Mis escenas favoritas: La vía láctea (La Voie lactée, Luis Buñuel, 1969)

 

Obra inmensa, inagotable, del maestro aragonés Luis Buñuel, sátira del catolicismo y sus herejías, extremadamente bien documentada y absolutamente verídica, que, como es habitual en el genio de Calanda, combina con agudeza e inteligencia la crítica feroz e incisiva con el conocimiento profundo y el riguroso respeto cultural al objeto de sus dardos.

 

Música para una banda sonora vital: La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, Martin Scorsese, 1988)

Peter Gabriel pone la música de esta excepcional y controvertida película escrita por Paul Schrader a partir de la no menos polémica novela de Nikos Kazantzakis, que explora la dimensión puramente humana (y, desde el calvinismo de Schrader, con atención particular al fenómeno del chivo expiatorio como vehículo para el perdón) de la figura de Jesús de Nazaret. Debilidades, deseos, dudas del Hijo de Dios que no fueron bien recibidas por parte de la Iglesia Católica, dentro de la que se promovieron boicots e intentos de prohibición en distintos países del mundo. Sin embargo, como ocurre tantas veces, con el guion en la mano y tras una atenta observación de las imágenes, es difícil encontrar esos supuestos sacrilegios, blasfemias o irreverencias por los que la película fue puesta en la picota. En lo que a la música se refiere, uno de los temas principales es Feeling Begins.

No hay Dios que por bien no venga: Los lirios del valle (Lilies of the Field, Ralph Nelson, 1963)

 

En ocasiones, las pequeñas películas son mucho más grandes de lo que aparentan. De este modo, una modesta comedia de bajo presupuesto acerca de las aventuras de un joven trabajador itinerante que entra en contacto con unas monjas que viven en mitad del desierto de Arizona en condiciones muy precarias, puede convertirse, merced a su confección en un contexto sociopolítico muy concreto, en un testimonio sociológico de primer orden, en una película que capta el espíritu y el pulso de su tiempo. Sobre los fotogramas, asistimos a las peripecias de un hombre que se ve atrapado en una retorcida y desesperante dinámica que no controla, impuesta por el carácter y la determinación de una madre superiora que ni es del país ni domina por completo el idioma, pero que se las arregla para complicarle la vida a su nuevo empleado, que por educación y mala conciencia no se siente libre de liberarse y pasar página (por añadidura, el personaje no es católico sino baptista). En realidad, sin embargo, se trata de poner de relieve la capacidad del Hollywood (es una producción de Rainbow Productions, la compañía del director Ralph Nelson, distribuida por United Artists) de aquellos años, los primeros sesenta, para reflejar los profundos cambios sociales que experimentaban por entonces los Estados Unidos a través de un argumento en el cual el protagonismo recae en un actor negro y en un catálogo de personajes conformado por un grupo de monjas de Europa Oriental evadidas del Telón de Acero y una población de «inmigrantes» mexicanos (conviene recordar que Arizona era un territorio mexicano traspasado a Estados Unidos tras la guerra de 1846-1848), es decir, sin que los personajes «autóctonos» tengan mayor peso que el simple rol secundario reservado por Nelson para sí mismo y el de un cura borracho de origen irlandés. Una película, en suma, que pone la periferia de Hollywood, el cine americano de los márgenes, en el primer plano, justo como estaba ocurriendo en la sociedad.

Al margen de estas consideraciones la película es, además, una comedia muy efectiva que, con trasfondo religioso, logra evitar, no obstante, la mayor parte del sentimentalismo (o de la sensiblería) normalmente asociado a este tipo de películas (aunque se va endulzando paulatinamente hacia el final), utilizando el humor como barniz. El planteamiento, en este punto, es de lo más prometedor: el joven trabajador negro (Poitier) cruza en su viejo coche el desierto de Arizona, y al quedarse sin agua en el radiador del vehículo, se detiene en lo que él cree que es un rancho o una granja habitada por una armoniosa familia de mujeres que trabajan en su huerto. Esta familia de mujeres resulta ser un grupo de monjas evadidas de la Europa Oriental que se han instalado allí merced a la donación del terreno por un particular. Y lo que Homer Smith, el joven negro, cree que va a limitarse a una sencilla operación de rellenado del depósito de agua se complica hasta el punto de que se ve reparando el tejado lleno de goteras del granero de las monjas a cambio de una exigua cena que no le da para un diente. El interés (el dinero que pensaba cobrar) y la diversión (enseñar a las monjas a hablar en inglés) iniciales se convierten así en progresiva desesperación, puesto que, viéndose impedido continuamente en el sencillo trámite de cobrar por su trabajo y partir de nuevo hacia California, su trabajo para las monjas no hace sino aumentar y complicarse, a medida que, en correlativa correspondencia, el tamaño y la cantidad de los desayunos y los almuerzos, de acuerdo a la austeridad de las monjas, se reduce considerablemente. La base de este argumento humorístico es el antagonismo entre el dinámico, moderno y expeditivo Homer y la sobria, rígida y tozuda hermana Maria (Lilia Skala). Y en esa lucha de caracteres, uno por cobrar por su trabajo y marcharse cuanto antes y la otra por hacer de Homer mano de obra para la obra (valga la redundancia) de Dios, el pobre currante se encuentra, de repente, sumido en lo impensable: la inmensa tarea de asumir en solitario la construcción de la nueva capilla para el convento.

El planteamiento adquiere un desarrollo usual aunque eficaz. El antagonismo inicial va revelando puntos de conexión, sinergias que permiten el entendimiento, la identificación, la cooperación, el reconocimiento y el afecto, pero siempre soterrado, una declarado. Al mismo, tiempo, el abanico de personajes se va ampliando: el cura irlandés, con su caravana-iglesia y su altar móvil de quita y pon, que va dando misa por los áridos desiertos de Arizona a parroquias de inmigrantes cada vez más reducidas; el cínico tabernero mexicano en cuyos cáusticos comentarios se encierra la lucidez y la sabiduría de la inteligencia instintiva y el sentido práctico; el constructor (Nelson) para el que Homer empieza a trabajar, compaginando su labor con su dedicación a la capilla, que tiene los materiales necesarios para ello pero que se niega a colaborar con unas monjas que nunca han abonado una sola cuenta. Esto, mientras las cartas enviadas por las monjas, en busca de apoyo material y financiero, a arzobispados y a obispados, a grandes compañías y corporaciones, reciben negativas o la callada por respuesta y deben afrontar ellas solas el sueño de fundar un convento digno de tal nombre. Y una canción, un himno baptista que Homer enseña a las monjas, que se convierte en «su canción» común, y que marca tanto la clave del punto de inflexión de Homer en su percepción de su labor junto a ellas como actúa de broche para el esperado y agridulce desenlace del filme. El discurso subyacente, por más obvio que este pueda ser (la unión hace la fuerza, y los caminos del Señor son inescrutables, incluso para quienes profesan diferente fe pero se encuentran coyunturalmente unidos por una causa), no impide que la película fluya de manera ligera y apacible en un tono amable con esporádicas puntas de humor a través de una mirada y un gesto (la cara que se le queda a Homer cuando descubre la condición de sus anfitrionas), de un diálogo (los divertidos desencuentros idiomáticos entre Homer y las monjas), de una réplica (el «combate» de citas bíblicas; el tabernero mexicano que, hablando en inglés y español, y escuchando a su alrededor a las monjas hablar en alemán, termina por confesar que ya no sabe ni qué lengua habla él), hacia una conclusión que, no por esperada, resulta menos conmovedora. Porque Nelson, con buen tino, opta por rebajar la potencial carga de sensiblería del clímax final utilizando para ello el carácter sobrio de la hermana Maria. De este modo, los silencios, los sobreententidos, los rostros que demuestran entender sin necesidad de palabras transmiten con toda efectividad lo que sucede a un espectador que comparte el mismo lenguaje y comprende por completo sin necesidad de sobrecargas ni subrayados.

Llama la atención, con todo, la naturaleza de los personajes que desarrollan la acción. Un protagonista negro en un país volcado de lleno en la vorágine de la lucha por los derechos civiles; unas monjas extranjeras, unas centroeuropeas de fe católica (minoritaria en Estados Unidos pero mayoritaria entre la población hispana) que intentan fundar un nuevo hogar en el Oeste que antaño fue tierra de promisión; un cura que halla por fin la respuesta a sus plegarias de juventud; un grupo de inmigrantes mexicanos que son capaces de responder con desprendimiento y generosidad allí donde los grandes popes religiosos, políticos y económicos rehúan implicarse. Es una película agradable y desenfadada, rodada con pocos medios y en escenarios y localizaciones muy sencillas y austeras, sin gran elaboración formal, en un lenguaje claro y directo acompañado de la deliciosa y encantadora música de Jerry Goldsmith, sobre esa otra América que la América oficial no deseaba mirar o cuya existencia prefería ignorar. Un elemento curioso que, paradójicamente, tiene su extensión en la propia película: excepto Poitier, ningún otro intérprete resulta acreditado en los títulos inciales del filme; se atribuye así el protagonismo casi íntegramente al actor, cuyo premio Oscar a la mejor interpretación concedido ese año por este personaje viene a resaltar un doble hecho: su hegemonía casi absoluta en la película y el indicativo de que, en efecto, algo, de forma irreversible (o no tanto) estaba cambiando en América.