Apuntes sobre El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939)

 

Además de ser una de las grandes películas de 1939, año que sigue siendo una de las mejores cosechas del cine de todos los tiempos, el de El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), adaptación de la novela de L. Frank Baum de 1900 The Wonderful Wizard of Oz (según se dice, así llamada por la ficha indicadora del orden alfabético del cajón un archivador de su despacho, O-Z, cuando el escritor improvisaba una historia para sus hijos y los amigos de estos), es también uno de los rodajes más míticos, por complejo y accidentado, de la historia de las películas. No se trataba de la primera versión de la novela (ya se habían hecho varios montajes teatrales, en Chicago y Nueva York, entre 1902 y 1911; se había rodado en 1925 una película inspirada en el mundo de Oz, que en la obra del autor ocupaba catorce novelas en el momento de su muerte, impulsada por el hijo de Baum y con un jovencito Oliver Hardy como el Hombre de Hojalata, y en 1933 se hizo una adaptación dibujos animados que no se distribuyó), pero la gran repercusión que el año anterior había tenido la Blancanieves de Disney hizo que la Metro Goldwyn Mayer impulsara el embrión de un proyecto que Arthur Freed tenía pensado para Judy Garland. Superado el primer escollo, la compra de los derechos de la novela, que estaban en posesión de Samuel Goldwyn (el magnate hizo un buen negocio: pagó 14000 dólares por ellos y recibió 75000), Mervyn LeRoy fue puesto al mando de la producción en la Navidad de 1938, con Freed como su segundo, y dio así inicio un largo proceso de siete meses para la configuración del reparto, la escritura del guion, el diseño de producción, la elección del equipo técnico y la caracterización exterior de los personajes.

Más de una docena de guionistas participaron en la elaboración del texto finalmente firmado por Noël Langley, Florence Ryerson y Edgar Alan Wolfe. La indefinición inicial del proyecto (si se trataba o no de un musical y, en caso de ser así, qué estilo habría de tener) propició una serie de desaguisados y propuestas de lo más descabelladas que, felizmente, no gozaron de consideración (hacer de Dorothy una princesa que cantara ópera, que Oz estuviera cruzado por un puente de colores, colocarle a la bruja malvada un hijo tonto, añadir un partenaire masculino de Dorothy según la plantilla del héroe de capa y espada de los cuentos de hadas, introducir una subtrama de rivalidad entre este y el novio granjero de la muchacha…). A Langley se le ocurrió una de las más efectivas claves de la película, que determinados personajes del mundo «real» y del universo paralelo de Oz fueran interpretados por los mismos actores; por otra parte, uno de los guionistas no acreditados, el célebre Herman J. Mankiewicz, sugirió otra de las señas de identidad del filme, el cambio de blanco y negro a color según se tratara del mundo «real» o el de fantasía, ocurrencia que tendría efectos considerables en el desarrollo técnico del rodaje. Por su parte, Arthur Freed y los responsables musicales de la cinta, Herbert Stothart, E.Y. Harburg y Harold Arlen, descartaron la ópera, el swing y las baladas como vehículos musicales de la película y optaron por un repertorio de canciones de aire tradicional integradas en la historia, cuyos números y letras sirvieran para impulsar el desarrollo de la trama.

La conformación del reparto no fue tampoco tarea fácil. Solo Freed defendía su idea primigenia de ofrecer el papel protagonista a Judy Garland, ya que el estudio prefería alquilar la participación de Shirley Temple a la 20th Century Fox y contar con el célebre W. C. Fields en el papel del mago. El elevado coste de alquiler exigido por el estudio rival a cambio de su estrella (que solo tenía 1o años) y sus escasas dotes para el canto, obligaron a hacer caso a la sugerencia de Freed a pesar de que Garland resultaba demasiado mayor, y algo pasada de peso, para representar a la niña de la novela, asimilada a la Alicia de Lewis Carroll. En cuanto al personaje del mago, las altas pretensiones económicas de Fields por su breve participación (150000 dólares) llevaron al estudio a contemplar otras opciones (Ed Wynn, Wallace Beery, Robert Benchley, Victor Moore, Charles Winneger, recalando finalmente el papel en un hombre de la casa, es decir, barato, Frank Morgan. Roy Bolger y Buddy Ebsen intercambiaron sus papeles de Hombre de Hojalata y de Espantapájaros por insistencia del primero, y como León Cobarde, descartada la disparatada ocurrencia de que lo interpretara el mismísimo león de la Metro, se escogió a Bert Lahr, que debía portar un pesado traje de cincuenta kilos de peso. Billie Burke, la viuda del gran Ziegfeld, como Bruja Buena, y Margaret Hamilton, que obtuvo el papel de malvada Bruja del Oeste por delante de Edna May Oliver o Gale Sondergaard, completaron el cuadro de secundarios, sin olvidar a Totó, el terrier escocés que en realidad se llamaba Terry. Para la multitud de munchkins, los duendes o gnomos de Oz, se recurrió a Singer, un empresario de circo, y a un representante que se hacía llamar Coronel Doyle. Rivales ambos en el ambiente del circo, finalmente Doyle logró que se apartara a Singer y él se encargó de reclutar por todo el país a dos centenares actores y figurantes que midieran un máximo de metro cuarenta de altura (son proverbiales las anécdotas, algo exageradas, del bochornoso comportamiento de algunos de estas incorporaciones en el rodaje y en los hoteles donde se alojaban, haciendo necesaria la presencia de la policía y multiplicando las denuncias por comportamiento inmoral: entre ellos había navajeros, proxenetas, borrachos y acosadores, hubo peleas y se organizaron orgías, un agente de policía fue mordido en una pierna, tenían que disponerse agentes en todas las plantas de los hoteles donde se alojaban, se presentaban bebidos y sin dormir en los rodajes…).

Cedric Gibbons, diseñador artístico de la casa, se ocupó de confeccionar los casi setenta decorados y todas las miniaturas necesarios para un rodaje repartido en veintinueve platós, y se estableció que el rodaje se haría en un sistema Technicolor de tres franjas (la película en blanco y negro se proyecta a través de un prisma que segrega los colores primarios, rojo, amarillo y azul) muy costoso y complicado técnicamente (el negativo de la filmación tenía que ser retocado a mano en posproducción para atenuar la fuerza de los colores) que forzaba a emplear una cámara muy voluminosa y una iluminación muy potente, equivalente al de medio centenar de viviendas de tamaño medio, que absorbía con rapidez el oxígeno del plató, lo cual hacía que el rodaje fuera un horno y se tuvieran que abrir las puertas en cada pausa para recuperar una atmósfera habitable. Con los elaborados maquillajes y los laboriosos y pesados trajes y la infraestructura necesaria para los efectos especiales (gelatinas, transparencias, planchas de cristal, pigmentos coloreados para los animales), la experiencia para los intérpretes resultaba de una exigencia rayana en lo insoportable. Con todo, la dificultad mayor fue encontrar un director capaz de dirigir un rodaje que era como un ejército y de impedir que naufragara. El primeramente designado, Norman Taurog (antiguo actor infantil y el director más joven en recibir el Oscar de la Academia), que iba a contar con la ayuda de Busby Berkeley para los numeros musicales, fue reemplazado por Richard Thorpe, cuyo perfil se ajustaba más al tono y el estilo del cine de aventuras. No obstante, los sucesivos retrasos derivados de la complicada técnica de rodaje y de las horas necesarias de maquillaje (la bruja de Margaret Hamilton, por ejemplo, que pasaba horas inmovilizada para maquillarse y desmaquillarse), así como de los accidentes y los imprevistos (la alergia de Ebsen al pigmento metálico del Hombre de Hojalata -tuvo que pasar por una cámara de oxígeno de un hospital- y su sustitución a toda prisa por Jack Healey, un préstamo de emergencia de la 20th Century Fox; el mono volador caído sobre el perrito Terry; el esguince de tobillo de Burke; el efecto pirotécnico que causó quemaduras de segundo grado en las manos y la cabeza de Margaret Hamilton -la toma se mantuvo en el montaje final- y la lesión que provocó a su doble una de las escobas «voladoras»), además del descontento de Mervyn LeRoy ante el material rodado, la caracterización demasiado estilizada de Garland y el excesivo protagonismo concedido en pantalla a Totó, llevaron a al productor a despedir a Thorpe y a sustituirlo por otro director a priori nada adecuado: George Cukor.

Este, que estaba ya supervisando el rodaje de Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939) para David O. Selznick, apenas tuvo tiempo de aportar algo más que dos detalles fundamentales: el primero, la reorganización de todo el material rodado para facilitar el montaje de acuerdo a un ritmo más vivo y a un mejor metraje; el segundo, el cambio de caracterización de Dorothy, pasando de la niña rubia y demasiado exuberante próxima al modelo de la Alicia de Carroll, a la granjera pelirroja con coletas que se ha convertido en un icono. Dedicado finalmente al rodaje para Selznick (del que pronto sería asimismo despedido), la silla de director pasó a Victor Fleming, otra designación discutible, dado el carácter de masculinidad exacerbada con el que dotaba a sus películas de aventuras y a sus cintas de acción. Acompañado de su guionista y amigo John Lee Mahin, que reescribió el guion para que ganara en concreción y dinamismo, fue, sin embargo, una elección perfecta (y eso que debutó de manera polémica: harto de los ataques de risa de Garland ante las cabriolas y chanzas de Bert Lahr, Fleming las cortó de raíz dándole una bofetada delante de todo el equipo para, inmediatamente después, ordenarle a Mahin que le propinara un puñetazo en la nariz, delante de todos, como pago por su mala acción; Garland reaccionó y no volvió a dar ningún problema de disciplina en todo el rodaje, y siempre tuvo palabras amables para Fleming). El nuevo director ayudó a LeRoy a convencer a la Metro de que no cancelara el proyecto, que ya iba camino del millón de dólares de sobrecoste y de los cinco meses de un rodaje inicialmente previsto para entre cuatro y ocho semanas), y cuando, tras filmar el ochenta por ciento del montaje final, abandonó la película para hacerse cargo de la superproducción de Selznick, tomó las riendas de la cinta King Vidor, que filmó las escenas en blanco y negro que transcurren en Kansas, entre ellas el inmortal de la canción Over the Rainbow.

La última batalla, la del montaje, se libró en torno a la conservación o no de esta escena (el estudio quería eliminarla, no entendían qué pintaba la protagonista cantando en un granero, pero Freed y LeRoy la defendieron con uñas y dientes y se salieron con la suya), así como alrededor de detalles como el número musical del León Cobarde, que costó mucho tiempo y dinero filmar y terminó muy recortado. Finalmente, la película supuso un coste de casi tres millones de dólares, más otro en tirada de copias, difusión y publicidad. La recaudación, amplia (poco más de tres millones) no ayudó a recuperar la inversión inicial, y el estudio perdió un cuarto de millón de dólares. No obstante, los sucesivos reestrenos de la película a partir de 1949 no produjeron más que beneficios millonarios, lo que, unido a los derechos televisivos y de reproducción en vídeo y DVD hicieron de la película un buen negocio para la MGM. Un último detalle aleja la película de los prosaicos asuntos monetarios y la arrastra de nuevo al ámbito de la magia: la historia de Dorothy, la niña que que sueña con viajar «más allá del arco iris» y ve su deseo hecho realidad cuando un tornado se la lleva con su perrito al mundo de Oz para encontrarse con la Malvada Bruja del Oeste, la Bruja Buena del Norte (Billie Burke) y el Camino Amarillo que la conduce a la Ciudad Esmeralda, donde vive el todopoderoso Mago de Oz, acompañada de sus nuevos amigos el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León Cobarde (Bert Lahr), que desean que el mago les proporcione, respectivamente, un cerebro, un corazón y el coraje que le falta, encierra un truco postrero, tal vez el mejor de la cinta: entre el guardarropa de segunda mano adquirido por MGM para la película se encontraba la chaqueta que vestía Frank Morgan en su caracterización del mago; en el interior del cuello de la chaqueta, en una etiqueta, el nombre de su anterior propietario: L. Frank Baum. Una vez finalizado el rodaje, el estudio le regaló la chaqueta a la viuda del escritor.

Música para una banda sonora vital: El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939)

En el día que se conmemora el centenario del nacimiento de Judy Garland, nada mejor que recordar este clásico inmortal, Somewhere Over the Rainbow, que sin embargo a punto estuvo de quedarse fuera del montaje final de esta maravillosa película de Victor Fleming basada en el cuento de L. Frank Baum.

El Oeste como laboratorio: La venganza de Frank James (The Return of Frank James, Fritz Lang, 1940)

Esta película emergió como una gran baza publicitaria para Darryl F. Zanuck y la 20th Century Fox. En primer lugar, porque se trataba de la secuela de un western que había funcionado muy bien, Tierra de audaces (Jesse James, Henry King, 1939), protagonizada por Tyrone Power, basada en la leyenda del famoso pistolero y atracador Jesse James. Y además, porque se anunciaría como el primer western y la primera película en color del «legendario director refugiado alemán (sic) Fritz Lang», cineasta que reiteradamente había manifestado su entusiasmo por el género, lo que venía acreditado por la gran cantidad de volúmenes de su biblioteca personal a él dedicados. «Todo alemán conoce la saga de los Nibelungos tan bien como todo chico de los Estados Unidos conoce el fin de Custer», proclamaba el director vienés, y añadía: «la leyenda del antiguo Oeste es el equivalente americano de los mitos alemanes, como yo los reflejé, por ejemplo, en Los Nibelungos«. La querencia de Lang por el western, sin embargo, era más profunda y personal, y estaba más ligada a sus intereses creativos, tanto temáticos como estilísticos. Sus aspectos legendarios y casi míticos se entrelazaban con las cuestiones de orden político y jurídico tratadas siempre de modo relevante en sus películas. La tensión entre la ausencia de ley y el embrión de un ordenamiento jurídico, entre el estado de naturaleza y el nacimiento de entornos urbanos, la coincidencia temporal y espacial entre justicia privada en forma de venganza y la progresiva implantación de una justicia institucional, y las derivaciones sociales, políticas y culturales que implicó el largo proceso de colonización y conquista del Oeste, con el choque cultural entre el blanco occidental y el nativo, la vertebración territorial de los grandes espacios desérticos y montañosos a través del ferrocarril y el telégrafo, la aparición de nuevos asentamientos, en suma, el hecho fundacional y el gran imaginario cultural como nación de los norteamericanos, alimentado y sostenido en buena parte por la épica y la popularidad de las películas, eran un campo disponible y abierto a la incisiva capacidad del director en la disección de sociedades y estados de ánimo colectivos, al menos en la misma medida en que poco tiempo antes la había desplegado en Alemania. Este encruzamiento y confusión de realidad y ficción, de historia y leyenda, proporcionaban a Lang un inmejorable laboratorio para el análisis y el estudio cinematográfico de los orígenes y la conformación del tejido de una sociedad.

Si de mezclas de realidad y leyenda se trata, la historia de los hermanos James se eleva doblemente a los cielos de la mitología popular, en tanto que celebridades del western surgidas de un contexto muy concreto, la Guerra de Secesión y su pertenencia a las guerrillas de Quantrill, célebre compañía de caballería, más o menos regular, del ejército sudista, famosa por su capacidad para saquear y asesinar tras las líneas de la Unión. De este modo, se suman dos mitologías, la nacional norteamericana como oposición al estado previo (territorio indio, colonias británicas, españolas y francesas) y la particularmente sudista frente a los yanquis, con su propia épica reducida. Esto suponía un fenomenal banco de pruebas para Lang, y lo aprovechó a fondo en esta aproximación, eso sí, respetuosa con el Código de producción, a la figura de Frank James y a los sucesos inmediatamente posteriores al 3 de abril de 1882, fecha del asesinato de su hermano Jesse; la película anterior abarcaba desde la posguerra y el inicio de la construcción del ferrocarril en Missouri, en 1867, hasta ese momento. Ahí nace el carácter legendario del personaje: no se hace forajido por la voluntad de robar y acumular riquezas ajenas sino como respuesta tanto a la derrota ante la Unión, a la ocupación, a la liquidación sistemática y violenta de las últimas unidades guerrilleras sudistas y al injusto orden socioeconómico impuesto por los vencedores a los vencidos, como a los abusos sistemáticos de los agentes del ferrocarril, en su mayoría gente del Norte, sobre las propiedades particulares y las tierras de cultivo de los derrotados del Sur, las expropiaciones de tierras, las compras forzadas a precio de saldo y, en no pocos casos, la extorsión y el hostigamiento autorizado o al menos consentido por las autoridades federales. Los James (y su banda, compuesta por varios grupos de hermanos surgidos del mismo entorno), a través de sus robos de bancos y sus asaltos armados a los trenes, se erigen en una suerte de «Robin Hood del Sur», ya que no se trataría de meros delincuentes con ánimo de lucro sino de resistentes que se oponen a las malas artes de los yanquis por sus propios medios, en una guerra privada que el Sur, como tal, agotado, derrotado y ocupado, ya no se podía permitir. De ahí que la banda y sus miembros sean depositarios del apoyo y el afecto del pueblo y puedan vivir relativamente tranquilos hasta que la traición, auspiciada por las autoridades y el ferrocarril, de uno de los hombres de Jesse acabe con su vida. En este punto, Fran James (Henry Fonda), que desea vivir pacíficamente cultivando sus tierras, debe enfundarse de nuevo el revólver para perseguir a los Ford, John (John Carradine) y Charlie (Charles Tannen), que detenidos por las fuerzas del orden y condenados a muerte son posteriormente indultados por el nuevo Gobernador y recompensados por la muerte del forajido. En compañía de Clem (un Jackie Cooper que había dado el estirón, muy crecidito, solo seis años después de La isla del tesoro de Victor Fleming), sale en busca de la justicia particular, privada, que la ley establecida por el Norte vendedor no le proporciona, y en la tarea se ve respaldado por buena parte sus convecinos, con el antiguo comandante y ahora periodista Rufus Cobb (Henry Hull) a la cabeza.

El retiro de Frank James y su proyecto de venganza particular sirven a Lang para presentar un mosaico inicial del Oeste en el que se dedicará a profundizar y diseccionar en sus siguientes westerns. Conserva el vínculo (incluso mostrando las imágenes del asesinato) con la cinta anterior de King, pero utiliza un lenguaje propio que profundiza tanto en la psicología del protagonista, en sus motivaciones iniciales (el desasosiego motivado por ver en la calle a los asesinos de su hermano, el saber que sus actos venían apoyados desde el poder político y económico, el desgarro interior al tener que recuperar un personaje que él daba por superado y amortizado; un personaje torturado con un poso de amargura y desencanto, repleto de recovecos psíquicos), y en el cambio de temperamento que lo lleva a entregarse al Gobernador) como en el panorama general del Oeste en la década de los ochenta del siglo XIX, con atención primordial a la presencia de las secuelas de la guerra y de las injusticias generadas tanto en aquel momento como en su proyección en los años cuarenta del siglo siguiente, en el estreno. Así, se mantiene la partición de la sociedad en vencedores -jueces, abogados, políticos y autoridades, además de los empresarios del ferrocarril, encabezados por Mc Coy (Donald Meek)- y vencidos -el pueblo llano-, así como la situación de los negros antes de la guerra; si bien han pasado de esclavos a los estadios más bajos de la clase trabajadora asalariada, socialmente siguen siendo un coto aparte, por más que Pinky (Ernest Whitman), el criado de Frank en su granja, se maneje con él con relativa libertad y cercanía (sin obviar el «señor», eso sí, en su trato con el antiguo amo, ahora jefe). El cambio en el interior de Frank (no puede permitir que Pinky, un negro, pague por acciones que no ha cometido), fruto además del naciente romance con la novata periodista Eleanor Stone (Gene Tierney), es personal, no se traslada a una sociedad que continúa siendo esencialmente clasista y racista, y que conserva a un antiguo asaltante de bancos y de trenes como su mayor valedor. A este respecto hay que resaltar que, en cumplimiento de la observancia del Código, que prohibía presentar en positivo a los criminales, Frank James es todo menos un forajido. Es un hombre que ha buscado sinceramente la redención y el encaje en una vida dentro de la ley; al fin y al cabo, y así se dice varias veces a lo largo del metraje, nunca mató a nadie ni se le pueden achacar delitos de sangre. Tal es así que ni siquiera en su venganza se le puede reprochar el empleo de la violencia (Charles Ford sufre un percance accidental, aunque fuera dentro de un tiroteo; Robert Ford muere a manos de Clem, encarnación del idealismo y el tributo a la mitomanía del western, que sí sufre la sentencia del Código). A pesar de sus dudas y tormentos internos, en sus actos exteriores, que son los que cuentan para los demás, este es un héroe de una pieza, siempre irreprochable: en la guerra, con Quantrill; en la rebeldía a la injusticia tras la posguerra; incluso en su forma de ejecutar su venganza, que él provoca pero que ejecuta otro tipo de justicia, que tampoco es la de los hombres, ni mucho menos la de la Unión.

La venganza particular se reconduce a la justicia institucionalizada cuando es Pinky (el único personaje que no tiene nombre y apellidos convencionales, justamente el criado negro) el acusado de las acciones cometidas por Frank y este se entrega para librar a un inocente. Aquí es donde Lang se explaya a gusto en un tema que es muy de su interés. La justicia de la ley, sus procedimientos y liturgias, la letra de sus códigos, su emanación, en cierto modo, del pueblo, que encarnan el juez (antiguo sudista recolocado en el nuevo orden) y el abogado de la acusación (un nordista al servicio del ferrocarril), chocan con la auténtica justicia popular, la que representa el periodista Cobb, que actúa como defensor amateur pero de lo más eficiente, al menos de cara al público del juicio, porque no acude a argumentos legales ni a tecnicismos jurídicos, sino a razones emocionales y al expediente de guerra -y de paz- de Frank James para convencer al jurado. Este encaje entre distintos instintos de justicia se completa con el incipiente auge del periodismo que encarna Eleanor, emancipada hija del dueño de un periódico que se niega a que se dedique a trabajar y quiere para ella el típico destino de esposa pasiva. El viento de modernidad y para la salud democrática de los nuevos territorios que supone la presencia de la prensa choca igualmente con el tradicionalismo conservador del padre y con su determinación de que su hija no trabaje y viva bajo la tutela personal y económica de su futuro marido, es decir, de que se atenga al medio de vida típicamente asignado a las mujeres de buena posición en la buena sociedad del Oeste. Uno de los ejes del cine de Fritz Lang, la tensión entre los viejos y los nuevos tiempos, entre el progreso técnico y los valores tradicionales, adquiere toda su vigencia mediante la observación de algunos de los aspectos más contradictorios (como lo es también la incompatibilidad inicial -no en Estados Unidos- entre violencia y justicia) de la corta historia de su país de adopción.

La película, aun siendo una obra típica de Lang tanto por los temas como por los enfoques, no deja de ser desde otro punto de vista profundamente fordiana, en cuanto a que los westerns de Ford tansitan por ese mismo territorio difuso entre realidad y leyenda, apostanto, sin embargo, como es sabido, por la épica y el mito, es decir, tomando la postura contraria. A esa aparente similitud contribuye que el proyecto se gestara en la Fox de aquellos años y también la aparición de intérpretes frecuentes o presentes en la filmografía contemporánea del cineasta de origen irlandés (Fonda, Tierney, Carradine, Meek…), pero la conclusión de Lang es bastante más pesimista y menos autocomplaciente en cuanto a los efectos positivos de la creación de mitos dentro de una sociedad. La cinta, por último, utiliza esta cuestión para construirse en cierto modo en una reflexión sobre el propio cine como medio para contar historias con repercusiones evidentes en la manera en que las sociedades se perciben a sí mismas. Esto se plasma en la secuencia en la que Frank asiste al teatro para asistir a la representación que los hermanos Ford hacen del episodio en el que mataron al legendario Jesse James. Una reconstrucción destinada a su rehabilitación, cambiando su papel de traidores por el de héroes, suprimiendo el disparo por la espalda y convirtiéndolo en un duelo cara a cara entre las dos parejas de hermanos. Las reacciones del público, abucheando a los bandidos y aplaudiendo a los Ford, muestran la capacidad del espectáculo para alterar la conciencia colectiva y crear estados de opinión, percepción y ánimo, al igual que el propio cine. La reacción de Bob Ford al descubrir a Frank James en el palco, y la de este, que se lanza al escenario del mismo modo que hiciera en su día John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln justo al final de la Guerra de Secesión, termina de completar visualmente, junto con la clamorosa y significativa ausencia del elemento indio en todo el metraje, el puzle a través del cual Fritz Lang examina las inconsistencias, contradicciones y debilidades de su sociedad de acogida, remitiéndose a sus mitos fundacionales pero traduciéndolos a códigos del presente. Una óptica que iba a encontrar su vehículo adecuado de expresión en los siguientes westerns del director pero, sobre todo, en sus magistrales contribuciones al noir.

De cine y literatura, de elefantes y de surf

GRANDES AMORES, GRANDES PASIONES: DEBORAH KERR Y PETER VIERTEL

Las de su salón eran, en expresión de Billy Wilder, las mejores butacas de California. John Huston, citado por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la época macarthista para ser interrogado, entre otras cosas, respecto a lo que allí ocurría, declaró que se trataba de una de las personas más hospitalarias y generosas que había conocido.

El hogar de Salomea Steuermann, Salka Viertel, en el 165 de Mabery Road, Santa Mónica, fue centro de acogida y encuentro de exiliados europeos, gente del cine e intelectuales de paso por Hollywood durante el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, algo así como lo que la mansión de Charles Chaplin (The House of Spain, en palabras de Scott Fitzgerald) supuso para los españoles que acudieron a la llamada de los grandes estudios para rodar talkies (las versiones de las películas en otros idiomas, práctica previa a la instauración del doblaje). Greta Garbo, Marlene Dietrich, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, André Malraux, Sergei M. Eisenstein, Billy Wilder, Sam Spiegel, Christopher Isherwood, Irwin Shaw, John Huston, James Agee, Katharine Hepburn, Norman Mailer… Todos ellos frecuentaron las tertulias dominicales en casa de los Viertel y se deshicieron en elogios cantando las alabanzas de su anfitriona, auténtica alma máter de aquella burbuja cultural surgida junto a las soleadas playas californianas.

Berthold y Salka Viertel se instalaron en Hollywood atraídos nada menos que por B. P. Schulberg, entonces dueño de la Paramount, padre de Budd Schulberg, periodista y escritor célebre por ser autor del reportaje y la novela que dieron origen a La ley del silencio (Elia Kazan, 1954) y por ser la última persona que estuvo a solas con Robert Kennedy antes de su asesinato en 1968, y cuñado del agente de actores e intérprete Sam Jaffe, conocido por sus personajes en Gunga Din (George Stevens, 1939) o La jungla de asfalto (John Huston, 1950). Los Viertel formaron parte aquella oleada de profesionales y de intelectuales centroeuropeos que irrumpió en Hollywood en aquellos años, que tanto harían por el cine americano y que tan decisivos resultarían en el tránsito del mudo al sonoro. Ambos eran oriundos del Imperio austrohúngaro y pertenecientes al mundo de la cultura, la literatura, el teatro y el cine, Berthold como poeta y director cinematográfico y teatral, y Salka como actriz y guionista. Hija de un abogado judío, crecida en un ambiente acomodado, políglota y culto, Salka Steuermann comenzó su carrera de actriz a los 21 años, en 1910, y en Berlín, Viena, Dresde o Praga se codeó con Max Reinhardt, Bertolt Brecht, Oskar Kokoschka, Rainer Maria Rilke, Franz Kafka o su futuro marido, Berthold Viertel. Tras su llegada a Hollywood en 1928, Berthold trabajó para Paramount, Fox y Warner Bros. adaptando para el público alemán películas en lengua inglesa y colaborando con el maestro F. W. Murnau en los guiones de algunos de sus proyectos en América, como Los cuatro diablos (1928) y El pan nuestro de cada día (1930), antes de iniciar su propia carrera en Hollywood como director con un puñado de películas de las que la más estimables son las últimas, producidas en el Reino Unido, en especial Rhodes el conquistador (1936), epopeya protagonizada por Walter Huston (padre del guionista y director John Huston) sobre el famoso colonizador de África del Sur. Por su parte, Salka Viertel coescribió varios guiones y actuó en algunas películas (en general, talkies para el público alemán) como Anna Christie, adaptación de la obra de Eugene O’Neill en la que intervino junto a Greta Garbo. Precisamente, en 1931 fue Salka Viertel quien le presentó a Garbo a la escritora Mercedes de Acosta, con la que mantuvo una larga y accidentada relación sentimental. Continuar leyendo «De cine y literatura, de elefantes y de surf»

Música para una banda sonora vital – Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming, 1939)

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Obra maestra por antonomasia de la música para el cine, creada para la inmortalidad por Max Steiner. Sin más comentarios.

Vidas de película – Val Lewton

Vladimir Leventon nació el 7 de mayo de 1904 en Yalta (Ucrania), ciudad que pasaría a la posteridad cuatro décadas más tarde por ser uno de los lugares de encuentro de Stalin, Roosevelt y Churchill en su labor de estrategia contra Hitler.

Sobrino de la estrella de teatro y del cine mudo Alla Nazimova (quien le sugirió el cambio de nombre), junto a su madre y su hermana se afincó en Estados Unidos a partir de 1909. Curtido en Nueva York como periodista y escritor de relatos y novelas (al parecer manejaba una amplia gama de pseudónimos a través de los cuales ocultar una prolífica producción de obras y títulos en los más variopintos géneros), su salto a Hollywood se produjo, como en tantos otros casos, de la mano de David O. Selznick, que se lo llevó a California para trabajar como guionista y montador, a menudo bajo el nombre de Carlos Keith. Durante este tiempo, no solo colaboró con Selznick para llevar a Estados Unidos a Ingrid Bergman o Alfred Hitchcock, sino que también colaboró en la supervisión de guiones de obras maestras tales como Historia de dos ciudades (A tale of two cities, Jack Conway, 1935) o Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming, 1939). Sin embargo, la falta de libertad bajo las órdenes de Selznick y las ansias de crear productos propios sin tutelas ni decisiones superiores le llevaron a aceptar la oferta de RKO para convertirse en supervisor de la producción de su serie B.

En esta faceta destacaría irreversiblemente, derivando en un fenomenal productor de películas de terror, intriga y misterio con presupuestos limitados, y tutelando los trabajos de directores como Mark Robson, Jacques Tourneur o Robert Wise. En títulos como La mujer pantera (Cat people, 1942), Yo anduve con un zombi (I walked with a zombie, 1943) o El hombre leopardo (The leopard man, 1943), Lewton dejó clara su capacidad como creador de atmósferas sugerentes, opresivas, absorbentes e incómodas, que en sus películas tenían más importancia que los giros de guión forzados o la exposición gratuita del morbo o de la violencia desagradable.

Además de esta excepcional tripleta de filmes de serie B, Lewton produjo también para Mark Robson La séptima víctima (The seventh victim), El barco fantasma (The ghost ship), ambas de 1943, La isla de los muertos (Isle of the dead, 1945) o Bedlam (1946), estas dos últimas con Boris Karloff. Con Karloff y Robert Wise, montador de algunas de sus mejores obras, también produciría El ladrón de cadáveres (The body snatcher, 1945). Wise dirigiría también la continuación de una de las mejores obras de Lewton, La maldición de la mujer pantera (The curse of the cat people, 1944), y, el mismo año, el bélico de época Mademoiselle Fifi. Tras esta fértil época en la producción, Lewton dejaría la RKO y trabajaría en estudios como Universal o Columbia.

Val Lewton falleció el 14 de marzo de 1951, a punto de cumplir 47 años, tras un ataque cardíaco.

Vidas de película – Leslie Howard

En este caso, habría que titular la sección Muertes de película (sería sin duda más curiosa y más «exitosa» de lo corriente).

Leslie Howard Stainer forma parte del club de ilustres cineastas e intérpretes hollywoodienses de ascendencia húngara, si bien nació en Forest Hill, en un distrito de Londres, en 1893. De empleado de banca y actor de teatro en sus inicios derivó en los años 30 en una de las máximas estrellas del cine, archiconocido a nivel mundial, fama y repercusión que alcanzarían la inmortalidad al dar vida a Ashley Wilkes en Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming-David O. Selznick, 1939).

Antes de eso, su carrera durante los años 30 fue una continua sucesión de éxitos. Desde La llama eterna (Smilin’ through, Sidney Franklin, 1932), con Norma Shearer y Fredric March, La plaza de Berkeley (Berkeley square, Frank Lloyd, 1933) y la versión que George Cukor dirigió de Romeo y Julieta en 1936 hasta el cuarteto de sus películas más populares o recordadas de esa década junto a la epopeya sureña de Selznick, La pimpinela escarlata (The scarlet pimpernel, Harold Young, 1934), rodada en Gran Bretaña junto a Merle Oberon, la magistral Cautivo del deseo (Of human bondage, John Cromwell, 1934), junto a una excepcional Bette Davis, El bosque petrificado (The petrified forest, Archie L. Mayo, 1936), de nuevo con la Davis y con Humphrey Bogart, y Pigmalión (Pygmalion, 1938), codirigida por el actor junto a Anthony Asquith.

El año de su consagración protagonizó además la versión norteamericana de la cinta sueca de Gustaf Molander Intermezzo (Gregory Ratoff, 1939), primera cinta americana de Ingrid Bergman, y comenzó los cuarenta dirigiendo dos películas, una secuela moderna de La pimpinela escarlata y la biografía de un famoso diseñador aeronáutico de la época.

Paradójicamente, el 1 de julio de 1943 el actor viajaba en un avión que cubría la ruta Londres-Lisboa cuando éste fue atacado y derribado por la aviación alemana. Al parecer, los alemanes creían que a bordo se encontraba el Primer Ministro británico Winston Churchill camino del norte de África. No hubo supervivientes.