Música para una banda sonora vital – Sangre fácil (Blood simple, Joel & Ethan Coen, 1984)

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El debut de los hermanos Coen todavía constituye una de sus películas más celebradas hasta la fecha. En realidad, resulta un compendio que apunta todas las grandes virtudes y los chirriantes defectos que luego han desarrollado a lo largo de su ya amplia filmografía.

Pero esto va de música. Y en su primera película, It’s the same old song, de los Four tops (1966), es el tema que palpita bajo la rocambolesca y enrevesada historia neo-noir de celos, pasiones, mentiras, traiciones y desesperación que ganó dos Independent Spirit Awards cuando, a mediados de los años ochenta, estos premios todavía tenían algo de independientes.

Nos quedamos con la interpretación de los Four tops, no así con el bailecito ni el numerito televisivo, que se las traen…

Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)

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Cada situación tiene su propia moral; la cuestión es encontrársela. Con una cita de Alicia en el país de las maravillas que viene a decir más o menos esto mismo, en clara advertencia más para los censores, para que no se sorprendieran demasiado ni juzgaran erróneamente y, por tanto, con severidad, las intenciones del film, que para el espectador, al que todo se le presenta de manera blanca y aparentemente inocua, comienza esta rareza del habitualmente serio y trascendente Mark Robson, una pequeña comedia de 84 minutos que, basada en la forzosa convivencia de tres personajes en una isla desierta, asombra por su abierto y osado tratamiento en pantalla y para todos los públicos de cuestiones como las necesidades sexuales, el adulterio, la infidelidad y, sobre todo, el apetito sexual.

Basada en una obra de André Roussin convertida en guión por Nancy Mitford y F. Hugh Herbert, Mark Robson nos presenta una historia que en sus coordenadas iniciales se inscribe dentro de la comedia británica de situación: un pastor protestante (el gran Finlay Currie) y su esposa (Jean Cadell) llegan de Australia para visitar a su hijo Henry (David Niven), funcionario del Foreing Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) británico, en su complicada sede de Londres (tan enorme y llena de pasillos, dependencias, despachos, alas, bloques, anexos, recovecos y sótanos que hasta los conserjes se pierden en él) para descubrir que, en contra de lo que él les había dicho, sigue enamorado de Susan (Ava Gardner), una antigua novia que terminó casándose, seis años atrás, con su mejor amigo, sir Philip Ashlow (Stewart Granger). No sólo lamentan que su hijo siga anclado en el pasado, sino que se escandalizan cuando se dan cuenta de que durante las largas ausencias y desatenciones de Philip por razón de sus múltiples negocios, Henry se convierte en soporte, acompañante, compañero, confidente, casi se diría que también en mascota, que palía la soledad de Susan en la vida social londinense, si bien la cosa nunca va más allá de las infructuosas esperanzas de Henry en revertir el hecho consumado de que está felizmente casada y muy enamorada de su marido. Susan, por una vez, logra que Philip renuncie a un viaje comercial a Brasil para escaparse con ella en un romántico crucero en su yate privado, pero Philip, más proclive al sentido práctico que a las cosas románticas, lo convierte en un viaje en grupo en compañía de algunos buenos amigos, entre ellos, Henry. Cuando, a causa de una tormenta, el yate zozobra, sus pasajeros abandonan el barco, y Philip, Susan y Henry comparten (también con el perro de Philip, un pastor alemán) bote de salvamento hasta una isla desierta en la que, forzosamente, van a tener que convivir. Y ahí empieza la verdadera película.

Porque, huyendo de las connotaciones dramáticas y aventureras de la situación, la película pronto plantea su dilema central. Philip, además de un aristócrata y hombre de negocios, es un fenómeno en la lucha por la supervivencia, y no tarda en organizar un perfecto sistema que les permite vivir con cierta holgura y comodidad, sin siquiera perder la compostura de su clase (hasta para cenar visten la ropa de gala con que les sorprendió la tormenta en el yate), en dos cabañas, una de dos plazas para el matrimonio, una más pequeña para Henry. Philip, además, soluciona la cuestión de la alimentación, ocupándose de la caza, la pesca, y la selección de los vegetales que se pueden comer. Philip, que también se ocupa de la exploración de la isla y diseña una torre de vigilancia desde la que observar la posible aparición de buques en el horizonte, tiene planes y respuestas para todo, a diferencia de Henry, que es un pato mareado que ni siquiera conserva los zapatos (para no herirse los pies tiene que pedirle prestados los suyos a Philip, sin acordarse de devolvérselos demasiado a menudo, estupenda metáfora argumental de la base narrativa del film), hasta el punto de que se hace difícilmente soportable su actitud razonable, práctica, casi se diría que satisfecha con las oportunidades que la solitaria vida en la isla le brinda como estímulo para su ingenio. Esto, hasta que Henry plantea la cuestión crucial: dos hombres y una mujer en una isla, y uno de los dos hombres, que también siente la llamada de la naturaleza, también necesita por eso mismo una mujer para sofocar sus instintos. Solución propuesta: compartir a Susan. Así, tal cual. Continuar leyendo «Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)»

Música para una banda sonora vital – Agosto (Auguste Osage County, John Wells, 2013)

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Lo mejor de este «melodrama por aplastamiento» (dícese -según definición que nos acabamos de inventar- de la película cuya esencia dramática descansa en el enfrentamiento a varias bandas entre múltiples personajes a raíz de la improbable coincidencia en un mismo tiempo, lugar e individuos de todo el espectro de conflictos que caben en la pareja y en la institución familiar: complejos paterno-materno-filiales de toda índole, traumas infantiles a cascoporro, desencantos emocionales, incestos, crisis matrimoniales, rencores, resentimientos, frustraciones, infidelidades, pedofilia, incomunicación perpetua, etc, etc…), es la canción con que se abre y cierra el film, Lay down Sally, en su versión de «Slowhand» Eric Clapton.

En cuanto a la película, cuya mejor baza son los nombres de su reparto (Meryl Streep, Julia Roberts, Ewan McGregor, Chris Cooper, Abigail Breslin, Benedict Cumberbatch, Juliette Lewis, Dermot Mulroney, Sam Shepard…), no consigue elevarse por encima del original teatral de Tracy Letts, resultando demasiado retórica, impostada, forzada, sin lograr transmitir con veracidad y solidez el poliédrico combate de sentimientos que se establece entre unos personajes que terminan siendo meras perchas para el enunciado verborreico (y mucho, muchísimo) de cosas que no se llegan a sentir como auténticas. Mejor la música, no cabe duda.

Diálogos de celuloide – El pacto de Berlín (The Holcroft covenant, John Frankenheimer, 1985)

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– Conduzca. Yo le diré exactamente dónde vamos.

– ¿Cómo dice?

– Eso es el volante. ¡Adelante!

– No sé conducir.

– ¿Cómo que no sabe conducir? Todo el mundo conduce.

– No si eres de Nueva York. Allí es inútil. El tráfico es terrible y no hay dónde aparcar.

– ¿Se da cuenta de que está poniendo en peligro nuestras vidas por su incompetencia? ¡Salga!

– Tengo un amigo que tiene una casa de campo que se supone que está a una hora de la calle 42. ¡Es mentira! Lo único que está a una hora de la calle 42 es la calle 43.

The Holcroft covenant. John Frankenheimer (1985).

La tienda de los horrores – Gitano (Manuel Palacios, 2000)

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Aquí tenemos a la modelo y presunta actriz Laetitia Casta enarbolando pechamen y ‘pistolamen’ en Gitano (2000), bodrio infecto cuya existencia tiene difícil explicación si no atendemos al proverbial oportunismo mercadotécnico que tradicionalmente ha propiciado el salto al cine de figuras cinematográficamente inútiles, absurdas, irrelevantes, intoxicantes, estomagantes y ridículas, tipo niños prodigio, cantantes, misses y místeres, modelos, bailarines y famosetes de todo pelaje, cuya contribución positiva al cine resulta nula. En este caso, si añadimos que en la producción anda Telecinco, inigualable factoría de podredumbre en el panorama audiovisual español, capaz de estropear incluso las producciones cinematográficas estimables con su inagotable capacidad para volverlo todo chabacano y vulgar, la cosa cobra cotas aún mayores de zafiedad. Y la película, en cuanto a eso, da justamente lo que promete.

El proyecto parte parte de una única premisa: aprovechar la más que discutible popularidad (que no es sinómino de aceptación o de simpatía por parte del público, a ver si se enteran ya de una vez…) de un «bailarín», supuestamente de flamenco, Joaquín Cortés, y una modelo francesa de profesión guapita de cara, la Casta (caramba con el apellido; va ni que pintado…), allá por el año 2000, acompañados, como en todo este tipo de productos, de algún intérprete que sí sepa algo de actuación para compensar (en este caso, Marta Belaustegui, Ginés García Millán y Pilar Bardem). Hoy en día, cuando ambas «estrellas» protagonistas ya han salido por la puerta de atrás de la primera línea de mamoneo nacional, la cinta se ve como un anuncio comercial coyuntural, mero exabrupto ‘sacaperras’ que, no obstante, fracasó a todos los niveles, artístico, crítico y de público. Nada más hay, ni aciertos interpretativos, ni de guión, ni ambición por utilizar lenguaje audiovisual de ningún tipo, en este completo e insoportable despropósito.

Como guión, especialmente, resulta intragable. Perpetrado a medias por su director, Manuel Palacios, y por el escritor Arturo Pérez-Reverte, no se sabe cómo metido en esto (o, peor: sí se sabe, por los «parneses»…), los 109 minutos de film son una aborrecible conjunción de tópicos que retrotrae el pretendido nivel de la película a los «clásicos» de bandolerismo, folclorismo y andalucismo de los años más cutres y patéticos de la dictadura franquista: Andrés Heredia (Cortés), ha estado dos años en la cárcel por un delito que, por supuesto, no cometió; una vez en la calle, sólo quiere pasar página y empezar una nueva vida, pero los rencores y odios latentes entre clanes gitanos reavivan la oscura trama de venganzas y muerte que lo llevaron a prisión, y la mujer que lo traicionó no anda muy lejos… O sea, una castaña previsible cuyo tratamiento y desarrollo no ofrece ni el más mínimo respiro de originalidad ni frescura, y cuya única finalidad parece ser ofrecer una postal visual del tal Cortés y la tal Casta, Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Gitano (Manuel Palacios, 2000)»

Mis escenas favoritas – Ben-Hur (William Wyler, 1959)

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Nos sumamos a la cita anual con el cine de romanos retomando uno de los momentos emocionalmente más intensos de Ben-Hur, remake que William Wyler dirigió en 1959 a partir de la novela de Lewis Wallace y del precedente cinematográfico de Fred Niblo (1925), el reencuentro de Judah Ben-Hur (Charlton Heston, el actor con peor juego de pies de la historia del cine; nótese que nunca filmó una escena en la que apareciera bailando o siguiendo mínimamente cualquier cosa parecida al ritmo…) y su antiguo amigo Messala (el malogrado Stephen Boyd) después de que este le enviara a galeras (un chiste de galeras: ‘¡Remeros! Os traigo dos noticias, una buena y una mala, ¿cuál queréis primero?’ / ‘¡¡¡La buenaaaa!!!’ / ‘Por fin podéis cambiaros de calzoncillos’ / ‘¡¡Bieeeeeen…!!’ ¿Y la malaaaa…?’ / ‘Tú con ese de allí, tú con aquel de allá, tú con el que tienes al lado…’).

Algunos han querido ver en esta accidentada relación algo más que amistad, o bien una amistad situada en las coordenadas en las que muchas veces ésta era entendida en las culturas orientales -y no tan orientales- durante la Edad Antigua, es decir, las relaciones homosexuales, algo más que probable desde el punto de vista estrictamente histórico por más que les chirríe a los sacristones de hoy en día que se rasgarían las vestiduras si el peplum clásico reflejara las costumbres tal y como eran en aquella época sin paso previo por censura política alguna. Sin inclinarnos expresamente por una u otra interpretación cinematográfica de la relación Judah-Messala, lo que sí es cierto es que, emocional y psicológicamente, la construcción de los personajes y su posterior evolución recíproca pueden encajar perfectamente dentro de ese subtexto homosexual. En todo caso, esa interpretación contribuiría a enriquecer todavía más el poliédrico juego de sentimientos, odios y rencores que consume a ambos personajes.

John Ford se divierte: Un crimen por hora (Gideon’s day, 1958)

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Esta modesta comedia británica de temática policial constituye una de las anomalías más estimables de la filmografía del gran John Ford. También es uno de sus films menos conocidos, debido principalmente a los accidentados avatares de su distribución: estrenada en Inglaterra en 1958 aunque filmada un año antes, la Columbia, estudio a la que pertenecía la filial británica -Columbia British- que coprodujo la cinta junto a la John Ford Productions, impidió su estreno comercial en Estados Unidos, y sólo un año más tarde permitió un montaje recortado en un tercio de su duración final y en una versión en blanco y negro (retitulada Gideon of Scotland Yard) para programarla como título de relleno en las salas de programa doble. El hecho de que su versión íntegra y en color no se recuperara por un museo californiano hasta bien entrados los años noventa ha dificultado enormemente la difusión de esta pequeña y encantadora comedia de intriga.

Un crimen por hora (Gideon’s day) es un divertimento fordiano concebido en clave privada, una forma de satisfacer su gusto personal por las novelas del inspector Gideon de Scotland Yard escritas por John Creasey bajo el pseudónimo de J.J. Marric. Protagonizada por el británico emigrado a Hollywood Jack Hawkins, acompañado por la gran amiga del director y miembro de la famosa «compañía estable John Ford», Anna Lee, recuperada para la gran pantalla tras su paso por las listas negras del maccarhysmo, la película refleja lo que el propio policía define, de manera un tanto zumbona, como «un mediocre día de mi vida». Durante esa jornada, Gideon y sus muchachos se enfrentan a una serie de casos que, por azar, van a coincidir o incluso a relacionarse entre sí durante esas veinticuatro horas: la muerte de un policía corrupto, la investigación de un caso con oscuras connotaciones sexuales, un robo de joyas en grado de tentativa y la no menos importante complicación que surge en relación a su propia hija (el debut en la pantalla de Anna Massey, la hija del actor Raymond Massey, célebre algunos años más tarde por formar parte del elenco de los frenesíes hitchcockianos -cuyo policía no queda muy lejos de la caótica vida familiar de Gideon- y convertirse en una actriz de culto del género policiaco-terrorífico), que va a enamorarse e iniciar una relación con el concienzudo y reglamentista nuevo guardia en prácticas que le pone una multa nada más salir de casa por la mañana y con el que tendrá algún que otro encuentro durante el día debido al buen hacer producido por los excesos de celo del joven. Este episodio familiar, además de alimentar algunos de los instantes de comedia y diálogos más gratos del film, sirve para plantear la historia desde otra perspectiva, la doméstica, para reflejar en un tono a veces amable y otras dramático lo que supone la vida de un policía para sus familiares, y que se ejemplifica en el compromiso de Gideon de asistir al concierto en el que su hija va a participar esa noche, promesa continuamente puesta en riesgo por las urgencias del trabajo, y, sobre todo, en el consejo que la madre da a su hija, «nunca te cases con un policía», advertencia que ella, de entrada, no piensa seguir…

Los distintos casos permiten acercarse a la labor de Gideon desde un triple punto de vista: el de la práctica del trabajo policial (inspección ocular del lugar de los hechos, indagaciones sobre los sospechosos, detenciones, interrogatorios, recopilación de pruebas…), el de la deducción detectivesca propiamente dicha, más cercana a la novela, y el de las relaciones entre Gideon y sus compañeros y subordinados, plagados de diálogos impagables en los que sale a la luz la típica socarronería británica, esa ironía y sarcasmo impagables propios de lo que se conoce como humor inglés, pasados esta vez por una retranca irlandesa desde la óptica fordiana de un adversario amable (Ford financió toda su vida al IRA) que se traduce en una mirada simpática y divertida, más de guiños cómplices levemente críticos que de animadversión (ejemplar en este aspecto es el personaje del sargento Gully, un pozo de sabiduría y lugar común de todo el catálogo de tradiciones británicas, observadas con divertida perplejidad por el americano Ford). Los aspectos cómicos se entemezclan así con otros más trágicos, conformando un conjunto heterogéneo que funciona no obstante gracias a su sencillez formal -magnífica fotografía de Freddie Young y Charles Lawton Jr. que en la versión cortada y en blanco y negro resultaba inapreciable- y a la falta de pretensiones. Continuar leyendo «John Ford se divierte: Un crimen por hora (Gideon’s day, 1958)»

Mis escenas favoritas: Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984)

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Y así seguimos, más preocupados por las victorias que por las paces, y aguardando que llegue por fin ese verano…

 

Cine en fotos – El primer beso de la historia del cine: The kiss (William Heise, 1896)

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Pues eso: el primer beso de la historia del cine. Así de sencillo.

Este honor les cabe a John C. Rice y May Irwin en este cortometraje de 1896 y con elocuente y directo título dirigido por William Heise y cuyo único minuto de duración no evita que tenga guionista, John J. McNally.

Producido por la compañía Vitascope, el primer plano del beso no es más que un pasaje de una obra teatral, todo un éxito en Broadway, titulada La viuda Jones, adaptado para la ocasión. El susodicho beso causó no obstante todo un escándalo, ya que sus productores no evaluaron el efecto que las dimensiones de los actores y de la acción en la pantalla tendrían sobre un público todavía poco acostumbrado a las imágenes en movimiento, y mucho menos con semejante carga de pasión (hoy, sin embargo, a todas luces ingenua y antierótica).

En junio del mismo año, cuando la película se había convertido en todo un acontecimiento sociológico que dio muy buenos réditos en taquilla, un artículo en un periódico de Chicago publicado por Herbert S. Stone mostró la indignación con que ciertos espectadores habían recibido la película, sentando las bases del tira y afloja que durante décadas la censura impuesta por las mentes más cerriles y conservadoras impusieron, con el beneplácito de los grandes estudios, sobre la creación cinematográfica americana. El discurso de Stone no tiene desperdicio: «Semejantes cosas son ya bestiales en tamaño natural. Ampliadas hasta dimensiones gargantuescas y repetidas tres veces seguidas, resultan absolutamente repugnantes y entran en el ámbito de las competencias policiales...». Lo que se dice un amargado de la vida, de esos que en vez de preocuparse por ser lo más felices posible únicamente se preocupan de que los demás compartan su amargura.

Una pieza histórica, auténtica arqueología cinematográfica, que se ofrece íntegra y sin cortes publicitarios…