Palabra de Gonzalo Suárez

(entrevista de Alberto Ojeda y Esteban Palazuelos publicada originalmente en El Español el 6 de junio de 2022)

Son las 11.30 de la mañana de un día cualquiera en la veraniega primavera madrileña. Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934) toma asiento en su estudio, situado en el Madrid de los Austrias. Goyas, Conchas del Festival de San Sebastián y otros galardones lo adornan. En las mesas y los armarios se apilan guiones por doquier, ya amarillentos muchos de ellos. Sobre los distintos estratos que componen tan valioso legado aflora en la superficie el de Doble dos, que escribió a cuatro manos con Sam Peckinpah. Dice que acaba de vender sus derechos y que la posibilidad de que finalmente se ruede es sólida. No por él, lamenta a medias Suárez, que, por su parte, anda sincronizando voluntades para levantar otra película.

El artífice de Remando al viento se remueve en su silla de despacho. Algo no le termina de cuadrar en ese instante previo a recibir la batería de preguntas. “¿Tú no quieres un vino?”. Tras un intercambio de pareceres entre periodista y entrevistado sobre si es demasiado temprano o no para iniciar la ingesta etílica, se alcanza un razonable acuerdo: ir a comprar una botella de tinto a alguna taberna cercana y tenerla a mano para cuando la entrevista cobre temperatura. Con carácter previo a ese momento, se beberá agua, aunque algo así ofenda al espíritu de Peckinpah, su tormentoso y dipsómano cómplice.

Jalonada por los mensajes de audio de Charo López (Suárez pide permiso para escucharlos), una llamada de su hija Sylvia para preguntarle si le quita La Liga del paquete televisivo (contesta que sí pero que mantenga el tenis) y la visita espontánea de otro viejo amigo, Adolfo García Ortega, La Conversación discurrirá por una divertida y sana senda antirrealista. ¿O surrealista? La verdad es que no es fácil ‘marcar’ a Gonzalo Suárez.

Pregunta. Se va acercando a los 90…

Respuesta. Bueno, son los 90 los que se acercan a mí, yo no tengo ninguna prisa.

P. ¿Y qué tal se encuentra?

R. Bien, en forma. En realidad, solo tengo 87, que han sido duros de pelar. Luego todo irá a peor, supongo.

P. En forma artística sin duda: acaba de sacar libro y está intentando levantar una nueva película, con rodaje en exteriores y todo.

R. Sí, porque esa es la gracia del cine. Escribir es como boxear con tu propia sombra. El cine, en cambio, es la plenitud, la acción.

P. ¿Y de esa película puede contar algo?

R. No, porque si la cuento comenzaría a aburrirme de ella y me pondría a hacer otra.

P. Su vida no empezó del todo bien…

R. ¿No del todo bien…? [Sonríe desconcertado]

P. Le explico, le explico… En su casa sus padres andaban siempre a la gresca y fuera caían bombas, primero de una revolución socialista y luego de una guerra civil.

R. Por orden de aparición en escena, primero fueron las bombas. Las de la revolución minera me pillaron en su epicentro, Oviedo. En el 36 siguieron cayendo. Recuerdo cuando me metían debajo de la cama para esquivar la metralla y veía pasar pies de un lado a otro. Era angustioso, pero, al ser tan pequeño, no tenía conciencia de que el mundo pudiera ser de otra manera. En la posguerra fue peor porque ya era más consciente de todo, incluido de eso que dice de mis padres. Pero, bueno, no hagamos historia. Todo esto lo tiene que contar mi hija en la biografía que le han encargado. Ya le he dicho que para escribirla se inspire en Con la muerte en los talones, de Hitchcock, porque eso es lo que quería ser yo: un tío que huye y se encuentra con Eva Marie Saint en el coche-restaurán.

P. Un tío que huye de la realidad, ¿no? Parece una reacción lógica con los precedentes infantiles mencionados. Una forma de autodefensa.

R. Ya sabemos cómo es el mundo, muy duro. Cualquier realidad alternativa me parece apetecible. Pero no hay escapatoria. Ni siquiera en el Metaverso ese.

P. Aunque a usted lo que le incomoda no es tanto la realidad cuanto el realismo, que ve como una impostación de la primera.

R. No odio ni el realismo ni la realidad. Eso sería absurdo. Lo que odio es la falsificación. Una película que pretende ser como la vida misma es falsa por definición. La vida son instantes que pasan. Lo demás son reconstrucciones a partir de recuerdos, que ya suponen una manipulación.

P. Por otro lado, la ficción siempre se acaba cruzando con la realidad, ¿no?

R. Esa pregunta no me la sé [Risas].

P. Pues es una paradoja que ha enunciado usted alguna vez.

R. Bueno, ahora que lo dice me suena… La realidad y la ficción se acaban encontrando en el recuerdo, ocupan el mismo espacio: la memoria. Los escritores y cineastas somos como los científicos, vamos buscando respuestas, pero nunca encontramos una definitiva sobre qué coño hacemos aquí y a dónde vamos después. A mí me interesan mucho los documentales de animales de La 2. Me asombra la imaginación de la naturaleza. Es maravillosa. Y esos documentales, además, nos dejan claro que al final siempre es lo mismo: unos matan a otros. Y de eso la especie humana no se ha emancipado.

P. Cosa patente hoy. ¿Cómo ve lo de Ucrania?

R. El negocio de las armas no hay quien lo pare. Sospecho que, por esta razón, lo de las guerras no tiene remedio. A las armas que se fabrican hay que darles salida. Ojalá se hiciera lo mismo en el negocio de los libros. Creo que durante la pandemia se leyó mucho. Igual el virus lo ingenió un editor.

P. ¿Los documentales de animales se los pone en la sobremesa?

R. Sí, después de Saber y ganar, que también lo veo.

P. ¿Y antes, ve los telediarios? ¿Le gusta estar informado?

R. Sí, me gusta, pero mi mujer, Hélène, es mucho más adicta a estar al día. La información se reitera, los desastres también. No es mi plato favorito. Prefiero a los animales. ¿Cómo se llama el naturalista ese…?

P. ¿El inglés? ¿David Attenborough?

R. Ese, ese. Lo veo y me causa envidia. Me parece una profesión maravillosa la suya.

P. Bueno, usted también ha tenido una vida pródiga en aventuras.

R. Me sabe a poco [Ríe antes de dar el pistoletazo de salida para ‘saborear’ el Protos: “Ahora sí que ha llegado el momento del vino”].

P. ¿Y los periódicos los frecuenta?

R. Pues he de confesar que ahora no leo libros. Los abro al azar por un punto y leo algunas páginas. Es como una conversación con alguien que te encuentras e intercambias unas palabras. Me aburre un poco la idea del desarrollo de la novela. Por eso prefiero escribir relatos, que son más fulgurantes. Tampoco veo películas, con excepción de alguna serie. Ahora hay tal sobreabundancia que no da tiempo a mitificar nada. El cine actual no tiene nada que envidiar al anterior pero falta la mirada del autor, es una fábrica. Y en las plataformas se ha estandarizado la luz, ya no se percibe la pincelada propia, todo es igual. Por eso no veo ni mis películas.

P. Volvamos a los periódicos, que se me ha ido por la tangente. Estos sí se prestan al tipo de lectura ‘caprichosa’ y puntual que dice que es la que más le gusta.

R. Sí, las columnas las leo. Aunque el género que prefiero es la entrevista. La pena de los periódicos es que estén tan rigurosamente repartidos por tendencias ideológicas, de forma que olvidan muchas veces su quintaesencia.

P. En los tiempos en que ejercía el periodismo, la situación era peor que la de esta sectorización ideológica actual. Entonces los diarios no podían sacar los pies del tiesto.

R. Claro, sí, pero había algunos que ofrecían matices, como El Noticiero Universal. No era ni mucho menos un periódico de izquierdas, pero tenía una cierta querencia liberal.

P. Y en los deportivos en que escribía usted no se cortaba de darle estopa a los presidentes de las federaciones y otros gerifaltes. Se metía en problemas, vamos.

R. Efectivamente. Por eso me gustaba el periodismo deportivo, porque había más libertad. En el otro, tenías que andar con pies de plomo. Por ejemplo, una entrevista al dictador Batista me la cortaron precisamente en El Noticiero. Me lo encontré de casualidad en el Palace, después de que me dejara tirado Alberto Closas.

P. Usted ya hacía Nuevo Periodismo antes del Nuevo Periodismo. ¿Le da rabia que aquí ponderemos tanto a Wolfe, Mailer y compañía y su legado previo a estos pase mucho más inadvertido?

R. No, me importa un pepino. Fue Juan Cueto, creo, el primero que dijo eso. Pero yo no pretendía anticiparme en nada. Me salía así, espontáneamente.

P. A usted no le importa pero sí se puede apreciar cierto papanatismo por lo foráneo en ello, un defecto no infrecuente en España. ¿Qué otros defectos le molestan particularmente de sus compatriotas?

R. Me parece que se habla muy a la ligera de ‘los españoles’, ‘los alemanes’, ‘los franceses’… Es verdad que puede haber algunas constantes culturales comunes, pero yo con las personas voy de una en una. De los ingleses, por ejemplo, me gusta su humor. El carácter de Attenborough… De este no encuentro un equivalente en español. Entre los franceses, destacaría a Brassens, por su sarcasmo y su mirada poética. En tiempos de miseria en España, Francia nos parecía La Meca. Pero ya no es así. Ahora encuentras en todas partes los mismos idiotas, la misma mediocridad galopante porque en los medios prevalecen formas de vida con las que no me identifico nada.

P. Respecto al humor: en España también tenemos un legado humorístico valioso. A bote pronto: las comedias del Siglo de Oro, La Codorniz, Berlanga-Azcona…

R. Pues sí, cierto. La Codorniz, de hecho, me ha influido mucho. Lo que pasa es que el humor español es más explícito, menos de puertas adentro. El otro día vi el Imprescindibles de Ibáñez, que es genial y extraordinario, con una vinculación clara con López Vázquez y compañía, pero su humor es más trepidante, más de golpes, más externo. Prefiero el soterrado.

P. De Barcelona se enamoró casi como si lo hiciera de una mujer. ¿Le parece la ciudad más sensual de España?

R. En su momento, sí. En los 60. Ahora ya no lo sé, yo ya no soy el mismo. Llegué sin nada en los bolsillos y tuve suerte, porque coincidí con los escritores del boom latinoamericano y la Gauche Divine, que me aceptó como a uno más, aunque yo siempre he mantenido distancia respecto a los grupos.

P. De todas formas, buena parte de sus películas las ambienta en su terruño astur. ¿Es el paisaje que más se acerca al de sus sueños?

R. Sí, es lo que más se parece a esa hipotética África de mis sueños, donde había mucha vegetación y tenía el añadido del mar de La isla del tesoro. Allí se da la confluencia de los mitos leídos y el paisaje real.

P. ¿Y con Madrid qué tipo de relación tiene?

R. Para mí Madrid es el territorio de la posguerra: el descampado de la calle Ibiza donde jugábamos al fútbol y había unas cuevas en las que vivían gitanos. Siempre he tenido que salvaguardar (o sacudirme, no sé) esta reminiscencia. Madrid hoy tiene alegría, es una ciudad muy viva, quizá demasiado porque hay demasiada gente.

P. En general, ha eludido los fregaos políticos, al contrario que los compañeros de su gremio, alineados la mayoría con la izquierda. ¿Le da más alergia la política que el realismo?

R. Yo soy socialdemócrata. Pero en mí pesa todavía que mi padre, que lo encerraron por ser socialista nada más, tuviera que firmar una traducción de Melville con pseudónimo. Esto, que no es miedo, me incita a tener cierta cautela. Y luego está mi reticencia a sumarme a oleajes. El bipartidismo me parece un modelo democrático plausible frente a la disgregación, a veces cancerosa. En la política es bueno que pasen las menos cosas posibles. A la derecha la respeto, pero en Vox veo un paso atrás, la vuelta al combate. Su surgimiento me remueve recuerdos como cuando los falangistas entraban en el Liceo Francés, ponían al bibliotecario mirando a la pared y tiraban las máquinas de escribir por las ventanas. Pero si la gente les vota, lo tengo aceptar, qué voy a decir.

P. El éxito parece ahuyentarle también. Le dio esquinazo al teatro y al periodismo, donde podía haber hecho carrera. Y también se lanzó al cine tras un esperanzador arranque en la literatura. ¿Qué le agobia del triunfo?

R. Pues ahora me gustaría tener un poco más de éxito. Pero no es la finalidad. Aunque si me preguntas cuál es la finalidad, pues ni puñetera idea. Eso sí: en el barco este de la isla del tesoro en el que voy sí sé que no quiero encontrar ni el tesoro ni la isla, porque entonces se acabaría el viaje.

P. ¿Y cree que, si Helenio Herrera le hubiera dado la alternativa como entrenador, habría estado a la altura?

R. No, aunque es verdad que se parece un poco a lo de ser director de cine en algunos aspectos que me estimulan, como dirigir a un equipo en pos de un objetivo.

P. A mucha gente de la cultura le preocupa que el fútbol haya calado tanto en la sociedad. ¿A usted qué le parece esta fiebre?

R. A mí lo que me ha asustado siempre es la multitud. Una vez estuvieron a punto de lincharme en un campo de fútbol cuando era periodista. Pero el fútbol, el juego en sí, me gusta, aunque ahora ya no lo veo y he perdido el interés por ver quién gana o quién pierde.

P. La huella de Shakespeare es preeminente en su obra, pero también se puede rastrear la de Cervantes. ¿Los pone a la misma altura a estos dos gigantes?

R. La de Cervantes, curiosamente, es más tardía. Me llega antes el mito que el libro. De hecho, no estoy seguro de haber leído de pe a pa El Quijote. En cambio, he devorado a Shakespeare. En la historia de la literatura hay dos personajes que me han marcado, Hamlet y el Idiota de Dostoievski. Y de Cervantes, más que con su Quijote y su Sancho, me identifico con él mismo, con su vida, tan dura y tan admirable. Shakespeare, por otro lado, consiguió pasar a la historia de la literatura escribiendo teatro. Eso me da la esperanza de que escribiendo guiones se pueda conseguir lo mismo.

P. ¿Diría que vivir es como remar al viento?

R. O contra el viento… [Risas]. Lo de vivir, la verdad, es muy raro. Esa es la sensación que predomina en mí. Y me asombra que no se lo parezca a los demás. Que haya señores y señoras que van a la compra, que hacen sus trabajos, y no encuentren que todo eso es muy raro. Han conseguido la magia de la normalidad. Pero todo esto es rarísimo. Yo reivindicó a Omar Khayyam, el sabio persa, tan olvidado y denostado porque veía en el vino la única solución ante esa extrañeza.

P. Y si vivir es remar contra el viento, ¿morir cómo lo intuye?

R. Joder, no sé… Una vez muerto, debe de ser fácil.

El Oeste como laboratorio: La venganza de Frank James (The Return of Frank James, Fritz Lang, 1940)

Esta película emergió como una gran baza publicitaria para Darryl F. Zanuck y la 20th Century Fox. En primer lugar, porque se trataba de la secuela de un western que había funcionado muy bien, Tierra de audaces (Jesse James, Henry King, 1939), protagonizada por Tyrone Power, basada en la leyenda del famoso pistolero y atracador Jesse James. Y además, porque se anunciaría como el primer western y la primera película en color del «legendario director refugiado alemán (sic) Fritz Lang», cineasta que reiteradamente había manifestado su entusiasmo por el género, lo que venía acreditado por la gran cantidad de volúmenes de su biblioteca personal a él dedicados. «Todo alemán conoce la saga de los Nibelungos tan bien como todo chico de los Estados Unidos conoce el fin de Custer», proclamaba el director vienés, y añadía: «la leyenda del antiguo Oeste es el equivalente americano de los mitos alemanes, como yo los reflejé, por ejemplo, en Los Nibelungos«. La querencia de Lang por el western, sin embargo, era más profunda y personal, y estaba más ligada a sus intereses creativos, tanto temáticos como estilísticos. Sus aspectos legendarios y casi míticos se entrelazaban con las cuestiones de orden político y jurídico tratadas siempre de modo relevante en sus películas. La tensión entre la ausencia de ley y el embrión de un ordenamiento jurídico, entre el estado de naturaleza y el nacimiento de entornos urbanos, la coincidencia temporal y espacial entre justicia privada en forma de venganza y la progresiva implantación de una justicia institucional, y las derivaciones sociales, políticas y culturales que implicó el largo proceso de colonización y conquista del Oeste, con el choque cultural entre el blanco occidental y el nativo, la vertebración territorial de los grandes espacios desérticos y montañosos a través del ferrocarril y el telégrafo, la aparición de nuevos asentamientos, en suma, el hecho fundacional y el gran imaginario cultural como nación de los norteamericanos, alimentado y sostenido en buena parte por la épica y la popularidad de las películas, eran un campo disponible y abierto a la incisiva capacidad del director en la disección de sociedades y estados de ánimo colectivos, al menos en la misma medida en que poco tiempo antes la había desplegado en Alemania. Este encruzamiento y confusión de realidad y ficción, de historia y leyenda, proporcionaban a Lang un inmejorable laboratorio para el análisis y el estudio cinematográfico de los orígenes y la conformación del tejido de una sociedad.

Si de mezclas de realidad y leyenda se trata, la historia de los hermanos James se eleva doblemente a los cielos de la mitología popular, en tanto que celebridades del western surgidas de un contexto muy concreto, la Guerra de Secesión y su pertenencia a las guerrillas de Quantrill, célebre compañía de caballería, más o menos regular, del ejército sudista, famosa por su capacidad para saquear y asesinar tras las líneas de la Unión. De este modo, se suman dos mitologías, la nacional norteamericana como oposición al estado previo (territorio indio, colonias británicas, españolas y francesas) y la particularmente sudista frente a los yanquis, con su propia épica reducida. Esto suponía un fenomenal banco de pruebas para Lang, y lo aprovechó a fondo en esta aproximación, eso sí, respetuosa con el Código de producción, a la figura de Frank James y a los sucesos inmediatamente posteriores al 3 de abril de 1882, fecha del asesinato de su hermano Jesse; la película anterior abarcaba desde la posguerra y el inicio de la construcción del ferrocarril en Missouri, en 1867, hasta ese momento. Ahí nace el carácter legendario del personaje: no se hace forajido por la voluntad de robar y acumular riquezas ajenas sino como respuesta tanto a la derrota ante la Unión, a la ocupación, a la liquidación sistemática y violenta de las últimas unidades guerrilleras sudistas y al injusto orden socioeconómico impuesto por los vencedores a los vencidos, como a los abusos sistemáticos de los agentes del ferrocarril, en su mayoría gente del Norte, sobre las propiedades particulares y las tierras de cultivo de los derrotados del Sur, las expropiaciones de tierras, las compras forzadas a precio de saldo y, en no pocos casos, la extorsión y el hostigamiento autorizado o al menos consentido por las autoridades federales. Los James (y su banda, compuesta por varios grupos de hermanos surgidos del mismo entorno), a través de sus robos de bancos y sus asaltos armados a los trenes, se erigen en una suerte de «Robin Hood del Sur», ya que no se trataría de meros delincuentes con ánimo de lucro sino de resistentes que se oponen a las malas artes de los yanquis por sus propios medios, en una guerra privada que el Sur, como tal, agotado, derrotado y ocupado, ya no se podía permitir. De ahí que la banda y sus miembros sean depositarios del apoyo y el afecto del pueblo y puedan vivir relativamente tranquilos hasta que la traición, auspiciada por las autoridades y el ferrocarril, de uno de los hombres de Jesse acabe con su vida. En este punto, Fran James (Henry Fonda), que desea vivir pacíficamente cultivando sus tierras, debe enfundarse de nuevo el revólver para perseguir a los Ford, John (John Carradine) y Charlie (Charles Tannen), que detenidos por las fuerzas del orden y condenados a muerte son posteriormente indultados por el nuevo Gobernador y recompensados por la muerte del forajido. En compañía de Clem (un Jackie Cooper que había dado el estirón, muy crecidito, solo seis años después de La isla del tesoro de Victor Fleming), sale en busca de la justicia particular, privada, que la ley establecida por el Norte vendedor no le proporciona, y en la tarea se ve respaldado por buena parte sus convecinos, con el antiguo comandante y ahora periodista Rufus Cobb (Henry Hull) a la cabeza.

El retiro de Frank James y su proyecto de venganza particular sirven a Lang para presentar un mosaico inicial del Oeste en el que se dedicará a profundizar y diseccionar en sus siguientes westerns. Conserva el vínculo (incluso mostrando las imágenes del asesinato) con la cinta anterior de King, pero utiliza un lenguaje propio que profundiza tanto en la psicología del protagonista, en sus motivaciones iniciales (el desasosiego motivado por ver en la calle a los asesinos de su hermano, el saber que sus actos venían apoyados desde el poder político y económico, el desgarro interior al tener que recuperar un personaje que él daba por superado y amortizado; un personaje torturado con un poso de amargura y desencanto, repleto de recovecos psíquicos), y en el cambio de temperamento que lo lleva a entregarse al Gobernador) como en el panorama general del Oeste en la década de los ochenta del siglo XIX, con atención primordial a la presencia de las secuelas de la guerra y de las injusticias generadas tanto en aquel momento como en su proyección en los años cuarenta del siglo siguiente, en el estreno. Así, se mantiene la partición de la sociedad en vencedores -jueces, abogados, políticos y autoridades, además de los empresarios del ferrocarril, encabezados por Mc Coy (Donald Meek)- y vencidos -el pueblo llano-, así como la situación de los negros antes de la guerra; si bien han pasado de esclavos a los estadios más bajos de la clase trabajadora asalariada, socialmente siguen siendo un coto aparte, por más que Pinky (Ernest Whitman), el criado de Frank en su granja, se maneje con él con relativa libertad y cercanía (sin obviar el «señor», eso sí, en su trato con el antiguo amo, ahora jefe). El cambio en el interior de Frank (no puede permitir que Pinky, un negro, pague por acciones que no ha cometido), fruto además del naciente romance con la novata periodista Eleanor Stone (Gene Tierney), es personal, no se traslada a una sociedad que continúa siendo esencialmente clasista y racista, y que conserva a un antiguo asaltante de bancos y de trenes como su mayor valedor. A este respecto hay que resaltar que, en cumplimiento de la observancia del Código, que prohibía presentar en positivo a los criminales, Frank James es todo menos un forajido. Es un hombre que ha buscado sinceramente la redención y el encaje en una vida dentro de la ley; al fin y al cabo, y así se dice varias veces a lo largo del metraje, nunca mató a nadie ni se le pueden achacar delitos de sangre. Tal es así que ni siquiera en su venganza se le puede reprochar el empleo de la violencia (Charles Ford sufre un percance accidental, aunque fuera dentro de un tiroteo; Robert Ford muere a manos de Clem, encarnación del idealismo y el tributo a la mitomanía del western, que sí sufre la sentencia del Código). A pesar de sus dudas y tormentos internos, en sus actos exteriores, que son los que cuentan para los demás, este es un héroe de una pieza, siempre irreprochable: en la guerra, con Quantrill; en la rebeldía a la injusticia tras la posguerra; incluso en su forma de ejecutar su venganza, que él provoca pero que ejecuta otro tipo de justicia, que tampoco es la de los hombres, ni mucho menos la de la Unión.

La venganza particular se reconduce a la justicia institucionalizada cuando es Pinky (el único personaje que no tiene nombre y apellidos convencionales, justamente el criado negro) el acusado de las acciones cometidas por Frank y este se entrega para librar a un inocente. Aquí es donde Lang se explaya a gusto en un tema que es muy de su interés. La justicia de la ley, sus procedimientos y liturgias, la letra de sus códigos, su emanación, en cierto modo, del pueblo, que encarnan el juez (antiguo sudista recolocado en el nuevo orden) y el abogado de la acusación (un nordista al servicio del ferrocarril), chocan con la auténtica justicia popular, la que representa el periodista Cobb, que actúa como defensor amateur pero de lo más eficiente, al menos de cara al público del juicio, porque no acude a argumentos legales ni a tecnicismos jurídicos, sino a razones emocionales y al expediente de guerra -y de paz- de Frank James para convencer al jurado. Este encaje entre distintos instintos de justicia se completa con el incipiente auge del periodismo que encarna Eleanor, emancipada hija del dueño de un periódico que se niega a que se dedique a trabajar y quiere para ella el típico destino de esposa pasiva. El viento de modernidad y para la salud democrática de los nuevos territorios que supone la presencia de la prensa choca igualmente con el tradicionalismo conservador del padre y con su determinación de que su hija no trabaje y viva bajo la tutela personal y económica de su futuro marido, es decir, de que se atenga al medio de vida típicamente asignado a las mujeres de buena posición en la buena sociedad del Oeste. Uno de los ejes del cine de Fritz Lang, la tensión entre los viejos y los nuevos tiempos, entre el progreso técnico y los valores tradicionales, adquiere toda su vigencia mediante la observación de algunos de los aspectos más contradictorios (como lo es también la incompatibilidad inicial -no en Estados Unidos- entre violencia y justicia) de la corta historia de su país de adopción.

La película, aun siendo una obra típica de Lang tanto por los temas como por los enfoques, no deja de ser desde otro punto de vista profundamente fordiana, en cuanto a que los westerns de Ford tansitan por ese mismo territorio difuso entre realidad y leyenda, apostanto, sin embargo, como es sabido, por la épica y el mito, es decir, tomando la postura contraria. A esa aparente similitud contribuye que el proyecto se gestara en la Fox de aquellos años y también la aparición de intérpretes frecuentes o presentes en la filmografía contemporánea del cineasta de origen irlandés (Fonda, Tierney, Carradine, Meek…), pero la conclusión de Lang es bastante más pesimista y menos autocomplaciente en cuanto a los efectos positivos de la creación de mitos dentro de una sociedad. La cinta, por último, utiliza esta cuestión para construirse en cierto modo en una reflexión sobre el propio cine como medio para contar historias con repercusiones evidentes en la manera en que las sociedades se perciben a sí mismas. Esto se plasma en la secuencia en la que Frank asiste al teatro para asistir a la representación que los hermanos Ford hacen del episodio en el que mataron al legendario Jesse James. Una reconstrucción destinada a su rehabilitación, cambiando su papel de traidores por el de héroes, suprimiendo el disparo por la espalda y convirtiéndolo en un duelo cara a cara entre las dos parejas de hermanos. Las reacciones del público, abucheando a los bandidos y aplaudiendo a los Ford, muestran la capacidad del espectáculo para alterar la conciencia colectiva y crear estados de opinión, percepción y ánimo, al igual que el propio cine. La reacción de Bob Ford al descubrir a Frank James en el palco, y la de este, que se lanza al escenario del mismo modo que hiciera en su día John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln justo al final de la Guerra de Secesión, termina de completar visualmente, junto con la clamorosa y significativa ausencia del elemento indio en todo el metraje, el puzle a través del cual Fritz Lang examina las inconsistencias, contradicciones y debilidades de su sociedad de acogida, remitiéndose a sus mitos fundacionales pero traduciéndolos a códigos del presente. Una óptica que iba a encontrar su vehículo adecuado de expresión en los siguientes westerns del director pero, sobre todo, en sus magistrales contribuciones al noir.

Lo que da de sí una noche: Al volver a la vida (I walk alone, Byron Haskin, 1948)

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Dice un viejo axioma infalible que la duración de un minuto depende del lado de la puerta del baño en el que estás. En el cine, las nociones de tiempo y espacio se desvanecen, se amoldan a la imaginación, se adaptan a las necesidades del guión y no a la realidad del espectador. El tiempo se estira o se comprime como un chicle, se olvida y se margina, se pierde y se recupera. Un buen ejemplo de esta pérdida del sentido del tiempo, de esta desaparición como referente, es Al volver a la vida (I walk alone, 1948), pieza de cine negro dirigida por Byron Haskin, una de esas presencias llamadas «artesanales» del cine clásico que extendió su trayectoria desde la época muda hasta bien entrados los años sesenta, abordando distintos géneros (con preferencia por el western, la intriga, las aventuras o incluso la ciencia ficción o el personaje de Tarzán) con un buen puñado de títulos conocidos, como por ejemplo La isla del tesoro (Robert Louis Stevenson’s Treasure Island, 1950), producción Disney con Bobby Driscoll, La guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1953) o la dupla de 1954 Su majestad de los mares del sur (His Majesty O’Keefe) y Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle), con Charlton Heston y Eleanor Parker. En este caso, se trata de la adaptación de una obra teatral de Theodore Reeves, y este detalle es quizá el que lastra un tanto el desarrollo excesivamente estático del film. Como contrapunto, la película tiene la virtud de unir por vez primera a Burt Lancaster y Kirk Douglas en la pantalla.

Frankie Madison (Lancaster), un tipo que ha estado encarcelado catorce años, regresa junto a su hermano Dave (Wendell Corey), que sigue trabajando como contable para su antiguo amigo Noll (Douglas), con quien puso en marcha el negocio de contrabando que a él le llevó a prisión y que a Noll (o Dink, como se hacía llamar entonces), en cambio, le valió para ascender socialmente y hacerse propietario de varios clubes nocturnos. Frankie regresa precisamente por eso: en el pacto verbal que hicieron al establecer el plan de huida cuando la policía se les echaba encima, acordaron repartirse la mitad del club que pensaban comprar con los beneficios, y ahora Frankie quiere su parte… Ambos están muy cambiados: Noll pretende pasar por un tipo de mundo, un hombre cosmopolita, refinado, un talento para los negocios y un seductor; no sólo tontea con una mujer rica con la que pretende casarse para dar el braguetazo definitivo, sino que tiene como amante a la cantante de su club, Kay (Lizabeth Scott). Se tiene por un hombre listo que sabe manejar a los otros, y pretende hacer lo mismo con Frankie, en quien percibe la amenaza del rencor y la venganza. Frankie, en cambio, quiere cerrar un capítulo de su vida, el más triste, el más desolador, y empezar de nuevo con su parte de las ganancias de Noll… El choque de trenes está garantizado, y tiene lugar durante una larga noche en un night-club.

Ahí reside la que quizá es la principal objeción al desarrollo del guión de Charles Schnee. Excesivamente respetuosa y deudora de su origen teatral, renunciando, por tanto, a un mayor dinamismo y fluidez en la evolución de la trama y de los personajes, la película concentra toda la acción en una noche, dos a lo sumo, como se ha dicho más arriba, una noche alargada, exprimida, no sólo en cuanto a la narración propiamente dicha, sino al marco en el que transcurre, el espectáculo nocturno de un estilizado cabaret con orquesta, canciones, cena y copas. Continuar leyendo «Lo que da de sí una noche: Al volver a la vida (I walk alone, Byron Haskin, 1948)»

Gloriosa aventura: Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955)

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El gran acierto de Los contrabandistas de Moonfleet, obra maestra del cine de aventuras dirigida por Fritz Lang en 1955, consiste en su capacidad para conjugar en una sola mirada el tratamiento adulto de un drama romántico con ecos del pasado y el descubrimiento, todavía inocente, que supone para un niño su primer acercamiento a la aventura y al mundo de los mayores. De este modo, los avatares de un grupo de bucaneros de la costa inglesa de Dorset se entremezclan con las evoluciones de un jovencito recién llegado que da sus primeros pasos autónomos en la vida, que se inician admirablemente con una zambullida en lo que para cualquier crío sería la apoteosis de la emoción y la diversión: una historia con piratas, barcos hundidos, tesoros enterrados, tabernas de marineros, soldados, duelos a espada, persecuciones a caballo, asaltos a fortalezas, ron a mansalva, mujeres licenciosas y, en el otro lado de la balanza, un ambiente tétrico, una atmósfera cargada de negros presagios, de cementerios derruidos, mansiones abandonadas, jardines devorados por las malas hierbas, panteones lúgubres, páramos desolados y tempestades furibundas que acosan las pesadillas de la madrugada… Todo un desafío para un director que, después de haber sido en Alemania uno de los mayores exponentes de la genialidad de los grandes maestros del cine mudo, labró sus mejores trabajos en Hollywood dentro de los cánones del cine negro.

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En el año de 1757, el pequeño huérfano John Mohune (Jon Whiteley), el último vástago de una noble familia empobrecida y muy venida a menos, llega a la localidad de Moonfleet, un lugar oscuro y deprimente de la zona más accidentada y tempestuosa de la costa sur de Inglaterra, con el objetivo de ponerse bajo la protección de Jeremy Fox (Stewart Granger), un antiguo amigo de su madre recién fallecida, y que, tras años de estancia en las colonias americanas, acaba de instalarse en la antigua mansión familiar de los Mohune. Aunque Fox se codea con la decadente nobleza local, encabezada por Lord Ashwood (George Sanders, en una de sus interpretaciones canónicas), John se da cuenta de inmediato de que guarda tanta o mayor relación con el grupo de rufianes que frecuenta las tabernas portuarias, y más todavía con cualquier mujer que se le pone a tiro, sea la amante que se ha traído desde América, sea la bailaora flamenca que ameniza sus noches de juerga entre amigotes, o bien la propia Lady Ashwood (Joan Greenwood), aunque en realidad no hace ascos a nada que lleve faldas. También se percata de que el magistrado local no es muy favorable a Fox, al que persigue como sospechoso de dirigir una red de contrabandistas de coñac francés entrado ilegalmente en Inglaterra. Por otro lado, John es demasiado joven, quizá, para darse cuenta de que el rechazo de Fox a hacerse cargo de él proviene del dolor, del recuerdo de un amor frustrado en su juventud, y de que la «amistad» entre su madre y Jeremy Fox era otra cosa. Sin embargo, la vieja leyenda de Barbarroja, un antepasado de los Mohune, y del diamante que ocultó en algún lugar de la costa, atraerá mutuamente a Fox y John hasta que, en la catarsis final, el primero se redima y el segundo encuentre su camino.

MOONFLEET-39En una mezcla de tonos y atmósferas que parece reunir las espectrales llanuras de Baskerville de Conan Doyle, los borrascosos torbellinos emocionales de Emily Brontë, La isla del tesoro de Stevenson,  los seres marginales de Dickens y la Posada Jamaica de Daphne du Maurier adaptada por Hitchcock en los años treinta, Lang, que adapta la novela de J. Meade Falkner, construye una atmósfera perturbadora e incómoda, apta para la generación de miedos y pesadillas en la mente de un niño, y que no hace sino acompañar el tormento interior del personaje de Fox, un hombre que vive en continuo conflicto con su presente y su pasado. Continuar leyendo «Gloriosa aventura: Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955)»

Alfred Hitchcock presenta: Posada Jamaica

El hecho de que Posada Jamaica (1939) fuera un mero entretenimiento con el que Alfred Hitchcock mató el tiempo mientras aguardaba a que se resolvieran definitivamente los flecos de su desembarco en Hollywood de la mano de David O. Selznick influyó de manera determinante en el resultado final. De hecho, el gran Hitch nunca quedó plenamente satisfecho de la historia ni del modo de contarla, aunque en ella aparezcan muchas de sus claves como narrador y consiga dotar a un argumento más propio del cine de aventuras de sus habituales gotas de suspense y profundidad psicológica.

Primera adaptación por parte de Hitchcock de una obra de Daphne du Maurier -le seguirían Rebeca (1940) y Los pájaros (1963)-, con guión de Sidney Gilliat y de la colaboradora favorita de Hitch -y probablemente también amor frustrado-, Joan Harrison, la película cuenta la historia de Mary (Maureen O’Hara, que en la práctica debuta en el cine en esta película, si bien del mismo año es su participación en Esmeralda, la zíngara, de William Dieterle, donde también comparte cartel con Charles Laughton), una joven huérfana irlandesa que, a finales del siglo XVIII, viaja a las costas de Cornualles para ponerse bajo la protección de su tía Patience (Marie Ney). Junto a su esposo, Joss (Leslie Banks), Patience regenta una taberna en la costa, la Posada Jamaica del título, que sirve de refugio a aventureros, náufragos, contrabandistas y marinos retirados que viven de recuerdos. También, sin embargo, la taberna es punto de reunión de un grupo de saqueadores, dirigidos por Joss, que manipulan las señales luminosas de la costa a fin de que los barcos colisionen contra las rocas y así, tras acabar a cuchillada limpia con los supervivientes, hacerse con las mercancías que transportan. Como la costa de Cornualles se halla siempre envuelta en fenomenales tormentas y tempestades, nadie sospecha de que se trata de naufragios provocados, y por tanto, la impunidad del grupo es total. Además, saquean barcos muy concretos, siempre buques cargados de riquezas cuyo paso por el lugar conocen gracias al chivatazo de un informador que no falla, un hombre bien posicionado que, en la sombra, maneja al grupo y que con las ganancias de sus actos de piratería intenta paliar las múltiples deudas que su alto tren de vida le proporcionan. Mary descubre el asunto cuando uno de los saqueadores está a punto de ser ajusticiado por los demás acusado de no compartir su parte del botín. Junto al marino, que esconde un secreto trascendental, buscan la protección del juez de paz, Sir Humphrey Pengallan (Charles Laughton), sin sospechar que él tiene más relación con el asunto de lo que creen. Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta: Posada Jamaica»