Del deporte a la historia: Cuando éramos reyes (When We Were Kings, Leon Gast, 1996)

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Este multipremiado documental, ganador del Óscar de la categoría en su año, sigue la estela de El combate, el magnífico libro en el que Norman Mailer relata todo lo acontecido alrededor de la pelea por el título mundial de los pesos pesados que enfrentó en Zaire el 20 de mayo de 1974 a Muhammad Ali, leyenda del boxeo en horas bajas que entonces aspiraba al campoenato, y a George Foreman, vigente campeón, un auténtico martillo pilón. A través de los testimonios de algunos de los implicados y de testigos presenciales -entre ellos el propio Norman Mailer-, algunos recabados para la ocasión y muchos otros extraídos de los archivos, y de un rico surtido de grabaciones de la época, el documental hace un minucioso repaso de los hechos anteriores al combate y del desarrollo y de las consecuencias de este, además de un ejercicio de contextualización histórica y sociopolítica que ayuda a comprender la importancia simbólica de un personaje, Muhammad Ali, antes Cassius Clay, convertido ya entonces en un mito del siglo XX, en particular entre la población negra.

De este modo, el retrato de un personaje populachero y fanfarrón, excesivo y a ratos grotesco, al mismo tiempo lúcido y agudo y también dotado de un afiladísimo sentido del humor que alternaba una finísima y desarmante ironía y el recurso a la más descarada payasada, convive con la exposición de un convulso periodo de la historia norteamericana, de un país inmerso en la resaca del caso Watergate y en los estertores de la guerra de Vietnam, en el que retumban los ecos de la lucha por los derechos civiles y late el activismo afroamericano, la Guerra Fría y el mantenimiento del orden colonial en buena parte del continente africano. Todo ello acompañado de las canciones y las vivencias de aquellos grandes nombres de la música negra que el famoso promotor de combates de boxeo, Don King, hizo llevar a Zaire para convertir una pelea por el título mundial de los pesos pesados en una reivindicación de la lucha de los negros por la recuperación pública de su dignidad, en un alegato del orgullo racial negro, de su derecho a ocupar un lugar merecido y destacado en el plano mundial: James Brown, B. B. King o Miriam Makeba, entre otros. La virtud que redondea el conjunto: Leon Gast cuenta todas estas cosas en un metraje brevísimo, apenas noventa minutos.

Estructurado y construido a la mayor gloria de Ali, el documental, centrado en su figura, posee cierto tono de epopeya en la narración de su súbita gloria inicial, su posterior caída en desgracia a partir de sus declaraciones sobre la guerra de Vietnam, su negativa a ser alistado y su enjuiciamiento y condena, y su final retorno al centro del interés de la opinión pública, no solo como boxeador que busca recuperar su preeminencia perdida, sino como icono sociopolítico, como celebridad en vivo, como institución y símbolo ideológico de una minoría racial (mayoritaria) o incluso para un continente entero. Capaz de lo sublime y de lo ridículo, de ser caricatura y también hombre de estado, Ali/Clay se pasea por la mayor parte del metraje derrochando carisma y fuerza, una presencia animal, no desprovista de astucia y de ternura, en la que no extraña ese recubrimiento casi mitológico, al tiempo que contrasta con su postrero devenir vital y la enfermedad que padeció en sus últimos años. La película no descuida a Foreman, del que revela asimismo una naturaleza más reflexiva y humana que el mero cliché habitual del boxeador de éxito convertido en un cacho de carne sin inteligencia, inquietudes o preocupaciones vitales, humanas o incluso culturales, y salpica la narración con declaraciones de celebridades (el propio Mailer, James Brown, Spike Lee…) que ilustran el estudio de los personajes protagonistas, la repercusión del combate en aquel tiempo y la meticulosa narración del episodio del combate, incluido el retraso y la tediosa espera producida a raíz de un inesperado contratiempo de Ali. Igualmente, el documental muestra en él a un colosal actor que no diferencia personaje, persona, símbolo y estrategia mediática ni fuera ni dentro del ring, ni ante las cámaras ni sin ellas.

Conducido a un ritmo trepidante, mezclando tonos, temas, sonidos, formatos e incluso colores, el documental tampoco carece de suspense para el espectador no iniciado que desconozca los pormenores de la historia y el resultado del combate. Gast dosifica la información y cambia de foco de atención pensando, justamente, en mantener la incógnita sobre el desenlace, a pesar de que igualmente es consciente de que buena parte de su público conoce el episodio y/o que se ha asomado al libro de Mailer. La película alcanza aquí una dimensión mayor, casi de género. Porque la película, más que documental, es una película «de boxeo», controvertido deporte (para algunos no es un deporte en absoluto) que, sin embargo, en el cine se eleva para convertirse en algo que es mucho más que dos brutos (o brutas) en calzones soltándose sopapos. Metáfora inmejorable para los dramas de superación y redención, de la lucha contra las trampas y los avatares de la vida, el documental es, sobre todo, una galería de personajes del mundo del boxeo más allá de los protagonistas; retrata al público, a los seguidores, a los medios de comunicación y a la épica de un deporte, probablemente el más antiguo de la Humanidad, que hunde sus raíces en un periodo ancestral, anterior a la propia Historia. Este signo de continuidad, su ubicación en el continente en que los simios se bajaron del árbol, concede una naturaleza a la película que va más allá del simple documental, y al boxeo un carácter simbólico que excede la propia figura de Ali. El África conecta así su pasado con el periodo colonial y con su recién nacida, y también controvertida (ahí está la figura de Mobutu Sese Seko, que manejaba Zaire con mano de hierro), libertad. Una libertad por la que Ali decía luchar, y luchaba. En dos continentes, en dos realidades, de una misma piel.

La tienda de los horrores – Pactar con el diablo

Que no, que no es una fotografía de Al Pacino intentando traducir al inglés un chiste de Chiquito de la Calzada justo en el momento de decir «¿Te das cuen?» ni tampoco la versión americana de Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera, sino un instante de su enloquecido y sobrecogedor monólogo final en esta cosa dirigida por Taylor Hackford (my taylor is rich, and my mother in the kitchen…) en 1997. Hackford ha logrado reunir con los años, desde su primer hit taquillero, Oficial y caballero (1982), pasando por la conocida (más por la banda sonora que por la película misma) Noches de sol (1985), hasta las más recientes Prueba de vida (2000)o Ray (2004), una filmografía que destaca especialmente por dos aspectos: la rica puesta en escena y la pesadez de unos metrajes interminablemente alargados hasta la extenuación. Sus películas oscilan siempre, por más limitada que sea su trama, entre las dos horas y las dos horas y media, lo que indica un preocupante problema de exceso de verborrea incompatible con el carácter imprescindible de las tijeras como instrumento quirúrgico-cinematográfico.

Pactar con el diablo (de título original El abogado del diablo, que no pudo lucir en España porque ya lo vistió una de las peores películas del gran Sidney Lumet, protagonizada por la apetitosa Rebecca De Mornay, Jack Warden y ese monigote llamado Don Johnson) no es una excepción, y se va a las dos horas y media para contarnos una historia ya contada mil veces, y siempre mejor: la de la corrupción de un alma pura e idealista por culpa de las tentaciones del demonio. Lo que viene a ser Mefistófeles puro, en vena. Aquí, como redundancia, la cosa va de abogados, así que doblemente diabólico.

El pánfilo de Keanu Reeves, posiblemente el actor más inexpresivo de todos los tiempos, de una pobreza gestual y facial proverbial, bellezas enlatadas aparte, da vida a Kevin Lomax, joven y talentoso abogado que nunca ha perdido un pleito, faltaba más, que para eso es Keanu Reeves, no te jode… El tío tiene una vida de coña, jovencito, guaperas, triunfador, idealista, buena gente, y encima está casado con Mary Ann (guapísima Charlize Theron, desaprovechada), vamos, pura ciencia ficción. El caso es que el mozo un día recibe la tentadora oferta de una prestigiosa firma de abogados para que trabaje con ellos en Nueva York, al frente de la cual está un tal John Milton (Al Pacino), cuyo nombre se supone una suerte de homenaje al autor de El paraíso perdido como código, que se ve a la legua, del cariz que van a tomar las cosas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Pactar con el diablo»