Cine en fotos: Alec Guinness

«La lluvia irlandesa, como se espera siempre y se disfruta llevando ropa apropiada, es menos exasperante que la lluvia en otros lugares, y cuando a media tarde aminoró un poco, decidí estirar las piernas y dar un paseo de diez minutos hasta la iglesia local, que es más agradable que la mayor parte de las iglesias irlandesas, ya que está menos sobrecargada y es sumamente silenciosa, salvo el molesto tic-tac de un reloj, que siempre da la hora mal. ¿En qué otro lugar —me preguntaba mientras iba por el camino— podría llegar en unos minutos a la iglesia después de las frustraciones del trabajo? Segovia, en el centro de España, se me vino a la mente. Cuando en el invierno de 1962-63 me embarqué en una superproducción titulada La caída del Imperio Romano, Tony Quayle, que también trabajaba en la película, alquiló una hermosa casa de campo del siglo XVI a unos kilómetros de la ciudad y me invitó a compartirla con él. Daba a un pequeño y turbulento río y a los altos muros del Alcázar —donde en 1623 el futuro Charles I, antes de sentarse en su desdichado trono y perder la cabeza, acudió sin éxito en busca de esposa—. A unos cientos de metros se encontraba el monasterio jerónimo del Parral, todavía en proceso de restauración por los efectos de la guerra civil, y cerca, al otro lado de la casa, estaba el espantoso y desolado convento de los Carmelitas Descalzos, donde está enterrado el gran místico San Juan de la Cruz en una enorme y recargada tumba de lapislázuli y bronce. En el suelo, al lado de la tumba, hay un hueco vacío, no mayor que una jaula de perros, donde reposó el santo originariamente. Casi todos los días, durante mi estancia en Segovia, visitaba una de estas iglesias para librarme del desánimo que me producía el mundo del cine. De vez en cuanto daba un paseo junto al río, sobre nieve crujiente, y veía carámbanos de unos cuatro metros que colgaban sobre el Alcázar, hasta la Vera Cruz, donde los cruzados de la Tierra Santa solían hacer la guardia nocturna. Hacía un frío terrible, pero la casa, con dos grandes chimeneas de leña, que estaban siempre encendidas en el hogar, daba un agradable calor; y había una encantadora y vieja cocinera y criada, que hacía casi las mejores tortillas del mundo. A Tony le consideraban el Señor del Lugar y cuando traían un nuevo y enorme barril de jerez desde la aldea, rodando por la calle helada, empujado por unos hombres fuertes, tocados de boinas negras, lo subían con cuidado a la casa y le daban la primera copa. Todo aquello era muy feudal y deliciosamente lejano a La caída del Imperio Romano. Nunca vi más que veinte minutos de la película terminada».

Memorias. Alec Guinness (Espasa-Calpe, 1987).

Vidas de película – John Ireland

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El canadiense John Ireland, nacido en Vancouver en 1914, pasa por ser, junto con Errol Flynn, uno de los actores mejor dotados de la historia de Hollywood (y no precisamente en lo que a cualidades dramáticas se refiere…). Sea como fuere, John Ireland atesora una extensísima carrera como actor de cine y televisión, en especial como villano, esbirro y matón en toda clase de producciones de cine negro, western y cintas bélicas.

Sin embargo, y tras sus comienzos como nadador en espectáculos acuáticos, su salto al teatro fue para interpretar nada menos que a William Shakespeare. Su primera película fue la bélica Un paseo bajo el sol (A walk in the sun, Lewis Milestone, 1945), y de inmediato pasó al otro género en el que trabajó asiduamente, el western, nada menos que con Pasión de los fuertes (My darling Clementine, John Ford, 1946). Además de participar en algunos de los hoy olvidados pero más que estimables primeros films noirs del cineasta Anthony Mann, Ireland apareció en las espléndidas Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948) y El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949), en ambas junto a la que se convertiría en su primera esposa, la actriz Joanne Dru (estuvo casado dos veces más, también con actrices). Junto a ella trabajó en cuatro películas más, sobre todo westerns, antes de su divorcio en 1957. La más memorable de aquellas cintas es El valle de la venganza (Vengeance valley, Richard Thorpe, 1951), junto a Burt Lancaster y Robert Walker.

En la siguiente década, formó parte de otro western basado en el famoso tiroteo de Tombstone, Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957), y es una de las más estimables presencias de la fenomenal Chicago, años 30 (Party girl, 1958) de Nicholas Ray. A partir de entonces apareció en películas de distinto nivel de calidad, aunque por lo general, cuando se trata de buenas producciones, en papeles cada vez menos importantes. Es el caso de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), 55 días en Pekín (55 days at Peking, Nicholas Ray, 1963), La caída del Imperio Romano (The fall of the Roman Empire, Anthony Mann, 1964), la nueva adaptación de Adiós, muñeca (Farewell my lovely, 1975) que dirigió Dick Richards, o, de manera mucho más curiosa, la célebre cinta erótica de trasfondo nazi Salón Kitty (Salon Kitty, Tinto Brass, 1976).

Desde entonces siguió participando en subproductos de toda clase hasta el año de su muerte, 1992, a causa de una leucemia.