Apuntes sobre El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939)

 

Además de ser una de las grandes películas de 1939, año que sigue siendo una de las mejores cosechas del cine de todos los tiempos, el de El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), adaptación de la novela de L. Frank Baum de 1900 The Wonderful Wizard of Oz (según se dice, así llamada por la ficha indicadora del orden alfabético del cajón un archivador de su despacho, O-Z, cuando el escritor improvisaba una historia para sus hijos y los amigos de estos), es también uno de los rodajes más míticos, por complejo y accidentado, de la historia de las películas. No se trataba de la primera versión de la novela (ya se habían hecho varios montajes teatrales, en Chicago y Nueva York, entre 1902 y 1911; se había rodado en 1925 una película inspirada en el mundo de Oz, que en la obra del autor ocupaba catorce novelas en el momento de su muerte, impulsada por el hijo de Baum y con un jovencito Oliver Hardy como el Hombre de Hojalata, y en 1933 se hizo una adaptación dibujos animados que no se distribuyó), pero la gran repercusión que el año anterior había tenido la Blancanieves de Disney hizo que la Metro Goldwyn Mayer impulsara el embrión de un proyecto que Arthur Freed tenía pensado para Judy Garland. Superado el primer escollo, la compra de los derechos de la novela, que estaban en posesión de Samuel Goldwyn (el magnate hizo un buen negocio: pagó 14000 dólares por ellos y recibió 75000), Mervyn LeRoy fue puesto al mando de la producción en la Navidad de 1938, con Freed como su segundo, y dio así inicio un largo proceso de siete meses para la configuración del reparto, la escritura del guion, el diseño de producción, la elección del equipo técnico y la caracterización exterior de los personajes.

Más de una docena de guionistas participaron en la elaboración del texto finalmente firmado por Noël Langley, Florence Ryerson y Edgar Alan Wolfe. La indefinición inicial del proyecto (si se trataba o no de un musical y, en caso de ser así, qué estilo habría de tener) propició una serie de desaguisados y propuestas de lo más descabelladas que, felizmente, no gozaron de consideración (hacer de Dorothy una princesa que cantara ópera, que Oz estuviera cruzado por un puente de colores, colocarle a la bruja malvada un hijo tonto, añadir un partenaire masculino de Dorothy según la plantilla del héroe de capa y espada de los cuentos de hadas, introducir una subtrama de rivalidad entre este y el novio granjero de la muchacha…). A Langley se le ocurrió una de las más efectivas claves de la película, que determinados personajes del mundo «real» y del universo paralelo de Oz fueran interpretados por los mismos actores; por otra parte, uno de los guionistas no acreditados, el célebre Herman J. Mankiewicz, sugirió otra de las señas de identidad del filme, el cambio de blanco y negro a color según se tratara del mundo «real» o el de fantasía, ocurrencia que tendría efectos considerables en el desarrollo técnico del rodaje. Por su parte, Arthur Freed y los responsables musicales de la cinta, Herbert Stothart, E.Y. Harburg y Harold Arlen, descartaron la ópera, el swing y las baladas como vehículos musicales de la película y optaron por un repertorio de canciones de aire tradicional integradas en la historia, cuyos números y letras sirvieran para impulsar el desarrollo de la trama.

La conformación del reparto no fue tampoco tarea fácil. Solo Freed defendía su idea primigenia de ofrecer el papel protagonista a Judy Garland, ya que el estudio prefería alquilar la participación de Shirley Temple a la 20th Century Fox y contar con el célebre W. C. Fields en el papel del mago. El elevado coste de alquiler exigido por el estudio rival a cambio de su estrella (que solo tenía 1o años) y sus escasas dotes para el canto, obligaron a hacer caso a la sugerencia de Freed a pesar de que Garland resultaba demasiado mayor, y algo pasada de peso, para representar a la niña de la novela, asimilada a la Alicia de Lewis Carroll. En cuanto al personaje del mago, las altas pretensiones económicas de Fields por su breve participación (150000 dólares) llevaron al estudio a contemplar otras opciones (Ed Wynn, Wallace Beery, Robert Benchley, Victor Moore, Charles Winneger, recalando finalmente el papel en un hombre de la casa, es decir, barato, Frank Morgan. Roy Bolger y Buddy Ebsen intercambiaron sus papeles de Hombre de Hojalata y de Espantapájaros por insistencia del primero, y como León Cobarde, descartada la disparatada ocurrencia de que lo interpretara el mismísimo león de la Metro, se escogió a Bert Lahr, que debía portar un pesado traje de cincuenta kilos de peso. Billie Burke, la viuda del gran Ziegfeld, como Bruja Buena, y Margaret Hamilton, que obtuvo el papel de malvada Bruja del Oeste por delante de Edna May Oliver o Gale Sondergaard, completaron el cuadro de secundarios, sin olvidar a Totó, el terrier escocés que en realidad se llamaba Terry. Para la multitud de munchkins, los duendes o gnomos de Oz, se recurrió a Singer, un empresario de circo, y a un representante que se hacía llamar Coronel Doyle. Rivales ambos en el ambiente del circo, finalmente Doyle logró que se apartara a Singer y él se encargó de reclutar por todo el país a dos centenares actores y figurantes que midieran un máximo de metro cuarenta de altura (son proverbiales las anécdotas, algo exageradas, del bochornoso comportamiento de algunos de estas incorporaciones en el rodaje y en los hoteles donde se alojaban, haciendo necesaria la presencia de la policía y multiplicando las denuncias por comportamiento inmoral: entre ellos había navajeros, proxenetas, borrachos y acosadores, hubo peleas y se organizaron orgías, un agente de policía fue mordido en una pierna, tenían que disponerse agentes en todas las plantas de los hoteles donde se alojaban, se presentaban bebidos y sin dormir en los rodajes…).

Cedric Gibbons, diseñador artístico de la casa, se ocupó de confeccionar los casi setenta decorados y todas las miniaturas necesarios para un rodaje repartido en veintinueve platós, y se estableció que el rodaje se haría en un sistema Technicolor de tres franjas (la película en blanco y negro se proyecta a través de un prisma que segrega los colores primarios, rojo, amarillo y azul) muy costoso y complicado técnicamente (el negativo de la filmación tenía que ser retocado a mano en posproducción para atenuar la fuerza de los colores) que forzaba a emplear una cámara muy voluminosa y una iluminación muy potente, equivalente al de medio centenar de viviendas de tamaño medio, que absorbía con rapidez el oxígeno del plató, lo cual hacía que el rodaje fuera un horno y se tuvieran que abrir las puertas en cada pausa para recuperar una atmósfera habitable. Con los elaborados maquillajes y los laboriosos y pesados trajes y la infraestructura necesaria para los efectos especiales (gelatinas, transparencias, planchas de cristal, pigmentos coloreados para los animales), la experiencia para los intérpretes resultaba de una exigencia rayana en lo insoportable. Con todo, la dificultad mayor fue encontrar un director capaz de dirigir un rodaje que era como un ejército y de impedir que naufragara. El primeramente designado, Norman Taurog (antiguo actor infantil y el director más joven en recibir el Oscar de la Academia), que iba a contar con la ayuda de Busby Berkeley para los numeros musicales, fue reemplazado por Richard Thorpe, cuyo perfil se ajustaba más al tono y el estilo del cine de aventuras. No obstante, los sucesivos retrasos derivados de la complicada técnica de rodaje y de las horas necesarias de maquillaje (la bruja de Margaret Hamilton, por ejemplo, que pasaba horas inmovilizada para maquillarse y desmaquillarse), así como de los accidentes y los imprevistos (la alergia de Ebsen al pigmento metálico del Hombre de Hojalata -tuvo que pasar por una cámara de oxígeno de un hospital- y su sustitución a toda prisa por Jack Healey, un préstamo de emergencia de la 20th Century Fox; el mono volador caído sobre el perrito Terry; el esguince de tobillo de Burke; el efecto pirotécnico que causó quemaduras de segundo grado en las manos y la cabeza de Margaret Hamilton -la toma se mantuvo en el montaje final- y la lesión que provocó a su doble una de las escobas «voladoras»), además del descontento de Mervyn LeRoy ante el material rodado, la caracterización demasiado estilizada de Garland y el excesivo protagonismo concedido en pantalla a Totó, llevaron a al productor a despedir a Thorpe y a sustituirlo por otro director a priori nada adecuado: George Cukor.

Este, que estaba ya supervisando el rodaje de Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939) para David O. Selznick, apenas tuvo tiempo de aportar algo más que dos detalles fundamentales: el primero, la reorganización de todo el material rodado para facilitar el montaje de acuerdo a un ritmo más vivo y a un mejor metraje; el segundo, el cambio de caracterización de Dorothy, pasando de la niña rubia y demasiado exuberante próxima al modelo de la Alicia de Carroll, a la granjera pelirroja con coletas que se ha convertido en un icono. Dedicado finalmente al rodaje para Selznick (del que pronto sería asimismo despedido), la silla de director pasó a Victor Fleming, otra designación discutible, dado el carácter de masculinidad exacerbada con el que dotaba a sus películas de aventuras y a sus cintas de acción. Acompañado de su guionista y amigo John Lee Mahin, que reescribió el guion para que ganara en concreción y dinamismo, fue, sin embargo, una elección perfecta (y eso que debutó de manera polémica: harto de los ataques de risa de Garland ante las cabriolas y chanzas de Bert Lahr, Fleming las cortó de raíz dándole una bofetada delante de todo el equipo para, inmediatamente después, ordenarle a Mahin que le propinara un puñetazo en la nariz, delante de todos, como pago por su mala acción; Garland reaccionó y no volvió a dar ningún problema de disciplina en todo el rodaje, y siempre tuvo palabras amables para Fleming). El nuevo director ayudó a LeRoy a convencer a la Metro de que no cancelara el proyecto, que ya iba camino del millón de dólares de sobrecoste y de los cinco meses de un rodaje inicialmente previsto para entre cuatro y ocho semanas), y cuando, tras filmar el ochenta por ciento del montaje final, abandonó la película para hacerse cargo de la superproducción de Selznick, tomó las riendas de la cinta King Vidor, que filmó las escenas en blanco y negro que transcurren en Kansas, entre ellas el inmortal de la canción Over the Rainbow.

La última batalla, la del montaje, se libró en torno a la conservación o no de esta escena (el estudio quería eliminarla, no entendían qué pintaba la protagonista cantando en un granero, pero Freed y LeRoy la defendieron con uñas y dientes y se salieron con la suya), así como alrededor de detalles como el número musical del León Cobarde, que costó mucho tiempo y dinero filmar y terminó muy recortado. Finalmente, la película supuso un coste de casi tres millones de dólares, más otro en tirada de copias, difusión y publicidad. La recaudación, amplia (poco más de tres millones) no ayudó a recuperar la inversión inicial, y el estudio perdió un cuarto de millón de dólares. No obstante, los sucesivos reestrenos de la película a partir de 1949 no produjeron más que beneficios millonarios, lo que, unido a los derechos televisivos y de reproducción en vídeo y DVD hicieron de la película un buen negocio para la MGM. Un último detalle aleja la película de los prosaicos asuntos monetarios y la arrastra de nuevo al ámbito de la magia: la historia de Dorothy, la niña que que sueña con viajar «más allá del arco iris» y ve su deseo hecho realidad cuando un tornado se la lleva con su perrito al mundo de Oz para encontrarse con la Malvada Bruja del Oeste, la Bruja Buena del Norte (Billie Burke) y el Camino Amarillo que la conduce a la Ciudad Esmeralda, donde vive el todopoderoso Mago de Oz, acompañada de sus nuevos amigos el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León Cobarde (Bert Lahr), que desean que el mago les proporcione, respectivamente, un cerebro, un corazón y el coraje que le falta, encierra un truco postrero, tal vez el mejor de la cinta: entre el guardarropa de segunda mano adquirido por MGM para la película se encontraba la chaqueta que vestía Frank Morgan en su caracterización del mago; en el interior del cuello de la chaqueta, en una etiqueta, el nombre de su anterior propietario: L. Frank Baum. Una vez finalizado el rodaje, el estudio le regaló la chaqueta a la viuda del escritor.

Música para una banda sonora vital – La música de Miklós Rózsa

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Merecido recuerdo a uno de los más grandes compositores del cine, Miklós Rózsa (1907-1995). El músico húngaro se ubica dentro de la tradición postromántica, con un desbordante poder melódico, contrapuntístico y cromático propio de la tradición musical húngara de compositores como Béla Bartók o Zoltán Kodály, a lo que se une una suntuosa orquestación de pompa y fanfarria al más puro estilo wagneriano. Es la influencia de Wagner la que condiciona su forma de abordar la música cinematográfica: uso del leitmotiv para personajes y situaciones, y de la melodía continua. En el cine compuso música para Alfred Hitchcock, William Wyler, Michael Powell, Richard Thorpe, Joseph L. Mankiewicz, Fritz Lang, Mervyn LeRoy, George Sidney, Billy Wilder o Anthony Mann. A continuación, algunas de sus más características partituras, una detrás de otra y sin cortes publicitarios.

Vidas de película – John Ireland

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El canadiense John Ireland, nacido en Vancouver en 1914, pasa por ser, junto con Errol Flynn, uno de los actores mejor dotados de la historia de Hollywood (y no precisamente en lo que a cualidades dramáticas se refiere…). Sea como fuere, John Ireland atesora una extensísima carrera como actor de cine y televisión, en especial como villano, esbirro y matón en toda clase de producciones de cine negro, western y cintas bélicas.

Sin embargo, y tras sus comienzos como nadador en espectáculos acuáticos, su salto al teatro fue para interpretar nada menos que a William Shakespeare. Su primera película fue la bélica Un paseo bajo el sol (A walk in the sun, Lewis Milestone, 1945), y de inmediato pasó al otro género en el que trabajó asiduamente, el western, nada menos que con Pasión de los fuertes (My darling Clementine, John Ford, 1946). Además de participar en algunos de los hoy olvidados pero más que estimables primeros films noirs del cineasta Anthony Mann, Ireland apareció en las espléndidas Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948) y El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949), en ambas junto a la que se convertiría en su primera esposa, la actriz Joanne Dru (estuvo casado dos veces más, también con actrices). Junto a ella trabajó en cuatro películas más, sobre todo westerns, antes de su divorcio en 1957. La más memorable de aquellas cintas es El valle de la venganza (Vengeance valley, Richard Thorpe, 1951), junto a Burt Lancaster y Robert Walker.

En la siguiente década, formó parte de otro western basado en el famoso tiroteo de Tombstone, Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957), y es una de las más estimables presencias de la fenomenal Chicago, años 30 (Party girl, 1958) de Nicholas Ray. A partir de entonces apareció en películas de distinto nivel de calidad, aunque por lo general, cuando se trata de buenas producciones, en papeles cada vez menos importantes. Es el caso de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), 55 días en Pekín (55 days at Peking, Nicholas Ray, 1963), La caída del Imperio Romano (The fall of the Roman Empire, Anthony Mann, 1964), la nueva adaptación de Adiós, muñeca (Farewell my lovely, 1975) que dirigió Dick Richards, o, de manera mucho más curiosa, la célebre cinta erótica de trasfondo nazi Salón Kitty (Salon Kitty, Tinto Brass, 1976).

Desde entonces siguió participando en subproductos de toda clase hasta el año de su muerte, 1992, a causa de una leucemia.

 

Música para una banda sonora vital – Dos del western

Magnífico tema de Ennio Morricone para esta maravilla de western titulado Hasta que llegó su hora (Once upon a time in the west / C’era una volta il west), dirigido por Sergio Leone en 1968, y que sintetiza mejor que ninguna obra del spaghetti western el espíritu de fusión entre el cine clásico del Oeste, el de los más grandes (Walsh, Hathaway, Hawks, Wyler, Sturges, Daves, Boetticher, entre muchos otros, pero sobre todo, el de John Ford), con las nuevas influencias europeas al unificar en el mismo largometraje el desierto de Tabernas, en Almería, y el auténtico Monument Valley con el perfil de sus rocas de arenisca recortado en el horizonte.

Una verdadera joya, tran grandiosa como las poderorísimas imágenes concebidas por Sergio Leone para revestir esta historia de venganza y almas perdidas en mitad de ninguna parte.

Y de propina, la quintaesencia de las bandas sonoras para el western canónico, el clásico, el de toda la vida, el título principal compuesto por Alfred Newman para La conquista del Oeste (How the west was won, 1962), película codirigida por Richard Thorpe, Henry Hathaway, George Marshall y John Ford que, si quizá no entraría dentro de cualquier catálogo de las mejores cintas del Oeste de todos los tiempos, sí atesora momentos de gran valía, como el breve capítulo sobre la guerra civil dirigido por Ford, así como bellísimas secuencias de exteriores rodadas en el pionero, y pronto relegado, sistema Cinerama.

Vidas de película – Carroll Baker

Una de las formas tradicionales de que disponían -y disponen- las muchachas norteamericanas para acceder a la gran pantalla, casi nunca la mejor, puesto que no permite prácticamente nunca demostrar cualidad artística alguna (hechas sean las notables salvedades por todos conocidas, fuera de España por supuesto), consiste en conseguir un título de Miss Esto o Aquello. Carroll Baker, nacida Karolina Piekarski en el seno de una familia de origen polaco allá por 1931 obtuvo nada menos que el principal galardón del concurso Miss Frutas y Verduras de Florida de 1949 (pese a haber venido al mundo en Pennsylvania). Y bien pudo ser nada más que otra rubia tonta, u otro clon de Marilyn Monroe, si no hubiera destacado en su primer papel relevante en el celuloide, nada menos que la tentación de Karl Malden y Eli Wallach en Baby Doll (Elia Kazan, 1956). Este personaje, además de convertirla en un sex symbol, le proporcionó una nominación al Oscar como mejor actriz principal, todo un logro para una debutante.

Sin embargo, su pasado como ayudante de un mago y sus clases en el Actors Studio le permitieron ya el mismo año formar parte del reparto de una de los melodramas más aclamados de los cincuenta, Gigante (George Stevens, 1956), película que vista hoy, y conocidos muchos de los avatares de su triángulo de protagonistas principales, puede mover a la risa floja, por no mencionar que deriva en comedia involuntaria cuando la trama avanza en lo temporal y Rock Hudson, Elizabeth Taylor y James Dean tienen que aparentar edad madura; sus caracterizaciones parecen propias de un programa barato de parodias o de imitaciones burdas de un canal de televisión local. Una de las damnificadas es, precisamente, Carroll Baker, que interpreta a la hija de la Taylor, que en la vida real era, curiosamente, un puñado de semanas mayor que ella.

Sin demasiada suerte en la elección de papeles, fue en el western donde mejor logró encajar, en cintas como Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958), La conquista del Oeste (Henry Hathaway, George Marshall, Richard Thorpe, John Ford, 1962) o El gran combate / Otoño Cheyenne (John Ford, 1964), donde da vida a la maestra cuáquera que enamora a Richard Widmark. Su estrella declinó rápidamente, y aparte de encarnar a Jean Harlow en un biopic y de colaborar con Andy Warhol, sus siguientes trabajos fueron discretas películas europeas, de corte erótico, policíaco o terrorífico, que utilizaban la imagen sexy de la actriz como vehículo promocional. Eso, antes de regresar a América para aparecer en Tallo de hierro (Héctor Babenco, 1987), Poli de guardería (Ivan Reitman, 1990) o The game (David Fincher, 1997).

En este caso, como suele ocurrir con las misses, por mucho Actors Studio que pisen, mucho más guapa que actriz.

Ejemplo de western psicológico: El valle de la venganza

No cabe duda de que el cine de aventuras fue el lugar predilecto de Richard Thorpe en Hollywood. Desde las películas de Tarzán hasta las epopeyas artúricas o las adaptaciones de Walter Scott con Robert Taylor (uno de sus actores recurrentes) como improbable (visto hoy) héroe medieval con calzas, leotardos y armadura, la filmografía de Thorpe, prolongada a lo largo de cuatro décadas, está asimismo salpicada de incursiones en la intriga criminal, el musical, los productos baratos para cantantes de moda (Bobby Darin o Elvis Presley, por ejemplo), o los bodrios nadadores de Esther Williams. También en su cine hay espacio para el western, y la mejor de todas sus películas en el género es El valle de la venganza, una película que, en contra de la simpleza a la que invita el título, esconde muchos matices que hacen del filme un western atípico, más para una fecha como 1951.

Porque casi casi se trata de un western, no fordiano, sino freudiano, cuya raíz de conflicto hay que encontrarla en la relación de subordinación-dominación que padece Lee Strobie (Robert Walker, que bordaba como nadie los personajes de psicópata perturbado, traumatizado, quizá porque no requería de él demasiado esfuerzo para su composición) con respecto a su padre (Ray Collins), un rico potentado ganadero, una situación que se complica por el culto que papá Strobie, la esposa de Lee, Jen (Joanne Dru) y todo el mundo en general sienten por el juicioso, fornido y valeroso Owen (Burt Lancaster), hijo adoptivo de Strobie y hermano por tanto de Lee, en quien el viejo Arch ve al hijo que le gustaría haber tenido en lugar del tarambana que le ha tocado en suerte. El soterrado juego de rencores, odios, envidias y amores difíciles, agravado sin duda por la ausencia temprana de una figura materna para Lee, se complica cuando éste, más amante de la noche entre cartas y mujerzuelas que del duro trabajo en el rancho, deja embarazada a una joven del pueblo. Owen, acostumbrado a sacarle las castañas del fuego a Lee para que su padre no se entere de sus frecuentes aventuras de violencia regada con alcohol, intenta que Lee reconozca su culpa, pero cuando éste, para salvarse, provoca y permite que la paternidad sea atribuida a su hermano adoptivo, no hace gran cosa para abrir los ojos a la gente por temor a la reacción del viejo Arch y, sobre todo, por atención a Jen. Sin embargo, cuando el hermano de la joven (John Ireland), un pistolero sin escrúpulos, se presenta en el pueblo para vengar la afrenta, es el inocente Owen y no el culpable Lee el objeto de su venganza, mientras éste último hace planes para, cuando falte su hermano, preparar la liquidación del negocio familiar y así poder marcharse lejos a quemar el dinero en juergas eternas.

La película resulta interesante como ejercicio de síntesis: en apenas ochenta minutos plantea un drama de hondas raíces psicológicas, establece relaciones entre múltiples personajes a varias bandas, ofrece alguna trama romántica secundaria, ofrece escenas de acción y violencia, y concluye con un final de culpa y redención. Continuar leyendo «Ejemplo de western psicológico: El valle de la venganza»