Psicopatía depredadora: La última caza (The Last Hunt, Richard Brooks, 1956)

 

Aunque suele señalarse la década de los sesenta, con las últimas obras de veteranos del western como John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh, la irrupción de nuevos autores como Sam Peckinpah o Sergio Leone como avanzadilla y máxima expresión del spaghetti-western, y las relecturas políticas y sociológicas del género en relación con los acontecimientos del momento (derechos civiles, Guerra Fría, guerra de Vietnam…), como la etapa crucial en la renovación y proyección del cine del Oeste hacia el futuro, lo cierto es que, como de costumbre, pueden atisbarse suficientes huellas de evolución, regeneración y transformación en las décadas anteriores, en las películas de esos mismos directores clásicos -perspectiva pro-india o al menos respetuosa con su punto de vista y con la realidad histórica, tratamiento crítico de la violencia, superación de arquetipos y de lugares comunes y mayor profundidad psicológica y narrativa- o en las de otros que, como Richard Brooks, realizaron puntuales pero muy estimables incursiones en el género cinematográfico norteamericano por excelencia, y que, debido precisamente a esa especificidad, se convierte asimismo en universal. En La última caza encontramos un western clásico en el fondo (rivalidad personal y profesional de dos hombres combinada por su atracción por una misma mujer) y en la forma (gran formato, parajes abiertos, grandes paisajes, banda sonora al uso -de Daniele Amfitheatrof- y espectacular y colorista fotografía -de Russell Harlan-) para narrar una historia que, partiendo de mimbres igualmente recurrentes (cazadores de búfalos, la pelea por los beneficios, el enfrentamiento con los indios), proporciona nuevos ángulos -el mismo año que Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)- desde los que observar el western y la sociedad de la que emana.

En primer lugar, destaca la vertiente ecologista y conservacionista del guion escrito por Richard Brooks a partir de la novela de Milton Lott. El hilo argumental, la coincidencia de un grupo de personas variopintas en una partida que se dedica a la caza profesional de búfalos para lucrarse con sus pieles, permite introducir un discurso que responde a una concepción moderna y plenamente vigente de los valores conservacionistas y de preservación de la naturaleza. Personificado en los búfalos, en el decreciente número de sus manadas y de los individuos que las componen, el relato aboga por la conservación incluso atendiendo a las razones egoístas: el mantenimiento de la especie contribuye no solo a garantizar el equilibrio natural, sino que constituye una fuente de prosperidad al permitir a futuro la explotación sostenible y continuada de los recursos, y con ello evitar el inconveniente del nomadismo excesivo o de un sobrevenido y necesario reciclaje personal poniendo el revólver y el rifle al servicio de otros fines tanto o más perversos que el asesinato sistemático de animales. De este razonamiento se deriva otro posterior y tanto o más importante, y es la importancia decisiva que los búfalos tienen para los indios, su cultura y su medio de vida, incluso tras ser derrotados, sometidos y confinados en reservas a menudo fuera de sus territorios tradicionales. Y por esa vía la película llega a presentar la psicología de los personajes, en particular del protagonista negativo de la cinta, el psicópata depredador Charles Gilson (Robert Taylor), que de un pasado sangriento de violencia contra los indios ha pasado a lucrarse con la eliminación brutal, sistemática, sin medida, de todo búfalo, macho o hembra, adulto o cría, que se cruza en su camino, no tanto porque le reconforte matar búfalos, sino porque lo que le gusta es matar, pero si además se gana la vida con ello, mucho mejor. A tal fin recluta a un grupo encabezado por Sandy McKenzie (Stewart Granger), que accede por necesidad pero manifiesta no pocos escrúpulos al comprender los efectos de sus acciones tanto para los animales como para los seres humanos que dependen de ellos; Woodfoot (Lloyd Nolan), un viejo tullido que personifica el viejo Oeste, el medio de vida, no desprovisto del todo de un código de honor, que está a punto de desaparecer junto con el último búfalo; Jimmy (Russ Tamblyn), un joven e ingenuo mestizo (y además, pelirrojo) que concita los odios raciales de Charles; una joven india (Debra Paget) y su pequeño, que sobreviven a la escabechina que Charles hace con un grupo de indios ladrones de caballos y que este acoge, literalmente, como esclavos.

Los búfalos y la muchacha india son los puntos de fricción entre Charles y Sandy, cuyo antagonismo se va haciendo cada vez más agudo. Primero, porque Sandy sabe que no tiene más remedio que matar para sobrevivir, pero también cuándo parar, cuándo tiene bastante, y distinguir entre el cazador y el carnicero. Segundo, porque poco a poco se enamora de la muchacha india y sufre cuando, cada noche, Charles abusa de ella y la viola sin contemplaciones. Así, el guion une el abuso de los recursos en la infantil creencia de su carácter ilimitado con el hundimiento de una cultura arrasada por el hambre y con el crimen personificado en la violación continuada de la mujer india y su sometimiento a esclavitud, asociación de ideas de lo más revolucionaria en la era Eisenhower. El episodio de la piel del búfalo blanco, animal sagrado para los indios, «gran medicina», y la negativa de Charles a cederla a los indios, tanto por el beneficio económico que espera obtener por ella como por orgullo, por la voluntad de no ceder un ápice ante los indios y de negarse a tener con ellos cualquier rasgo de humanidad, es ilustrativo de esta psicología irreflexiva, destructiva, alimentada de odio.

La película, que alterna exteriores de gran vistosidad a los que la fotografía saca un excelente partido con las escenas menos afortunadas que los recrean en interiores, discurre por derroteros que a la acción (las secuencias de caza, las peleas en los salones y tabernas, los duelos a pistola, las persecuciones de carros y caballos) suman una interesante caracterización de personajes a base de pinceladas suaves pero precisas, buenos diálogos y un subtexto rico en perspectivas y matices que revelan distintas actitudes y sensibilidades, siempre al servicio de la reivindicación de la naturaleza y de una vida armónica en su seno, de la que los indios son ejemplo a seguir (no así en otras cosas). Unos indios que, como tales habitantes de un mundo en estado natural, para individuos como Charles merecen idéntico tratamiento y régimen de explotación que el dedicado a los búfalos. Desde este punto de vista, sin embargo, la película le pertenece por derecho a Robert Taylor. Antaño galán más o menos soso y acartonado en películas de todo tipo, en la fase más veterana de su filmografía supo crear personajes ambiguos y retorcidos como este Charles Gilson, un auténtico psicópata sediento de sangre para quien la vida, humana o de cualquier otro animal, no tiene ningún valor, y que engrosa por derecho propio la larga lista de dementes, psicópatas e iluminados (pistoleros, militares, jugadores, tramperos, cuatreros) que pueblan el género del western. Egoísta, carente de cualquier sentimiento que no sea el de posesión y satisfacción de sus más primitivos instintos, entiende que la única manera de sentirse vivo es acabar con todo lo que vive a su alrededor, ya sea físicamente o anulándolo por completo, despreciándolo, sometiéndolo, aduñándose de él, a veces únicamente, como en el caso de la chica, para imponerse y hacer sufrir a sus semejantes, Sandy en este caso. En este sentido, la conclusión de la película, que funde en un único instante el enfrentamiento entre personajes por la mujer y por los negocios y el discurso sobre la naturaleza, evita el lugar común propio de los desenlaces del western al tiempo que se erige en una especie de manifestación de justicia poética: la venganza de la naturaleza contra un ser humano que le es hostil, que se cree a la vez Dios, soberano todopoderoso y ángel exterminador.

Música para una banda sonora vital: Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, Fritz Lang, 1955)

Grandiosa (una más) partitura de Miklós Rózsa para este clásico del cine de aventuras, con toques de gótico y cine de terror, dirigido por el maestro Fritz Lang en 1955.

Guerrilla ecologista: Las raíces del cielo (The roots of heaven, John Huston, 1958)

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Una curiosidad en la filmografía de John Huston, el gran cineasta de los perdedores, esta película de 1958, en pleno bache de irregularidad de su espléndida carrera, una historia de aventuras con trasfondo conservacionista. Un año antes había filmado esa pequeña joya que es Solo Dios lo sabe (Heaven knows, Mr. Allison, 1957); el mismo año estrenaría uno de sus títulos más flojos, El bárbaro y la geisha (The barbarian and the geisha, 1958); su siguente filme sería uno de los que Huston más disgustado iba a quedar de sí mismo -aunque es una película excelente-, el western Los que no perdonan (The unforgiven, 1960); solo recuperaría el pulso de sus grandes historias al año siguiente, con Vidas rebeldes (The misfits, 1961). Mientras tanto, como si de enmendar sus pasadas veleidades cazadoras durante el rodaje de La reina de África (The African Queen, 1951) -de las que Peter Viertel y Clint Eastwood dejaron constancia en la literatura y el cine-  se tratara, Huston adaptó a la pantalla una novela de Romain Gary acerca de un grupo de aventureros que se lanza a la lucha armada en defensa de los elefantes en una colonia del África francesa.

Aunque muy irregular, y algo pasada de metraje (sus dos horas son excesivas), en la película, de hermosísimo título, pueden verse huellas palpables de la autoría de Huston. En primer lugar, la querencia por el perdedor como epicentro humano de su cine: Morel (Trevor Howard) es un aventurero carismático pero solitario, sin familia, sin futuro; Minna (Juliette Gréco) trabaja de camarera en un hotel en medio de ninguna parte, varada en mitad de los dominios coloniales franceses, atada a su lugar de origen (su personaje es el de una mestiza) al mismo tiempo que aborrece la vida allí, rodeada de hombres que la codician o la importunan, amando su tierra pero odiando su presente y sufriendo por su futuro; Forsythe (Errol Flynn) es como el negativo de los protagonistas de esas antiguas películas de heroicos y resolutivos cazadores, un Stewart Granger o un Clark Gable venido a menos, desencantado, derrotado por la vida, que pasea sus borracheras por los locales de copas que encuentra en sus safaris para turistas. Todos ellos aborrecen su realidad, y encuentran en el combate a la muerte indiscriminada de elefantes el símbolo de resistencia que necesitan para luchar contra la administración colonial, el modelo económico y social que les ahoga, la explotación de una tierra que continuamente se ve coartada para crecer libre y en cohesión con la naturaleza. La determinación de Morel, su encarnizada oposición a las autoridades, su dignidad, su integridad y su ejemplo arrastran a Minna y a Forsythe a su causa, y ponen en primer término mediático la defensa del patrimonio natural. El estallido de la violencia (contra las infraestructuras coloniales que hacen de la caza de elefantes un negocio, no hacia las personas) convierte el lugar en una gran sala de prensa repleta de periodistas de medio mundo que encuentran en la historia de Morel una de esas historias de superación que tanto conmueven a los cómodos lectores y espectadores occidentales, confortablemente sentados en el sofá de su casa. Tanto es así, que el periodista más renombrado de los Estados Unidos, Cy Sedgewick (Orson Welles, de nuevo en un papel breve pero magistral para Huston), toma personalmente cartas en el asunto. La evolución de su personaje en los pocos minutos que aparece en pantalla marca el sentido último del filme: de lo que él cree que va a encontrarse, un vulgar macho alfa, analfabeto, idealista y potencialmente corrupto, pasa a convertirse en un firme defensor de su causa. La memorable interpretación de Welles se construye sobre las frases más sólidas del guión y su enorme carisma en la pantalla: consciente de su poder mediático, Sedgewick no vacila en amenazar con el empleo de todos los instrumentos a su alcance para sonrojar internacionalmente a las autoridades coloniales si la integridad física de Morel, cuya eliminación algunos empiezan a ver como solución al problema que está creando en la plácida vida blanca del África negra, se pone en cuestión.

En segundo lugar, la película trasluce el concepto de masculinidad que Huston compartía con autores literarios como C. S. Forester, H. Ridder Haggard o Ernest Hemingway: aventuras, armas, bebida, lucha física, vida al aire libre, acampadas, desafíos al imperio de la naturaleza… Solo el personaje de Minna rompe la unanimidad masculina, si bien debe aceptar el rol masculino una vez que se introduce en la lucha de Morel: desaparece la tentadora mujer hermosa embutida en sugerentes vestidos y aparece la luchadora nata; pierde los atributos estéticos que la metrópoli impone y adopta la vestimenta, la forma de vida en suma, de la tierra que considera propia, la de la sangre que corre por sus venas. En tercer lugar, la película propone otro tema que a Huston le interesaba: la mezcla de razas y el problema de la descolonización. Desde el momento que viajó a Entebbe a localizar exteriores para La reina de África, Huston descubrió el enorme caudal de historias que le proporcionaba el fenómeno colonial y en especial la cuestión del mestizaje, la sinergia entre los avances políticos, tecnológicos, sociales, culturales, económicos, etc., de Occidente y su contraste con la pureza natural y la esencia humana de los territorios colonizados. La cuestión de la raza, del mestizaje, salpicaría en el futuro su cine con mucha frecuencia, en sus dos siguientes películas (John Wayne introducido en el Japón del XIX o Audrey Hepburn como mestiza adoptada por una familia blanca en el salvaje Oeste) y hasta el final de su carrera. Continuar leyendo «Guerrilla ecologista: Las raíces del cielo (The roots of heaven, John Huston, 1958)»

Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)

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Cada situación tiene su propia moral; la cuestión es encontrársela. Con una cita de Alicia en el país de las maravillas que viene a decir más o menos esto mismo, en clara advertencia más para los censores, para que no se sorprendieran demasiado ni juzgaran erróneamente y, por tanto, con severidad, las intenciones del film, que para el espectador, al que todo se le presenta de manera blanca y aparentemente inocua, comienza esta rareza del habitualmente serio y trascendente Mark Robson, una pequeña comedia de 84 minutos que, basada en la forzosa convivencia de tres personajes en una isla desierta, asombra por su abierto y osado tratamiento en pantalla y para todos los públicos de cuestiones como las necesidades sexuales, el adulterio, la infidelidad y, sobre todo, el apetito sexual.

Basada en una obra de André Roussin convertida en guión por Nancy Mitford y F. Hugh Herbert, Mark Robson nos presenta una historia que en sus coordenadas iniciales se inscribe dentro de la comedia británica de situación: un pastor protestante (el gran Finlay Currie) y su esposa (Jean Cadell) llegan de Australia para visitar a su hijo Henry (David Niven), funcionario del Foreing Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) británico, en su complicada sede de Londres (tan enorme y llena de pasillos, dependencias, despachos, alas, bloques, anexos, recovecos y sótanos que hasta los conserjes se pierden en él) para descubrir que, en contra de lo que él les había dicho, sigue enamorado de Susan (Ava Gardner), una antigua novia que terminó casándose, seis años atrás, con su mejor amigo, sir Philip Ashlow (Stewart Granger). No sólo lamentan que su hijo siga anclado en el pasado, sino que se escandalizan cuando se dan cuenta de que durante las largas ausencias y desatenciones de Philip por razón de sus múltiples negocios, Henry se convierte en soporte, acompañante, compañero, confidente, casi se diría que también en mascota, que palía la soledad de Susan en la vida social londinense, si bien la cosa nunca va más allá de las infructuosas esperanzas de Henry en revertir el hecho consumado de que está felizmente casada y muy enamorada de su marido. Susan, por una vez, logra que Philip renuncie a un viaje comercial a Brasil para escaparse con ella en un romántico crucero en su yate privado, pero Philip, más proclive al sentido práctico que a las cosas románticas, lo convierte en un viaje en grupo en compañía de algunos buenos amigos, entre ellos, Henry. Cuando, a causa de una tormenta, el yate zozobra, sus pasajeros abandonan el barco, y Philip, Susan y Henry comparten (también con el perro de Philip, un pastor alemán) bote de salvamento hasta una isla desierta en la que, forzosamente, van a tener que convivir. Y ahí empieza la verdadera película.

Porque, huyendo de las connotaciones dramáticas y aventureras de la situación, la película pronto plantea su dilema central. Philip, además de un aristócrata y hombre de negocios, es un fenómeno en la lucha por la supervivencia, y no tarda en organizar un perfecto sistema que les permite vivir con cierta holgura y comodidad, sin siquiera perder la compostura de su clase (hasta para cenar visten la ropa de gala con que les sorprendió la tormenta en el yate), en dos cabañas, una de dos plazas para el matrimonio, una más pequeña para Henry. Philip, además, soluciona la cuestión de la alimentación, ocupándose de la caza, la pesca, y la selección de los vegetales que se pueden comer. Philip, que también se ocupa de la exploración de la isla y diseña una torre de vigilancia desde la que observar la posible aparición de buques en el horizonte, tiene planes y respuestas para todo, a diferencia de Henry, que es un pato mareado que ni siquiera conserva los zapatos (para no herirse los pies tiene que pedirle prestados los suyos a Philip, sin acordarse de devolvérselos demasiado a menudo, estupenda metáfora argumental de la base narrativa del film), hasta el punto de que se hace difícilmente soportable su actitud razonable, práctica, casi se diría que satisfecha con las oportunidades que la solitaria vida en la isla le brinda como estímulo para su ingenio. Esto, hasta que Henry plantea la cuestión crucial: dos hombres y una mujer en una isla, y uno de los dos hombres, que también siente la llamada de la naturaleza, también necesita por eso mismo una mujer para sofocar sus instintos. Solución propuesta: compartir a Susan. Así, tal cual. Continuar leyendo «Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)»

Vidas de película – Capucine

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Germaine Lefébvre, ‘Capucine’, nació en enero de 1931 en la localidad francesa de Toulon, en la costa mediterránea. Saltó de las pasarelas al cine en la década de los sesenta, logrando amplia repercusión como esposa infiel de Peter Sellers en La pantera rosa (The pink panther, Blake Edwards, 1963).

Antes de eso, además de convertirse en amante de William Holden, ya había aparecido en la pantalla junto a Dirk Bogarde en el biopic sobre Franz Liszt Sueño de amor (Song without end), codirigida por Charles Vidor y George Cukor, y en el western (northwestern en realidad) Alaska, tierra de oro (North to Alaska, Henry Hathaway), con John Wayne y Stewart Granger, ambas de 1960, así como en la atrevida La gata negra (Walk on the wild side, Edward Dmytryk, 1962), que contribuyó a amplificar los comentarios sobre la supuesta bisexualidad de la modelo y actriz.

Compartió reparto con Holden en El león (The lion, Jack Cardiff, 1962) y El séptimo amanecer (The seventh dawn, Lewis Gilbert, 1964), en la que interpreta a una más que improbable guerrillera comunista malaya, y volvió asimismo a repetir en secuencias cómicas con Peter Sellers en ¿Qué tal, Pussycat? (What’s new, Pussycat?, Clive Donner, 1965). Dos de sus trabajos más importantes fueron para Joseph Leo Mankiewicz en Mujeres en Venecia (The honey pot, 1967) y para Federico Fellini en Satyricon (1969), y, tras tocar «chufa» en el cine español con Las crueles (Vicente Aranda, 1969), retornó al western en la «exótica» (producción francesa dirigida por un inglés, con reparto francés, suizo, norteamericano y japonés) Sol rojo (Soleil rouge, Terence Young, 1971).

Durante los años setenta participó en mediocres filmes italianos, especialmente para Sergio Corbucci, y en los ochenta accedió a aparecer en las peores secuelas de la saga de la pantera rosa de Edwards.

Finalmente, en marzo de 1990, Capucine se suicidó lanzándose desde la ventana de un octavo piso en la ciudad suiza de Lausana.

Gloriosa aventura: Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955)

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El gran acierto de Los contrabandistas de Moonfleet, obra maestra del cine de aventuras dirigida por Fritz Lang en 1955, consiste en su capacidad para conjugar en una sola mirada el tratamiento adulto de un drama romántico con ecos del pasado y el descubrimiento, todavía inocente, que supone para un niño su primer acercamiento a la aventura y al mundo de los mayores. De este modo, los avatares de un grupo de bucaneros de la costa inglesa de Dorset se entremezclan con las evoluciones de un jovencito recién llegado que da sus primeros pasos autónomos en la vida, que se inician admirablemente con una zambullida en lo que para cualquier crío sería la apoteosis de la emoción y la diversión: una historia con piratas, barcos hundidos, tesoros enterrados, tabernas de marineros, soldados, duelos a espada, persecuciones a caballo, asaltos a fortalezas, ron a mansalva, mujeres licenciosas y, en el otro lado de la balanza, un ambiente tétrico, una atmósfera cargada de negros presagios, de cementerios derruidos, mansiones abandonadas, jardines devorados por las malas hierbas, panteones lúgubres, páramos desolados y tempestades furibundas que acosan las pesadillas de la madrugada… Todo un desafío para un director que, después de haber sido en Alemania uno de los mayores exponentes de la genialidad de los grandes maestros del cine mudo, labró sus mejores trabajos en Hollywood dentro de los cánones del cine negro.

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En el año de 1757, el pequeño huérfano John Mohune (Jon Whiteley), el último vástago de una noble familia empobrecida y muy venida a menos, llega a la localidad de Moonfleet, un lugar oscuro y deprimente de la zona más accidentada y tempestuosa de la costa sur de Inglaterra, con el objetivo de ponerse bajo la protección de Jeremy Fox (Stewart Granger), un antiguo amigo de su madre recién fallecida, y que, tras años de estancia en las colonias americanas, acaba de instalarse en la antigua mansión familiar de los Mohune. Aunque Fox se codea con la decadente nobleza local, encabezada por Lord Ashwood (George Sanders, en una de sus interpretaciones canónicas), John se da cuenta de inmediato de que guarda tanta o mayor relación con el grupo de rufianes que frecuenta las tabernas portuarias, y más todavía con cualquier mujer que se le pone a tiro, sea la amante que se ha traído desde América, sea la bailaora flamenca que ameniza sus noches de juerga entre amigotes, o bien la propia Lady Ashwood (Joan Greenwood), aunque en realidad no hace ascos a nada que lleve faldas. También se percata de que el magistrado local no es muy favorable a Fox, al que persigue como sospechoso de dirigir una red de contrabandistas de coñac francés entrado ilegalmente en Inglaterra. Por otro lado, John es demasiado joven, quizá, para darse cuenta de que el rechazo de Fox a hacerse cargo de él proviene del dolor, del recuerdo de un amor frustrado en su juventud, y de que la «amistad» entre su madre y Jeremy Fox era otra cosa. Sin embargo, la vieja leyenda de Barbarroja, un antepasado de los Mohune, y del diamante que ocultó en algún lugar de la costa, atraerá mutuamente a Fox y John hasta que, en la catarsis final, el primero se redima y el segundo encuentre su camino.

MOONFLEET-39En una mezcla de tonos y atmósferas que parece reunir las espectrales llanuras de Baskerville de Conan Doyle, los borrascosos torbellinos emocionales de Emily Brontë, La isla del tesoro de Stevenson,  los seres marginales de Dickens y la Posada Jamaica de Daphne du Maurier adaptada por Hitchcock en los años treinta, Lang, que adapta la novela de J. Meade Falkner, construye una atmósfera perturbadora e incómoda, apta para la generación de miedos y pesadillas en la mente de un niño, y que no hace sino acompañar el tormento interior del personaje de Fox, un hombre que vive en continuo conflicto con su presente y su pasado. Continuar leyendo «Gloriosa aventura: Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955)»

Vidas de película – Peter Ustinov

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Soberbio actor teatral y cinematográfico, pero también escritor, guionista y director, los talentos de Sir Peter Ustinov (Londres, 1921-2004) fueron amplios y diversos, por más que su faceta más recordada, entrañable y emblemática sea su grata presencia como actor de reparto, siempre caracterizado por una exquisita solvencia en sus interpretaciones, en un buen puñado de importantes películas.

Hijo de un militar y periodista ruso (y se dice que también espía del Mi5 durante la Segunda Guerra Mundial) y de una pintora y diseñadora, estudió interpretación en el London Theatre Studio antes de debutar en las tablas en la década de los cuarenta. Sus triunfos lo llevaron de inmediato al cine, no sólo como actor (por ejemplo, para algunos títulos de Carol Reed), sino también como director (Vice Versa, 1948). El éxito en Inglaterra le proporcionó una doble vía para mostrar su talento en el cine, la americana, saltando a superproducciones de Hollywood como Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951), en la que daba vida magistralmente a Nerón, o Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), en el papel del propietario de la escuela de gladiadores, Léntulo Batiato, que le propició el Oscar el mejor actor de reparto. En 1964 volvió a hacerse con la estatuilla por su personaje de Topkapi (Jules Dassin, 1964), aunque no lo logró por la película de LeRoy ni tampoco como mejor guión original por la británica Un cerebro millonario (Hot millions, 1968), codirigida junto a Eric Till.

Otras apariciones importantes de Ustinov en producciones de Hollywood tienen lugar en Beau Brummell (Curtis Bernhardt, 1954), en la que da vida al Príncipe de Gales que tutela a Stewart Granger, Sinuhé el egipcio (The egyptian, Michael Curtiz, 1954), No sómos ángeles (We’re no angels, Michael Curtiz, 1955), con Humphrey Bogart y Aldo Ray, y ya mucho más adelante, en un mítico momento del clásico de ciencia-ficción La fuga de Logan (Logan’s run, Michael Anderson, 1976).

En otras filmografías, destacan sus trabajos para Max Ophüls, en títulos como El placer (Le plaisir, 1952), donde se limita a hacer de narrador para la versión inglesa, y Lola Montes (Lola Montès, 1955), pero también la película rodada en España Un ángel pasó por Brooklyn (Ladislao Vajda, 1957), o la coproducción entre Estados Unidos, Reino Unido y Australia Tres vidas errantes (The sundowners, Fred Zinnemann, 1960), con Robert Mitchum y Deborah Kerr. En los setenta, con producción británica, comenzaría a dar vida al Hercules Poirot más célebre y atinado del cine y la televisión, en títulos como Muerte en el Nilo (Death on the Nile, John Guillermin, 1978) y Muerte bajo el sol (Evil under the sun, Guy Hamilton, 1982).

De su carrera como director, que abarca media docena de títulos, sobresale la excepcional La fragata infernal (Billy Budd, 1962), adaptación de la famosa obra de Melville.

Casado en tres ocasiones, fue investido Sir en 1990.

La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)

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El director Andrew V. McLaglen apenas puede ocultar sus influencias personales y artísticas en sus películas. Hijo natural del actor Victor McLaglen (la letra V. del apellido indica, de hecho, el mismo nombre), es casi o tanto más hijo cinematográfico de uno de los grandes camaradas de su padre, nada menos que John Ford. Esto salta a la vista tanto en los argumentos de las películas dirigidas por Andrew, consagradas en su totalidad al western, al cine bélico o a las películas de acción, como también en la confección de sus repartos, entre los que se dan cita los habituales nombres del cine fordiano, desde John Wayne, James Stewart, Maureen O’Hara o Richard Widmark, hasta otros menos conocidos pero igualmente presentes como Harry Carey Jr., Ken Curtis, Jeff Corey, Woody Strode, Ben Johnson, etc., etc. Pero lo que más destaca en la filmografía de McLaglen hijo como director, es que es uno de los primeros y máximos exponentes de la cultura del sucedáneo. Desposeído del talento, de la pasión lírica y poética y del magistral ojo técnico para el encuadre de su “padre cinematográfico”, John Ford, las películas de McLaglen parecen eso mismo, sucedáneos, versiones planas y superficiales de las grandes historias fordianas, con a menudo las mismas caras, los mismos ambientes y los mismos entornos, a veces también con una puesta en escena pretendidamente similar, pero vacía de ese último sentido de Ford para componer imágenes elocuentes, soberbias, poéticas, significativas. Es decir, que el cine de McLaglen parece hecho por un mal imitador de Ford, una persona interesada por los mismos temas y argumentos pero desprovista de su talento, profundidad, capacidad técnica y hondura emocional. A lo largo de la carrera de McLaglen encontramos, por tanto, un puñado de westerns voluntariosos pero fallidos como las comedias El gran McLintock (1963), con John Wayne y Maureen O’Hara, o Una dama entre vaqueros (1966), de nuevo con O’Hara y James Stewart, o los más serios Desafío en el rancho (1967), con Doris Day, o Camino de Oregón (1967), protagonizada por Robert Mitchum y Richard Widmark, Chisum (1970) y La soga de la horca (1973), estos dos últimos de nuevo con Wayne, así como episodios de la guerra civil americana, como El valle de la violencia (1965), de nuevo con James Stewart, o Los indestructibles (1969), con John Wayne una vez más, acompañado por Rock Hudson; también hay títulos bélicos, como La brigada del diablo (1968), con William Holden, especie de edulcorada copia de Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), o Lobos marinos (1980), con Gregory Peck y David Niven, siguiendo las líneas marcadas por Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961). Esa es otra característica extraña en McLaglen, su condición de obrador de refritos, no sólo sugeridos, sino también convertidos en continuaciones y remakes, como la serie televisiva Doce del patíbulo (1985), Cerco roto (1979), continuación no oficial de La cruz de hierro de Sam Peckinpah (1977), o la más evidente El regreso del río Kwai (1988). De entre todo este culto a la copia, el sucedáneo y la imitación desnaturalizada destaca, junto a Rescate en el Mar del Norte (1979), atípica película de acción situada en una plataforma petrolífera secuestrada por un grupo terrorista, Patos salvajes (1978), una cinta que bebe en parte del argumento del excelente western de Richard Brooks Los profesionales (The professionals, 1966).

Lo primero que llama la atención en la película, vista por un espectador español, es el cambio de título: en España se prefirió sustituir los gansos del original (‘geese’ es el plural de ‘goose’, “ganso”) por los patos, no se sabe muy bien por qué. En todo caso, nos hallamos ante una película floja de argumento y un tanto descuidada y, desde luego, escasa de medios, en lo visual, que encuentra su mayor virtud en las implicaciones derivadas de algunas cuestiones de su guión y en el cuarteto protagonista, un póquer compuesto por Richard Burton, Richard Harris, Roger Moore y el alemán Hardy Krüger, cuatro mercenarios contratados por un magnate inglés (Stewart Granger) para cuyos intereses comerciales y políticos conviene la liberación de un político africano al que quiere asesinar el militar golpista que lo ha derrocado. Para ello, ha ofrecido a cambio de su cabeza las mismas concesiones mineras de cobre que el político inglés explota actualmente. La posibilidad de perder ese negocio, además de la causa de la liberación del político, llevan a la contratación del grupo y a la confección de una pequeña unidad de veteranos ex combatientes para saltar en paracaídas sobre el campamento donde está preso, liberarlo y llegar a un cercano campo de aviación desde el que ser evacuados. Obviamente, el fantasma de la traición hace que el grupo sea abandonado a su suerte en un país hostil, debiendo abrirse paso a tiro limpio hasta tierra amiga sólo con la ayuda de un fanático sacerdote (Frank Finlay).

La película nos lleva desde el Londres inicial, en el que Burton recibe el encargo y trata de reunir a su grupo (Moore es un esbirro del crimen organizado metido en problemas y Harris anda ya retirado, preocupado tan sólo por cuidar de su hijo de nueve años), al entrenamiento en Swazilandia y Rhodesia (este país se independizó de Reino Unido en 1980 y pasó a llamarse Zimbabwe) y, finalmente, a un país indeterminado de la zona de los Grandes Lagos (Uganda, Ruanda, Burundi…) en el que tendrá lugar toda la segunda mitad de la cinta, antes de volver a Londres para la conclusión justiciera previsible. Poco, por tanto, se puede rascar de la película en el aspecto de la trama (frases altisonantes en referencia a la libertad de los pueblos en plena era de la descolonización; cambios de actitud, como en el caso de Krüger, militar sudafricano del apartheid, racista por tanto, que descubre en el discurso del político negro nuevos horizontes vitales; personajes planos y esquemáticos) o en el de la acción (la precariedad de medios, con una o dos excepciones –el bombardeo del puente y el ataque con la ballesta-, priva de verdadera elaboración de las secuencias de tiroteos y explosiones, quedando a veces la acción principal fuera del encuadre). Continuar leyendo «La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)»

Vidas de película – Pier Angeli

La vida de Anna Maria Pierangeli, conocida en el Olimpo del cine como Pier Angeli, resulta más reseñable por su discurrir fuera de las pantallas que por su contribución artística y dramática al séptimo arte, a pesar de erigirse por derecho propio en uno de los rostros más bellos aparecidos en las salas de cine en su larga historia, y de que siempre dotara a sus personajes de naturalidad y de un aire melancólico muy estimable.

Nacida en Cagliari en 1932, se da la circunstancia de que su hermana gemela también se dedicó al cine, bautizada artísticamente como Marisa Pavan. Con apenas 18 años, Pier Angeli debutó junto a Vittorio de Sica en Mañana será tarde (1950), justo antes de dar el inminente y vertiginoso salto a Hollywood de la mano de Fred Zinnemann en Teresa (1951), historia sobre una muchacha italiana casada con un soldado norteamericano.

Su actuación más memorable tuvo lugar en Marcado por el odio (Robert Wise, 1956), en compañía de Paul Newman, con quien ya había trabajado en El cáliz de plata (Victor Saville, 1954). Otros títulos de su escasa y poco llamativa filmografía son El milagro del cuadro (Richard Brooks, 1952), Sodoma y Gomorra (Robert Aldrich, 1962), ambas junto a Stewart Granger, y La batalla de las Ardenas (Ken Annakin, 1965).

De temperamento frágil, siempre dubitativa en cuanto a sus presuntas dotes artísticas, convencida de que era su físico y no su talento el que le había proporcionado oportunidades y papeles, su vida sentimental contribuyó decisivamente a su trágico final. Interrumpido su romance con James Dean por la oposición familiar –entre otras cosas- a la relación, se casó dos veces, con el cantante Vic Damone, un matrimonio absolutamente desgraciado, y con el músico Armando Trovajoli.

En constante depresión, consumida por el pavor a perder la juventud y el atractivo físico, Pier Angeli se suicidó por consumo de barbitúricos en 1971, a los 39 años.

Dejó escrito a una amiga: «Tengo un miedo horrible a envejecer; para mí, los cuarenta son el comienzo de la vejez… El amor ha quedado atrás. El amor murió en un Porsche».

La aventura con mayúsculas – El capitán Blood

Barcos cañoneándose, aceros refulgentes que se cruzan en la cubierta de un buque o en la arena de una playa paradisíaca, romance, un héroe al abordaje, una heroína tierna y sensible pero valiente y decidida, velas al viento, galeones desmoronándose, ciudades amuralladas que vomitan fuego sobre la bahía, marineros que trepan a lo alto de los mástiles, coraje, gallardía, oro, ron, sables y trabucos… La quintaesencia del cine de piratas resumido en apenas ciento catorce minutos de epopeya fílmica por las aguas del Caribe.

Puede decirse que fue el gran Michael Curtiz el principal responsable de que el australiano Errol Flynn haya pasado a la historia como el prototipo del héroe de acción del cine clásico: elegante, pendenciero, apuesto, bribón, irónico, mordaz, valiente, atlético, sonriente, despreocupado por el peligro, fenomenal amante y locuaz orador. Nunca a un protagonista le sentó tan bien el uniforme, la casaca, el sombrero de plumas o los leotardos con el peinado a lo galleta Príncipe. El mayor acierto para ambos, Curtiz y Flynn, vino gracias a la negativa del por entonces exitosísimo Robert Donat a introducirse en la piel de este médico irlandés que en los tiempos del rey Jacobo I de Inglaterra, en pleno siglo XVII, víctima de la injusticia de un rey despótico que le condena junto a los rebeldes por ejercer su oficio con uno de ellos, termina vendido como esclavo en la colonia de Jamaica. A partir de ahí, la relación con la hija de su comprador, la encantadora, refinada y sensible Olivia de Havilland, con la que Flynn compartiría cartel en otras películas, siempre consiguiendo que su particular química saltara al otro lado de la pantalla, que transcurre entre la insolencia, las continuas insinuaciones mutuas y las pullas a medio camino entre lo irónico y lo procaz, deriva prontamente en la evasión aprovechando un ataque español a la plaza, la toma del buque agresor y su conversión en una factoría pirata de enorme éxito, sin mirar la bandera el enemigo y, finalmente, en una pésima asociación con un filibustero francés (imponente Basil Rathbone), que finalizará cuando la rivalidad por la bella resulte incompatible con el reparto de las riquezas materiales conquistadas. Pero, en suma, el honor, la lealtad, retornan al Capitán Blood a la senda de la legalidad, la honra y la felicidad convertido en gobernador, con la chica, el botín y un palacio en un Edén de arenas blancas y aguas turquesa.

El talento de Curtiz para el cine de aventuras no tiene parangón. Con un ritmo vibrante ya desde su inicio, en esa Inglaterra retratada en penumbra bajo la amenaza terrible de un rey cruel y cobarde, en la que no hace ascos a emular escenarios más propios del cine soviético de Eisenstein (véase el principio, en el gabinete del doctor, con su perfil en sombra recortado sobre la pared débilmente iluminada por las velas) o a los cuadros nórdicos del cine de Dreyer (principalmente la secuencia del juicio, pero también algunos momentos en el interior del palacio del gobernador), Continuar leyendo «La aventura con mayúsculas – El capitán Blood»