en París, junto a su señora y, sobre todo, a espaldas de su marido, puede mantener su nivel de flirteos amorosos habitual, en especial con Octave. El puzle de relaciones humanas lo completa Marceau (Julien Carette), cazador furtivo de la finca que es contratado por Robert para ayudar al servicio durante la fiesta-cacería, y que de inmediato siente una atracción desaforada por Lisette, correspondida por esta pero muy vigilada por su marido. Se establece así un paralelismo en la narración de cara al espectador y dentro de la propia película, entre, por un lado, la disposición física de los personajes (la clásica división entre quienes viven «arriba» y quienes lo hacen «abajo») y los triángulos amorosos de los «aristócratas» (Robert-Christine-André; Robert-Geneviéve-Christine) y del personal de servicio (Schumacher-Lisette-Marceau). Tres son los nexos que se mueven entre ambos ambientes: Octave, que tontea con Lisette; Marceau, que establece una inusual confianza inicial con Robert, y la propia Lisette y su especial relación de intimidad con Christine.

La película es una lección de puesta en escena y de uso del espacio. La ligereza del tono viene propiciada y amplificada por el tratamiento visual que emplea escenarios profundos, tanto en interiores como en exteriores, por los que la cámara despliega una constante y fluida movilidad que permite y resalta ese protagonismo coral incluso cuando el encuadre se encierra sobre una pareja o un grupo concreto. Al mismo tiempo, gracias a la construcción de los diálogos y al diseño de la acción, la película mantiene el impulso de su teatralidad, en especial en la secuencia de la representación, que no se muestra, tan solo sus consecuencias (las risas y los aplausos y, después, los infructuosos intentos de Octave para que alguien le ayude a desprenderse de su disfraz de oso), de manera que todo lo que ocurre adquiere un aire de representación, de ópera bufa, de vodevil sentimental. La diferencia la marcan, por un lado, las exageradas interpretaciones de todo el elenco (un punto de sobreactuación que no llega a lo grotesco pero que sirve para subrayar el artificio, el fingimiento, esto es, la hipocresía de clase), y la dirección de Renoir, puesto que es su trabajo de cámara, su forma de aproximarse a los personajes, de moverse por el espacio, de posicionarse ante lo que dicen y hacen, lo que le permite sugerir al espectador sus propias opiniones sobre lo que está ocurriendo y acerca de lo que cada personaje significa. De este modo, todos los personajes tienen sus problemas, aspiraciones, frustraciones y deseos, y es la cámara móvil de Renoir la que posibilita que el espectador interprete lo que cada personaje piensa y siente sobre sí mismo y sobre los pensamientos y sentimientos de los demás, y los del omnisciente Renoir sobre todos ellos, incluido Octave. Así, Renoir no solo no se esconde, sino que su punto de vista, el del personaje sacrificado (en un hecho «accidental» que tal vez sea el inevitable resultado de la «lógica» de las cosas) por el bien de un orden moral y social corrupto, está dirigido a la complicidad del espectador. No es de extrañar que la crítica francesa y los cineastas de la nouvelle vague consideraran esta película de Jean Renoir como el instante fundacional del cine de autor, aquel que sirve a los intereses de su director, no solo para contar una historia sino para transmitir una visión propia del mundo. Con La regla del juego el cine se convierte, en palabras de Orson Welles, en el medio de transmisión de información más importante desde la invención de la imprenta.

Música para una banda sonora vital: La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, Martin Scorsese, 1988)

Peter Gabriel pone la música de esta excepcional y controvertida película escrita por Paul Schrader a partir de la no menos polémica novela de Nikos Kazantzakis, que explora la dimensión puramente humana (y, desde el calvinismo de Schrader, con atención particular al fenómeno del chivo expiatorio como vehículo para el perdón) de la figura de Jesús de Nazaret. Debilidades, deseos, dudas del Hijo de Dios que no fueron bien recibidas por parte de la Iglesia Católica, dentro de la que se promovieron boicots e intentos de prohibición en distintos países del mundo. Sin embargo, como ocurre tantas veces, con el guion en la mano y tras una atenta observación de las imágenes, es difícil encontrar esos supuestos sacrilegios, blasfemias o irreverencias por los que la película fue puesta en la picota. En lo que a la música se refiere, uno de los temas principales es Feeling Begins.

Mis escenas favoritas: Agárralo como puedas (The Naked Gun, David Zucker, 1988)

Comienzo una de las más célebres comedias de la factoría Zucker-Abrahams-Zucker, que rescató del olvido al ya de por sí olvidado Leslie Nielsen como protagonista absurdo y proporcionó a O. J. Simpson la notoriedad en el cine que poco después se multiplicaría por mil con las retransmisiones televisivas de sus juicios por asesinato.

Cine al grano: Perro blanco (White Dog, Samuel Fuller, 1982)

 

A cuarenta años largos de su rodaje y su modesto estreno (apenas cuatro salas, en las que se mantuvo solo una semana en cartel antes de ser apartada por indicación del estudio), llama la atención el gran revuelo y el clima de sobresalto, bronca y complicaciones que rodeó a esta modesta producción de estética de telefilme y mensaje simple y diáfano. Basada en una novela de Romain Gary cuyos derechos adquirió Paramount Pictures con idea de que la película fuera dirigida por Roman Polanski, el proyecto fue temporalmente archivado cuando el cineasta franco-polaco huyó de Estados Unidos como resultado de los problemas legales derivados de su acusación de violación en la persona de Samantha Geimer. Años después, se convirtió en la inesperada última película estadounidense de Samuel Fuller, uno de los grandes rebeldes de Hollywood, que tuvo que ajustarse a un presupuesto mínimo y a un escueto plan de rodaje de cuarenta y cinco días. Coescrita por Fuller y Curtis Hanson, a la producción se incorporaron nombres importantes como los del director de fotografía Bruce Surtees y el compositor Ennio Morricone, además de intérpretes característicos como Paul Winfield y el gran Burl Ives. No obstante, la rumorología y las polémicas sobre el supuesto contenido racista de la película y la presunta violencia de sus imágenes llevaron al estudio a replantearse la difusión del filme, a su paralización momentánea y, finalmente, a su tardío y casi clandestino estreno. La oposición de Fuller durante aquellos acontecimientos y su rechazo de las maniobras barriobajeras y de la actitud censora del estudio le granjearon la enemistad de los ejecutivos y la hostilidad del establishment, lo que la postre supuso que las dos últimas películas de su filmografía las realizara en una especie de exilio profesional en Francia.

Hoy, sin embargo, cuesta entender tanto accidente en torno a una película de estas características, de argumento tan plano y mensaje tan directo, de estética tan sencilla y de tan indudables intenciones. Mientras circula por una carretera ya entrada la noche, una joven actriz (Kristy McNichol, que años más tarde haría fortuna en la televisión) atropella a un perro, un pastor alemán de infrecuente pelaje blanco. De inmediato, lo carga en su coche y lo traslada al veterinario. Aunque intenta localizar al dueño, este no aparece, y ante el riesgo de que el perro sea sacrificado, decide quedárselo. En su nuevo amigo encuentra compañía y protección, hasta que un día descubre con horror, cuando lo lleva a un plató de rodaje, que se trata de un perro adiestrado para atacar a personas de raza negra. Lo más fácil sería sacrificarlo pero, apiadada del animal, decide averiguar si existe la posibilidad de reeducar perros adiestrados para el ataque. Así, entra en contacto con unos adiestradores que se dedican a preparar animales para el rodaje de películas, uno de los cuales (Winfield, de raza negra) tiene ya experiencia acumulada, y siempre terminada en fracaso, reeducando lo que se llama «perros blancos», fieros animales entrenados por elementos racistas para atacar a los negros.

Fuller potencia el meridiano sentido de la película a través de la desnudez. Al grano, sin artificios ni distracciones, sin grandes destellos dramáticos (McNichol o su partenaire masculino, Jameson Parker, limitadísimos, dan poco juego) ni elaboradas situaciones de guion, al director le interesa, en particular, contagiar al espectador la emoción y la intensidad de la historia mediante la planificación y el montaje. Es el diseño y la ejecución de las secuencias lo que debe conmover, irritar, escandalizar o repeler, y en ellas se vuelca el interés del guion y el mayor empeño de realización. Particularmente, resultan especialmente brillantes, aunque hoy aparezcan virtualmente superadas por las modernas técnicas de filmación, lo momentos de los ataques, tres, que no ahorran en detalles escabrosos y en sangre mostrada: el conductor de la máquina de limpieza, la actriz atacada en pleno rodaje y el transeúnte que se refugia en la iglesia. Además, hay que añadir el momento del desenlace, cuando se trata de comprobar si, finalmente, el perro está curado, y la ambivalencia que el pulso narrativo de Fuller mantiene prácticamente hasta el final, un vaivén en el que se muestran los pensamientos del perro como los de un animal plenamente consciente e inteligente, con conceptos humanos asimilados como el de la venganza más allá del acto reflejo. De igual modo, el clímax dramático se alcanza en la secuencia en la que la joven rescatadora del perro encuentra por fin a su dueño, que se revela, aparentemente, como todo lo opuesto a lo que cualquiera podría considerar a primera vista como un peligroso y violento militante de una organización racista.

La película concentra su atención en el perro como pilar aglutinante de la acción, haciendo de él, como ya ocurriera con el tiburón de Steven Spielberg, una temible bestia con trazas de inteligencia humana y comportamientos directamente malignos, mientras que deja las subtramas secundarias apenas esbozadas y prisioneras del lugar común. En primer lugar, la soledad voluntaria del personaje de la actriz, cuya situación no viene explicada ni desarrollada, y que tampoco tiene colofón; en segundo término, la lucha continuada y fracasada del criador de raza negra por reeducar los perros blancos, por conseguir que su cerebro mute definitivamente, como metáfora de la necesaria transformación del país, nunca concluida, hacia la igualdad racial real y también como meta en su realización personal. Por otra parte, el personaje de Ives encarna la voz de la razón, la cordura y la sensatez, y también la inocencia y la candidez de una sociedad que, en su conjunto, es víctima de las situaciones de discriminación. Todo este plano dramático, tratado muy a la ligera, contagia en parte, o más bien es contagiada, por cierto descuido en la forma (errores de raccord, algún aspecto de guion poco tratado o abandonado de manera ilógica -la falta de consecuencias tras los ataques del animal-, secuencias de tensión mal concebidas que les hacen perder fuerza y fuelle…). Da la impresión de que Fuller ha concentrado su interés en momentos muy concretos, meticulosamente más preparados y filmados, donde se vuelca la gran contundencia visual que el guion contiene en potencia. Estas son, naturalmente, las de los ataques, en particular el que sufre el transeúnte que corre a refugiarse en la iglesia, y el paralelismo entre la extrema violencia canina y la vidriera de San Francisco de Asís rodeado de pacíficos animales, entre ellos varios perros y, uno en particular, de pelaje blanco.

Una parábola social narrada con buen pulso y ritmo, sin relleno ni esteticismo alguno, en la que no se ahorran episodios desagradables, y cuya lectura última puede resumirse en la adaptación al caso de ese viejo axioma relativo a la energía. En lo que respecta a los perros blancos, o a los blancos racistas, el odio, una vez creado, nunca se destruye; solo se transforma.

Cine y circo en La Torre de Babel de Aragón Radio

 

Nueva sección de cine en el programa La Torre de Babel de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en esta ocasión dedicada a las relaciones entre el circo y el cine: películas ambientadas en el mundo del circo, pero también cineastas e intérpretes para los que el circo fue su puerta de entrada al mundo del espectáculo.

Diálogos de celuloide: El indomable Will Hunting (Good Will Hunting, Gus Van Sant, 1997)

-Si te pregunto algo sobre arte, me responderás con datos de todos los libros que se han escrito. Miguel Ángel, lo sabes todo, vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el Papa, su orientación sexual. Lo que haga falta. Pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina, nunca has estado allí y has contemplado ese hermoso techo. No lo has visto. Si te pregunto por las mujeres, supongo que me darás una lista de tus favoritas. Puede que hayas echado unos cuantos polvos. Pero no puedes decirme qué se siente cuando te despiertas junto a una mujer y te invade la felicidad. Eres duro. Si te pregunto por la guerra, probablemente citarás algo de Shakespeare, «de nuevo en la brecha, amigos míos», pero no has estado en ninguna. Nunca has sostenido a tu mejor amigo entre tus brazos, esperando ayuda mientras exhala su último suspiro. Si te pregunto por el amor, me citarás un soneto, pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable, ni te has visto reflejado en sus ojos, no has pensado que Dios ha puesto un ángel en la Tierra para ti, para que te rescate de los pozos del Infierno, ni qué se siente al ser su ángel, al darle tu amor, darlo para siempre, y pasar por todo, por el cáncer. No sabes lo que es dormir en un hospital durante dos meses cogiendo su mano porque los médicos vieron en tus ojos que el término «horario de visitas» no iba contigo. No sabes lo que significa perder a alguien, porque solo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo. Te miro y no veo a un hombre inteligente y confiado, veo a un chaval creído y cagado de miedo. Eres un genio Will, eso nadie lo niega. Nadie puede comprender lo que pasa en tu interior. En cambio, presumes de saberlo todo de mí porque viste un cuadro que pinté y rajaste mi puta vida de arriba a abajo. Eres huérfano ¿verdad? ¿Crees que sé lo dura y penosa que ha sido tu vida, cómo te sientes, quién eres porque he leído Oliver Twist? ¿Un libro basta para definirte? Personalmente, eso me importa una mierda porque, ¿sabes qué?, no puedo aprender nada de ti, ni leer nada de ti en un maldito libro. Pero si quieres hablar de ti, de quién eres, estaré fascinado, a eso me apunto, pero no quieres hacerlo, tienes miedo. Te aterroriza decir lo que sientes. Tú mueves, chaval.

(guion de Matt Damon y Ben Affleck)

Una lección sobre el capitalismo: Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, Jules Dassin, 1949)

 

Jules Dassin es uno de los más ilustres damnificados de la llamada «caza de brujas» que durante diez años, a partir de mediados de los cuarenta y bajo el pretexto del anticomunismo, sometió al cine norteamericano a los dictados de los inquisidores políticos y de los depuradores ideológicos. Tras el cuarteto de grandes obras maestras de su primera etapa americana, filmadas sucesivamente entre 1947 y 1950, Dassin se vio obligado a continuar su trabajo, casi siempre al mismo nivel de altísima calidad, en Francia, Italia y Grecia, antes de retornar a los Estados Unidos en los sesenta, en lo que supuso el inicio de su declive. A ese primer grupo de excelentes obras del periodo previo a su exilio pertenece Mercado de ladrones, que destaca por el carácter incisivo y pesimista de su lectura social y económica aunque se adorne con algunos de los atributos del cine negro, y que, pese a que Dassin, que dirigía por encargo, y el guion de A. I. Bezzerides (a partir de su propia novela) pusieron buen cuidado en salvaguardar el papel protector y benefactor de la policía y de distinguir y diferenciar los modos y maneras mafiosos de ciertos intermediarios del resto del sistema, llegó a formar parte del pliego de cargos que las autoridades blandieron en contra el cineasta.

Poco espacio deja la película para las buenas expectativas. A su regreso al hogar familiar después de participar en la Segunda Guerra Mundial como maquinista de la Marina, Nick Garcos (Richard Conte) encuentra a su padre convaleciente de la amputación de sus piernas como resultado de un grave accidente de tráfico. Su camión volcó tras la rotura de la transmisión cuando regresaba de San Francisco, de entregar un cargamento de fruta a Mike Figlia (Lee J. Cobb), uno de los intermediarios del mercado con peor reputación, al que se atribuyen maniobras torticeras, extorsiones y juego sucio para pagar el menor precio posible a sus proveedores o, llegado el caso, no pagarles en absoluto. Además, su padre ha vendido el camión a Ed Kenney (Millard Mitchell), un transportista que no le ha pasado el importe pactado. Cuando Nick se presenta en su casa, dispuesto a apretarle las clavijas para que pague, este le propone un negocio redondo: hacer setecientos kilómetros en dos camiones para conseguir llevar al mercado las primeras manzanas de la temporada y obtener así un alto beneficio limpio y cobrarse lo que se debe; para ello, Ed tiene que traicionar, sin embargo, a dos socios a los que ya había ofrecido el mismo trato (Joseph Pevney y Jack Oakie). En la mente de Nick cobra fuerza, además, otro plan: vengarse de Mike Figlia. Nick invierte en la operación los mil ochocientos dólares ganados en el barco con el doble propósito de recuperar lo debido a su padre y de ganar dinero para casarse con su novia, Polly (Barbara Lawrence). Las buenas intenciones no bastan, y al llegar al mercado, mientras espera a Ed, Nick tiene que enfrentarse a los chanchullos de Figlia, que se comporta como un capo del crimen organizado, con esbirros, matones y chicas a sueldo que colaboran en sus oscuros tejemanejes. Una de ellas es Rica (Valentina Cortese), que entabla una especial relación con Nick a pesar de que acaban de conocerse.

La acción, mayormente situada en una sola madrugada, en el mercado y los tugurios que lo rodean, predomina sobre las interpretaciones, en general bastante mediocres, sin duda el punto más flojo de la película (Conte y Cortese, muy limitados; Cobb, por el contrario, muy pasado). La historia se divide en dos focos de interés. El del camión más rápido, conducido por Nick, su llegada al mercado, su encuentro con Figlia y sus intentos para cobrarse las manzanas a buen precio y sacarle el dinero debido a su padre y la indemnización por el daño sufrido, y la del más lento, el antiguo camión de su padre que ahora conduce Ed, vertiente que se centra en el suspense que gira en torno a si llegará o no al mercado a tiempo con la transmisión a punto de romperse, y en qué harán sus antiguos socios traicionados, que le siguen y hostigan durante el camino. En ambos casos se producen situaciones de presión y de violencia en las que unos individuos de una clase social extorsionan a sus semejantes por dinero. A excepción de Nick, ningún personaje juega limpio, todos intentan hacerse trampas, aprovecharse del otro, ya sea traicionando la palabra dada, negándose a pagar el precio convenido, engañando, manipulando, conspirando o incluso, en algún caso, robando, chantajeando y violentando. Las duras condiciones de vida en la posguerra y lo ajustado de los precios introducen una presión adicional; solo los más fuertes resisten, como Nick, que, aunque vulnerable en sus sentimientos, logra mantener su integridad aun cuando las circunstancias le empujan a seguir la dinámica de los demás. Pero si este es un personaje de una pieza, como lo es Figlia en sentido opuesto, el de la prostituta Rica presenta el desarrollo más interesante del filme, desde su posición inicial de asalariada de Figlia hasta la toma de decisiones autónomas que la ponen en una situación de riesgo.

La película, de espléndida fotografía en blanco y negro, trata de no generalizar, de evitar su sentido metafórico, simbólico o ejemplar. Su intención es narrar un hecho concreto al margen de la actividad normal del mercado que no pueda extrapolarse al conjunto del sector o al total de la actividad económica, para librarse así de la censura política. También intenta sacudirse el sambenito de la demonización del extranjero (un trabajador de origen italiano es el que más explícitamente abomina de Figlia y del modo en que dirige su negocio, una deshonra tanto los trabajadores y para los italoamericanos). Por último, conserva de manera impoluta la honorabilidad de la policía, que no solo se muestra comprensiva y amable ante las circunstancias que Nick va atravesando, sino que al final interviene como elemento pacificador y resolutivo en el obligado final complaciente, hasta el punto de que incluso actúa de manera indulgente con las malas acciones de Nick. Al menos, en la forma superficial, porque tanto cabe afirmar lo contrario: la policía, en realidad, no aparece porque no puede (o no quiere) hacer nada por neutralizar los modos y maneras de Figlia, que campan a su antojo durante todo el metraje. La mayor virtud de la cinta, sin embargo, consiste en el retrato realista de la actividad del mercado mayorista, muy lograda, filmada en plano semi-documental, y en reflejar las fallas del sistema que se cuelan por las rendijas del relato dramático y del desarrollo de la relación entre Nick y Rica, en un entorno condicionado por las convulsiones y los desajustes económicos y sociales acaecidos tras el final de la guerra.

En este punto, el elemento central es el dinero y la relación que los distintos personajes mantienen con él: medio de supervivencia, de crecimiento personal, de desarrollo familiar, de construcción de sociedad y de país, pero también objeto de deseo, ingrediente indispensable para la codicia, mecanismo ineludible para el ascenso social, no solo en el caso de Figlia, que llega a delinquir para conservarlo y aumentarlo, o para Rica, que tiene que venderse para obtenerlo, sino también para la respetable Polly, que mide los afectos por los emolumentos que acumulan, o para Ed, que pierde con aquellos que considera inferiores los escrúpulos morales que conserva con sus iguales. Y es eso, el retrato que hace de lo que implica la vida en una sociedad que tiene el dinero como pilar central, lo que resulta subversivo, incómodo y revolucionario en una película cuyo director (que también hace un breve cameo) sufrió las iras de los guardianes de las esencias del sistema. La sociedad convertida en mercado no solo donde le es propio; también en el campo, en la carretera, en los bares, en la habitación de Rica, en las pacíficas y satisfactorias relaciones prematrimoniales… Una sociedad que, hundida en la turbiedad, se mantiene viva solo porque todo se compra y se vende, y cuyo crecimiento depende de que todos se pongan a la venta y se dispongan a comprar y ser comprados. En la actualidad, el reflejo que hace la película de la debilidad negociadora de los productores agrícolas y de los transportistas, y de la concepción del sistema para el beneficio de los grandes intermediarios y de las cadenas de distribución, hace que esta gran película, efectiva combinación de drama social, thriller noir y romance, adquiera hoy una dimensión todavía mayor y más profunda.

Música para una banda sonora vital: El violinista en el tejado (Fiddler on the Roof, Norman Jewison, 1971)

Aunque hace años esta canción, compuesta por Jerry Bock y Sheldon Harnick y orquestada para la película por John Williams, una de las más archiconocidas del musical de Broadway y de sus adaptaciones al cine, asomó ya por esta escalera, la recuperamos en homenaje al protagonista de El violinista en el tejado, Chaim Topol, artísticamente célebre como Topol a secas, que falleció el pasado miércoles.