Música para una banda sonora vital: Doomsday: el día del juicio (Doomsday, Neil Marshall, 2008)

Espantosa película pretendidamente adscrita a la ciencia ficción, el thriller, el drama y la distopía político-pandémica, con un buen puñado de toques gore como aliño, este bodrio no es más que un aparatoso y muy ruidoso batiburrillo de fragmentos argumentales de otras películas como la saga de Mad Max, El último hombre… vivo (The Omega Man, Boris Sagal, 1971), Los inmortales (Highlander, Russel Mulcahy, 1986) o 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1981), entre otras. Además de ver arrastrarse por este charco a figuras como Bob Hoskins o Malcolm McDowell, y del deliberado protagonismo sexi de Rhona Mitra, apenas unos pocos detalles sacan al espectador del letargo. Uno de ellos es la aparición de la canción Good Thing, de la banda Fine Young Cannibals, exprimida hasta la saciedad en radios, películas y spots publicitarios de todo tipo, ilustrando uno de los ridículos momentos videoclipero-canibalescos de este engendro infumable.

Diálogos de celuloide: El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, John Huston, 1975)

 

-¡Escuchadme bien, cretinos! Vais a aprender el arte militar, el oficio más noble del mundo. Cuando hayamos acabado, podréis vencer al enemigo como hombres civilizados, pero antes, aprenderéis a marcar el paso y a manejar las armas sin tener que pensar. Los soldados no piensan, obedecen. ¿Creéis que si pensaran darían la vida por su reina y su patria? No es probable, ni siquiera entrarían en batalla. Solo con veros la cara se nota que seréis un gran ejercito. Ese de la cabezota tiene toda la pinta de ser un héroe.

(guion de John Huston y Gladys Hill a partir de la novela de Rudyard Kipling)

El vicio de la cámara: El aficionado (Amator, Krzysztof Kieślowski, 1979)

 

Cuando se habla de «cine dentro del cine», en general se recurre a citar la misma relación de títulos y nombres como una letanía (Wilder, Minnelli, Fellini, Truffaut, Donen, Tornatore…), olvidando incluir, entre otras muchas películas reseñables, esta joya del cine polaco de los setenta, que captura como pocas la esencia del, tal vez, el mayor y más implacable efecto íntimo que las películas pueden llegar a ocasionar en el ánimo de las personas: la necesidad, la sed, el ansia, la atracción irrefrenable por las imágenes en movimiento, casi una adicción en toda regla que, en los casos más graves, obliga a buscar la manera de provocarlas, construirlas, depurarlas, exhibirlas. El gusanillo del cine, todo su poder de seducción y, al mismo tiempo, en versión doméstica, el reflejo de sus grandezas y sus miserias. El oficio de filmar como un descubrimiento vital, toda una apoteosis de felicidad, pero también una dependencia, una sumisión, un síndrome de abstinencia continuo, constante, que condiciona por completo el devenir diario, para bien y para mal. El tópico de la destrucción como forma de creación, o más bien, la ansiedad por crear un mundo propio como mecanismo de demolición del mundo real, de, en términos de Fernán Gómez, la vida alrededor. En suma, la profesión cinematográfica como regalo envenenado, un pecado que arrastra su penitencia, un sacerdocio durante el que la bendición coincide con la principal tortura que el protagonista se autoinflige: la propia fe irrenunciable en las películas como vehículo de expresión y fórmula para el crecimiento y la realización personal. En paralelo, e indisolublemente, la película muestra las dificultades que el protagonista, Filip Mosz (Jerzy Stuhr), padece progresivamente para alimentar esta hambre de creatividad en un país del bloque soviético de finales de los setenta, cuando toda actividad pública y privada está todavía bajo el control de la dictadura del partido, que nunca tuvo la más mínima intención de ser la del proletariado, y de su censura oficial, en el instante previo a la aparición del sindicato Solidaridad y a los albores del proceso de transformación de una década que llevará al país a la liberación del yugo comunista. La esclavitud del cine atrapada en la esclavitud de un régimen totalitario. Una fábrica de ficciones inmersa en la gran ficción nacional, en la mentira pública de un estado en paulatina pero imparable descomposición.

En ese contexto, Filip, obrero de una fábrica, compra, con gran esfuerzo económico, una cámara de súper 8 con motivo del nacimiento de su primera hija, a fin de dejar futura constancia de los episodios relativos a su infancia y crecimiento. Sin embargo, ya desde sus primeros balbuceos tras la cámara, Filip descubre la inmensa capacidad de embrujo que poseen las imágenes, se le ofrecen como herramienta de exploración y análisis del mundo. Además, en la fábrica trasciende que se encuentra en posesión de una cámara, y sus dirigentes le encargan que realice la filmación oficial del solemne acto de su aniversario. Posteriormente, dada la aceptación de la película, Filip se convierte en responsable de la unidad de filmación de la fábrica, lo que le obliga a hacer películas documentales de publicidad y propaganda sobre sus exitosas actividades, mientras que, a cambio, logra permiso para usar parte del tiempo y del material en sus trabajos particulares. Todo es objeto de su mirada, la fábrica y sus compañeros, pero también la ciudad, los transeúntes, las obras públicas, las relaciones… Un microcosmos que a través del objetivo se ve ligeramente deformado de la visión que habitualmente tenía de él, y que le lleva a percibir de distinta manera los vínculos de poder y de trabajo. No obstante, al mismo tiempo, y como parte del mismo proceso, desatiende lo que tiene más cerca, a su esposa, a su recién nacida hija, las cuitas domésticas, los compromisos particulares, las amistades y los pequeños deberes diarios. La absorción por la actividad cinematográfica conlleva desilusiones, malentendidos, rupturas y resentimientos, y la filmación, que es el bálsamo, la válvula de escape de Filip para sobrellevar su progresivo desencanto, es también el veneno que acentúa los males de su situación. Así, la realidad se ve mediatizada por el cine y, como si este influyera al otro lado de la película proyectada, convierte la vida personal, social y laboral de Filip en medios inestables, irreales, casi pesadillescos.

Los éxitos y reconocimientos que Filip obtiene inicialmente (su primera participación en festivales locales, como es lógico, sesgados y controlados políticamente; la aceptación de sus trabajos documentales en la televisión polaca…) se ven así oscurecidos por el deterioro de su vida personal, el distanciamiento con su mujer, la ausencia de su hija, y el fracaso y abandono de su relación con las amistades más próximas, como la de su amigo y vecino, conductor de un furgón fúnebre, al que ha dejado tirado justo cuando más podía necesitarlo, tras el fallecimiento de su anciana madre. Es en este plano, el vecino, su madre, el furgón funerario, donde se funden metafóricamente ambos aspectos de la trama, el público y el privado, el político-social y el personal, la desgastada dictadura ya en trance de ir ofreciendo sus últimos estertores y el anuncio del futuro personal de Filip si no es capaz de sacudirse la dictadura particular que las imágenes en movimiento ejercen sobre él. Pero no tardará tampoco Filip en sufrir las limitaciones de un régimen en el que la libertad es un eslogan para los mítines. Cuando su creatividad incomoda, cuando surgen los problemas de control y de censura propios de cualquier dictadura, es el momento en que Filip se replantea su dedicación y su deriva, cuando sus imágenes se tiñen de falsedad, de impostura, y cuando añora lo que solía ser su vida fuera de la cámara. La realidad del artificio de la sociedad polaca revelada por la mentira del cine; la realidad de la vida desperdiciada de Filip, a través de la mentira que ha hecho de sí mismo.

El estilo naturalista de Kieślowski confiere total verosimilitud y autenticidad a una película cuyos escenarios discurrem entre el apartamento de la pareja protagonista, un barrio residencial, las dependencias y despachos de la fábrica y, ámbitos que el cineasta conocía muy bien, los pequeños festivales de cine y los platós y salas de reuniones de la televisión polaca. Terrenos conocidos que permiten entender como propias también algunas de las experiencias vividas por Filip, en particular las relacionadas con las limitaciones y las restricciones indicadas desde el poder, y las interesadas influencias de los organismos controladores sobre los temas y las miradas que debían tener las películas, los límites de lo tolerable y lo censurable. En este sentido, la presencia del cineasta Krzysztof Zanussi interpretándose a sí mismo, hablando de su obra, siendo objeto de homenaje, actuando como principal atracción de un festival, subraya este vínculo de la película con la realidad inmediata del director. La película transcurre así en un doble plano que no son sino dos caras del mismo, las recompensas y las servidumbres, las búsquedas y las insatisfacciones, los aplausos y los sinsabores del oficio de peliculero.

Música para una banda sonora vital: Las ilusiones perdidas (Illusions perdues, Xavier Giannoli, 2021)

El allegro del concierto para cuatro pianos, BMW 1065, de Johann Sebastian Bach es una de las exquisitas piezas que ilustra musicalmente esta magnífica película de Xavier Giannoli, que junto a Jacques Fieschi, adapta a la pantalla con total solvencia la voluminosa novela de Honoré de Balzac. El ambiente literario, periodístico y teatral parisino del siglo XIX, minuciosamente reconstruido y espléndidamente proyectado en el presente del rodaje y de su estreno, a un mismo tiempo retrato del pasado y crítica al actual estado de cosas, para narrar las aventuras y desventuras de Lucien, poeta de provincias que llega a París junto a su amante y mecenas, repleto de ambiciones y esperanzas literarias, y que pronto se da de bruces con la realidad de hipocresías e intereses espurios del mundo de la cultura y de la fama. Como si no hubieran pasado más de cien años, de hecho. Lo mismo que la música de Bach, por la que no pasan los siglos, y que es una de las manifestaciones de la humanidad más próximas al concepto de divinidad.

Diálogos de celuloide: Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994)

-Butch, deja la televisión un momento. Tenemos una visita muy especial. Bien. ¿Recuerdas que te dije que tu padre había muerto en un campo de prisioneros? Pues… este es el capitán Koons. Él estuvo en ese campo con papá.

-Hola, jovencito. Vaya, he oído hablar mucho de ti. Sí, yo era un buen amigo de tu papá. Estuvimos en aquel infierno de Hanói juntos más de cinco años. Espero que… nunca tengas que experimentar algo así… pero cuando dos hombres se encuentran en una situación como en la que estuvimos tu papá y yo, cada uno se responsabiliza del otro. Si hubiese sido yo el que… no volvió, hubiera quedado ahí, el Mayor Coolidge estaría hablando con mi hijo, Jim. Pero tal como han salido las cosas yo estoy aquí hablando contigo, Butch. Tengo algo que decirte. Fíjate en este reloj. En un principio, fue comprado por tu bisabuelo durante la Primera Guerra Mundial. Lo compró en una tienda pequeñita en Knoxville, Tennessee, fabricado por la primera empresa que fabricó relojes de pulsera, porque antes la gente solo llevaba relojes de bolsillo. Fue comprado por el soldado de infantería Erin Coolidge el día que salía para París. Era el reloj de guerra de tu bisabuelo y lo llevó todos los días que luchó en aquella guerra. Y cuando cumplió con su deber, volvió a su casa con tu bisabuela, se quitó el reloj y lo metió en una vieja lata de café, y allí se quedó hasta que tu abuelo Dane Coolidge fue convocado por su país para ir al extranjero a luchar de nuevo contra los alemanes. Esa vez se llamó la Segunda Guerra Mundial. Tu bisabuelo le dio a tu abuelo este reloj, deseándole suerte. Por desgracia, Dane no tuvo tanta suerte como su padre. Dane era marine y murió, como tantos otros marines, en la batalla de la isla Wake. Tu abuelo sabía que moriría allí, lo sabía. Ningún muchacho se hacía ilusiones sobre salir de aquella isla con vida, así que, días antes de que los japoneses tomaran la isla tu abuelo le dijo a un artillero de un avión de las Fuerzas Aéreas llamado Winaukee, un hombre al que nunca había visto antes, que le llevara a su joven hijo, al que nunca había conocido, su reloj de oro. A los tres días, tu abuelo había muerto, pero Winaukee cumplió con su palabra. Cuando terminó la guerra, fue a visitar a tu abuela y le entregó a tu papá, que aún era un bebé, el reloj de oro de su padre. Este reloj. Tu padre llevaba este reloj en su muñeca cuando le derribaron sobre Hanói. Le capturaron y le metieron en un campo de prisioneros vietnamita. Sabía que si los amarillos veían el reloj se lo confiscarían, se lo quitarían. Tu padre decía que este reloj te pertenecía por nacimiento. Le cabreaba que cualquier amarillo pusiera sus grasientos manos sobre la herencia de su hijo, así que lo escondió empleando el único lugar en que podía, su culo. Cinco largos años llevó este reloj metido en el culo. Luego, antes de morir de disentería, me dio el reloj. Oculté este incómodo trozo de metal en mi culo durante dos años. Entonces, después de siete años, volví a casa con mi familia. Y ahora, jovencito, te entrego a ti el reloj.

(guion de Roger Avery y Quentin Tarantino)

El final del verano de la vida: Septiembre (September, Woody Allen, 1987)

 

Sin duda, una de las películas menos vistas de Woody Allen, siempre a la sombra del clásico del mismo año Días de radio (Allen ha sido el último gran cineasta capaz de rodar y estrenar más de un gran título al año), en las filmografías del director suele citarse más por lo accidentado y conflictivo de su producción, aunque a él poco le guste recordarlo, que por sus auténticas cualidades cinematográficas o por la hondura y el sentido de su temática en relación con el resto de su obra. Las circunstancias son conocidas: una filmación que casi alcanzó los siete meses de duración, récord absoluto en la trayectoria de Allen; el descontento con el material de la primera versión que le llevó a repetir el rodaje desde el principio sustituyendo a algunos miembros del reparto (Maureen O’Sullivan, Charles Durning y Sam Shepard y Christopher Walken, ambos probados y desechados para el mismo personaje); la imposibilidad de rodar en la casa de campo de Mia Farrow por iniciarse el rodaje ya en invierno, cuando la acción tenía que transcurrir al final del verano, y la necesidad de construir meticulosamente un escenario análogo, encargo que cumplió Santo Loquasto a partir de fotografías de la casa de la actriz; la reescritura continua del guion, que Allen rehacía cada noche, lo que obligaba a los actores a aprenderse nuevos diálogos por la mañana… El resultado, sin embargo, es un melodrama de tan altas cotas de perfección formal y de una profunda emotividad tal que permite dar todos esos esfuerzos por bien empleados.

En la película destacan, de entrada, dos notables influencias estilísticas. En primer lugar, la del teatro de Antón Chéjov, que acordona temática y narrativamente el argumento de la película. Usada como un único escenario teatral, la casa de campo es el lugar en el que coincide un pequeño grupo de personajes, media docena, que arrastran una serie de agudos conflictos sentimentales entrecruzados y que, debido a ellos, experimentan un acusado grado de frustración personal. En segundo orden, la sombra de Ingmar Bergman, en particular de su película Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978), protagonizada por Ingrid Bergman y Liv Ullmann, que, en un entorno similar al de la película de Allen, propone un drama que gira en torno a un hogar con problemas compuesto por una madre y una hija entre las que se ha abierto una brecha emocional, originada en acontecimientos del pasado, que nunca termina de cerrarse, y frente a la que ambas luchan por encontrar su identidad. Una tercera influencia, menos «culta» y más «pedestre», planea sobre el guion: aunque Allen siempre ha negado el hecho de haberse inspirado en este luctuoso suceso real, el desencuentro entre Lane (Mia Farrow) y su madre, Diane (Elaine Stritch, que sustituyó en el reparto a O’Sullivan, madre de Farrow en la vida real), una veterana actriz de Hollywood, surge de un episodio demasiado parecido al protagonizado por Lana Turner y su hija, Cheryl Crane, en relación con la muerte del amante de la primera, el esbirro del crimen organizado Johnny Stompanato. Si en este célebre caso de la crónica negra de Hollywood cierta prensa siempre dudó de la presentación policial y judicial del asunto y sembró la hipótesis de la inculpación interesada de la joven, que entonces tenía catorce años, para librar de cualquier responsabilidad a su madre (cuya aparición en el juicio para testificar fue calificada por algunos como la mejor actuación de su trayectoria como actriz), en la película de Allen la raíz de los males emocionales de Lane y el perpetuo enfrentamiento madre-hija surgen y se mantienen a partir de un hecho semejante, la supuesta muerte del amante de la madre, un bicho de los bajos fondos, a manos de la hija, entonces aún de temprana edad, y del mantenimiento del espectador en la duda sobre la autoría cierta de la muerte.

Este conflicto de base se completa con el truncado hilo sentimental que une unos personajes a otros: Howard (Denholm Elliott), el maduro vecino viudo que cuidó de Lane tras su intento de suicidio, se ha enamorado de ella y sufre por su inminente vuelta a Nueva York, pero Lane no le corresponde porque ama en silencio a Peter (Sam Waterston, en un papel que empezaron a interpretar Christopher Walken y Sam Shepard antes de ser sustituidos), un divorciado escritor en ciernes, al que Diane ofrece la posibilidad de escribir su biografía, que se aloja en la casita de huéspedes; este, sin embargo, se siente atraído por Stephanie (espléndida Dianne Wiest), la mejor amiga de Lane, otra neoyorquina, casada y madre familia pero claramente insatisfecha y desencantada con su matrimonio; por su parte, la relación entre Diane y su actual novio, Lloyd (Jack Warden, que relevó a Charles Durning), parece la más serena y estable, principalmente porque él siempre atiende pacientemente los caprichos y necesidades de la antigua diva, pero por momentos se deja ver que no es oro todo lo que reluce… Un frágil tejido emocional que pivota sobre la anulación que la figura de la madre ha impuesto sobre su hija, a partir del hecho criminal que las une más férreamente aún que el vínculo de sangre, y que se recrudece en cada ocasión que Diane invade aparatosamente el espacio de Lane, ya sea robándole la atención de Peter para convencerle de que escriba su biografía autorizada, lo que él egoístamente persigue a fin de encauzar su carrera como escritor, o interfiriendo en las maniobras de Lane para poner a la venta la casa y conseguir un dinero con el que regresar a Nueva York y recuperar su vida, a poder ser, lo más cerca posible de Peter.

La película, heredera en tono y forma de la precedente Interiores (Interiors, 1978), sigue también a Chéjov en la informal estructura en tres actos diferenciados cuyo denominador común es la metáfora del mes de septiembre, el final del verano, el cambio de la luz, como el otoño de la vida, la última estación, la postrera oportunidad para tomar decisiones o recuperar el tiempo perdido. De, en suma, tomar las riendas de la propia vida antes de que entre en su declive. En este sentido, la fotografía de Carlo Di Palma, de colores tenues, con ocasionales contrastes fuertes y reveladores claroscuros, resulta óptima, en particular durante la crucial secuencia del apagón, cuando, a la luz de las velas, como si el día o la iluminación eléctrica supusieran algún tipo de cortapisa, de imposibilidad para la intimidad más sincera, nacen las confidencias, las confesiones, los verdaderos sentimientos que normalmente se disimulan o se ocultan, por pudor, por miedo, por debilidad. El tratamiento de la luz va acompañado de los fluidos y significativos movimientos de cámara y la planificación, cómo los personajes comparten o no plano según el tenor de cada conversación, de cada aspiración, cómo la cámara recoge un plano general o se cierra sobre un rostro concreto, cómo registra los espacios iluminados o capta las sombras como expresión de los temores e incertidumbres que amenazan sus vidas. Los tres actos se estructuran en secuencias compartidas, duelos interpretativos entre dos personajes, estratégicamente repartidos a lo largo del breve metraje (apenas ochenta minutos), una auténtica sucesión de tours de force que van tejiendo poco a poco el complejo puzle de relaciones personales y de elementos del pasado que confluyen en ellas y las condicionan.

Mención aparte merecen los diálogos, más solemnes y trascendentales de lo que en Allen suele ser habitual (de nuevo, se palpa la huella dramática de Chéjov), menos naturales y espontáneos y en su inmensa mayoría desprovistos de cualquier rastro del humor propio del cineasta, excepto en algunas de las réplicas de Diane y Lloyd (en especial, cuando este cuenta cuándo se conocieron, al compartir un taxi por casualidad, una frase concisa que destapa las carcajadas). Y es que el humor descacharrante de Allen, salvo en estas ocasiones puntuales, se disfraza esporádicamente de ironía, nada más, cede el espacio a la amargura y la nostalgia de lo anhelado y no vivido, a la tendencia a la introspección, la reflexión y la melancolía triste que impone el final de septiembre y la entrada en el otoño. En este aspecto, la película contrasta con la otra estrenada por el director ese mismo año, lo que acredita la capacidad de Woody Allen para moverse en registros diferentes (en contra de quienes afirman que «siempre hace la misma película) en su prolífica producción, sobre todo en los años ochenta (¿qué cineasta de cualquier época puede atesorar, en una misma década y haciendo una película por año, y a veces más de una, una filmografía de tal calibre de interés y calidad?), y también su alto grado de desempeño como cineasta, adaptándose en la forma al estilo preciso para cada título sin apartarse de su autenticidad como creador. A este respecto, a pesar de ser su filme menos taquillero, Allen colocó Septiembre como una de sus películas predilectas: “es la película que, en mi opinión, he rodado mejor que ninguna otra. Lo he hecho con más sofisticación porque estábamos todos metidos en aquella casa, con la cámara en constante movimiento, y pasaban un montón de cosas fuera de cámara; nunca había rodado así en mis primeras películas”. Y sin embargo, posteriormente, en 2014, llegó a afirmar: «si tuviera que volver a rodar una película, sería Septiembre«. Y aunque es una película absurdamente infravalorada y habitualmente ignorada, puede que a la tercera fuera, por fin, la definitiva.

Palabra de Robert Ryan

Robert Ryan Westerns - Turner Classic Movies

“Creo que Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), tenía estilo y distinción. El derramamiento de sangre, la violencia, son una parte integral de la vida moderna. No puedes ignorarlos. Solo creo que puede encontrarse otra manera de mostrarlos”.

“Puede que haya sido un niño dañado por la vida. Me han dicho muchas veces que las personas, al menos las personas exitosas en el teatro, provienen de una infancia infeliz. No sé si es verdad, ni puedo decir si fui un niño infeliz, pero un niño solitario, sí, lo fui”.

“La destreza atlética le hizo mucho bien a mi ego y ayudó a mi aceptación en la universidad”.

“Pasé siete años holgazaneando, trabajando en esto y aquello, sin mostrar interés en nada, hasta que me enganché al teatro amateur, y desde entonces he tenido un fuerte sentimiento que me ganó, que me hizo encontrar un ideal“.

“El sistema de estudios proporcionó muy buena formación a los actores novatos. Al principio trabajamos en películas de bajo presupuesto, que eran más baratas. pero aportaban algo de experiencia. Llegué a estar en tres películas a la vez, trabajando muy duro. Si descuidaba mi trabajo, todos, incluido el camarógrafo, serían expulsados”.

“Mi querida madre me criticaba por los papeles que aceptaba. Pero nunca puso ninguna objeción al dinero que ganaba”.

“Cuando me pidieron que participara en una película bíblica, lo normal era que me ofrecieran el papel de Judas. Casi me quedo boquiabierto cuando me ofrecieron el papel de Juan el Bautista”.

“Cuando McCarthy comenzó mi interrogatorio, sentía que iba a ser un objetivo fácil. Pero creo que, al ver mi nombre irlandés, que era hijo de un católico, y además ex marine, suavizó sus preguntas”.

“Por lo general, estoy condenado a trabajar en lugares desolados y polvorientos. Como le dije una vez a Cary Grant, nunca me envían a filmar a lugares como Montecarlo, Londres, París o la Riviera francesa, porque no soy tan encantador ni tan poco sofisticado como él. Siempre me mandan a filmar en desiertos, con la camisa sucia, y la barba de dos días sin afeitar, además de comer mal. Pero esto lo natural. Como digo, mis peores papeles los saco por mi forma de ver las cosas”.

“Hay un grupo de estadounidenses, al menos, que piensan que vengo del oeste, pero soy un hombre urbano. Nací en la gran ciudad. Sé que tengo un rostro que se adapta a los westerns, pero no me considero un actor esencialmente bueno para eso».

“Cuando fui por primera vez a Hollywood, pensé que todo lo que quería era ser una estrella de cine. Luego, cuando me convertí en una, descubrí que ser una estrella no era lo que creía que era”.

“No soy rico, pero no creo que me muera de hambre otra vez. Es importante seguir actuando en películas para mantener tu imagen. Puedes tener seis millones de dólares, pero si te empeñas en actuar en películas malas, la gente dirá: ¿qué le pasó a Robert Ryan?”

“Todo actor en ciernes siente que su mera presencia es el tributo de Dios al hombre. No se trata de ignorar la experiencia que se puede adquirir con una buena formación, sino de adquirir habilidades mecánicas, que son de igual importancia”.

“Sobre el actor, una cosa es interpretar y otra imitar. Puedes hacer un papel que no tiene nada que ver contigo o con tu vida, pero tu actuación es lo que evaluará por completo el ser y el artista que hay en ti, por mucho que juegues”.

“Al principio, entras en estado de shock, y luego, llegas a un acuerdo. Soy mucho más tolerante ahora que antes y sé que estoy al final de mi vida. Veo los árboles, las flores y las muchachas bonitas. Veo la belleza que había olvidado. De hecho, hoy aprecio más la vida en su día a día”.

Música para una banda sonora vital: Fascinación (Obsession, Brian de Palma, 1976)

Última partitura para el cine de Bernard Herrmann, de aires plenamente hitchcockianos, para otro director, De Palma, que supo abrirse camino comercial imitando al maestro del suspense. En este caso, es primordialmente Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) el modelo a seguir con esta historia de un importante hombre de negocios (Cliff Robertson) que, años después de haber perdido a su esposa y su hijo en un fallido intento de secuestro, encuentra a una mujer que es el vivo retrato de la fallecida.

El auténtico terror rojo: El viyi (Viy, Georgi Kropachyov y Konstantin Yershov, 1967)

 

Resulta de lo más reconfortante en estos tiempos de hipertrofia narrativa de contenido moroso y banal encontrarse con películas que cuentan tanto en tan poco metraje (78 minutos). A decir verdad, El viyi son en realidad dos películas que transcurren paralelas y relacionadas a partir de un tronco común, la fiel adaptación de un relato de Nikolái Gógol que aúna costumbrismo y terror, con el protagonismo difuso y remoto de una popular criatura demoníaca del folclore rural ucraniano, que ya sirviera de base para La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960). Dos líneas argumentales centradas en un personaje, el seminarista Khoma (Leonid Kuravlyov), estudiante de filosofía en la academia teológica de Kiev, y en su ambigüedad respecto a la fe, tema que constituye el nexo y núcleo principal de las historias. Durante un permiso vacacional, Khoma y dos compañeros, un estudiante de retórica y otro de teología, los tres más amigos de la juerga que del estudio, retornan a casa, pero se extravían en la oscuridad durante el gozoso viaje de regreso. Necesitados de alojamiento durante la noche, van a parar a la casa de una anciana que en primer término se niega a darles cobijo, puesto que es una casa pequeña y no hay sitio, pero que después accede a acomodarles: el retórico duerme en el interior de la choza, el teólogo en un armario vacío y el filósofo en un pesebre del pajar. Es justamente Khoma quien, en plena noche, recibe la visita de la anciana, pero lo que interpreta inicial y erróneamente como un grotesco juego de seducción por parte de una mujer decrépita y amojamada, se revela como una escalofriante e impensable realidad: se trata de una bruja que utiliza a Khoma para una de sus diabólicas ceremonias, que incluye un vuelo nocturno por los contornos con el estudiante haciendo de escoba humana. Solo a través de el recitado de cánticos, salmos y fórmulas de exorcismo, Khoma logra librarse de la bruja, pero tras el aterrizaje, defendiéndose de ella a golpes y dejándola malherida, el seminarista comprueba consternado cómo el cuerpo de la anciana se transforma en la hermosa fisonomía de una apetitosa joven.

El planteamiento fusiona así, como en el cuento original, el costumbrismo local con el relato fantástico y de terror. El carácter frívolo de Khoma y sus compañeros, la vida en el seminario, con el horror diabólico, contado, eso sí, desde cierto sentido del humor y no sin voluntad ciertamente paródica. Esa duplicidad temática y la ambigüedad de tono continúan el resto del metraje. De nuevo en el seminario, Khoma es llamado por el director, que le informa de que la hija de unos ricos cosacos que fue hallada en el campo, casi muerta, después de ser agredida a golpes, requiere sus servicios para su consuelo espiritual mientras agoniza. El estudiante se sorprende y sospecha de que pueda tratarse de la misma muchacha, la bruja rejuvenecida, pero pese a sus esfuerzos por escaquearse de la compañía de los aldeanos borrachines con los que debe hacer el viaje, llega a destino para comprobar que la joven ha muerto, y que la ayuda espiritual se transforma en la obligación, aderezada con el soborno de mil rublos prometidos por el padre, de velar el cadáver y rezar por su alma durante tres noches seguidas como marca la tradición. No solo se confirman sus intuiciones sobre la identidad de la fallecida, sino que los lugareños le narran truculentas historias sobre brujas que beben sangre, cortan el pelo de las mujeres para utilizarlo en rituales extraños, e incluso montan a jóvenes desprevenidos como si fueran escobas… Los episodios de la vida diaria de la aldea se alternan así con las tres noches de duelo, a cada una más terrible que la anterior, en las que Khoma, solo en la vieja iglesia medio derruida junto al ataúd descubierto de la muerta, rodeado de velas, no tiene más remedio que defenderse de sus miedos echando mano de su débil conocimiento de la doctrina y la liturgia, y encomendándose a Dios como mejor le da a entender, si bien nada evita que cada noche viva una serie de experiencias horripilantes que lo marcarán con una huella indeleble.

La película lleva el sello del experto soviético en efecto especiales Aleksandr Ptushko. Y aunque se circunscribe al más estricto realismo en su presentación de la vida en el seminario, en el campo y en la aldea, en el interior de la iglesia va conformándose progresivamente como un teatro del horror. Un increscendo nocturno en tres capítulos que alcanza su eclosión, desde los primeros actos de la bruja vampiro hasta los fantasmas, los espectros y los demonios que surgen de las paredes y que alcanzan el paroxismo cuando la bruja invoca al viyi, la mayor y más peligrosa de entre todas las diabólicas criaturas de su reino de las tinieblas. Aunque en lo formal la película se resiente de algunos efectos demasiado obvios (exteriores que no pueden pasar por interiores, círculos de tiza previamente marcados en el suelo para que Khoma pueda trazar su área de protección, pantallas de cristal que separa al seminarista de la bruja, el ataúd volador…) y también del, a fin de cuentas, no tan temible aspecto del viyi en cuestión (que resulta no ser para tanto, desde luego físicamente, y cuyo papel supuestamente decisivo y tremebundo queda bastante reducido a un capítulo mínimo aunque trascendental), donde se eleva es en su acompañamiento, el catálogo de diablos, fantasmas y bestias varias del más allá que progresivamente circulan por la iglesia, van llenando la pantalla y actúan a modo de séquito demoníaco en el impresionante escenario de una iglesia ortodoxa venida a menos, con su particular iconografía repleta de huevos peligrosos y oscuridades entre los resplandores de las velas.

Bajo su capa de película de aventuras entretenidas, pintorescas y aterradoras, la película despliega una capa de lecturas implícitas que conectan lo aparente con lo oculto, y que van desde la situación social de aquellos que, sin desarrollar un particular sentimiento de fe, se acogen al estamento religioso como medio de encontrar una profesión y garantizar su supervivencia y, como resultado, plantea, aunque desde una perspectiva ligera y poco solemne, problemas asociados a la culpa y al remordimiento, tanto por la responsabilidad derivada de los propios actos cuando afectan a terceros, como de la lealtad y la sinceridad debidas a uno mismo. Porque lo que Gógol y la película sugieren es que no hay mayor demonio, ni más terrible, ni más autodestructivo, que aquel que cada uno arrastra consigo.

Cine en corto: El orador (Feliciano Manuel Vitores, 1928)

Gómez de la Serna y Aragón

Impagable documento, recuperado y restaurado por Filmoteca Española, con el protagonismo absoluto de Ramón Gómez de la Serna, personaje fundamental de la cultura española del siglo XX, que traslada al cine su particular universo creativo, repleto de literatura, imaginación y humor.