Diálogos de celuloide: Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, 1982)

“La mayor parte del tiempo estamos perdidos. Decimos: “Por favor, Dios, dinos lo que está bien, dinos cuál es la verdad”. No hay justicia. Los ricos ganan, los pobres quedan impotentes. Nos cansamos de oír mentiras. Y poco a poco, nos vamos muriendo. Parte de nosotros muere. Nos vemos como víctimas. Y nos convertimos en víctimas. Nos hacemos… nos hacemos débiles. Dudamos de nosotros mismos, de nuestras creencias. Dudamos de las instituciones. Dudamos de la ley. Pero hoy, ustedes son la ley. ¡Ustedes son la ley!. No lo son ni los libros, ni los abogados. No lo es una estatua de mármol, ni la parafernalia de un tribunal, no son más que símbolos de nuestro deseo de ser justos, son, en realidad, una oración, una oración ferviente y temerosa. En mi religión se dice: “Actúa como si tuvieras fe y la fe te será otorgada”. Sí… si queremos tener fe en la justicia sólo tenemos que creer en nosotros mismos y actuar con justicia. Y yo creo que hay justicia en nuestros corazones”.

(guion de David Mamet a partir de la novela de Barry Reed)

El final del verano de la vida: Septiembre (September, Woody Allen, 1987)

 

Sin duda, una de las películas menos vistas de Woody Allen, siempre a la sombra del clásico del mismo año Días de radio (Allen ha sido el último gran cineasta capaz de rodar y estrenar más de un gran título al año), en las filmografías del director suele citarse más por lo accidentado y conflictivo de su producción, aunque a él poco le guste recordarlo, que por sus auténticas cualidades cinematográficas o por la hondura y el sentido de su temática en relación con el resto de su obra. Las circunstancias son conocidas: una filmación que casi alcanzó los siete meses de duración, récord absoluto en la trayectoria de Allen; el descontento con el material de la primera versión que le llevó a repetir el rodaje desde el principio sustituyendo a algunos miembros del reparto (Maureen O’Sullivan, Charles Durning y Sam Shepard y Christopher Walken, ambos probados y desechados para el mismo personaje); la imposibilidad de rodar en la casa de campo de Mia Farrow por iniciarse el rodaje ya en invierno, cuando la acción tenía que transcurrir al final del verano, y la necesidad de construir meticulosamente un escenario análogo, encargo que cumplió Santo Loquasto a partir de fotografías de la casa de la actriz; la reescritura continua del guion, que Allen rehacía cada noche, lo que obligaba a los actores a aprenderse nuevos diálogos por la mañana… El resultado, sin embargo, es un melodrama de tan altas cotas de perfección formal y de una profunda emotividad tal que permite dar todos esos esfuerzos por bien empleados.

En la película destacan, de entrada, dos notables influencias estilísticas. En primer lugar, la del teatro de Antón Chéjov, que acordona temática y narrativamente el argumento de la película. Usada como un único escenario teatral, la casa de campo es el lugar en el que coincide un pequeño grupo de personajes, media docena, que arrastran una serie de agudos conflictos sentimentales entrecruzados y que, debido a ellos, experimentan un acusado grado de frustración personal. En segundo orden, la sombra de Ingmar Bergman, en particular de su película Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978), protagonizada por Ingrid Bergman y Liv Ullmann, que, en un entorno similar al de la película de Allen, propone un drama que gira en torno a un hogar con problemas compuesto por una madre y una hija entre las que se ha abierto una brecha emocional, originada en acontecimientos del pasado, que nunca termina de cerrarse, y frente a la que ambas luchan por encontrar su identidad. Una tercera influencia, menos «culta» y más «pedestre», planea sobre el guion: aunque Allen siempre ha negado el hecho de haberse inspirado en este luctuoso suceso real, el desencuentro entre Lane (Mia Farrow) y su madre, Diane (Elaine Stritch, que sustituyó en el reparto a O’Sullivan, madre de Farrow en la vida real), una veterana actriz de Hollywood, surge de un episodio demasiado parecido al protagonizado por Lana Turner y su hija, Cheryl Crane, en relación con la muerte del amante de la primera, el esbirro del crimen organizado Johnny Stompanato. Si en este célebre caso de la crónica negra de Hollywood cierta prensa siempre dudó de la presentación policial y judicial del asunto y sembró la hipótesis de la inculpación interesada de la joven, que entonces tenía catorce años, para librar de cualquier responsabilidad a su madre (cuya aparición en el juicio para testificar fue calificada por algunos como la mejor actuación de su trayectoria como actriz), en la película de Allen la raíz de los males emocionales de Lane y el perpetuo enfrentamiento madre-hija surgen y se mantienen a partir de un hecho semejante, la supuesta muerte del amante de la madre, un bicho de los bajos fondos, a manos de la hija, entonces aún de temprana edad, y del mantenimiento del espectador en la duda sobre la autoría cierta de la muerte.

Este conflicto de base se completa con el truncado hilo sentimental que une unos personajes a otros: Howard (Denholm Elliott), el maduro vecino viudo que cuidó de Lane tras su intento de suicidio, se ha enamorado de ella y sufre por su inminente vuelta a Nueva York, pero Lane no le corresponde porque ama en silencio a Peter (Sam Waterston, en un papel que empezaron a interpretar Christopher Walken y Sam Shepard antes de ser sustituidos), un divorciado escritor en ciernes, al que Diane ofrece la posibilidad de escribir su biografía, que se aloja en la casita de huéspedes; este, sin embargo, se siente atraído por Stephanie (espléndida Dianne Wiest), la mejor amiga de Lane, otra neoyorquina, casada y madre familia pero claramente insatisfecha y desencantada con su matrimonio; por su parte, la relación entre Diane y su actual novio, Lloyd (Jack Warden, que relevó a Charles Durning), parece la más serena y estable, principalmente porque él siempre atiende pacientemente los caprichos y necesidades de la antigua diva, pero por momentos se deja ver que no es oro todo lo que reluce… Un frágil tejido emocional que pivota sobre la anulación que la figura de la madre ha impuesto sobre su hija, a partir del hecho criminal que las une más férreamente aún que el vínculo de sangre, y que se recrudece en cada ocasión que Diane invade aparatosamente el espacio de Lane, ya sea robándole la atención de Peter para convencerle de que escriba su biografía autorizada, lo que él egoístamente persigue a fin de encauzar su carrera como escritor, o interfiriendo en las maniobras de Lane para poner a la venta la casa y conseguir un dinero con el que regresar a Nueva York y recuperar su vida, a poder ser, lo más cerca posible de Peter.

La película, heredera en tono y forma de la precedente Interiores (Interiors, 1978), sigue también a Chéjov en la informal estructura en tres actos diferenciados cuyo denominador común es la metáfora del mes de septiembre, el final del verano, el cambio de la luz, como el otoño de la vida, la última estación, la postrera oportunidad para tomar decisiones o recuperar el tiempo perdido. De, en suma, tomar las riendas de la propia vida antes de que entre en su declive. En este sentido, la fotografía de Carlo Di Palma, de colores tenues, con ocasionales contrastes fuertes y reveladores claroscuros, resulta óptima, en particular durante la crucial secuencia del apagón, cuando, a la luz de las velas, como si el día o la iluminación eléctrica supusieran algún tipo de cortapisa, de imposibilidad para la intimidad más sincera, nacen las confidencias, las confesiones, los verdaderos sentimientos que normalmente se disimulan o se ocultan, por pudor, por miedo, por debilidad. El tratamiento de la luz va acompañado de los fluidos y significativos movimientos de cámara y la planificación, cómo los personajes comparten o no plano según el tenor de cada conversación, de cada aspiración, cómo la cámara recoge un plano general o se cierra sobre un rostro concreto, cómo registra los espacios iluminados o capta las sombras como expresión de los temores e incertidumbres que amenazan sus vidas. Los tres actos se estructuran en secuencias compartidas, duelos interpretativos entre dos personajes, estratégicamente repartidos a lo largo del breve metraje (apenas ochenta minutos), una auténtica sucesión de tours de force que van tejiendo poco a poco el complejo puzle de relaciones personales y de elementos del pasado que confluyen en ellas y las condicionan.

Mención aparte merecen los diálogos, más solemnes y trascendentales de lo que en Allen suele ser habitual (de nuevo, se palpa la huella dramática de Chéjov), menos naturales y espontáneos y en su inmensa mayoría desprovistos de cualquier rastro del humor propio del cineasta, excepto en algunas de las réplicas de Diane y Lloyd (en especial, cuando este cuenta cuándo se conocieron, al compartir un taxi por casualidad, una frase concisa que destapa las carcajadas). Y es que el humor descacharrante de Allen, salvo en estas ocasiones puntuales, se disfraza esporádicamente de ironía, nada más, cede el espacio a la amargura y la nostalgia de lo anhelado y no vivido, a la tendencia a la introspección, la reflexión y la melancolía triste que impone el final de septiembre y la entrada en el otoño. En este aspecto, la película contrasta con la otra estrenada por el director ese mismo año, lo que acredita la capacidad de Woody Allen para moverse en registros diferentes (en contra de quienes afirman que «siempre hace la misma película) en su prolífica producción, sobre todo en los años ochenta (¿qué cineasta de cualquier época puede atesorar, en una misma década y haciendo una película por año, y a veces más de una, una filmografía de tal calibre de interés y calidad?), y también su alto grado de desempeño como cineasta, adaptándose en la forma al estilo preciso para cada título sin apartarse de su autenticidad como creador. A este respecto, a pesar de ser su filme menos taquillero, Allen colocó Septiembre como una de sus películas predilectas: “es la película que, en mi opinión, he rodado mejor que ninguna otra. Lo he hecho con más sofisticación porque estábamos todos metidos en aquella casa, con la cámara en constante movimiento, y pasaban un montón de cosas fuera de cámara; nunca había rodado así en mis primeras películas”. Y sin embargo, posteriormente, en 2014, llegó a afirmar: «si tuviera que volver a rodar una película, sería Septiembre«. Y aunque es una película absurdamente infravalorada y habitualmente ignorada, puede que a la tercera fuera, por fin, la definitiva.

Música para una banda sonora vital: Bienvenido, Mr. Chance (Being There, Hal Ashby, 1979)

Versión de Also sprach Zarathustra (Así habló Zaratustra) a cargo del músico brasileño Eumir Deodato que acompaña la banda sonora que Johnny Mandel compuso para esta magnífica sátira de la política americana, claramente premonitoria, visto lo visto, de lo «fácil» que puede resultarle a un tremendo idiota acceder a la Casa Blanca. Alta y muy inteligente comedia que, por situarla en términos comparativos, mejora con mucho lo bueno que pueda tener Forrest Gump y no tiene nada de lo mucho que a esta le sobra.

Mis escena favoritas: Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, Woody Allen, 1995)

Escena en la que se conocen Lenny (Woody Allen) y Linda (Mira Sorvino) en esta (otra más) espléndida, hilarante, inteligente y divertida comedia «tragicómica» particularmente ingeniosa, en la que los crueles designios del destino fijados por los dioses son más terrenales que nunca…

Música para una banda sonora vital: Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto (Things to do in Denver when you’re dead, Gary Fleder, 1995)

Warren Zevon interpreta el tema principal de esta película de Gary Fleder de la que ya hablamos aquí, protagonizada por un reparto coral que incluye a Andy García, Christopher Walken, Christopher Lloyd, Gabrielle Anwar, Steve Buscemi, William Forsythe, Bill Nunn, Treat Williams y Jack Warden. Combinación de comedia negra e intriga de corte gangsteril que destaca, especialmente, en la construcción y el dibujo de sus curiosos y atractivos personajes.

Resaca bajo control: La noche de los maridos (The bachelor party, Delbert Mann, 1957)

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Antes de que las despedidas de soltero se convirtieran para el cine en objeto de comedia bufa y humor de trazo grueso para adolescentes tardíos, el equipo formado por el director Delbert Mann y el guionista Paddy Chayefsky, esta vez con producción de Burt Lancaster (y su compañía Hill-Hecht-Lancaster), intentó reverdecer los viejos laureles del éxito de Marty (1955) con este drama de bajo presupuesto y puesta en escena teatral en torno a la crisis existencial, cada uno por sus propias razones, que viven cinco amigos reunidos con motivo de la próxima boda de uno de ellos. Aunque invocar la amistad tal vez sea demasiado: cuatro de ellos son más bien compañeros de trabajo (contables en una gran compañía), solo uno conoce a la novia (a la que ha visto en una sola ocasión y con la que ha cambiado apenas unas pocas frases diplomáticas), y ninguno va a asistir a la ceremonia. Sin duda, el punto débil estructural de una historia que, no obstante, acierta a la hora de utilizar estos cinco retratos masculinos y sus relaciones con las mujeres para presentar, desarrollado en diferentes estratos complementarios, un retrato poliédrico del efecto negativo que las expectativas frustradas, el desencanto y la frustración vital pueden tener en las relaciones de pareja.

Charlie (Don Murray) vive atrapado en una vida que no es más que una acumulación de días sin sentido: muchas horas de trabajo, vuelta a casa, cena con su abnegada esposa (Patricia Smith) y clases nocturnas para adquirir títulos y destrezas que le permitan ascender en un empleo del que se siente prisionero; para colmo, su esposa le comunica que está esperando un hijo y su mundo en estado estacionario de «a verlas venir» se viene súbitamente abajo porque ante él se abre un panorama de madurez, envejecimiento y responsabilidades. Sus amigos no lo tienen mucho mejor: Eddie (Jack Warden), mujeriego y juerguista, que a todas horas presume de planes con amigas variadas, es en realidad un infeliz que lucha infructuosamente contra el terror que le infunde la soledad; Walter (E. G. Marshall) vive un matrimonio tradicional, largo, aburrido, rutinario, y además tiene problemas de salud que se auguran graves; Kenneth (Larry Blyden), bajo la aparente felicidad de un hombre que vive en armonía con su esposa y sus hijos, ha renunciado al ocio y la diversión, apenas sale de casa para algo que no sea trabajar o compartir planes con su familia, ha olvidado lo que es hacer cosas por su propio gusto; por último, Arnold (Philip Abbott), carente de experiencia, temeroso de las chicas, del sexo, que vive cómodo en el hogar de sus padres, se asoma al abismo del desencanto al haberse comprometido con una muchacha a la que no sabe si quiere, simplemente porque «toca», porque es lo que corresponde hacer a un hombre de 32 años que debe formar su propia familia…

La deuda teatral del guion de Paddy Chayefsky es innegable en esta breve pero enjundiosa película (apenas hora y media) en la que, en lo que empieza siendo una fiesta con pretensiones de orgiástica y depravada pero acaba como la constatación de la derrota de las ilusiones vitales de cinco hombres arruinados (por más que el final del protagonista, en tiempos del Código Hays, obligara a introducir un discurso optimista y un final positivo), constituye un recorrido por distintas fases de las relaciones de pareja examinadas desde una perspectiva estrictamente masculina, a excepción de la charla que mantienen la mujer y la hermana de Charlie, la cual confiesa abiertamente las infidelidades de su marido y la larga vida de penurias y resignados silencios de aceptación que esconde su aparente vida feliz. En el resto del metraje, las visiones tópicas sobre la masculinidad (rituales de hombría como los retos de demostración de fuerza física, el aguante en el consumo de alcohol o el sexo con cualquier mujer apetecible que se ponga a tiro) se ven puestos de manifiesto para ser uno a uno desmontados y revelados como reminiscencias de la infancia y la adolescencia, producto de una inmadurez en pugna con el inexorable paso del tiempo y el cambio de plano en una vida que obliga a ser adulto. Desorientados, decepcionados, frustrados por no haber alcanzado ni sus sueños personales ni la imagen que supuestamente todos los hombres anhelan representar, fingen mantener un simulacro de juerga libertina que termina por sumirles en el desasosiego y el aburrimiento. Continuar leyendo «Resaca bajo control: La noche de los maridos (The bachelor party, Delbert Mann, 1957)»

Diálogos de celuloide – Balas sobre Broadway (Bullets over Broadway, Woody Allen, 1994)

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DAVID: Os digo que han leído mi obra… les ha encantado. Pero están asustados.

FLENDER: Eso es irrelevante. Irrelevante.

DAVID: No es irrelevante.

FLENDER: Lo que sostengo es… es que no hay un solo artista auténtico que haya obtenido reconocimiento en su época.

LILI: No lo entiende.

DAVID: ¿No? ¿Ninguno?

FLENDER: ¡No! No, no, no.

DAVID: ¡Flender!

RITA: Cierto. Eso es cierto. Muy cierto.

FLENDER: Piensa, piensa, esto… en Van Gogh, o… o en Edgar Allan Poe.

RITA: Exacto.

FLENDER: Poe, eh, murió pobre y aterido con su, con su gato arrebujado a sus pies.

DAVID: Oh.

RITA: Eso mismo, David. No te rindas. A lo mejor la producen cuando hayas muerto.

FLENDER: ¿Sabéis…? Yo… yo… yo nunca he estrenado una obra, y he escrito una al año durante los últimos veinte años.

ELLEN: Eso pasa.

RITA: Sí, ya pasa.

DAVID: Sí, pero eso es porque eres un genio. Y la prueba es que todo el mundo, tanto la gente corriente como los intelectuales, opina que tu trabajo es incomprensible. Eso significa que eres un genio.

RITA: Claro.

RIFKIN: Todos tenemos nuestros momentos de duda. Yo pinto un cuadro cada semana, le doy un vistazo y acto seguido lo rasgo con una hoja de afeitar.

LILI: Porque no tienes fe en tu obra.

RITA: Te ves impelido a hacerlo.

FLENDER: Bueno, en tu caso es una buena idea.

ELLEN: Yo creo en tus obras, David. Siempre he creído en ellas.

DAVID: Sí, claro, cree en mis obras porque me quiere. Pero…

ELLEN: No. Y también porque eres un genio.

DAVID: Pero… porque hace diez años yo… yo… yo saqué a esta mujer de una hermosa vida de clase media en Pittsburgh y a cambio le he dado una vida miserable.

RITA: Oye, Ellen, no lo dejes. Al fin y al cabo es un buen hombre. Las mujeres cometemos el error de enamorarnos del artista. Eh, chicos, ¿me escucháis?

DAVID: Sí. Sí, te escucho.

RITA: Nos enamoramos del artista, no del hombre.

FLENDER: Yo no creo que eso sea un error. ¿Por qué iba a ser un error?

LILI: Son inseparables. Son inseparables…

RITA: Es lo mismo. El artista hace al hombre.

FLENDER: Creo que ella tiene razón, son inseparables. No, no.

RITA: Lo siento.

FLENDER: Esto, esto, supongamos, supongamos que se quema un edificio …

DAVID: Sí.

RITA: Sí.

FLENDER: … y, y tu entras corriendo y sólo puedes salvar una cosa … Sí… elegir entre, entre el último ejemplar de las obras completas de Shakespeare y un ser humano anónimo.

DAVID: No se puede.

RITA: Pero eso…

FLENDER: ¿Qué harías? ¿Qué haríais?

DAVID: No se puede privar al mundo de esas obras.

LILI: ¡No! ¡Ni hablar! Es de locos. No puedes comparar la vida de los seres humanos con sus obras.

FLENDER: Exacto.

ELLEN: Es un objeto inanimado.

FLENDER: No es un objeto inanimado. Es arte. El arte es vida… tiene vida. Continuar leyendo «Diálogos de celuloide – Balas sobre Broadway (Bullets over Broadway, Woody Allen, 1994)»

El fenómeno «emulación»: Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto

El apoteósico desembarco de Quentin Tarantino en los años noventa gracias a su muy particular recuperación del cine negro con Reservoir dogs (1992), Pulp fiction (1994) y el guión de Amor a quemarropa (True romance, Tony Scott, 1993), y a su innegable talento para contar visualmente historias, si bien no demasiado originales, sí contadas desde un reciclaje muy personal, generó y sigue generando una legión de seguidores, imitadores y emuladores que, tanto por los temas escogidos como por la forma de presentarlos en la pantalla parecen seguir la estela del director de Tennessee, bastante venido a menos desde entonces, dicho sea de paso, hasta convertirse prácticamente hoy en una caricatura de sí mismo. Durante los años noventa especialmente la cantidad de películas de temática criminal que tratan intrigas más o menos rocambolescas protagonizadas por personajes grotescos (interpretados por actores populares y alguna que otra vieja gloria) con gran minuciosidad visual y en compañía de temas clásicos de la música popular, sin olvidar la ración obligada de lenguaje malsonante y violencia verbal y física (fórmula tampoco inventada por Tarantino pero sí muy bien rentabilizada) alcanzó cotas de repercusión crítica y popular impensables en la década anterior (la del cine de aventuras, de romance o de acción en su peor versión comercial). Una de esas réplicas del ‘fenómeno Tarantino’ es la irregular Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, dirigida por Gary Fleder en 1995.

Fleder, que no pasará a la historia por su filmografía, especializada en mediocridades criminales y en olvidables trabajos para televisión, se anota aquí su mejor punto gracias a, como se ha dicho, seguir la moda noventera de la imitación de los productos de éxito de Tarantino y también a su búsqueda de referentes en el cine negro clásico, en este caso filmes como Con las horas contadas (D.O.A., Rudolph Maté, 1950) -mejor olvidarse del remake de 1988 protagonizado por Dennis Quaid y Meg Ryan- o El reloj asesino (The big clock, John Farrow, 1948), si bien introduciendo sustanciales y novedosas variaciones en la historia de un individuo que, ante la perspectiva de una muerte inminente, intenta librarse de ella para después resignarse y cerrar sus asuntos en la Tierra antes de que le llegue la hora fatal. La película se sitúa en Denver, Colorado, una de esas impersonales ciudades norteamericanas erigidas en medio de ninguna parte gracias a su papel histórico como punto de referencia en las rutas del Oeste y que constituye una amalgama sin gusto ni gracia de edificios de cristal y cemento, asfalto, barrios residenciales, comercios, altos edificios de negocios y cientos de kilómetros de desierto alrededor. Jack Warden es Joe Heff, un hampón ya jubilado que se sienta en una populosa cafetería-heladería de Denver a contar historias de los viejos tiempos a quien está dispuesto a escuchar, siempre con un taco cada tres palabras y siempre haciendo hincapié en la violencia, el sexo y los cristianos pasaportados tan ricamente. Su presencia es en cierto modo el hilo que conecta el pasado con el presente, y también con la cierta manera en que ese presente se pueda interpretar y recordar en el futuro. Su voz en off, su aparición alrededor o cerca de los personajes principales que pululan de vez en cuando por el bar, como parte del decorado o como acompañamiento de la banda sonora de su inmediata desgracia es a la vez testimonio y agente narrador de una historia negra que en su comienzo, como casi todas, resulta trivial, pero cuyas intrincadas complicaciones acabarán siendo decisivas para todos. Así, en cierto momento en el que por la puerta del bar entra Jimmy «El Santo» (Andy Garcia) en busca de su acostumbrado batido, Joe Heff empieza a contar su historia.

Christopher Walken es «El Hombre del Plan», el mafioso de origen italiano que maneja el cotarro criminal en la ciudad, y que desde un accidente de coche que le costó la vida a su mujer está tetrapléjico en una silla de ruedas, rodeado de sus matones, en una mansión de lujo, atentido por una enfermera incompetente pero muy muy calentorra. De su matrimonio le queda un hijo bastante bobo y perturbado, Bernard (Michael Nicolosi), que hace algún tiempo -sin duda cuando comprobó el grado de imbecilidad y depravación al que podía llegar- fue abandonado por su novia del instituto, de la que sigue enamorado. Mientras tanto, se entretiene asaltando a niñas de escuela durante el recreo, lo que le lleva al calabozo cada dos por tres, teniendo que ir su padre al rescate. Cuando «El Hombre del Plan» tiene noticia de que la ex novia de Bernard vuelve a Denver con su prometido para presentarlo a la familia y organizar su boda, aprovechando que Jimmy «El Santo» le debe algún favor del pasado, el gangster decide pedirle con las debidamente convincentes amenazas y coacciones que «haga algo» para que el joven se dé la vuelta y Bernard pueda tener una nueva oportunidad con la muchacha. Jimmy, apodado «El Santo» por su apariencia comedida y elegante y por su temperamento conciliador, tranquilo y apacible que no le impide, no obstante, vivir y salir adelante en el clima de corrupción de los bajos fondos de la ciudad, no tiene más remedio que acceder, y reúne a un equipo de antiguos socios, el depresivo Piezas (Christopher Lloyd), que trabaja de proyeccionista en un cine porno y cuyas manos sufren una enfermedad degenerativa que le corroe los dedos, Franchise (William Forsythe), hombre pausado y leal que intenta abandonar el mundo del crimen y llevar la prosperidad a su familia, Viento Fácil (Bill Nunn), competente «hombre para todo» bien conectado con las bandas de traficantes negros de la ciudad, y Bill «El Crítico» (Treat Williams), una especie de psicópata demente, violento y alucinado, febril y permanentemente enchufado a la testosterona, que pone la fuerza bruta en el grupo. Todos juntos diseñan un plan para interceptar al joven en la carretera y obligarle a dar la vuelta. Sin embargo, algo sale mal, muy mal, y El Hombre del Plan, que no puede permitirse ni la deslealtad ni la incompetencia, especialmente si hace daño a su hijo Bernard o si supone un incumplimiento de la palabra dada, contrata a un asesino infalible, Mr. Shhh (Steve Buscemi), para liquidar al grupo en venganza por una misión fallida.

El principal problema de la película está en el protagonista, Jimmy «El Santo». Resulta difícil de creer que un tipo subsista en el submundo del hampa sin haberse manchado las manos de sangre y conservando una bondad y una solidez de valores y principios impropia del ambiente en que se mueve y de los tipos con los que trata. Su drama personal consiste en liberarse del clima criminal en el que vive, marcharse de Denver, especialmente tras enamorarse de Dagney (Gabrielle Anwar) y proteger y sacar de la mala vida a una joven prostituta toxicómana, Lucinda (Fairuza Balk), que está enamoriscada de él. El personaje, así dibujado, encaja difícilmente en la figura del tipo que se mueve en los asuntos turbios del crimen local, y su perfil de protagonista positivo encuentra en el espectador el problema de su identificación con las cosas que se cuentan de su pasado, de su vida y hazañas, sin que el punto de inflexión, el momento de cambio personal, si es que lo hubo, el antes y el después, quede suficientemente explicado en ese pasado, y pobremente justificado en el presente. Continuar leyendo «El fenómeno «emulación»: Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto»

La tienda de los horrores – Pactar con el diablo

Que no, que no es una fotografía de Al Pacino intentando traducir al inglés un chiste de Chiquito de la Calzada justo en el momento de decir «¿Te das cuen?» ni tampoco la versión americana de Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera, sino un instante de su enloquecido y sobrecogedor monólogo final en esta cosa dirigida por Taylor Hackford (my taylor is rich, and my mother in the kitchen…) en 1997. Hackford ha logrado reunir con los años, desde su primer hit taquillero, Oficial y caballero (1982), pasando por la conocida (más por la banda sonora que por la película misma) Noches de sol (1985), hasta las más recientes Prueba de vida (2000)o Ray (2004), una filmografía que destaca especialmente por dos aspectos: la rica puesta en escena y la pesadez de unos metrajes interminablemente alargados hasta la extenuación. Sus películas oscilan siempre, por más limitada que sea su trama, entre las dos horas y las dos horas y media, lo que indica un preocupante problema de exceso de verborrea incompatible con el carácter imprescindible de las tijeras como instrumento quirúrgico-cinematográfico.

Pactar con el diablo (de título original El abogado del diablo, que no pudo lucir en España porque ya lo vistió una de las peores películas del gran Sidney Lumet, protagonizada por la apetitosa Rebecca De Mornay, Jack Warden y ese monigote llamado Don Johnson) no es una excepción, y se va a las dos horas y media para contarnos una historia ya contada mil veces, y siempre mejor: la de la corrupción de un alma pura e idealista por culpa de las tentaciones del demonio. Lo que viene a ser Mefistófeles puro, en vena. Aquí, como redundancia, la cosa va de abogados, así que doblemente diabólico.

El pánfilo de Keanu Reeves, posiblemente el actor más inexpresivo de todos los tiempos, de una pobreza gestual y facial proverbial, bellezas enlatadas aparte, da vida a Kevin Lomax, joven y talentoso abogado que nunca ha perdido un pleito, faltaba más, que para eso es Keanu Reeves, no te jode… El tío tiene una vida de coña, jovencito, guaperas, triunfador, idealista, buena gente, y encima está casado con Mary Ann (guapísima Charlize Theron, desaprovechada), vamos, pura ciencia ficción. El caso es que el mozo un día recibe la tentadora oferta de una prestigiosa firma de abogados para que trabaje con ellos en Nueva York, al frente de la cual está un tal John Milton (Al Pacino), cuyo nombre se supone una suerte de homenaje al autor de El paraíso perdido como código, que se ve a la legua, del cariz que van a tomar las cosas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Pactar con el diablo»

El día más largo: momento crucial de nuestro presente

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (pero, curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje y que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «El día más largo: momento crucial de nuestro presente»